Datificación y streamificación de la cultura

Nubes, redes y algoritmos en el uso de las plataformas digitales


Datification and streamification of culture

Clouds, networks and algorithms in the use of digital platforms


Datificação e streamificação da cultura

nuvens, redes e algoritmos no uso de plataformas digitais


DOI: https://www.doi.org/10.18861/ic.2021.16.2.3082


LUCAS BAZZARA

lucas.bazzara@gmail.com Universidad de Buenos Aires, Argentina.

ORCID: https://orcid.org/0000-0001-7432-5076


CÓMO CITAR: Bazzara, L. (2021). Datificación y streamificación de la cultura. Nubes, redes y algoritmos en el uso de las plataformas digitales. InMediaciones de la Comunicación, 16(2), 37-61. DOI: https://www.doi.org/10.18861/ic.2021.16.2.3082



Fecha de recepción: 26 de febrero de 2021

Fecha de aceptación: 29 de junio de 2021



RESUMEN


El artículo analiza algunos de los elementos socio-técnicos que, puestos en serie y considerados en simultáneo, están en la base de los procesos de datificación de lo social y constituyen uno de los perfiles de nuestro tiempo. Para ello ofreceremos una definición de plataforma digital, así como de lo que se conoce comúnmente como el streaming y la computación en la nube, entendiendo que sobre esa infraestructura técnica y material se sostienen las actividades de los usuarios en las redes y la circulación social de los contenidos digitales que consumen. Luego abordaremos la noción de dato y de algoritmo, centrales para comprender el fenómeno actual de –precisamente– datificación y algoritmización de los procesos sociales. Pero dado que una comprensión más acabada de este fenómeno no puede soslayar la importancia histórica de la cibernética, verdadero marco teórico y práctico tanto de los algoritmos como de la vida social contemporánea, dedicaremos un primer apartado a señalar sus aspectos más salientes para pensar su actualidad. La hipótesis que se intentará poner a prueba es que la instalación progresiva de estas técnicas informáticas durante la primera década de nuestro siglo y los usos sociales múltiples y cotidianos a través de los cuales fueron sedimentando en la década siguiente generaron las condiciones para la emergencia de lo que daremos en llamar una streamificación de la cultura.


PALABRAS CLAVE: datos, algoritmos, plataformas, computación en la nube, cultura del streaming.



ABSTRACT


The article analyzes some of the socio-technical elements that, placed in series and considered simultaneously, are at the base of the social dataification processes and undoubtedly constitute one of the profiles of our time. To this end, we will provide a definition of a digital platform, as well as what is commonly known as streaming and cloud computing, since the activities of users in networks and the social circulation of the digital contents they consume are supported on this technical and material infrastructure. Subsequently, we will address the notion of data and algorithm, which are central to understanding the current phenomenon of -precisely- dataification and algorithmization of social processes. However, since a more complete understanding of this phenomenon cannot ignore the historical importance of cybernetics, the true theoretical and practical framework of both algorithms and contemporary social life, we will dedicate a first section to highlight its most salient aspects in order to consider its relevance today. The hypothesis being tested is that the progressive installation of these computer techniques during the first decade of our century and the multiple and daily social uses through which they were sedimented in the following decade generated the conditions for the emergence of what we will call a streamification of culture.


KEYWORDS: data, algorithms, platforms, cloud computing, streaming culture.



RESUMO


Este trabalho analisa alguns dos elementos sócio-técnicos que, colocados em série e considerados simultaneamente, estão na base dos processos de datificação social e constituem, sem dúvida, um dos perfis do nosso tempo. Para isso ofereceremos uma definição da plataforma digital, bem como do que é vulgarmente conhecido por streaming e computação na nuvem, uma vez que nesta infraestrutura técnica e material apoiam-se as atividades dos usuários nas redes e a circulação social dos conteúdos digitais que consomem. Posteriormente, abordaremos a noção de dados e algoritmo, que são centrais para a compreensão do fenômeno atual de precisamente datificação e algoritmização dos processos sociais. Mas dado que uma compreensão mais completa desse fenômeno não pode ignorar a importância histórica da cibernética, verdadeiro quadro teórico e prático tanto dos algoritmos como da vida social contemporânea, dedicaremos uma primeira seção para apontar os seus aspectos mais salientes, a fim de pensar a atualidade. A hipótese que tentaremos testar é que a instalação progressiva destas técnicas informáticas durante a primeira década do do nosso século e os múltiplos e diários usos sociais através dos quais foram sedimentados na década seguinte geraram as condições para o surgimento daquilo que chamamos uma streamificação da cultura.


PALAVRAS-CHAVE: dados, algoritmos, plataformas, computação na nuvem, cultura de streaming.










1. INTRODUCCIÓN


Las máquinas de guerra se acercan, pero no tema. El problema no son las máquinas que se dirigen a la ciudad, sino las máquinas que ya están aquí. Las distintas generaciones mecánicas, su historia, Walser: progresan. Al igual que nuestras ideas. Pero las máquinas empiezan a tener autonomía, las ideas no. Las máquinas interfieren ya en la historia del país, y también en nuestra biografía individual. Ya no tienen solo un recorrido material o de hechos. Tienen también una historia del espíritu, un camino ya realizado en el mundo de lo invisible, en el mundo de aquello que se siente y se piensa. Se cree incluso que las máquinas llevan al hombre a lugares más cercanos a la verdad. Y también puede reducirse a un sistema binario, la alegría. A un “sí” o un “no”, a 0 o a 1: existe o no existe. Y esa eficacia, amigo mío, esa eficacia fundamental, esa eficacia primera, depende ya también en gran medida de las máquinas, de la rapidez con que transforman causas y necesidades en efectos benéficos. La felicidad ha sido ya reducida a un sistema que las máquinas comprenden, y en el que pueden participar e intervenir. Ninguna felicidad individual es ya independiente de la tecnología, amigo Walser (…). Eso como tal puede resultar extraño; pero es el siglo.


La máquina de Joseph Walser (Tavares, 2007, p. 16).

La relación entre una computadora conectada a Internet (fija o portátil, de escritorio o de bolsillo, PC, Notebook o Smartphone) y el sujeto que interactúa es la relación entre una plataforma digital y un usuario, cuyo contacto se produce a través de una superficie de navegación. Eso que se presenta ante los ojos mientras se navega, y que suele ser llamado interfaz gráfica de usuario, es la representación visual de una serie de operaciones que ocurren por fuera del alcance del ojo que recorre la pantalla y del dedo que scrollea y selecciona los contenidos.

En esas operaciones, al mismo tiempo técnicas y políticas, intervienen datos y algoritmos sobre una infraestructura computacional compleja que suele ser comprendida por medio de metáforas que evocan imágenes de redes y nubes. ¿Qué papel juegan los datos que allí circulan? ¿Cómo trabajan los algoritmos involucrados en el proceso? ¿Qué sucede cuando los contenidos se convierten en datos? ¿Cuáles materialidades y cuáles procesos sociotécnicos se invisibilizan o pasan inadvertidos cuando se consiente una recomendación automática de plataforma, en un simple “clic”? Estas son algunas de las preguntas que, según entendemos, pueden aportar a una comprensión de las formas culturales actualmente atravesadas por pantallas táctiles conectadas que forman parte de la cotidianeidad de los sujetos, por lo que se procurará analizar algunos de los elementos que, puestos en serie y considerados en simultáneo, constituyen, sin duda, uno de los perfiles de nuestro tiempo.

En pos de evitar una reducción idealista que desconozca las propiedades materiales de las tecnologías, disimuladas en los contenidos que se transmiten y consumen como si carecieran de continente, resulta necesario ofrecer una definición de plataforma digital y de lo que se conoce comúnmente como el streaming y la computación en la nube, pues sobre esa infraestructura técnica y material se sostienen las actividades de los usuarios en las redes y la circulación social de esos contenidos digitales. Asimismo, abordaremos la noción de dato y de algoritmo, centrales para comprender el fenómeno actual de datificación y algoritmización de los procesos sociales. Pero, como se verá, una comprensión más acabada de este fenómeno no puede soslayar la importancia histórica de la cibernética, verdadero marco teórico y práctico de los algoritmos y de la vida social contemporánea, por lo que dedicaremos un primer apartado a señalar sus aspectos más salientes para pensar su actualidad. La hipótesis que se pone a prueba es que la instalación progresiva de estas técnicas informáticas durante la primera década de nuestro siglo, y los usos sociales múltiples y cotidianos a través de los cuales fueron sedimentando en la década siguiente, generaron las condiciones para la emergencia de lo que daremos en llamar una streamificación de la cultura. Para ello se procurará mapear y abordar críticamente los dispositivos tecnológicos contemporáneos, su historia reciente y sus modulaciones socio-materiales, desde una perspectiva ensayística eminentemente teórica sostenida en la revisión de bibliografía actualizada sobre la temática, y con una mirada tecno-materialista que concibe a la tecnología como una realidad inherentemente social y a la sociedad como una realidad inmediatamente tecnológica.



2. MARCO TEÓRICO Y PRÁCTICO DE LOS ALGORITMOS Y LA DATIFICACIÓN: LA CIBERNÉTICA


El papel desempeñado por la teoría cibernética es central, como se verá, en el proceso de datificación y streamificación de los contenidos culturales tal como hoy se nos presenta, por lo que resultará conveniente comenzar caracterizando mínimamente algunos de sus rasgos más salientes. La historia de la cibernética está íntimamente vinculada con la historia de la computadora y la de Internet, y si bien adentrarnos en esas historias excede el propósito de este trabajo, baste con señalar que en todos los casos se trató de un origen bélico. Internet tuvo un primer desarrollo promovido y financiado estatal y militarmente, en la década de 1960 y en plena Guerra Fría, cuando estrategas y técnicos norteamericanos empezaron a pensar en una red de información que descentralizara el sistema de comunicaciones de su país para evitar una imposibilidad de reacción ante un eventual ataque nuclear soviético, producto de lo cual se creó ARPANET en 1969, una primera red que conectaba cuatro sedes universitarias en la zona de Silicon Valley y que permitía a cada computadora acceder a datos y programas de las demás e intercambiar paquetes de información (Rodríguez, 2012). Dos décadas antes, la computadora, tal como hoy entendemos el término, surgió durante la Segunda Guerra Mundial


porque las personas (mayoritariamente mujeres) que por tradición habían sido responsables del procesamiento y el cómputo –el significado original de la palabra computadora– de datos, ya no podían manejar las masas de datos que se requerían para coordinar las operaciones militares de épocas de guerra (Fox Keller, 2000, p. 90).


Por entonces la cibernética había nacido de una articulación entre ciencia y sistema político-militar: Norbert Wiener, en efecto, imaginó buena parte de la teoría cibernética buscando crear un cañón antiaéreo automático cuando trabajaba para el gobierno de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. En este sentido, Fox Keller (2000) escribe: “La preocupación inicial de Wiener era cómo diseñar aparatos intencionales, autodirigidos y rastreadores de blancos para incorporar a las máquinas la capacidad misma de tener un comportamiento activo y deliberado que vemos en la función biológica” (p. 97). Cualquier parecido de estas líneas con las aplicaciones algorítmicamente personalizadas en la actualidad no es casualidad. Como recuerda el ensayista ítalo-argentino Pablo Capanna (2008), no por nada el multifacético Gregory Bateson, que había sido parte de las primeras investigaciones relacionadas con aquel nuevo campo de estudios que se abría, solía decir que los dos acontecimientos fundamentales del siglo XX habían sido el Tratado de Versalles –huevo de la serpiente del nazismo y la Segunda Guerra Mundial– y la creación de la cibernética. La cibernética es, al decir de Rodríguez (2018), “el marco teórico y práctico de los algoritmos” (p. 21).

Wiener había definido a la cibernética como la ciencia que estudia la comunicación y el control en animales, hombres y máquinas, y desde entonces quedó planteada la equivalencia entre reinos que, de allí en más, podían ser entendidos como entidades que compartían una realidad comunicacional, consistente en “un dispositivo de entrada, otro de salida, y entre ellos un estado interno” (Rodríguez, 2012, p. 40); es decir, entidades capaces de recibir (dispositivo de entrada), emitir (dispositivo de salida) y procesar (estado interno que transforma algo que entra en algo que sale) información. Los tres reinos (animales, humanos y máquinas) serían entonces equivalentes en tanto entidades procesadoras de información. Pero lo que establece la cibernética, además, es que tanto los procesos biológicos (animales y humanos) como los artificiales (máquinas) son fenómenos de feedback; esto es, la retroalimentación o la retroacción a través de la cual una acción o comportamiento (animal, humano o maquínico) puede alcanzar el fin buscado:


Dado el hecho de que cualquier entidad procesadora de información recibe un input (entrada) que genera un output (salida) diferente a ese input, también puede evaluar el resultado provisorio de su acción como otro input para generar otro output. La cadena recursiva se detiene cuando esa entidad logra completar la acción. Feedback es entendido tanto como retroalimentación como retroacción; esto es, aquello que alimenta a esa entidad es lo que genera que actúe sobre su acción inmediatamente anterior, lo que se llama un proceso de “ajuste” (…). Wiener da el ejemplo de alcanzar un vaso con la mano. El sistema nervioso realiza miles de retroacciones para ir acercando la mano al vaso. Pues bien, el sistema nervioso, pero también las redes de telecomunicaciones, el corazón, un cañón antiaéreo que calcula la trayectoria del avión al que pretende derribar y hasta una neurosis pueden ser esas entidades que se retroalimentan para alcanzar un fin (Rodríguez, 2012, p. 41).


Esto resulta muy importante porque supone la sustentación teórica sobre la cual la cibernética va a postular que es posible la comunicación entre humanos y máquinas, y entre máquinas y máquinas, y con ello sentará las bases para el desarrollo, unos años después, de la inteligencia artificial (IA), de la cual se desprenderá –entre otras subdisciplinas– el Machine Learning, que refiere al así llamado aprendizaje automático o aprendizaje de las máquinas. Así como en los organismos naturales existe la homeostasis, “fenómeno por el cual cualquier organismo tiende a mantener su equilibrio a través de una suerte de finalidad interna, inmanente, que reajusta incesantemente, a través de miles de feedback, la actividad metabólica que mantiene dicho equilibrio” (Rodríguez, 2012, p. 42), del mismo modo, las máquinas cibernéticas tendrían también una teleología, una finalidad que estaría inscripta en los programas (los cuales se componen de conjuntos de instrucciones que son los algoritmos) y que se alcanzaría mediante feedback. De aquí que Yuk Hui (2020) caracterice a la máquina cibernética –y las máquinas modernas son todas máquinas cibernéticas– como basada en una causalidad circular (A-B-C-A’), pues, afirma el filósofo chino, se trata de un tipo de máquina que


es reflexiva en el sentido fundamental de que es capaz de determinarse a sí misma en forma de estructura recursiva”, entendiendo a la recursividad como “un movimiento reflexivo no-lineal que avanza progresivamente hacia su telos, ya sea éste predefinido o autogenerado (Hui, 2020, p. 111).


De esta suerte, insiste Hui, la retroalimentación “es una causalidad recursiva o circular que permite una autorregulación” (p. 113).

Si la comunicación era una palabra clave de la definición de cibernética, puede verse ahora la centralidad asignada al control, en tanto estudio y búsqueda de la capacidad de desarrollo de la autorregulación en los organismos. Y sabemos, también, dado que organismos vivos y máquinas serían análogos en tanto seres transmisores y procesadores de señales, que para la cibernética será lo mismo la posibilidad de (auto)regulación o (auto)control del comportamiento de una máquina que de un ser humano –entendidos ambos tanto de manera individual como conjunta, esto es, como individuos o sistemas técnicos para las máquinas y como individuos o sistemas sociales para los humanos–. No por casualidad Wiener iba a rastrear en los griegos el vocablo kubernetes para bautizar la disciplina que por entonces inauguraba, pues en los tiempos de Homero el término designaba el timonel que gobernaba el rumbo de una embarcación. Es así que el colectivo Tiqqun (2013), en su libro La hipótesis cibernética, dirá precisamente que el término griego “significa, en sentido propio, ‘acción de pilotar una nave’, y, en sentido figurado, ‘acción de dirigir, de gobernar’” (p. 31).

De modo que podría decirse que la cibernética es una ciencia del control y del gobierno, ejercidos a través de la comunicación, y asequibles por medio del feedback1. Finalmente, de lo que trata la cibernética, a través de la puesta a punto de este sistema de autorregulación por vía de la retroalimentación de información, es de “la determinación de la trayectoria probable” (Wiener, 1969, p. 58); es decir, de la búsqueda predictiva de un suceso o comportamiento futuro a partir de la observación de sucesos o comportamientos pasados, sea para anticipar la posición probable de un blanco móvil para su derribo, o bien para predecir el gusto probable de un consumidor de bienes materiales y/o simbólicos diversos en contextos situacionales múltiples. Y esto último es, precisamente, lo que sucede actualmente con un sinfín de plataformas digitales, entre las que destacan las plataformas de streaming.



3. ES UNA NUBE (¿NO HAY DUDA?): LA MATERIALIDAD DE LAS PLATAFORMAS DE STREAMING MÁS ALLÁ DE LA METÁFORA


Si los datos se han convertido en los últimos años en un factor clave para el funcionamiento y desarrollo de las plataformas digitales, la razón económica detrás de este acoplamiento, argumenta Nick Srnicek (2018) en Capitalismo de plataformas, es que “con una prolongada caída de la rentabilidad de la manufactura, el capitalismo se volcó hacia los datos como un modo de mantener el crecimiento económico y la vitalidad de cara al inerte sector de la producción” (p. 13). Desde esta perspectiva, las plataformas digitales habrían emergido como un nuevo modelo de negocios que, frente al estancamiento de la productividad basada en el intercambio de bienes, se presentan como el rostro de un aparato productivo de nuevo tipo, donde los datos fungirían de insumos para su extracción y explotación, y las actividades de los usuarios serían “la fuente natural de esta materia prima” (p. 42). Dentro de este nuevo modelo de negocios llamado plataforma, sus distintos tipos desarrollan diferentes modos de tratamiento de esos datos (diferentes modos de extraerlos, analizarlos, usarlos y/o venderlos) y diferentes modos de organizar y perfilar su economía. Pero más allá de las diferencias entre plataformas, tanto en el tratamiento de los datos como en la búsqueda de ganancias, los algoritmos suelen desempeñar un papel central. Las plataformas de streaming serían, desde el punto de vista de la clasificación que hace Srnicek2, plataformas on-demand a las que denomina plataformas de productos, las cuales transforman un bien tradicional en un servicio y cobran por ello una tasa de suscripción.

La diferencia entre bien tradicional y servicio resulta clave para pensar la especificidad de las plataformas de streaming y su crecimiento en la última década frente a las opciones de venta física y descarga digital de los así llamados bienes simbólicos. Se trata de una diferencia que remite inmediatamente a otra: aquella que existe entre el acceso y la posesión del objeto cultural, que no es otra cosa que una diferencia entre modos de consumo que se articulan o hacen sistema con diferentes modos de ser de las técnicas de distribución, almacenamiento y reproducción de dichos bienes simbólicos. Vale decir que un servicio de streaming ofrece un flujo aparentemente ininterrumpido de transmisión de información almacenada y procesada en torres de servidores localizadas en grandes centros de datos remotos (también conocidos como data centers), los cuales por lo general pertenecen a grandes empresas (siendo hoy Google, Microsoft y Amazon de las más poderosas y desarrolladas) que alquilan su infraestructura a otras empresas (por ejemplo, las de streaming) ofreciendo de esta manera el servicio de procesamiento y almacenamiento de grandes masas de datos, así como su cuidado en materia de seguridad informática, suministro eléctrico y refrigeración. Este hecho, que es esencial al funcionamiento actual de las plataformas de streaming, forma parte de las características del así llamado Cloud Computing (o computación en la nube), y se consolidó en los últimos años a causa de una renovada fuerza de proliferación de la información traccionada por el desarrollo sinérgico de las redes sociales, los smartphones y la multiplicación de las aplicaciones informáticas de uso cotidiano3.

Piénsese por ejemplo en el caso de Spotify: la compañía con sede en Suecia llegó a un acuerdo con Google en 2017 para migrar los datos de su catálogo y de sus usuarios a Google Cloud Platform, el servicio en la nube de Google que además de ofrecerle su infraestructura de hardware para el almacenamiento del vasto inventario de canciones, cuenta con herramientas de software de todo tipo de las que Spotify puede sacar provecho, tales como BigQuery, definida por la propia Google como “un almacén de datos empresariales que permite realizar consultas de alta velocidad mediante el poder de procesamiento de la infraestructura de Google” (Google Cloud, 2020); es decir, ni más ni menos que el servicio de Big Data desarrollado por el conglomerado tecnológico de Mountain View para el análisis algorítmico de grandes volúmenes de datos. Esto nos lleva a detectar un último punto en la mentada diferencia bien tradicional-servicio, pues, en lo que se refiere al modo de consumo, lo que se pierde en términos de poder agenciarse una colección propia robusta y personal, se compensa en el acceso a un catálogo virtualmente infinito y personalizado, a cambio de una extracción y análisis de los datos que en la interacción con la plataforma el usuario suministra.

De acuerdo con Jonathan Sterne (2012), investigador estadounidense especializado en el estudio del sonido, sus soportes y sus usos, la historia de las tecnologías digitales debe inscribirse en una historia más general, que no es otra que la historia de la compresión. En esta historia larga se encontraría, por ejemplo, el código Morse para el uso de la telegrafía, toda vez que su implementación significó una compresión de los signos en la comunicación de los mensajes, reducidos a puntos, rayas y espacios; también se encontrarían los mecanismos circulares de rotación de algunas tecnologías mediáticas, tales como los rollos de cinta de película y casete, en la medida en que supusieron una compresión del espacio físico que hubiese sido necesario ocupar en caso de disponerse la cinta de manera estirada –lo mismo aplica, agrega Sterne, para el disco compacto, el DVD, los surcos del disco de vinilo, los platos del disco rígido de una computadora, y hasta las agujas de un reloj analógico–. Creemos que la tecnología de streaming –montada sobre “la nube” que procesa y almacena datos de manera remota–, lejos de ser ajena a esta historia de la compresión, es su más reciente manifestación, pues trata con los objetos culturales de un modo tal que éstos ya no se alojan “a la vista” del usuario o “al alcance de la mano” en dispositivos de guardado de su propiedad, sino que accederá a ellos a través de una conexión a Internet. Lo que aquí se comprime es el espacio (físico e informacional) destinado al almacenamiento, espacio que se enajena en un tercero (los data centers) y que, como indica la metáfora a la que hace honor (la nube), pareciera estar como suspendido en el aire, vaporoso o desmaterializándose en una lejanía etérea. De allí la ocurrencia de ese nombre curioso con el que nos referimos desde hace algunos años a estos objetos culturales: contenidos. Hecho que lleva al señalamiento de Agustín Berti (2020) sobre el fantasma que recorre las máquinas digitales: “el fantasma de contenidismo, la ilusión de una nube poblada por entidades abstractas, desmaterializadas, eléctricamente actualizables, algorítmicamente administrables” (p. 173), pues, en el reino de la equivalencia binaria, “videos, canciones y papers convergen como contenidos” (p. 174). Es el continente, con toda su materialidad y tecnicidad, el que se pierde de vista en la atención a los contenidos.

Así las cosas, salta a la luz el contraste entre la metáfora y el proceso técnico que se desdibuja detrás de ella. De un lado, en cuanto al procedimiento técnico del streaming, cabe precisar que se trata de la transmisión y entrega, por parte de un servidor y a través de una conexión a Internet, de un archivo digital en secuencias de pequeños paquetes de datos (ceros y unos), los cuales son temporalmente almacenados en un espacio de memoria del dispositivo del usuario llamado búfer de datos; a medida que el búfer se va llenando de los primeros pequeños paquetes, éstos van siendo decodificados y reproducidos como canción en Spotify, como película en Netflix o como tutorial en Youtube (es decir que el búfer almacena unos microsegundos de información antes de enviarla al parlante de salida para su escucha y a la pantalla para su visualización), mientras al mismo tiempo sigue ingresando el resto del flujo de los paquetes hasta completar la transferencia del archivo. Pero la función del almacenamiento es únicamente la de proporcionar un resguardo a la reproducción en caso de interrupción momentánea de la conexión, por lo que el archivo no se conserva en el dispositivo del usuario, eliminándose automáticamente una vez reproducido.

Del otro lado, en cuanto a la metáfora, Natalia Zuazo (2015) realiza en Guerras de Internet una historia a contrapelo de esta imagen aérea y etérea, libro que trata sobre la materialidad de la red que se oculta detrás de la retórica de la nube: sus conexiones de cables, tubos y caños subterráneos –y sus dueños–. En el mismo sentido, apuntando a atravesar la bruma de la metáfora, María Eriksson (2018) afirma que un simple clic en una computadora comúnmente activa vastas infraestructuras subterráneas y subacuáticas “donde la información se envía a través de enrutadores, redes locales de Internet, Puntos de Intercambio de Tráfico, sistemas de red troncal de larga distancia, estaciones de cable costeras, cables submarinos y almacenes de datos a altas velocidades” (p. 7)4. Son estas infraestructuras materiales, finalmente, las que sostienen y comunican los flujos que circulan en red a través de la nube. Y se trata en efecto, debido a estas características infraestructurales, de una modalidad comunicativa cuya especificidad es preciso no perder de vista, como bien destaca Tiziana Terranova (2004):


A diferencia de la telegrafía y la telefonía, la comunicación de información en redes computacionales no comienza con un emisor, un receptor y una línea, sino con un espacio de información global, constituido por una maraña de posibles direcciones y rutas, donde la información se propaga encontrando de manera autónoma las líneas de menor resistencia (…). Esto produce un espacio que no es sólo un “espacio de paso” para la información, sino una máquina informacional en sí misma: un espacio activo y turbulento (p. 65).


De este modo, es lícito pensar a las plataformas de streaming como un capítulo reciente de la historia de la información –o de la informática, o de la computación, o de las máquinas de comunicación mediática–. En una entrevista de mediados de los años noventa que se puede ver navegando por YouTube5, Steve Jobs se muestra extasiado comentando los avances y las transformaciones que traerá aparejado el desarrollo de la por entonces flamante Triple W, concluyendo que ella permitirá que las máquinas de computar se conviertan, por fin, en máquinas de comunicar –exactamente lo que había soñado Wiener para el futuro de la cibernética cuando sentó sus bases en la década de 1940–. Al margen de la emoción manifestada por el augurio de ese porvenir, una cierta constatación de dicha metamorfosis parecía cobrar forma unos quince años después, cuando al momento de terminarse la primera década de los 2000 una serie creciente de redes sociales se dibujaba con trazo firme en el horizonte: LinkedIn (2003), MySpace (2003), YouTube (2005), Facebook (2005), Twitter (2006), Tumblr (2007), WhatsApp (2009), Instagram (2010), entre otras. De acuerdo con Sadin (2018), es en ese momento de consolidación de las redes sociales que el término economía del conocimiento empieza a tener algún sentido, ya no como promesa abstracta de lo que se esperaba resultara del acoplamiento de Internet con la World Wide Web, sino a la luz de lo que efectivamente se iba conformando alrededor y al interior de esas máquinas de comunicar: una inédita proliferación de datos de todo tipo que se acumulaban por cada posteo, comentario, etiqueta, configuración de perfil, etc., de los usuarios que se multiplicaban por millones y que se conectaban progresivamente con mayor asiduidad, y de lo que se volvería posible extraer valor. De esta suerte, la economía del conocimiento podía ser entendida de allí en más como una economía del conocimiento de los comportamientos:


Si a fines de los años noventa nadie había entendido el sentido de la “e-economía”, nadie entendía tampoco lo que significaba, en los albores del nuevo siglo, la “economía del conocimiento”, a veces denominada indistintamente “economía del saber” o “capitalismo cognitivo” (…). El modelo que se desarrolló y que se impuso rápidamente como norma consistió, en los inicios del siglo XXI, en capturar masivamente la atención de los internautas. Este principio trajo aparejado un monitoreo más detallado de los usos. La incertidumbre que caracterizaba el final de la década de 1990 ya no estaba vigente. La interpretación industrial de las conductas se convirtió en el pivote principal de la economía digital. Este axioma (…) no se basaba ya en la convergencia o la sistematización del comercio online, sino en la recolección masiva de los rastros que los individuos dejaban, en general sin conciencia de ello, en vistas a constituir gigantescas bases de datos de carácter personal dotadas de alto valor comercial. En efecto, esta recolección hizo emerger la “economía del conocimiento”, o más bien la de los comportamientos (Sadin, 2018, pp. 80-82; cursiva del autor).


Antes de volverse corriente en las plataformas de streaming, los servicios de almacenamiento y procesamiento en la nube y el análisis algorítmico de grandes volúmenes de datos (Cloud Computing y Big Data) empezaron a sedimentar en los comienzos del nuevo siglo a medida que la Web se expandía y diversificaba, al compás del crecimiento y la consolidación de las redes sociales. Sucede que las redes sociales son, también ellas, plataformas, si tomamos la definición que ofrece Srnicek (2018):


Las plataformas son infraestructuras digitales que permiten que dos o más grupos interactúen. De esta manera, se posicionan como intermediarias que reúnen a diferentes usuarios: clientes, anunciantes, proveedores de servicios, productores, distribuidores e incluso objetos físicos (…). Las plataformas, en resumidas cuentas, son un nuevo tipo de empresa… mucho más que empresas de Internet o empresas de tecnología, dado que pueden operar en cualquier parte, donde sea que tenga lugar la interacción digital (pp. 45-47).


De acuerdo con Eriksson y otros autores (2019), el término plataforma se utiliza en la industria informática desde mediados de la década de 1990, cuando Microsoft empieza a describir Windows como una plataforma. Según sostienen Eriksson y otros autores, “después de circular primero dentro de los estudios de administración y organización, el término ingresa a la investigación de medios simultáneamente con el surgimiento de la noción de Web 2.0” (p. 12). Y agregan que si bien no hay en la actualidad una definición categórica o uniformemente extendida, existe, sin embargo, una tendencia a entender el término como “el eslabón perdido entre la computación y los negocios, un mercado en línea que une los intereses de las industrias y los usuarios” (ibíd.). Así entendidas, las plataformas serían constructos tecno-económicos mediados por las actividades de los usuarios. Actividades convertidas en datos que serán procesados por algoritmos.



4. DATIFICACIÓN Y ALGORITMIZACIÓN DE LO SOCIAL, PERO: ¿QUÉ ES UN DATO Y QUÉ ES UN ALGORITMO?


Como “terreno” sobre el que tienen lugar las actividades de y entre los usuarios, las plataformas se convierten en el espacio digital privilegiado para el registro (por lo general privado) de la totalidad de los datos que emanan de esas actividades. Vale aclarar que, como recuerda el filósofo chino Hui (2017), si bien la palabra datos tiene una raíz latina [datum] que remite a “lo dado”, “una cosa dada”, desde la década de 1960 el término ha tenido un significado adicional: “información computacional transmisible y almacenable” (p. 89). Y dado que los datos a registrar se multiplican al multiplicarse las actividades digitales, el análisis de esos datos, necesario para ponerlos en valor, se convierte de manera progresiva en el resultado de una serie de cálculos matemáticos. Esa es la tarea histórica que hoy los algoritmos parecen asumir.

Las plataformas de streaming invierten cifras importantes y de manera sostenida en el desarrollo algorítmico de sus sistemas de recomendación, de los que se espera sean una máquina precisa de sugerir contenidos “a medida” y ajustada de modo personalizado a las preferencias de cada usuario, producto de lo cual se generaría un mayor atractivo. De acuerdo con Sadin (2017), los dispositivos de información –entre los que se encontrarían las plataformas de streaming– tienen la función de “asistirnos bajo modalidades cada vez más fiables y variadas” (p. 19). Más variadas porque las aplicaciones de esta función de asistencia se multiplican, y más fiables porque los algoritmos que ponen en marcha las múltiples asistencias se complejizan y sofistican. En efecto, para el filósofo francés, esta suerte de advenedizo asistencialismo informático de mercado es posible “gracias a la ‘regla de tres’, es decir, la superposición entre capacidad de almacenamiento, velocidad de procesamiento y sofisticación algorítmica” (pp. 63 y 64). Pero, a todo esto, ¿qué es un algoritmo?

Según el Diccionario de la Real Academia Española, un algoritmo es un conjunto ordenado y finito de operaciones que permite hallar la solución de un problema. El Diccionario de Oxford ofrece una definición similar: conjunto ordenado de operaciones sistemáticas que permite hacer un cálculo y hallar la solución de un tipo de problemas. Hasta aquí, una relación entre problemas, soluciones y operaciones para pasar de unos a otras. Siguiendo este criterio limitado podríamos barruntar, con Variego (2018), que “nosotros, los seres humanos, vivimos en un mundo algorítmico donde la necesidad de encontrar soluciones a problemas parece no detenerse” (p. 20). De allí que sería lícito preguntarse: ¿es entonces toda actividad humana algorítmica? Variego desarrolla la siguiente respuesta:


Tanto las tareas cotidianas simples como las muy complejas, todas, todas, todas podrían condensarse en un algoritmo. En otras palabras, reducirse a una serie de pasos secuenciales a seguir para conseguir el resultado deseado. Hacer el mate de la mañana no es otra cosa que un procedimiento algorítmico complejo. Veamos: el problema es preparar un mate. Para conseguir este objetivo, los pasos a seguir podrían ser los que siguen. Primero caliento el agua, luego –antes de que ésta hierva– la retiro del fuego. Inmediatamente después lleno con 2/3 de yerba el mate para luego verter en él unos 50 mililitros de agua fría (el propósito de éste es no quemar la yerba con el servido inicial del agua caliente). Una vez lista la yerba, procedo a introducir la bombilla muy cerca de la cara interna del mate mismo hasta llegar con ella a tocar el fondo. Ya preparado el equipo, el agua caliente se vierte directamente sobre la bombilla. Este último paso es vital para que la yerba dentro del mate se humedezca en forma uniforme desde abajo hacia arriba y no al revés. Si bien uno podría cebar el mismo mate ad infinitum, el proceso iterativo termina (o debería darse por terminado) cuando el cebador percibe que la mayoría de los componentes de la yerba flotan en la superficie, produciendo una escisión en tres capas muy notorias (yerba, agua, yerba) (2018, p. 20).


Por muy ilustrativo que resulte este argumento respecto de los aspectos básicos que forman parte de la noción de algoritmo, una definición de este tipo se nos presenta, sin embargo, insuficiente, pues si todo es algoritmo, si toda actividad humana puede condensarse en un algoritmo, se pierden de vista fácilmente la especificidad, las implicancias y las consecuencias de un modo particular de funcionamiento de cierta forma de procedimientos e instrucciones que remiten a unos tipos de relaciones sociales concretas en un momento histórico preciso. Así, Zuazo (2015) da un paso más en la definición y destaca un factor aledaño:


Un algoritmo es un conjunto de reglas que permiten realizar una actividad, como por ejemplo, la búsqueda de un término en Google. Aunque son fórmulas matemáticas, están creadas por hombres para alcanzar un fin, por lo tanto, no implican sólo fórmulas, sino también ideologías (p. 22).


Tiziana Terranova (2017), por su parte, aporta una definición orientada en el mismo sentido: “Un algoritmo puede ser definido provisionalmente como la descripción del método mediante el cual se lleva a cabo una tarea a través de secuencias de pasos o instrucciones, grupos de pasos ordenados que operan sobre datos y estructuras computacionales” (p. 94). Al mismo tiempo, agrega que “para poder funcionar, los algoritmos deben existir como parte de ensamblajes que incluyen hardware, datos, estructuras de datos (como listas, bases de datos, memoria, etc.) y los comportamientos y acciones de los cuerpos” (p. 95). Y lo que es cada vez más claro, concluye, es que “en los algoritmos hay política” (p. 103).

Si, por último, ampliamos la mira, damos con la definición de Rodríguez (2018), quien al referirse a los algoritmos plantea que


se trata de un conjunto finito de instrucciones o pasos que sirven para ejecutar una tarea o resolver un problema de tipo matemático a través de la manipulación de símbolos. Toda la complejidad de su influencia en la actualidad reside en que dicho conjunto es lo que hace funcionar a una computadora y por extensión a cualquier sistema informático basado en un sistema de codificación binaria. Su antecedente más próximo en el siglo XX, que ha dado inicio precisamente a las ciencias contemporáneas de la computación, es la conocida “máquina de Turing”, de donde surgirá la noción de programa. Además del programa y de la codificación binaria, la máquina de Turing supone un sistema interno que tiene un input y un output, y la diferencia entre ambos significaría un proceso automático de información. Hasta hace relativamente pocos años, el interés de esta explicación estaba circunscripto a la informática (p. 18).


Es decir que un algoritmo produce una salida a partir de una entrada. Este “proceso automático de información”, resultante de la diferencia entre los datos que entran en la máquina (input) y los datos que salen de ella (output), es uno de los pilares técnicos sobre el cual se construyen programas de todo tipo para su aplicación en todos los ámbitos, desde el seguimiento del ritmo cardíaco para el que se recomienda una cantidad diaria de kilómetros a (re)correr o calorías a consumir, pasando por el trazado del recorrido urbano automovilístico con el que se sugiere el trayecto más rápido o más corto para llegar al destino de turno, hasta el listado de canciones que asisten al usuario en el descubrimiento de música que probablemente no conozca y probablemente disfrute escuchar.

Por eso hoy, cuando la vida cotidiana tiende a transcurrir de creciente a incesantemente en las redes, el interés por los algoritmos, por un lado, trasvasa los límites que lo circunscribían a la informática y se disemina por el campo de las ciencias sociales y humanas, tomando forma en la consolidación de los así llamados Algorithmic Studies. Y, por el otro, se vuelve una clave estratégica para las empresas de plataforma como instrumento de generación y retención de usuarios, y para los usuarios una clave asistencial como brújula en la navegación de contenidos.



5. DE LA CULTURA DIGITAL A LA CULTURA DEL STREAMING


5.1. La cultura digital de la primera década: conexión, acceso y comunicación


Ahora bien, si como se sugería más arriba acordamos en caracterizar a las plataformas de redes sociales –para deleite de la cibernética– como máquinas de comunicar, la pregunta que surge entonces es: ¿comunicar qué? Una respuesta de tipo mcluhaniana nos diría inmediatamente que el contenido suele venir a la zaga de la forma, en la medida en que un medio no se define por las propiedades del mensaje que soporta, sino que, por el contrario, esas propiedades del contenido estarán afectadas y atravesadas ineluctablemente por las características formales del propio medio (el continente), lo que hace de este último ya no sólo el soporte sino el real objeto de la comunicación.

Aplicada a nuestros propósitos, esta brevísima síntesis interpretativa del aforismo “el medio es el mensaje” (McLuhan, 2009) querría poner de relieve que importa menos el qué de lo que se comunica que el hecho mismo de comunicar, en tanto la comunicación misma sobre la plataforma –a fuerza de Cloud Computing y Big Data– se encarga de poner en marcha los engranajes de la máquina para su correcto y eficaz funcionamiento. El escritor italiano Roberto Calasso (2014) lo expresa con toda claridad: “El texto –cualquier texto– es un pretexto. Lo que cuenta es el link, la conexión” (p. 46). Afirmación que dejó asentada en un escrito sobre el futuro de los libros y el proyecto Google Books, que desde 2004 persigue la digitalización de todo cuanto sea capaz de escanear para la conformación de una “biblioteca universal” –que podríamos pensar extensiva al deseo de confección de filmotecas y fonotecas universales, en la medida en que el acceso a películas y música digital se expande en la oferta de catálogos cuyos títulos no cesan de multiplicarse–. Tener acceso (ésta es la palabra mágica) a todo, exclama Calasso.

Pero cuando Calasso escribía estas líneas a comienzos de la segunda década de los 2000, su perspectiva –como la de muchos otros– era la de una inminente duplicación digital de todo lo existente, como si la vida analógica corriera el riesgo o incluso estuviera condenada a ser engullida por el avance técnico que la codificaría hasta hacerla desaparecer en una serie abismal de ceros y unos. Tal era la preocupación del escritor italiano que lo expresaba con un dejo de pesadumbre: “En este punto el mundo podría incluso desaparecer, porque ya es superfluo; sería sustituido por la información acerca del mundo” (p. 51). Hoy sabemos, en cambio, que no se trata de una absorción del mundo por parte de la información que lo sustituiría, a la manera en que lo ilustraba el cine de ciencia ficción del fin de siglo (The lawnmower man; Johnny Mnemonic; The thirteenth floor, etc.), según el cual la vida podía verse reducida a una inmersión de realidad virtual en la que se perdería todo rastro físico y material. Las relaciones sociales atravesadas por lo digital han demostrado, expresadas en el último tiempo por las llamadas redes sociales, y por la vida de plataforma en general, que no se trata de la desaparición de lo uno (el mundo) por lo otro (la información), sino de una continuidad o prolongación de uno en el otro, y viceversa. O como lo sintetiza Rodríguez (2018): “en la actualidad lo reticular va y viene de los dispositivos a las personas y viceversa, está en medio de las relaciones sociales, no son una duplicación o una sustitución, sino más bien una recombinación y una amplificación” (p. 17).

Luego de la introducción del Smartphone en 2007, que es literal y metafóricamente como llevar una computadora en el bolsillo, y que “instituyó una conexión espaciotemporal virtualmente ininterrumpida” (Sadin, 2018, p. 84), fue la segunda década del siglo XXI la que vio, finalmente, cómo se progresaba en aceitar este sistema, con sus flujos proliferantes de información, sus aplicaciones y sus algoritmos a la orden del día. Se diría que durante la primera década de los 2000 la cultura digital no era todavía una cultura del streaming, es decir, de la conectividad virtualmente ininterrumpida y ligada a la computación en la nube. En aquellos primeros años del nuevo milenio era común pensar la cultura digital en términos de cibercultura y ciberespacio, tal como lo hacía el filósofo tunecino Pierre Lévy (2007), para quien en la confluencia dinámica de ambas categorías emergía la cultura de la sociedad digital6. Aquella designación “ciber” era indicio, por un lado, de que la cibernética estaba en la base de las transformaciones socio-técnicas entonces en curso, pero, por el otro, indicio también de que tendía a volverse más imperceptible, primero en un prefijo que la nombraba de manera difusa y timorata (ciber-cultura, ciber-espacio, ciber-café, ciber-sexo, ciber-mundo), y luego en modalidades culturales que la integrarían hasta el punto de disolverla en la vida cotidiana7. Es allí precisamente, cuando la cibernética se sustrae del mundo de las palabras para efectuarse en el mundo de las cosas, que tiene lugar la inserción del streaming en el mundo de la cultura, como integración en la vida cotidiana del consumo móvil en dispositivos portátiles (vía Smartphone) de contenidos sonoros y audiovisuales compartibles y comentables (vía redes sociales); punto de cruce –como mencionábamos más arriba– entre las plataformas de productos, las plataformas de la nube y las plataformas publicitarias. Dicho con otras palabras: la cultura del streaming tiene lugar en el siglo XXI, pero más notablemente en su segunda década; en la conexión, virtualmente ininterrumpida para acceder a ella cuando sea y desde donde sea, en un ida y vuelta (o más precisamente: en una entrada y salida) permanentemente retroalimentados; en la suscripción –como retorno del pago por los contenidos pero adaptando la oferta con nuevos modelos para expandir la demanda–; en el acceso –a una nube con un catálogo creciente de archivos digitales para un consumo virtualmente ilimitado–; y en la circulación –de personas para un consumo móvil y de datos para un consumo algorítmicamente personalizado.

Si, como sugiere Berti (2020), la historia de la humanidad es la de la administración de los flujos, sus desbordes y sus reencauzamientos, entonces resulta lícito conjeturar que luego de la inundación informacional padecida por las industrias culturales a comienzos de siglo, las plataformas de streaming se han convertido, en el transcurso de la última década –y de manera aún más acentuada y acelerada hoy por efecto de la pandemia de COVID-19–, en diques efectivos para contener y administrar los flujos sonoros (como la música, pero también la radio, los podcasts y los audiolibros); los flujos audiovisuales (como películas y series, pero también videojuegos, deportes, clases y conferencias, teatro, danza, recitales y un abanico de eventos performáticos); en una palabra, los flujos culturales.


5.2. La cultura streaming de la segunda década: intangibilidad, abundancia e integración


La investigadora noruega Anja Nylund Hagen (2015) destaca tres características relacionadas con los servicios de streaming, que dan forma o al menos contextualizan el consumo cultural digital y la experiencia y las prácticas del sujeto usuario: la intangibilidad, la abundancia y la integración de las redes sociales a las plataformas. En cuanto a la intangibilidad, la nube supone hoy la mayor ambigüedad en lo que se refiere a la relación con el soporte de los contenidos, en la medida en que se vuelve intangible el almacenamiento remoto de los contenidos convertidos en datos, su circulación en red y su reproducción en programas multimedia diversos. La nube se inscribe en este proceso de transformación como una suerte de tercerización del almacenamiento de los archivos digitales, que pasan a estar alojados –como referimos– ya no en dispositivos de guardado en propiedad del usuario, sino en servidores y centros de datos ajenos a los que se tiene acceso en tiempo real vía conexión a Internet.

Desde el punto de vista económico, la nube informática apuntala a los servicios de streaming como punto clave para el desarrollo de un nuevo modelo de negocios, que ofrece como uno de sus elementos distintivos, precisamente, lo que constituye la segunda característica destacada por Nylund Hagen: la abundancia, lo cual remite a la posibilidad de multiplicación de almacenamiento, posible a su vez por el crecimiento exponencial de la capacidad de los centros de datos que responde a una producción y a un tráfico de información permanentes. En los servicios de streaming la abundancia se traduce como un aumento en la oferta de contenidos. Nylund Hagen sugiere que la sobreabundancia de oferta podría llevar a una paradoja de elección, esto es, que la decisión sobre qué consumir (ver, escuchar, etc.) podría verse afectada por un catálogo percibido como inabarcable y resultar en una experiencia poco satisfactoria; pero –precisa la autora– no se trata realmente de un rechazo al fenómeno de la abundancia: cuando la paradoja de elección ocurre, el problema reside en la escasez de ayuda al momento de tomar la decisión. Y allí es donde se vuelve posible detectar el trasfondo cibernético de estas plataformas, tal como se manifiesta a través del machine learning y la optimización de los sistemas algorítmicos de recomendación, que operarían como una solución tecnológica al problema de la paradoja de elección.

En este sentido –y retomando los postulados trabajados en el parágrafo 2 de este artículo– se podría decir que las recomendaciones funcionan como predicciones: la fórmula Si te gustó X también te gustará Y, típico sintagma de los sistemas de recomendación de plataformas, se puede leer como un cruce de temporalidades que anida en una sugerencia el presente (que es el tiempo de la recomendación), el pasado (en tanto recopilación y análisis algorítmico de inter-actividades previamente realizadas o micro-comportamientos ejecutados: si te gustó X) y el futuro (en tanto busca anticipar un posible devenir: también te gustará Y). La predicción no está destinada a ser cumplida como una profecía, sino a convertirse en la base de una nueva predicción, pues en la medida en que el individuo entra en relación con aquello que es recomendado se generan nuevos datos que servirán a una recomendación posterior, esta vez probabilísticamente más precisa. Así, las predicciones algorítmicas son datos de salida que operan como eventualidades anticipadas a raíz del tratamiento retroactivo de los datos de entrada. Como se puede observar a través de los sistemas de recomendación, esta síntesis de temporalidades es el motor en función del cual la cibernética preveía un crecimiento progresivo en los niveles de autorregulación de la vida tecno-social.

Por último, Nylund Hagen insiste en indicar la integración de las plataformas con redes sociales (Facebook, Twitter, entre otras) como factor central del análisis de las prácticas y experiencias del usuario, en la medida en que el uso, aunque individual y personalizado, se encuentra articulado con posibilidades de interacción con otros –compartir con, seguir a o ser seguido por conocidos, amigos y/o artistas–; este hecho, si bien opcional, en un elemento clave para comprender la construcción del gusto y las preferencias individuales en su relación con el posicionamiento público de dichas preferencias. Desde la perspectiva fenomenológica que despliega en su estudio, Nylund Hagen destaca la manera en que las características de los consumos culturales por streaming afectan el mundo de la vida en tanto que mundo vivido, puesto que la movilidad y la ubicuidad del acceso pueden activar una transformación en la experiencia de la espacialidad, de la temporalidad y de la corporalidad de la vida cotidiana8, ya sea acondicionando un recorrido, animando una espera, estimulando una práctica, etc. Habría en ello una funcionalidad que se da la tarea de acompañar y acompasar escenarios, momentos, sentimientos y actividades diversas. Esta función, este acompañamiento y compañerismo que Sadin (2017) conceptualiza en términos de asistencias y delegaciones, será, como hemos visto, digital y algorítmica, es decir, cibernética.

Para finalizar, quisiéramos postular que resulta lícito pensar hoy en relación a las plataformas de streaming aquello que hace una década Sterne (2012) postulaba en relación con el MP3: en el año 2012, con las plataformas de streaming todavía en vías de consolidación, y con una circulación social de archivos digitales piratas descargados y compartidos aún significativa, escribía: “Si bien podemos pensar al MP3 como un archivo, también es el conjunto de reglas que gobiernan el proceso de codificación y decodificación de audio, junto con el vasto conjunto de procesos que en un momento u otro se ajustan a esas reglas” (p. 23). Hoy, con la hegemonía del MP3 ya en el pasado, y con la tendencia a la baja de la descarga de archivos digitales en general, son las plataformas de streaming, sostenemos, las que constituyen el conjunto de reglas que gobiernan el proceso de distribución y consumo cultural digital, junto con el vasto conjunto de procesos que a nivel socio-técnico y afectivo-emotivo se ajustan a esas reglas. De esta suerte, si hace unos años Sterne se preguntaba por el sentido de un formato –el MP3–, hoy estamos en condiciones de preguntarnos por el sentido de unas plataformas, aquellas que, basadas en la conexión, la suscripción, el acceso, la circulación, la intangibilidad, la abundancia y la integración, funcionan como superficie digital de transmisión, almacenamiento, procesamiento, reproducción, retroalimentación y personalización de datos de todo tipo.



6. CONCLUSIONES


En esa enorme película que es Noticias de la antigüedad ideológica9 hay una escena en la que, en un momento, una imagen urbana se congela, la cámara que miraba hacia arriba filmando el cielo desciende sobre su eje y se fija sobre una calle, una vereda y un edificio, con una persona en el centro, caminando, apresurada, un día y un lugar como cualquier otro. ¿Qué es lo que se ve? El asunto –es a lo que apunta la película– es lo que no se ve, lo que pasa inadvertido, lo que sostiene material e infraestructuralmente toda la imagen, que empieza a ser recorrida en sucesivos acercamientos por paneos de cámara, mientras una voz en off narra los numerosos elementos que van quedando entrelazados: el origen de la tela del vestido que usa la persona que pasa; los materiales utilizados y la extracción de materia prima para la construcción de la calle; los requisitos que se deben cumplir para poner en funcionamiento la vereda; las señales de tránsito y los códigos de circulación de vehículos y personas; la red de distribución de electricidad, gas y agua que provee a los habitantes del edificio, entre otros.

Para el propósito de nuestra comparación debemos imaginar a esa persona vistiendo un cable vertical que conecta los auriculares en las orejas con el Smartphone en el bolsillo o la mano. En esa imagen podrían estar condensados los puntos clave del presente trabajo. La cámara sólo tendría que producir nuevos acercamientos y panear nuevas materialidades: la antena más cercana de telefonía celular, disponible para acceder a Internet a través de datos móviles, lo que permite conectar a la persona navegando en la aplicación de la plataforma de streaming con el centro de datos remoto que almacena los archivos digitales solicitados para su consumo –datos que viajarán por redes globales de cables de fibra óptica subterráneos y subacuáticos en paquetes codificados digitalmente–. Apurada como se la ve, y en el contexto de consolidación y proliferación de estas nuevas materialidades, nuestra protagonista probablemente no tenga tiempo, o no le interese hacerse el tiempo para elegir los contenidos que escoltan su caminar agitado: la música la acompaña (o quizás la última serie de turno); la IA la asiste, en ella delega el tiempo y el objeto de la elección. Mientras tanto, los datos generados en la plataforma se multiplican, los algoritmos los procesan, creando patrones automatizados de comportamiento a partir de los cuales se generarán las recomendaciones que aparecerán en la pantalla, punto de contacto del cuerpo y los afectos con la red socio-técnica en la que se integran las nuevas –y no tan nuevas– materialidades (datos, algoritmos, plataformas, teléfonos móviles, computadoras portátiles, formatos compresores de información, conversores de señal, auriculares, antenas celulares, cables de fibra óptica, Wi-Fi, torres de servidores y centros de datos, Big Data, Data Mining y Cloud Computing, etc.).

Este cuadro, inspirado en el film citado y compendiando como imagen ilustrativa de una escena de la vida cotidiana, recorta, describe y analiza el paisaje tecno-cultural contemporáneo desde una de sus múltiples perspectivas posibles, pues siempre hay más de un mapa para el territorio. Siendo nuestro objeto de estudio el proceso relativamente reciente de eso que llamamos datificación y streamificación de la cultura, sostenido en el uso diario y convergente de las llamadas plataformas de productos, de la nube y publicitarias, hemos optado por hacer un recorrido que abordó algunos de los elementos que, puestos en serie y considerados en simultáneo, constituyen uno de los perfiles de nuestro tiempo.

De esta suerte, y según hemos visto, la primera década del nuevo milenio fue sede del nacimiento de las redes sociales y del Smartphone, lo que iba a significar un verdadero auge de la comunicación a través de la Web. En el caso de las redes sociales, porque permitieron que datos de todo tipo comenzaran a proliferar y acumularse en cada posteo, comentario, etiqueta y configuración de perfil de usuarios que se multiplicaban por millones y que se conectaban progresivamente con mayor asiduidad; en el caso del Smartphone, porque hizo posible la movilidad y la portabilidad de las redes sociales, así como de los distintos tipos de aplicaciones que irían apareciendo, es decir que habilitó la conexión a Internet de manera virtualmente ininterrumpida en el espacio y en el tiempo, lo que iba a redundar en una producción y circulación de información sin precedentes. Las máquinas de computar se transformaban así en máquinas de comunicar, y la proliferación de información de todo tipo y en todo momento y lugar iba a volver necesario el desarrollo de la así llamada computación en la nube (Cloud Computing), es decir, un servicio especializado en el almacenamiento y procesamiento de grandes volúmenes de datos (Big Data) en torres de servidores localizadas en centros de datos (data centers), lo que permitía que los datos transferidos (el streaming propiamente dicho) ya no se alojaran en los dispositivos de los usuarios ni en los servidores de las empresas digitales con las que los usuarios entraban en relación directa, de tal suerte que la transmisión y el acceso a esos datos podía efectuarse sin necesidad de descargarlos.

En este contexto inédito de proliferación de la información y auge de la comunicación a través de Internet, la economía digital de la que se hablaba sin mayores precisiones desde los años noventa empezó a cobrar forma a la luz de la posibilidad que entonces se abría de extraer valor comercial de estas gigantescas bases de datos que crecían a la par de las actividades de los usuarios en las redes. Es en este marco que se explica la efervescencia reciente de los algoritmos, en tanto conjunto de cálculos e instrucciones computacionales que posibilitan, a través de la minería de datos (Data Mining), la correlación, el análisis y la puesta en valor de esos datos, es decir, la construcción de perfiles de usuario y patrones o tendencias de comportamiento que se van actualizando en la medida de la retroalimentación de los datos.

Como marco teórico y práctico de los algoritmos, la teoría cibernética está en la base del desarrollo de estos procedimientos, pues como vimos, ella trata sobre la regulación de un sistema por medio de retroalimentación de información (feedback) y sobre la determinación de la trayectoria probable de un suceso o comportamiento por medio de la datificación y análisis de sucesos o comportamientos similares: trata sobre la búsqueda predictiva de un suceso o comportamiento futuro a partir del análisis de datos de sucesos o comportamientos pasados, sea por ejemplo para anticipar la posición probable de un blanco móvil para su derribo (tal la finalidad con que se concibió a la cibernética en la década de 1940), o bien para predecir el gusto musical probable de un oyente de Spotify en situación de relajación un sábado por la tarde. Y allí aparecen entonces los sistemas de recomendación como manifestación cultural de esta lógica cibernética, cuyas predicciones algorítmicas hemos definido como datos de salida que operan como eventualidades anticipadas a raíz del tratamiento retroactivo de los datos de entrada. Aquella máquina de vigilancia que componían la cibernética, la computadora e Internet, cuyo origen se remontaba a tiempos de guerra (caliente o fría), se actualiza ahora como monitoreo detallado de la vida social digital; recolección masiva de los rastros que dejan los individuos en sus interacciones, destinada a conformar gigantescas bases de datos de potencial valor comercial.

Así las cosas, las plataformas de streaming, algunas de las cuales habían aparecido de manera incipiente y sin mayor notoriedad en la primera década del nuevo siglo en el marco de crecimiento de los usos múltiples de las tecnologías digitales, cristalizaron en la segunda década como parte de una más amplia cultura del streaming, caracterizada por una conexión a Internet virtualmente ininterrumpida (en dispositivos fijos o móviles, en espacios cerrados o abiertos) a través de la cual se tiene acceso (sin adquisición) a un catálogo sobreabundante de contenidos digitales intangibles vía suscripción y a una cantidad de opciones de navegación que replica el uso de las redes sociales (con las cuales se encuentran asimismo integradas), convirtiendo finalmente tanto los contenidos como las actividades de los usuarios en datos, para un consumo algorítmicamente asistido y cibernéticamente personalizado.

Eso que tentativamente llamamos streamificación de la cultura remitiría así al desarrollo del proceso abierto por la cultura digital de comienzos de siglo XXI, cuando la instalación progresiva de dispositivos informáticos se acopló con usos, formas y prácticas sociales con base en Internet. Es sobre ese fondo que se empezó a consolidar una cultura a demanda, sostenida técnicamente por la expansión reticular de las máquinas digitales, económicamente por la valorización de los datos y socialmente por el consumo ubicuo de contenidos en línea.



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* Contribución: el trabajo fue íntegramente realizado por el autor.

* Nota: el Comité Editorial de la revista aprobó la publicación del artículo.


Artículo publicado en acceso abierto bajo la Licencia Creative Commons - Attribution 4.0 International (CC BY 4.0).



IDENTIFICACIÓN DEL AUTOR


Lucas Bazzara. Magíster en Comunicación y Cultura, Universidad de Buenos Aires (Argentina). Licenciado en Ciencias de la Comunicación, Universidad de Buenos Aires (Argentina). Becario Doctoral en Ciencias Sociales, Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica (Argentina). Autor de artículos en revistas especializadas en comunicación, tecnología y sociedad.

1 Es importante tener en cuenta el origen bélico tanto de la cibernética como de Internet y la computadora, pues como nos recuerda Flavia Costa (2017), se trata desde su inicio de “una máquina de vigilancia que organiza el flujo de informaciones en operaciones rastreables y reversibles, ubicando a cada usuario bajo observación real o posible” (pp. 48 y 49).

2 De acuerdo con la clasificación que establece Srnicek (2018), habría cinco tipos fundamentales de plataformas digitales: las plataformas publicitarias –como Google o Facebook, “que extraen información de los usuarios, llevan a cabo un trabajo de análisis y luego usan los productos de ese proceso para vender espacio publicitario”–; las plataformas de la nube –como Amazon Web Services, “que son propietarias del hardware y del software de negocios que dependen de lo digital y que los rentan de acuerdo con necesidades”–; las plataformas industriales –como General Electric o Siemens, “que producen el hardware y el software que se necesita para transformar la manufactura tradicional en procesos conectados por Internet que bajan los costos de producción y transforman bienes en servicios”–; las plataformas austeras –como Uber o Airbnb, “que intentan reducir a un mínimo los activos de los que son propietarias y obtener ganancias mediante la mayor reducción de costos posible”–; y las plataformas de productos –como Netflix o Spotify, que transforman bienes tradicionales en servicios on-demand a cambio de una suscripción– (p. 50). El streaming, como procedimiento técnico sobre el que se sostienen actualmente una diversidad de prácticas culturales, suele tener lugar en la intersección entre las plataformas de productos, las plataformas de la nube y las plataformas publicitarias. Así será en las plataformas orientadas a la visualización y/o escucha de contenidos culturales (plataformas de productos), accesibles vía suscripción a través de una conexión a internet (plataformas de la nube) e integradas –como se verá– con las redes sociales (plataformas publicitarias), donde estará puesto el foco de nuestro análisis, dado que, según consideramos, en ese cruce se cifran los fundamentos de lo que denominamos el proceso de streamificación de la cultura.

3 Para una lectura sobre las plataformas digitales y las relaciones técnicas, económicas y sociales que se establecen en y entre sus distintas modalidades –lectura contemporánea y complementaria de las clasificaciones que lleva a cabo Srnicek en Capitalismo de plataformas–, se puede consultar The Platform Society. Public Values in a Connective World, obra esencial sobre la temática que espera su traducción al castellano. Allí, José Van Dijck, Thomas Poell y Martijn de Waal (2018) realizan una “anatomía de las plataformas” proponiendo un abordaje de la “sociedad de plataforma” desplegable en tres niveles de análisis, a los que vale la pena mencionar brevemente: en un primer micro-nivel se analizarían las características específicas de cada plataforma, con su arquitectura concreta compuesta de elementos tecnológicos (tales como los algoritmos de los que se vale), económicos (tales como su estatus particular de propiedad y su modelo de negocio) y sociolegales (tales como los “términos y condiciones” en función de los cuales se establece un tipo de usabilidad); un segundo meso-nivel analizaría las relaciones entre estas plataformas singulares en tanto forman parte de un ecosistema de plataformas, organizado jerárquicamente en dos tipos fundamentales de plataformas: las infraestructurales y las sectoriales, siendo las primeras aquellas que son capaces de gestionar, procesar y almacenar los flujos de datos en función de los servicios generales que prestan (motores de búsqueda, centros de datos y computación en la nube, redes sociales, app stores, etc.); y las segundas aquellas que, operando sobre la base de las anteriores, ofrecen algún servicio en particular para un sector específico (noticias, transporte, alojamiento, música, películas, salud, etc.). Finalmente, un tercer nivel de análisis correspondería al macro-nivel de la geopolítica online, en el que se pueden distinguir con claridad dos hemisferios político-ideológicos (cada uno gobernado por su propio ecosistema): el poder empresarial corporativo de las Big Five occidentales con sede en Estados Unidos (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft) y el poder corporativo de plataformas indirectamente controladas por el Estado Chino (Tencent, Alibaba, Baidu y JD.com).

4 Siempre que en la bibliografía se indique una referencia en inglés, querrá decir que el texto citado cuenta con una traducción propia.

5 Véase: https://www.youtube.com/watch?v=EpJyklCg60s

6 En Cibercultura. Informe al Consejo de Europa (2007), libro que resulta de un informe encargado por el Consejo de Europa a finales de la década del noventa y que trata sobre las implicancias culturales del desarrollo de las tecnologías digitales de la información y la comunicación, Lévy define al ciberespacio (al que también llama “red”) como “el nuevo medio de comunicación que emerge de la interconexión mundial de los ordenadores. El término designa no solamente la infraestructura material de la comunicación numérica [digital], sino también el oceánico universo de informaciones que contiene, así como los seres humanos que navegan por él y lo alimentan” (p. 1). El neologismo cibercultura designaría, por otra parte, “el conjunto de las técnicas (materiales e intelectuales), de las prácticas, de las actitudes, de los modos de pensamiento y de los valores que se desarrollan conjuntamente en el crecimiento del ciberespacio” (p. 1).

7 De acuerdo con la perspectiva crítica del filósofo francés Bernard Stiegler (2015), la cibernética se hallaría actualmente diluida en la convergencia de tecnologías analógicas y digitales que constituyen la informática, el audiovisual y las telecomunicaciones, en cuya articulación tomaría forma “la industria de las tecnologías de control” (p. 164).

8 Tiziana Terranova (2017) se sirve del término bio-hipermedia, acuñado por Giorgio Griziotti, para pensar la relación íntima que tendría lugar entre cuerpos y dispositivos como parte de la difusión de los smartphones y la “computación ubicua”; y si bien su objeto no son las plataformas de streaming, es posible detectar en el siguiente pasaje el matiz fenomenológico que acerca su perspectiva a la de Nylund Hagen (2015): “Mientras las redes digitales abandonan la centralidad de las máquinas de escritorio y las laptop en favor de dispositivos más pequeños y portables, emerge un nuevo paisaje social y técnico alrededor de las ‘aplicaciones móviles’ [‘apps’] y las ‘nubes’ que directamente ‘influyen en el modo en que sentimos, percibimos y entendemos el mundo’” (Terranova, 2017, p. 107).

9 Se trata de una película de 2008 dirigida por el cineasta alemán Alexander Kluge, cuyo título original es Nachrichten aus der ideologischen Antike: Marx-Eisenstein-Das Kapital. Sin embargo, el fragmento al que nos referimos, una suerte de ejercicio cinematográfico sobre el fetichismo de la mercancía y su desmitificación, fue filmado por Tom Tykwer, y lleva por nombre “El hombre en la cosa”.