¿El fin de las mediaciones? El rechazo de la deferencia en el espacio público

contemporáneo1



The end of mediations? The rejection of deference in the contemporary public sphere



DOI: https://doi.org/10.18861/ic.2019.14.1.2892

Journal of the Eupean Institute for Communication and Cultura (EURICOM ), Taylor & Francis Online, Volume 25, 2018. La traducción fue realizada por el Dr. Mariano Fernández con expresa autorización de la autora. laurence.kaufmann@unil.ch - Faculté des Sciences Sociales et Politiques, Université de Lausanne, Suiza.

Fecha de recepción: 28 de marzo de 2019

Fecha de aceptación: 2 de mayo de 2019

ORCID: https://orcid.org/0000-0003-4286-3683

RESUMEN

Las representaciones políticas y las mediaciones institucionales son ontológicamente necesarias para constituir las comunidades imaginadas que son las sociedades

modernas. El problema es que las mediaciones públicas, que son necesarias para construir un mundo común que separe y relacione a los individuos que lo componen, se están convirtiendo cada vez más en sinónimo de engaño y alejamiento. El sueño de acceder a los hechos sin ningún aparato de representación y el anhelo de presencia e inmediatez y sus contrapartes negativas, el miedo a la distancia y el engaño le otorgan a la deferencia y a las mediaciones con una valencia negativa. Este rechazo a la representación y la deferencia es uno de los principales puntos en común entre el movimiento “hacktivista” Anonymous y al tipo de liderazgo que encarna Donald Trump. Al hacerlo, ambos ponen en peligro la construcción.

Palabras clave: esfera pública, deferencia, representación, Anonymous, Trump.

ABSTRACT

Political representations and institutional mediations are ontologically necessary for constituting the imagined communities that modern societies are. The problem is that public mediations, which are necessary to build a common world that both separates and relates the individuals that compose it, are becoming increasingly synonymous with deception and estrangement. The dream of accessing facts without any apparatus of representation and the longing for presence and immediacy and its negative counterparts, the fear of distance and deception, endow deference and mediations with a negative valence. This rejection of representation and deference is one of the main commonalities between the “hacktivist” movement Anonymous and the populist form of Donald Trump’s

leadership. In doing so, they endanger the democratic construction of a common world between strangers and erode the pluralist structure of the public sphere.

Keywords: public sphere, deference, representation, Anonymous, Trump.



1. INTRODUCCIÓN

Para muchos investigadores, periodistas y políticos, las democracias contemporáneas están en crisis, principalmente por la brecha de credibilidad entre los ciudadanos y los sistemas de toma de decisión, el crecimiento de la riqueza y la desigualdad, el nuevo entorno mediático y el avance del populismo2. Esta crisis es especialmente alarmante para la mayoría de los pensadores democráticos, empezando por Jürgen Habermas (1991), que tienden a adoptar una perspectiva normativa. Desde esta perspectiva, la esfera pública es concebida como el lugar donde el poder constitutivo de lo colectivo, compuesto por asociados iguales, es experimentado, visibilizado y puesto a prueba. Desde una posición normativa, el término público refiere al bien común que un colectivo de ciudadanos debería buscar de manera conjunta, y publicidad refiere al uso racional de la crítica sobre temas de interés general.

El problema es que esos rasgos, que caracterizan un ideal político de las democracias modernas, son tan demandantes, tanto cognitiva como políticamente, que tienden a perder todo alcance descriptivo. Aún más, ese “maximalismo” normativo necesariamente induce a un diagnóstico pesimista de la realidad de las sociedades democráticas, como la deficiencia moral y política de la esfera pública y la ausencia de un público digno de ese nombre. Al juzgar cualquier forma real de publicidad y de actualización de la esfera pública como imperfecta o insuficiente, estos requerimientos normativos altamente demandantes pueden debilitar considerablemente la utilidad del propio concepto de esfera pública. De hecho, ¿cuál podría ser el propósito de un concepto que solo nos lleva a lamentar la imposibilidad de su puesta en práctica o su ausencia sistemática?

En las páginas que siguen, se tratará de esbozar los aspectos básicos de una descripción minimalista que mantenga un horizonte normativo sin perder el contacto con la realidad actual de la esfera pública. Para hacer esto, se dejará de lado el ideal de una democracia participativa que subyace en la descripción maximalista para centrar la atención en los principales rasgos de la democracia representativa. Se expondrá como argumento que el régimen de representación, en el sentido político de delegación del poder, así como

en el sentido dramatúrgico de exhibición pública, es esencial para el funcionamiento

democrático. Este régimen toma en cuenta la distancia entre la figuración de la realidad y la realidad misma, entre la unidad artificial del cuerpo político y la multiplicidad social de los individuos, opiniones y de participantes. A diferencia del ideal general de la participación, que exige que todos los ciudadanos sean actores, el régimen de representación acepta

que la mayoría de los ciudadanos son espectadores. Esto no necesariamente pone en riesgo la democracia; por el contrario, de acuerdo con Hannah Arendt (1998 [1958]), la postura desinteresada pero preocupada del espectador es más imparcial que la postura comprometida, necesariamente parcial, del actor. Mientras que los actores deben representar su parte de la obra y están absorbidos en sus propias acciones, los espectadores están lo suficientemente distantes de la escena pública como para mantener su “facultad de juicio” y para dar testimonio del sentido último de los eventos tomados en conjunto (Arendt, 1998).

La distancia que separa la escena pública del público de espectadores implica, por definición, una delegación de poder y conocimiento denominado proceso de deferencia estructural: el público debe deferir la tarea de construcción de la mayor parte de su conocimiento de sentido común a mediadores, esto es, a personas dedicadas a la mediación, como periodistas, abogados, políticos y científicos expertos. Por definición, este proceso involucra a los miembros del público en una cadena de mediaciones que los vincula con referentes comunes que están fuera de su alcance material y simbólico. En un sentido, la deferencia estructural es emancipatoria. Le permite al público ir más allá de la estrecha esfera de su experiencia y alcanzar la esfera de la imaginación colectiva. Sin embargo, al permitir que el público vea a distancia para ampliar su conocimiento, la deferencia estructural también habilitaría el engaño y la manipulación por parte de los actores de la escena pública. Esta sospecha de engaño es precisamente lo que alimenta el creciente número de teorías conspirativas: las innumerables cadenas de mediaciones se ven cada

vez más como sitios oscuros de distorsión y manipulación del público por parte del “establishment corrupto”.

No es sorprendente, de todos modos, que los dos procesos opuestos que están reestructurando a las esferas públicas contemporáneas –la hipersingularización de las figuras públicas y la anonimización sin precedentes de los movimientos colectivos– se caractericen por la obsesión por la mediación y la desconfianza en la representación. Ambos procesos, que serán ilustrados a través del movimiento “hacktivista” Anonymous y de la figura neoliberal de Donald Trump, buscan puentear las mediaciones públicas y borrar cualquier rastro persistente de deferencia. En las páginas siguientes se desarrollará esta hipótesis en detalle.

2. UNA SOLICITUD POR LAS MEDIACIONES

Definir a la democracia como un régimen de representación y al público como conjunto de espectadores tiene la ventaja del realismo sociológico. Si bien no es común encontrar leyes sociológicas, hay una que es muy difícil de refutar: la determinación cuantitativa de los grupos, propuesta por George Simmel (1999). Para el sociólogo alemán, cuanto más numeroso es un grupo social, más se ven sus miembros en la necesidad de elaborar reglas impersonales y formas indirectas de interacción de las que los círculos cercanos de conocidos pueden prescindir, en tanto dependen de las interacciones recíprocas directas. Las consecuencias cualitativas de la cantidad sobre las configuraciones sociales aplican sobre todo en las organizaciones de gran escala de las sociedades modernas. En contraste con las comunidades de conocidos del pasado, las cuales estaban limitadas a relaciones recíprocas, las sociedades de gran escala solo pueden ser comunidades imaginadas. Su existencia depende de distintas técnicas de representación y diferentes tipos de mediación teatral, icónica, narrativa o política (Anderson, 1983)–. Gracias a esas mediaciones y a pesar de la distancia que los separa de sus iguales, los individuos pueden referir a los mismos puntos en común e identificarse a sí mismos como un nosotros.

Por supuesto, los medios de masas son esenciales para la materialización de esta forma más o menos persistente e imaginada de ser-nosotros. Los medios compensan la ausencia de relaciones sociales directas y recíprocas con relaciones indirectas y mediadas que vinculan a quienes asisten de manera conjunta a través de sus referencias comunes a eventos y personas públicas (Calhoun, 1991). Para el público, el rol de los medios como dispositivo protésico es sinónimo de una forma deferencia estructural. Incapaz de utilizar su experiencia y conocimiento personal por cercanía como fuente primaria y valiosa de conocimiento, el público depende del saber mediado, indirecto e inferencia.

En términos teóricos, el proceso de deferencia estructural está inspirado por el proceso de deferencia epistémica y semántica puesta en evidencia por los filósofos analíticos. Como sugiere Putnam (1975), en cualquier tipo de sociedad hay una división del trabajo epistémica y lingüística inevitable que habilita a los actores a amueblar su propio mundo con conceptos y conocimientos que realmente no dominan. Incapaces de validar las referencias por sí mismos, los agentes ordinarios defieren la tarea de establecer lo que cuenta como artritis, inflación, autismo o cambio climático a expertos autorizados y conocidos (Putnam, 1975). En las sociedades de gran escala, complejas e hipermediadas, esta división del trabajo estructura la esfera pública en toda su extensión. Los conceptos científicos, pero también los procesos económicos (por ejemplo, la inflación, la bolsa de valores, las deudas nacionales), las apuestas políticas (luchas ideológicas, interdependencias sistémicas, conflictos personales) y los eventos públicos (un Mundial de Fútbol, los ataques del 11 de septiembre, terremotos) son descriptos por expertos y representantes cuyo trabajo de selección y encuadramiento se mantiene mayormente opaco

para el público (Kaufmann, 2008).

La deferencia estructural es uno de los rasgos constitutivos de las comunidades imaginadas. Estas son creadas por la mediación de símbolos de condensación y de representantes de carne y hueso que las representan como totalidades y las hacen tangibles para todos los miembros de la comunidad.

Este régimen deferencial de representación responde a una necesidad ontológica –la de convertir la realidad social de los “muchos” en una realidad más o menos unificada (Rosanvallon, 1998)–. El pueblo, lejos de preceder a su representación, es constituido como un sujeto político sólo a través de la representación.

Como lo señalan muchos politólogos, el término representación tiene dos significados principales. En su sentido político, representación refiere al proceso que habilita a delegados, portavoces o representantes a hablar por y en nombre de la gente. En un sentido complementario, estético o dramatúrgico, la representación designa la descripción o narrativa de lo colectivo como una totalidad significativa. En ambos modos, el proceso de representación consiste en “hacer presente lo ausente”; en la escena pública, hace que entidades ausentes (por ejemplo, el pueblo) o acontecimientos remotos (eventos alrededor del mundo) se vuelvan presentes. Como lo indica su estructura transitiva, representación es representación de otra cosa que uno mismo y, como tal, tiene una naturaleza dual (Marin, 2002). En principio, la representación como presentificación de lo ausente no es y no pretende ser un reflejo mimético, directo, de lo representado; es un sustituto que está en lugar de lo ausente mientras le confiere una textura simbólica.

La distancia representacional de este “estar en lugar de” es doble. En primer lugar, consiste en una distancia vertical que separa la escena pública de un público de espectadores. Para retomar la metáfora de Arendt, si la esfera pública es como la mesa situada entre aquellos que están sentados a su alrededor, vinculando y separándolos al mismo tiempo, este “entre-medio” no es circular ni simétrico. Ese “espacio de aparición”, que para Arendt (1998) “nos reúne y evita que caigamos unos sobre los otro”, toma, en parte, la forma de una escena o un escenario. En segundo lugar, la distancia de representación consiste en una distancia horizontal, que permite que los extraños se miren unos a otros como dignos de confianza para intercambios cooperativos.

La extraña co-presencia corporal propia de los espacios urbanos requiere que las personas confíen en extraños lo suficiente como para convivir con ellos manteniendo, al mismo tiempo, un “desinterés civil” mutuo respecto a su privacidad (Goffman, 1963). En una escala mayor, los ciclos de transacciones económicas y circulación de bienes y servicios requieren que las personas confíen en completos extraños, no solo para convivir en relativa paz, sino también para entrar en intercambios mutuamente benéficos (Seanbright, 2010). Esta es precisamente la distancia vertical y la horizontal necesarias para mantener un mundo común entre extraños, que es puesto en cuestión por un movimiento como Anonymous y por una figura populista como Trump.

3. EL ABANDONO DE LA ESFERA PÚBLICA

3.2. “The little people are not so little anymore”: el desafío de Anonymous3

Somos Anonymous. Somos legión. No perdonamos. No olvidamos. Esperen por nosotros”4. Una de las muchas características del movimiento hacktivista de protesta de base digital, Anonymous, cuya lucha política por la libertad de expresión data de 2008, es el rechazo del principio de representación en su sentido político: “Anonymous no tiene líderes, ni gurús, ni ideólogos (…) Nadie puede hablar en nombre de Anonymous (…). Anonymous no es una organización. No es un club, un partido ni un movimiento”5. Así, el

movimiento lleva los requisitos de la democracia moderna al extremo: hacer del poder un “lugar vacío”, es decir, un lugar que ningún subgrupo o individuo particular puede monopolizar para perseguir su propio interés (Lefort, 1978).

Para evitar representantes que sólo luchan por la visibilidad y el interés propio una vez que se hacen de un nombre y un cuerpo singular, Anonymous aboga por una ética anti-ego y anti-líder (Coleman, 2014). Para este movimiento, que se define sólo por dos requerimientos deontológicos (mantener el anonimato y evitar la pornografía infantil), el soberano último de la democracia moderna no es sino el número, en los dos sentidos del término. Por una parte, el número refiere al poder anónimo e impredecible de grandes masas de personas que, si están unidas, pueden ganar contra los ricos y poderosos; por la otra, refiere a lo que no puede ser nombrado o descripto, en tanto es literalmente irrepresentable y no tiene forma (Rosanvallon, 1998).

Sin embargo, como lo muestra la transición desde un adjetivo (anonymous) a un sustantivo con letra mayúscula (Anonymous), el número, tan difractado y serial como puede ser, no permanece incalificable o incalculable.

No puede escapar a la auto-figuración: en este caso, la forma de una máscara del rebelde Guy Fawkes6 o la forma de una representación simbólica del “traje sin cabeza”. Esa autofiguración no sólo ilustra la política pública y los discursos oficiales del movimiento; en la ausencia de cualquier equipamiento organizacional, marco normativo y representantes de carne y hueso, ellos son la propia condición de su existencia. Anonymous sólo puede existir si es “performado”, en un sentido dramatúrgico, en espacios públicos (Kaufmann et al., 2016).

A medida que sucede, la figuración de Anonymous se reduce a una máscara simbólica que compensa la desfiguración individual propia del anonimato con una refiguración colectiva que lo hace fácilmente identificable en la escena pública. Sin embargo, si esa refiguración permite una especie de marca de identidad, no habilita un reconocimiento en el sentido moral y político de derechos, obligaciones y responsabilidades. Sin cuerpo y sin cara, Anonymous no puede posicionarse a sí mismo como sujeto de acción y pensamiento y asumir públicamente la responsabilidad política y moral de sus acciones. Sacándoles

la careta a sus enemigos, el propio Anonymous usa una máscara que lo protege del juicio público. Esta evasión moral y política, sino su disolución, está también presente en el nivel individual. De hecho, el contrato implícito que Anonymous propone a sus potenciales miembros consiste en un extraño y solitario “contrato con uno mismo” que no tiene condiciones de felicidad externa y no requiere validación, reconocimiento o la aceptación de otros: “Nadie puede decir: estás adentro o estás afuera. Estás adentro si vos lo querés”7. Como este autocontrato es incondicional, su performatividad es inmediata y absoluta.

Cualquier espectador comprometido puede inmediatamente convertirse en miembro después de mirar el video How to join Anonymous. “Somos muchos y vos sos uno de nosotros ahora. Bienvenido a Anonymous”8. Como depende exclusivamente de los compromisos autovinculantes del Yo, que permanecen bajo la autoridad solipsista de la primera persona del singular, Anonymous no establece ningún “estar-con” como sinónimo de los condicionamientos y obligaciones entre sus miembros. Como lo indica su descripción metafórica del encuentro ocasional entre pasajeros en un tren o el vuelo convergente de una bandada de pájaros, el “entre-nosotros” que Anonymous propone es más que mínimo: consiste en el simple alineamiento casual de acciones y objetivos.

Si bien “este viaje juntos puede cambiar el mundo”, los pasajeros o las aves pueden dejar el grupo en cualquier momento.

El funcionamiento de Anonymous desarma los dos sentidos de la representación: el político y el figurativo. Al rechazar el principio político de la representación y la deferencia, sueña con inventar una nueva “especie” de colectivo, sin otras mediaciones que la técnica y sin deferencia o compromisos mutuos. Anonymous intenta entonces escapar a la tragedia política que cualquier colectivo, por más pluralista y horizontal que sea, debe enfrentar: los representantes y las reglas que sustentan su existencia tienden a volverse en contra de aquellos que les dieron forma. Al rechazar cualquier proceso de institucionalización, que por definición favorece el “gobierno del ‘Uno’” por sobre el “gobierno de los muchos”, anhela permanecer unido a la multitud irreductible de buena voluntad que lo mantiene vivo.

Sin embargo, si Anonymous escapa a la representación política, no puede escapar a la representación dramatúrgica, que es necesaria para su existencia.

Su aparición en la escena pública como el portador de un discurso libre es ciertamente importante. Pone en debate el poder constitutivo de la multitud, como el movimiento Occupy Wall Street, cuyo slogan, “Somos el 99%”, está aún en el recuerdo de todos. El problema es que esa aparición es menos emancipatoria de lo esperado. En primer lugar, la radical y absoluta ausencia de representantes capaces de explicar las acciones del movimiento, le impide tomar parte en los debates y negociaciones políticas que mantienen viva la esfera pública. En segundo lugar, la definición positiva de Anonymous, que consiste en pelear por la libertad de expresión, es muy minimalista para mantener unida a las imprecisas y policéntricas redes de personas dispersas que lo componen. Lo que parece en cambio mantenerlas unidas es la figura negativa de un enemigo común, como lo revela el eslogan de Anonymous:

Recuerda quiénes son tus enemigos”. Figurar enemigos de esta manera es un modo muy efectivo de totalización: gracias a los ataques públicos a las “grandes entidades”, tales como la Iglesia Cientológica, el Estado de Israel o la Sony Corporation, el movimiento ha sido exitoso en la producción de sí mismo como un sujeto colectivo.

3.2. “Las fake news son el enemigo del pueblo”: el marco antagonista del populismo de Trump

Desacreditar la representación política y enfatizar el poder de la multitud son también rasgos característicos del populismo, que está actualmente en ascenso en Europa y en Estados Unidos. Contradiciendo la lógica dual de la representación política, que articula la presencia de los representantes y la ausencia de los representados, el populismo se inclina hacia un régimen diferente: la encarnación. Los regímenes de encarnación pretenden exhibir, como espejo, la unidad del pueblo bajo el modo de la inmediatez, negando la ruptura semiótica entre la realidad y su figuración. Tales regímenes responden a una lógica monolítica: los trazos indiciales de la realidad del verdadero pueblo, son supuestamente capturados de primera mano por el líder, que lo expresa, lo extiende y lo encarna.

De este modo, los líderes populistas, desde Chávez en Venezuela a Trump en Estados Unidos, pretenden encarnar, no representar, al pueblo “real”. Estos líderes apuntan a ejercer un poder plebiscitario sin “intermediarios”, exaltando la comunicación directa con un pueblo supuestamente homogéneo cuya unidad asegurará la victoria sobre quienes intentan dividirlo, simbolizados por partidos de oposición, instituciones y otros enemigos, interiores o exteriores (Rosanvallon, 1998). Trump, en particular, pretende personificar al pueblo norteamericano “en persona”: la “sobre-presencia” de su cuerpo singular compensa la pérdida de sustancia social propia de una democracia representativa y vuelve a inscribir a la figura abstracta, sin cuerpo, del Pueblo, secuestrada por el establishment corrupto, en el reino de los cuerpos genuinos que no mienten ni engañan. En la era de Internet, esta presencia excesiva está asegurada principalmente a través de Twitter y otras plataformas supuestamente no mediadas, que asocian la mímica de las conversaciones cara a cara

con la crítica estilo tabloide. Aquí estoy nuevamente, dice Trump, para llevar mi mensaje directo a la gente.

De ese modo, Trump simbólicamente suprime la distancia que lo separa del pueblo que él miméticamente exhibe en la escena pública con su estilo discursivo y su lenguaje corporal. “Él es como nosotros”, dicen los hombres blancos de clase trabajadora. “No soy un político, gracias a dios”9, Trump afirma repetidamente. Al negar estar jugando ningún rol, Trump es la encarnación vívida de la “caída del hombre público” de la que R. Sennet (1977) habló hace muchos años: “No estoy actuando. Este soy yo”10.

Restringir su función política y su rol público, y por lo tanto los condicionamientos y obligaciones morales que la sustentan, le permiten a Trump aparecer como un outsider genuino y confiable que dice que lo piensa. El rechazo de la corrección política, de los representantes profesionales y del periodismo institucionalizado como puras mentiras engañosas hace más convincente la promesa de Trump de hacer presente al “verdadero pueblo”. Al cuestionar las mediaciones institucionales y desacreditar la representación política, Trump parece de hecho escapar a los “caprichos de la mediación” y resucitar el acceso directo a la personalidad o “el alma” de sus compatriotas (Adrejevic, 2016). En este caso, el alma de Estados Unidos está mayormente hecha de resentimiento, miedo, disgusto, racismo e intolerancia; pero gracias a la alquimia de Trump, estos sentimientos vergonzantes se convierten en verdades, ira justa y codicia justificada. Durante su campaña, Trump dijo: “Yo era codicioso para mí mismo. Ahora, quiero ser codicioso para todo nuestro país”.

La demanda de una realidad no mediada desmantela la deferencia estructural. Ésta, sostenida especialmente por la autoridad epistémica y la división del trabajo cognitiva, es deslegitimada e invisibilizada, y da lugar a la deferencia personal hacia al líder. Contrariamente a la deferencia estructural, que es una necesidad ontológica de las sociedades de gran escala, la deferencia personal supone la aceptación voluntaria, afectiva y usualmente enceguecida del liderazgo.

Mientras que la autoridad epistémica está autorizada por principios más altos y grandes que ella misma, el liderazgo carismático solo depende del alineamiento de la gente, un alineamiento hecho de afecto, lealtad y sentido de pertenencia. La lealtad, que es el principal valor del “Trumpismo”, provee al líder de inmunidad moral e infalibilidad política. Como el propio Trump lo expresó en enero de 2016: Tengo los seguidores más leales. Puedo estar parado en medio de la Quinta Avenida y dispararle a alguien y no perdería ningún votante.

Como la legitimidad del líder carismático reposa sólo en la aclamación y en la celebración de sus seguidores, es fácil entender por qué Trump valora el tamaño de las multitudes en sus mítines de campaña o los denominados “millones de votos” suplementarios eliminados por el “sistema fraudulento de elecciones”. Su valor político está suspendido en el reconocimiento público, el elogio digital y la efervescencia colectiva que sus performances son capaces de producir: “El país me cree (…). Teníamos una casa llena. Ellos tenían que

despedir miles de personas”, dijo Trump en muchas ocasiones. “Ustedes lo vieron, verdad. ¿Vieron eso?”.

La deferencia personal tiene otra consecuencia: el líder no necesita obedecer a ningún principio de realidad. Una vez que los hechos se vuelven “fake news”, elaboradas por una elite vilipendiada, no hay prueba de realidad ni “verificación de datos” que pueda poner en peligro la palabra del líder. La consecuencia perturbadora de este poder performativo es la erosión del “principio de unanimidad”, esto es, la “asunción” de que, más allá de las diferencias de interpretaciones puntuales, somos parte de un “mundo compartido” (Pollner,

1987). Sin este supuesto, las versiones en competencia del mismo mundo están en riesgo de volverse una guerra entre mundos diferentes e inconmensurables, y el ganador de esta guerra es, por supuesto, el comandante en jefe: “Supongo que no lo debo estar haciendo tan mal, porque yo soy presidente y ustedes no. Ustedes entienden”11.

Gracias al proceso industrializado de celebrificación, el propio nombre de Trump se ha convertido en una marca cuya presencia es tan fuerte que es percibido como no mediado y sin adornos (Andrejevic, 2016). Esta inmediatez virtual, sostenida por constantes relaciones cara-a-cara con los medios, está aún más realzada por la inmediatez de peligros dramáticos

que la retórica populista pone en primer plano. La retórica anti-élite, antiinmigrantes, anti-mexicanos y anti-musulmanes de Trump resuena a la vieja construcción del enemigo común, la configuración de un “nosotros vs ellos” y asegura la unidad y la fe de su gente: “México no es nuestro amigo. Ellos nos están matando en las fronteras y están matando nuestros trabajos y nuestro negocio. LUC HA!”, twiteó Trump; “Vamos a proteger nuestro país construyendo un muro”.

Los discursos de Trump encauzan ansiedades, miedos y resentimientos contra las minorías étnicas, raciales y religiosas para establecer los contornos de un nuevo tribalismo moral, basado en la identidad política blanca y en sentimientos viscerales. Al construir barreras y barricadas que supuestamente los protegen de los extranjeros, estas tribus morales, son, como lo explicó Sennett (1977), comunidades psicológicamente incivilizadas: “Al temer a lo desconocido y convertir la claustrofobia en un principio ético”, ellos no pueden mantenerse “fuera de una escala parroquial” (p. 310). El mantenimiento de estos muros parroquiales requiere una “limpieza emocional” doble: incapaz de agrandarse desde fuera e “impura” por definición, la “comunidad incivilizada” es también incapaz de aceptar la pluralidad interna, que es sinónimo de traición (Sennett, 1977).

CONCLUSIÓN : LA NEGACIÓN DE LA DEFERENCIA

En cualquier comunidad imaginada, hay una brecha insalvable entre las dos contrapartes del proceso de representación: aquellos que tienen un acceso directo a la escena de representación y aquellos que no lo tienen. El problema es que esas mediaciones públicas e institucionales, que son necesarias para construir un mundo común que al mismo tiempo separa y relaciona a los individuos que lo componen, se están volviendo cada vez más sinónimo de decepción y extrañamiento. El sueño de tener acceso a los hechos sin ningún

aparato de representación y el anhelo de presencia e inmediatez, y su contraparte negativa, el miedo a la distancia y al engaño, confieren la deferencia estructural y a las mediaciones una valencia negativa. Desafortunadamente, el rechazo ciego y obstinado de la deferencia estructural tiende a conducir a un estilo de pensamiento paranoico (Hofstadter, 1964). Esta paranoia es una de las principales similitudes entre Anonymous y Trump. Jugando con un

mensaje de caos, ambos atribuyen poderes gigantescos y demoníacos a sus adversarios, que están ocultos en la oscuridad y mueven las cuerdas de las marionetas del establishment. Tal alarmismo hace que la lucha y el llamado a una guerra despiadada o a una “guerra en red” contra el enemigo oculto se vuelva necesaria, transformando así a la esfera pública en un campo de batalla simbólico y liberado para una brutal, inclemente y neoliberal lucha por la vida.

A pesar de sus enormes diferencias políticas, tanto Anonymous como Trump ponen en cuestión la lógica dual de la representación política. Allí donde Anonymous hace desaparecer al “actor” de la escena pública para mantener mejor la eficacia del “autor” real de la representación política –esto es, a la multitud–, Trump pretende encarnar al pueblo, tornando obsoleta la distinción entre el “actor” y “autor” de la representación. Ahora bien, el rechazo de la representación política tiene una consecuencia importante: habilita un escape de la responsabilidad política y moral en el sentido de ser responsable por las propias acciones frente a los otros.

Al rechazar la representación política, Anonymous y Trump apuestan a la modalidad figurativa de la representación en el sentido de convertirse en “marca”. Anonymous es un “nombre inapropiado” simbolizado por una máscara que oculta la identidad de sus referentes y mantiene los traces irrevocables de su multiplicidad (Deseriis, 2012). En contraste, Trump afirma no llevar nunca una máscara: la “inflación” del poder de su propio nombre le permite rechazar la fuerza civilizatoria que corresponde al cumplimiento de una función pública. Siendo así, ambas “marcas”, “apropiadas” o “inapropiadas”, sobreenfatizan el poder de la multitud: Anonymous otorgando a la multitud principios de compromiso y ontológicos minimalistas. Trump activando una lealtad ciega y deferencia personal de los “verdaderos patriotas americanos”.

El problema es que, con el rechazo de la responsabilidad moral y la negación de las mediaciones institucionales, el poder de la multitud es más peligroso para la democracia. Para sostenerse, la democracia, definida aquí como la construcción de un mundo común entre extraños, debe ser dinamizada por modos impersonales de regulación que aseguren la distancia simbólica y espacial entre extraños. Si la distancia establecida entre desconocidos se vuelve muy importante, como sucede con Anonymous, el sentimiento de “como-yo” que subyace al descuido civil hacia los conciudadanos se pone en riesgo, porque da paso a un desprecio civil indiferente, ceguera emocional y letargo moral hacia los otros. Inversamente, si la proximidad moral entre extraños, a pesar de la distancia social y espacial, se vuelve importante, tal como sucede con la identidad política de Trump, el riesgo es el de hacer crecer identidades comunes rígidas que unifican a los extraños bajo los auspicios de un pretendido “yo-colectivo”. Esto sólo para mostrar que la hipertrofia de la distancia o de la proximidad entre extraños es la más peligrosa trampa para la vida pública.

Es precisamente en este punto que la descripción minimalista de la esfera pública como espacio de representación, distancia y deferencia, se vuelve normativa. Como se ha visto, las mediaciones públicas no son inherentemente alienantes; por el contrario, son necesarias para construir un Nosotros potencialmente emancipatorio, cuya constitución es uno de los propósitos centrales de la moderna esfera pública. Lo alienante, en realidad, es la ausencia de participación en la constitución de esas mediaciones (Peters, 2001). Cuando las mediaciones son puestas en una caja negra, se vuelven opacas e invisibles para la gente, y su dominio se vuelve imposible, allanando el camino para la ignorancia y la impotencia colectiva.

Es por esto que un horizonte normativo de democracia, tal la concepción aquí planteada, debería consistir menos en una participación directa y más en una indagación conjunta sobre las mediaciones necesarias para vivir juntos. Dicho brevemente: en lugar de lamentar la pérdida de participación directa, sería mejor pensar en la cascada de andamiajes intermedios de representación que podrían sustentar la vida democrática. Algunos de esos andamios realzan el pluralismo de opiniones y la preocupación por un mundo común; otros,

conspirativos, populistas o nacionalistas, erosionan desde dentro la estructura pluralista de la esfera pública. En particular, el alarmismo y el miedo apelan con demasiado vigor a los instintos de supervivencia como para permitir la distancia relativa necesaria para participar en indagaciones pluralistas de “lo que nos une”. Convocados como potenciales víctimas, los ciudadanos apenas pueden tomar el lugar de espectadores; se los considera “actores” cuyo rol en el juego social y político es parcial por definición. En el cuadro polarizado de la

política del miedo su rol es tomar partido. Esas configuraciones antagonistas no sólo hacen del poder “un lugar vacío”, sino que terminan por vaciar, también, a la propia esfera pública.

Notas

1. El artículo retoma y modifica -especialmente para InMediaciones de la Comunicación- lo trabajado en un texto titulado: Debunking Deference: The Delusions of Unmediated Reality in the Contemporary Public Sphere. El mismo se publicó en la revista: Javnost – The Public. Journal of the Eupean Institute for Communication and Cultura (EURICOM ), Taylor & Francis Online, Volume 25, 2018. La traducción fue realizada por el Dr. Mariano Fernández con expresa autorización de la autora.

2 .Nota del editor: Pese a la sugerencia de uno de los revisores externos del artículo, se ha decidido mantener esa primera frase sin referencias bibliográficas, por entender que la autora refiere a un debate que se despliega cotidianamente en diversos ámbitos en Europa, irreductible como tal a una lista bibliográfica puntual.

3. En línea. Recuperado de: http://anonhq.com

4. How to join Anonymous. A beginners guide. Recuperado de: https://www.youtube.com/watch?v=XQk14FLDPZ g

5. Ibídem.

6. Guy Fawkes (1570-1606) fue uno de los integrantes del grupo de católicos ingleses que intentó infructuosamente asesinar al rey Jacobo I en la denominada Conspiración de la Pólvora, de 1605.

7. How to join Anonymous. A beginners guide. Recuperado de: https://www.youtube.com/watch?v=XQk14FLDPZ g.

8. Ibídem.

9. En línea. Recuperado de: https://www.youtube.com/watch?v=JyRCzxUACrg

10. Interview with the Time, March 23, 2017.

11. Entrevista en Time, 23 de marzo de 2017.

REFERENCIAS

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*Contribución: el 100% del trabajo pertenece a la autora.

Artículo publicado en acceso abierto bajo la Licencia Creative Commons - Attribution 4.0 International (CC BY 4.0).