Incertidumbre, disgregación y condición humana

Los relatos de la filmografía apocalíptica y posapocalíptica del siglo XXI


Uncertainty, dissociation and human condition

The narratives of twentieth century apocalyptic and post-apocalyptic filmography


Incerteza, desintegração e condição humana

Nas histórias da filmografia apocalíptica e pós-apocalíptica do século XXI


DOI: http://doi.org.10.18861/ic.2021.16.1.3099


SILVINA CALERI

silvinacaleri@gmail.com – Universidad Nacional de Rosario, Argentina.


ORCID: https://orcid.org/0000-0002-6426-6372


CÓMO CITAR: Caleri, S. (2021). Incertidumbre, disgregación y condición humana. Los relatos de la filmografía apocalíptica y posapocalíptica del siglo XXI. InMediaciones de la Comunicación, 16(1), 87-111. DOI: http://doi.org.10.18861/ic.2021.16.1.3099


Fecha de recepción: 10 de septiembre de 2020

Fecha de aceptación: 17 de diciembre de 2020


ESUMEN


El artículo explora los relatos de la filmografía apocalíptica y posapocalíptica, particularmente de aquellas producciones en las que el potencial exterminio del mundo no responde a eventos de la naturaleza o a invasiones alienígenas (aconteceres extrínsecos a los males de la sociedad contemporánea), sino a motivos más recónditos: el fin de los tiempos se insinúa como fenómeno que surge del interior de la humanidad misma. En tal sentido, el apocalipsis abandona su función expiatoria, así como la batalla final entre el bien y el mal. Se revisan las obras que advierten sobre el costado autodestructivo de la humanidad en el siglo XX, y se concentra en la producción de películas y series que, en lo que va del presente siglo, escenifican el derrumbe del mundo conocido y los modos de vida de los supervivientes en los tiempos que le siguen. Este planteamiento del fin del mundo, a diferencia de las ficciones del pasado siglo, expresa desaliento y perplejidad en relación con nuestro tiempo y retrata un futuro de disgregación, con pocas posibilidades de regeneración colectiva, en el cual los seres humanos devienen errantes solitarios, imposibilitados para reconstruir lo social, pero en búsqueda obstinada de lo mejor de su condición humana.


PALABRAS CLAVE: filmografía posapocalíptica, colapso, incertidumbre, disgregación, condición humana.



ABSTRACT


The article explores the narratives of the apocalyptic and post-apocalyptic filmography, especially those productions in which the potential destruction of the world does not result from events of nature or alien invasions (exogenous occurrences to the evils of contemporary society); rather, it has a more obscure origin: the end of times is a phenomenon that comes from humanity itself. In this respect, the expiatory purpose of the apocalypse is abandoned along with the battle between good and evil. The article reviews the twentieth century works that caution against the self-destructive aspect in humanity, and focuses on this century films and television shows dramatizing the collapse of the world as we know it as well as the survivors’ ways of life in the aftermath. Unlike the last century representations, this approach to the end of the world reveals dismay and bewilderment when facing the problems of our time, and portrays a future of dissociation with few chances of achieving some collective regeneration, a future where human beings become lonely wanderers that are unable to develop social ties but are obstinately trying to find the best of their human condition.


KEYWORDS: post-apocalyptic filmography, collapse, uncertainty, dissociation, human condition.



RESUMO


O artigo analisa as narrações da filmografia apocalíptica e pós-apocalíptica, especialmente, daquelas produções nas quais o potencial extermínio do mundo não se corresponde com eventos da natureza ou com as invasões alienígenas (acontecimentos extrínsecos às doenças da sociedade contemporânea) porém com as mais recônditas razões: o fim dos tempos insinua-se como fenômeno surgindo do interior da mesma humanidade. Nesse intuito, o apocalipse se afasta da sua função expiatória, assim como da batalha final entre o bem e o mal. O relatório revisa as produções que advertem para o lado autodestrutivo da humanidade no século XX, e concentra-se na criação de filmes e séries que, no decorrer do presente século, encenam a queda do mundo conhecido e o estilo de viver dos sobreviventes nos tempos a seguir. Esta abordagem do fim do mundo, diversamente das ficções do século passado, exprime desânimo e perplexidade com relação ao nosso tempo, e retrata um futuro de desintegração, com muito poucas possibilidades de regeneração coletiva, no qual os seres humanos se tornam errantes solitários, sem chance de refazer o social, mas na busca teimosa do melhor da sua condição humana.


PALAVRAS-CHAVE: filmografia pós-apocalíptica, esgotamento, incerteza, condição humana.




INTRODUCCIÓN


El Apocalipsis de San Juan (o Libro de las Revelaciones), texto que se convertiría en el último libro del Nuevo Testamento, fue escrito aproximadamente a finales del siglo I, tiempos en que los cristianos comenzaban a ser perseguidos cada vez con mayor frecuencia por los emperadores romanos. A pesar de estar establecida la libertad religiosa en Roma, el hostigamiento a los fieles cristianos se debía a su negativa (apacible pero intransigente) a rendir culto al emperador, actitud ésta que se juzgaba como de rebelión contra el orden social romano. El relato del Apocalipsis ciertamente daría a los cristianos fortaleza y esperanza para sostener las propias creencias y enfrentar las amenazas y castigos impuestos por las autoridades del imperio. La gran Babilonia, la ciudad del pecado a la que le llegaría su castigo, valía de espejo de la poderosa Roma. El final de los tiempos con la destrucción de los enemigos de Dios, el juicio final y el triunfo cristiano, brindaba a su vez, un mensaje de justicia, resurrección y salvación que aseguraba a los creyentes que tendrían su recompensa en la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, donde ya no habría dolor ni muerte, y donde Dios viviría con todos los hombres. Esta perspectiva finalista y redentora del texto de San Juan, en mayor o menor grado, siempre ha estado presente en la cultura de Occidente.

El cine, en cambio, si bien ha desarrollado esta narrativa, ha incorporado primordialmente enfoques del fin del mundo (hoy llamados apocalípticos) que prescinden de los componentes teológicos o proféticos y que abandonan cualquier ilusión salvadora, de plenitud humana. Aun en distintas épocas, encontramos realizaciones que representan la destrucción efectiva del mundo o la extinción de la humanidad en su totalidad. Los motivos pueden ser variados, un holocausto nuclear en On the Beach (La hora final) de Stanley Kramer (1959), el cambio de milenio en Last Night (La última noche) de Don McKellar (1998), el choque de un planeta con la Tierra en Melancholia (Melancolía) de Lars von Trier (2011), pero el desenlace es el mismo, la humanidad llega a su fin.

La preocupación por el destino del género humano ante la posibilidad de una catástrofe que provoque su fin ha estado usualmente acompañada de la exhortación a impedirla. En las últimas décadas, por otra parte, vemos que se ha acentuado significativamente el interés por la representación del postapocalipsis, es decir, de lo que ocurre después de que todo sucumbe. El apocalipsis deja de ser principalmente el acontecimiento que pone el punto final al mundo físico y se convierte en el suceso de transición que marca el paso del orden instituido hacia una nueva realidad, la de la supervivencia, en la que se ha desmantelado cualquier disposición previa. De tal suerte, las historias se enfocan en lo inédito, en lo desconocido y extraño de la nueva situación, pero también en la continuidad de la existencia humana. Esta última, tanto en términos de la vida biológica (la cual la mayoría de las veces está en el centro de la escena), como en función de aquello humano que trasciende la violencia y la animalidad, y que se formula a menudo como vacilación y desconcierto.

Esto lo vemos en películas y series de televisión de los más diversos países de origen y de distintas categorías o modalidades de producción (mainstream, de autor, independiente, de bajo presupuesto). Asimismo, dentro del subgénero posapocalíptico, podemos encontrar producciones que comparten con otros géneros o subgéneros cinematográficos, como ser: drama, road movie, terror, acción, noir, wéstern, e incluso comedia.

Jameson (2005) explica que la ciencia ficción escenifica nuestra incapacidad para imaginar el futuro y la alteridad, e inadvertidamente termina siendo, en su enunciación de lo desconocido, una contemplación de nuestros propios límites. De algún modo, estamos encerrados en nuestro presente y no podemos imaginar más allá de nuestras inquietudes y deseos. Este planteo bien puede valer para estas ficciones del subgénero apocalíptico y, de un modo particular, posapocalíptico; al pensar el futuro, dichas ficciones hablan esencialmente de nuestro tiempo y de los interrogantes y ansias que nacen dentro de él.

El trabajo tiene entonces como propósito explorar los relatos de películas y series de televisión del subgénero apocalíptico y posapocalíptico, especialmente de aquellas obras en las que el potencial exterminio del mundo no responde a desastres producidos por fenómenos de la naturaleza o a invasiones alienígenas (aconteceres extrínsecos a los males de la sociedad contemporánea), sino que el fin de los tiempos se insinúa (de manera más o menos definida) como fenómeno que surge del interior de la humanidad.

Aclaremos que, a diferencia de las ficciones distópicas que exhiben los mecanismos de un sistema de poder opresivo en una sociedad futura, las realizaciones posapocalípticas en las que centramos la atención se adentran en el colapso de las formas de organización social, y lo que ello implica; vale decir, la amenaza del mundo pre-social ante la desaparición de lo que Castoriadis (2000) describe como ese “poder explícito, instituido como tal, con sus dispositivos particulares, con su funcionamiento definido y con las sanciones legítimas que puede aplicar”, y que “siempre ha habido y siempre habrá” (p. 146). De modo que, si bien pueden coincidir, las ficciones posapocalípticas se separan de las historias que funcionan fundamentalmente como una advertencia sobre los potenciales peligros de las sociedades de masas, su burocratización, su dependencia tecnológica o su pérdida de libertad. Más bien expresan el malestar cultural que nuestras sociedades experimentan y las incertidumbres sobre el mañana, a la vez que se interrogan sobre la manifestación de lo humano en la ausencia de restricciones del mundo social.

Respecto de la distinción dentro del subgénero entre lo apocalíptico y lo posapocalíptico, y debido a cierta superposición conceptual, se aclara que en el artículo utilizamos el término apocalíptico para referirnos al subgénero en líneas generales, mientras que el término posapocalíptico lo empleamos según la especificidad indicada en el párrafo anterior.

Finalmente, cabe señalar que resulta problemático intentar precisar si el conjunto de la producción apocalíptica pertenece al género de ciencia ficción. Como observa García (2017), en el ámbito cinematográfico (a diferencia del literario), la ciencia ficción no solo se determina en función de criterios formales, sino también responde a factores relativos al campo audiovisual tales como las comunidades de críticos, espectadores, académicos, las campañas publicitarias, los circuitos de televisión, de Internet, festivales. Dicho esto, aclaramos que en el trabajo se asume la inclusión de muchas de las obras mencionadas en el género de ciencia ficción contemplando ambos criterios. Pero en los casos de falta de claridad, nos limitamos a nuestra caracterización del subgénero posapocalíptico, caracterización más proclive, a fin de cuentas, a describir dicho subgénero como ficción especulativa en la medida en que las temáticas que desarrolla se relacionan más con aspectos y transformaciones sociales que con la ciencia y la tecnología.

En las dos primeras secciones del artículo se revisan las motivaciones e imaginarios de aquellas obras del siglo XX que advierten sobre el costado autodestructivo del ser humano, más concretamente los relatos del desastre en relación con el tema atómico durante la Guerra Fría (sección I) y las creaciones de finales de siglo sobre la supervivencia posapocalíptica y la posibilidad de regeneración de la sociedad (sección II). En las siguientes secciones se consideran las obras apocalípticas y posapocalípticas de los últimos veinte años que escenifican la debacle del mundo conocido y los modos de vida de los supervivientes en los tiempos que la suceden. Se examina lo que estas obras dicen acerca de nuestro presente (sección III), las temáticas recurrentes que las historias presentan (sección IV) y la representación de lo humano en dichos relatos (sección V).

Como rasgo característico encontramos que estas ficciones expresan inquietudes e incertidumbres sobre nuestro tiempo y retratan futuros de disgregación, con pocas perspectivas de regeneración colectiva, futuros en los que los seres humanos devienen errantes solitarios, imposibilitados para reconstruir lo social. Con todo, aun cuando se trata de mundos en los que el mayor riesgo lo configuran los congéneres, donde el cálculo para la supervivencia predomina por sobre cualquier otra razón posible, siempre está presente la aspiración a hallar algún vestigio que reivindique lo humano. Pese a toda la oscuridad que puedan contener las historias, los relatos no dan por perdidos a los personajes de forma irrevocable: los contornos que trazan su condición humana están inconclusos, todavía por definirse. En tal sentido, el escenario posapocalíptico sirve como telón de fondo para indagar sobre el carácter de lo humano en su indefinición.



I. Si bien hay antecedentes en producciones cinematográficas apocalípticas (prácticamente desde los inicios del cine1), este subgénero de la ciencia ficción comienza a desarrollarse a partir de la segunda posguerra, sobre todo en representaciones fílmicas que contemplan con consternación la posibilidad de que la humanidad sea la causante directa de su propio fin. Dichas obras reflejan el miedo colectivo al poder del átomo y a la contaminación radioactiva ante las investigaciones sobre la fusión nuclear y los ensayos atómicos por parte de las grandes potencias (Del Molino García, 2013). En este contexto, el cine de ciencia ficción pasa por alto los elementos sacros de la tradición religiosa, pero conserva el tono admonitorio, instando a un uso apropiado y benigno de la ciencia, la cual es percibida como práctica autónoma desvinculada de las relaciones sociales y de poder. En numerosas producciones la ciencia es la que le abre la puerta a la tragedia. Las más variadas calamidades se conciben para esta temática: plantas, insectos y hasta humanos que, expuestos a la radiación, degeneran en seres extraños a este mundo2. Se culpa a la actividad científica, pero al mismo tiempo los relatos propios de una sociedad cada vez más tecnificada recurren a medios tecnológicos para la eliminación del mal y la restauración del orden. En las diferentes realizaciones vemos que los seres humanos juntan esfuerzos, logran destruir a la fuerza agresora y la sociedad retorna a un estado, si no de plenitud, de ausencia de riesgo próximo.

De forma similar, en las historias de este cine muchos de los agentes de la devastación funcionan como alegorías de la llamada “amenaza roja”3. Los males del colectivismo comunista se reflejan en la organización disciplinada de hormigas gigantes o en la no individuación de langostas también gigantescas. Desde luego, los relatos fílmicos de la época contaban con otras variantes para escenificar la catástrofe: explosiones nucleares que traen a la superficie de la tierra enormes bestias de naturaleza predatoria4, monstruos que igualmente pueden interpretarse como alusiones a la agresión comunista. Las criaturas finalmente son derrotadas por la acción combinada de las instituciones del orden y del conocimiento y los protagonistas (habitantes de una sociedad próspera, libre de conflictos inherentes) son retratados sin matices oscuros, sin desviaciones irracionales. A lo sumo, los elementos sombríos que pueda poseer algún personaje están reservados para el traidor comunista.

Sontag (1966) ha observado críticamente que, en estos films, típicos de los años cincuenta y sesenta, la imaginación del desastre cumple una doble tarea. Por un lado, expresa las ansiedades acerca de lo “inconcebible”, esto es, la exposición a la radiación, las consecuencias de la contaminación, la perspectiva de la contienda nuclear. Por otro lado, esta representación del desastre aplaca los terrores por medio de una fantasía que se evade por lo exótico, lo banal, las escapatorias de último minuto y los finales felices, de manera tal que conduce a la apatía del espectador respecto de tales fatalidades.

Sin embargo, así como el peligro podía estar representado a través de lo fantástico, en criaturas monstruosas de todo tipo (más usuales en el cine serie B), también podía exponerse en la dramatización de la devastación total causada por el poder atómico, con un tratamiento ciertamente más realista y reflexivo. En el ya mencionado drama posapocalíptico On the Beach se muestra que, en un futuro cercano, la guerra nuclear ha aniquilado prácticamente todo el planeta, y que los pocos sobrevivientes que quedan en territorios lejanos deben enfrentarse a su propio final (y el de la especie) ante la inminente llegada de una nube radioactiva. El film británico de bajo presupuesto The Day the Earth Caught Fire (El día que la tierra se incendió) dirigida por Val Guest (1961) aborda con tono serio y especulativo la temática del peligro nuclear cuando su protagonista, un periodista que investiga los fenómenos climáticos que se van sucediendo en diferentes lugares del planeta, descubre que pruebas nucleares simultáneas han alterado el eje de rotación de la Tierra y su órbita ahora se dirige hacia el sol.

Sea como fuere, el grueso de la filmografía apocalíptica que expone el horror atómico no pone en tela de juicio la lógica política de la Guerra Fría. En On the Beach no se establece responsable alguno por el desastre nuclear, solo se desliza que puede haber habido algún mal cálculo o error de apreciación que lo ocasionó (“alguien apretó un botón”). En otros casos, la insensatez de la carrera nuclear y su pretendido rol disuasorio se indica exhibiendo cuán permeable era el sistema frente al error humano o tecnológico. El muy reconocido film Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb (Dr. Insólito o: Cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba) de Stanley Kubrick (1964) satiriza a través del humor negro a gobernantes y militares responsables de la acción bélica, y parodia la destrucción de la humanidad por iniciativa de un general obsesionado con la amenaza soviética. El disparador de un ataque termonuclear en Fail Safe (Punto límite) de Sidney Lumet (1964) es una falla en el sistema informático, y la trama desarrolla los intentos por revertir el ataque nuclear una vez que está en marcha.

Planteos menos ambiguos respecto del modelo geopolítico que dejaba al mundo al borde de la destrucción planetaria aparecen en los filmes que recrean los padecimientos y las asoladoras consecuencias del uso de armamento nuclear. La imagen de la explosión atómica pasa a formar parte de la iconografía fílmica del holocausto nuclear. En estas obras las severas escenas que continúan a la detonación demuestran que la salvación es imposible. Del género falso documental, el film británico producido (y luego censurado) por la BBC, The War Game (El juego de la guerra), dirigido por Peter Watkins (1965), muestra los efectos inmediatos y las secuelas en el tiempo del ataque nuclear a una ciudad inglesa del condado de Kent luego de estallar la guerra entre la Unión Soviética y las potencias occidentales. Posteriormente, The Day After (El día después) de Nicholas Meyer (1983), Testament (Testamento Final) de Lynne Littman (1983) y Threads (Hilos) dirigida por Mick Jackson (1984) aparecían en un momento de intensificación de las tensiones entre los bloques durante la llamada segunda Guerra Fría. Estos trabajos (también concebidos para la televisión) tienen en común con su antecesora The War Game que ponen el foco en historias particulares de familias que sufren la devastación que le sigue a la explosión nuclear, con las muertes causadas por la radiación, las ciudades en ruinas, la falta de alimentos, los saqueos. Con una mirada realista, estas películas eran una advertencia adusta sobre la imposibilidad de futuro ante el enfrentamiento nuclear.

En los casos señalados vemos que el advenimiento del fin está desprovisto del carácter redentor y sagrado del Apocalipsis bíblico. Ferrer Ventosa (2017) observa que a partir de la bomba atómica en el cine encontramos una “construcción secular del imaginario apocalíptico”: el apocalipsis deja de ser potestad divina, y es el ser humano el que va a desempeñar un papel principal. El agente de la posible destrucción de la humanidad pasa a ser la humanidad, y no hay salvación ni salida una vez desatada la crisis. No obstante, pese a las miradas sombrías, en general los relatos advierten sobre problemas específicos o delimitados y, más que nada, presuponen que el mal es evitable, razón por la cual hay esperanza para la continuidad de la existencia humana; el futuro no le está negado.



II. De alguna manera, la continuidad de la existencia humana ha funcionado como el impulso narrativo primordial en el cine del apocalipsis. Pero es una temática que recién toma vigor hacia finales del siglo pasado, con la representación de lo que le sigue a la catástrofe. En relación con este punto, en su estudio sobre las visiones cinematográficas del armagedón nuclear, Broderick (1993) describe que tales visiones se desplazaron visiblemente de la imaginación del desastre hacia la imaginación de la supervivencia, la cual se plasma en realizaciones que retratan la supervivencia humana en entornos posnucleares: obras cuya fecundidad y características específicas (el conflicto entre el bien y el mal, la intervención del héroe mítico, el empeño por el renacer de la comunidad, la capacidad humana para resistir y perdurar) indican tener más atractivo que otros enfoques de la guerra atómica. La trilogía de Mad Max, dirigida por George Miller (1979; 1981; 1985)5, fue de gran influencia en el género posapocalíptico. Especialmente a partir de Mad Max 2, cuya historia se desarrolla tiempo después de una guerra (presuntamente) nuclear, con un solitario antihéroe que desafía en las carreteras a delictivas pandillas motorizadas, en paisajes desérticos y de decadencia social. En el caso de The Postman (Mensajero del futuro) de Kevin Costner (1997), el argumento gira en torno a la lucha del protagonista contra las bandas abusivas de poblaciones que han quedado sin protección luego de una guerra nuclear. En este estado posapocalíptico, gracias a la heroicidad del protagonista, sí hay oportunidad de reconstrucción de una sociedad de paz y libertad. En cierta medida en estos imaginarios se soslaya la responsabilidad humana como causante de la aniquilación planetaria. Broderick (1993) analiza, justamente, que al colocarse el apocalipsis en un pasado más bien lejano, la experiencia de la tragedia es indirecta, al tiempo que la fantasía utópica del renacer después del apocalipsis (inmersa en una mitología de actos heroicos) resulta cautivante y contundente.

Con la consagración de la globalización del régimen capitalista y el nuevo ambiente cultural de finales del siglo XX, la ansiedad por el holocausto nuclear, si bien no desaparece, pasa a segundo plano en la filmografía del subgénero. Ya en The Terminator, James Cameron (1984) centra la problemática en el poder de las máquinas y en sus intentos por someter a los humanos después del holocausto nuclear. Mientras que en Le dernier combat (El último combate), la distopía posapocalíptica de Luc Besson (1983), donde los pocos humanos que quedan han perdido el habla por algún tipo de polución del aire, la cuestión nuclear ni siquiera se menciona y la atención está en otros temas como el medio ambiente, la comunicación, la centralidad del habla para el ser humano. Inspirada en el fascinante cortometraje francés La Jetée (El muelle) de Chris Marker (1962), 12 Monkeys (Doce Monos), dirigida por Terry Gilliam (1997), presenta la temática del viaje en el tiempo, ya sea para desandar el apocalipsis o para encontrar soluciones en la etapa que le sigue. Pero a diferencia de su antecesora (en la cual la guerra nuclear ha devastado a la humanidad), en dicho largometraje el hecho catastrófico obedece a la liberación de un agente patógeno que aniquila prácticamente todo el planeta. En cualquier caso, la característica es que, de un modo u otro, el futuro viene a intervenir en el presente, o a interpelarlo, y a observar sus riesgos para salvaguardarse; el imaginario fílmico incorpora los problemas del tiempo por venir, pero en clave de “asumir como propios los efectos a largo plazo de nuestras acciones” (Francescutti, 2011, p. 70).

Así vemos que la representación de futuros posapocalípticos aparece en el cine con más frecuencia, y expresa nuevos temores. Se imaginan mundos futuros con sociedades degradadas, extenuadas por la contaminación ambiental o por la escasez de recursos en las que la autoridad no logra imponer el orden, por lo que el héroe, casi indefectiblemente varón, debe luchar él solo contra los villanos que imponen sus propias reglas. Las condiciones de vida en los nuevos universos, si bien significan un reto para los héroes de las historias (en lo que hace a su fortaleza física y mental, a su resistencia para batallar contra las “fuerzas del mal”), no perturban sus cualidades esenciales. Los personajes aparecen definidos con nitidez (sea como agentes de la iniquidad o su impedimento), y sin rasgos aún por descifrar, en contraposición al cine posapocalíptico actual, en el que los personajes centrales, como veremos, no responden a características inequívocas.



III. La destrucción de la humanidad y el postapocalipsis nuclear en la filmografía de la Guerra Fría y post-Guerra Fría obedecían a inquietudes originadas en la posibilidad de un escenario bélico, posibilidad que se evidenciaba, por otra parte, como concreta y real. El miedo era motor de ese cine, un miedo a algo específico (y evitable), ya se tratara de autoritarismos políticos, experimentos atómicos o una escalada nuclear. Y si bien tales posibilidades ponían de manifiesto la capacidad autodestructiva del género humano, la responsabilidad de la puesta en práctica de esa capacidad recaía, básicamente, en sujetos bien demarcados: los comunistas, la ciencia, las élites, las potencias hegemónicas. Desde este punto de vista, la alarma se debía a factores objetivos, tangibles y circunscriptos a acciones determinadas.

En cambio, en los últimos veinte años encontramos una ficción apocalíptica, o más exactamente, posapocalíptica, que expresa ansiedades con contornos imprecisos, amenazas menos palpables. El final se aproxima, pero como enigma. De ahí que los males que se representan pueden tomar diversas formas, inclusive pueden llegar a ser invisibles o incorpóreos. Por ejemplo, en The Happening (El fin de los tiempos), de M. Night Shyamalan (2008), los protagonistas huyen de algo que hace que la población se suicide y que no se sabe bien qué es. También en Bird Box, dirigida por Susanne Bier (2018), los suicidios masivos son provocados por un fenómeno extraño e inexplicable, desconocido, del que es preciso desviar la mirada para no morir. En la película independiente It Comes at Night (Viene de noche), de Trey Edward Schults (2017), no es tanto el contagio del virus mortal, sino más bien un peligro indiscernible, impreciso, lo que mueve a los protagonistas a la acción.

Es que los espantos en estas ficciones no están orientados exclusivamente a calamidades futuras. Ante todo, revelan pesar y desaliento en relación con el presente; exponen un malestar del fracaso característico de nuestro tiempo. Imbert (2014) habla de los “fantasmas de muerte que pesan sobre la posmodernidad” (p. 76) para referirse a un imaginario del fin que prefigura el fracaso humano y expresa su deshumanización. Un fracaso de la civilización moderna, cuyo potencial suicida, de acuerdo a Bauman (2007), se encuentra como paradoja en su innata reticencia a autolimitarse: la inminencia de la “catástrofe definitiva” es “resultado directo (aunque rara vez meditado y casi nunca planeado) de los esfuerzos humanos por hacer este planeta más hospitalario y más cómodo para la vida humana” (p. 98). Esta idea aparece sin ambages en la sobresaliente serie de televisión francesa L’Effondrement (El colapso), obra de Jérémy Bernard, Guillaume Desjardins y Bastien Ughetto (2019), en la que el modelo industrial y de desarrollo expansivo agota todos sus recursos y llega a su término abruptamente, debido a lo cual las personas, atrapadas en los estilos de vida del modelo de consumo y del bienestar, se descubren desvalidas y sin recursos para transitar la nueva situación.

Tal fracaso se presenta reiteradamente, además, en numerosas ficciones del subgénero posapocalíptico, ya se trate de producciones independientes, mainstream o de autor. Las inquietudes sobre la sociedad superflua y consumista en un mundo de recursos limitados y de exclusión extendida, la desazón ante las nuevas formas de violencia social, los temores acerca de posibles desastres globales, subyacen en las distintas narraciones. En Le temps du loup (El tiempo del lobo) de Micharl Haneke (2003), las tensiones entre los personajes, la discriminación, el egoísmo o la desesperanza de las personas que buscan refugio en la pequeña estación a la espera del tren, tampoco son aspectos exclusivos del tiempo del lobo (tiempo que anuncia la batalla final), sino que ya estaban en la sociedad que lo precedía; con la diferencia de que lo que antes era el destino de los inmigrantes, refugiados o indigentes, ahora también lo experimentan quienes gozaban de las seguridades de la sociedad civilizada.

El film Children of Men (Niños del hombre), de Alfonso Cuarón (2006), nos brinda, en palabras de Žižek (2007), “el mejor diagnóstico de la desesperanza ideológica del capitalismo tardío” (2:07-3:38), el retrato de una sociedad sin historia y sin dimensión de sentido, es decir, carente de futuro; una metáfora, según Fisher (2009), de la tragedia que significa que una cultura esté imposibilitada de producir novedad y que el futuro sólo ofrezca reiteración (pp. 2 y 3). Labra (2012) nos dice que la ficción zombi The Walking Dead, obra creada por Frank Darabont y otros (2010-presente), no está desprovista de una potencialidad crítica a la sociedad tardocapitalista, pues nos muestra “en forma implícita que toda la violencia y dolor desatados en la serie vivían solapados en el mundo anterior” (p. 100). De igual manera, Esteves (2019) propone pensar el relato de dicha ficción como una alegoría de los procesos de desposesión y precarización de los modos de vida que el neoliberalismo impone.

En verdad, estos imaginarios del fin expresan recelos relativos a la pérdida de solidaridad y a la competencia total, características ambas que Han (2017) describe como parte de la lógica del neoliberalismo que “individualiza al hombre convirtiéndolo en un aislado empresario de sí mismo” (p. 56). La película de contagio viral Carriers (Portadores), de Álex Pastor y David Pastor (2010), nos da a entender que no hay salvación individual posible en el sinsentido del egoísmo y la mezquindad de los personajes. Reparos similares aparecen en obras tan disímiles como la miniserie L’Effondrement, el film Bird Box o la serie rusa sobre dos familias que escapan a la epidemia de un virus mortal en Epidemya (Hacia el lago), de Pavel Kostomarov (2019).

Los relatos posapocalípticos indagan sobre la carencia. Por ejemplo, la falta de agua, la escasez de alimentos y las dificultades para encontrar refugio son temas recurrentes en estas ficciones. Pero la imagen de la carencia es ambivalente. Por un lado, estos imaginarios del desamparo y la privación parecen expresar los miedos e inseguridades vinculados a la fragilidad de nuestro tiempo y a la eventualidad de perder lo que disfrutamos en abundancia –una abundancia inducida, puesto que, como explica Han (2014), la lógica del poder neoliberal no es prohibitoria o represiva, sino permisiva porque “el consumo se maximiza, se alienta” (p. 61)–. El apocalipsis termina con los dispositivos del mundo social que restringen y organizan a las personas, lo cual conlleva temores y perplejidades sobre la propia condición, sobre las cuestiones más primordiales del ser. Si en la sociedad actual el dinero puede sustituir la identidad (Han, 2017), ¿qué sucede cuando todo se desmorona y el dinero ya solamente sirve para avivar el fuego?

Pero, por otro lado, esta filmografía que reitera imágenes de ciudades desiertas, de autos atascados y abandonados en las autopistas, de supermercados con sus estanterías saqueadas, también evoca, en el contraste, los excesos de la vida moderna. Excesos que deterioran el hábitat humano, que nos llenan de incertidumbre sobre el porvenir. Sin duda, estamos en una época de esterilidad cultural y política, de profundo y extendido agotamiento (Fisher, 2009), que no logra idear alternativas y se manifiesta abrumada, impotente ante los retos. Por ejemplo, L’Effondrement hace evidente la desorientación e insuficiencias de opciones en cada lugar de la sociedad moderna que la serie explora.

Refiriéndose al apocalipsis zombi, Coulombe (2016) afirma que tal ficción permite desahogarnos de nuestras inquietudes sobre los discursos acerca del “planeta moribundo” (pp. 11 y 12). La destrucción figurada de la humanidad nos alivia; como una manera de recuperar el control sobre una realidad que nos es impuesta, o como una revancha que nos permite salir de nuestra pasividad. Entonces la ficción apocalíptica podría considerarse una especie de escapismo, una forma de calmar nuestros deseos de cambio. Tal es el planteo de Fernández Gonzalo (2016); quien, siguiendo el concepto de acontecimiento de Badiou y Žižek (entendido como apertura o intrusión indecible que contiene un componente subversivo), indica que en la ficción actual a menudo encontramos una preeminencia de lo inesperado, un hecho fantástico fuera de toda lógica “que rompe con lo cotidiano, como si el imaginario colectivo estuviera reclamando una suerte de suceso, de apertura o estallido de orden revolucionario y sólo pudiera dar rienda suelta a tales deseos a través de la ficción” (Fernández Gonzalo, 2016, p. 18).

Pero al contrario del cine de ciencia ficción que describía Sontag (1966), en el subgénero posapocalíptico actual los elementos fantásticos que contienen los relatos no logran (como en el cine de otras décadas) apaciguar la zozobra causada por la desaparición del sentido instaurado de la sociedad que sigue al estallido. Es que cuando se asiste al derrumbe de todo lo existente, de todo el orden social, la vulnerabilidad humana queda expuesta. Bauman (2007) nos habla de tres clases de temores, a saber: los temores ante la amenaza al cuerpo y la propiedad; los temores ante la amenaza al orden social del que depende la seguridad del medio de vida; y los temores ante la amenaza al lugar de la persona en el mundo, esto es, “su identidad” (p. 12). Lo cierto es que todos estos fantasmas se materializan en la pantalla en el retrato del después del apocalipsis. Se desintegra la autoridad y la garantía de seguridad, colapsa el sistema de organización económica y social del que depende la subsistencia, se disloca toda jerarquía o posición social. De ahí en más, el desamparo y la indefensión humana serán una constante.

Por añadidura, pareciera que toda esta ficción que narra historias personales y padecimientos de gente común y corriente en mundos tremendamente hostiles, más que desahogo o evasión, expresa la convicción de un final anunciado. Tal es la sensación que causan las catástrofes mundiales que vienen sucediendo desde hace tiempo, y que parecen haberse incrementado en los años recientes. Las alteraciones climáticas que ocasionan persistentes lluvias que producen inundaciones devastadoras, las sequías o plagas que ponen en riesgo la alimentación de millones de personas, los terribles incendios en enormes extensiones del planeta, las fallas o accidentes humanos que devienen en desastres de grandes magnitudes y, en particular, la actual pandemia producida por el COVID-19, plantean interrogantes sobre el futuro y, a la par, la certidumbre de que la vida del ser humano (y la de todo el planeta) no es más viable en los términos del mundo actual.



IV. La ficción apocalíptica que se destaca en los últimos años se concentra en seguir a los sobrevivientes en sus infortunios después de la tragedia. Tal ficción, más propia de nuestra época, se distingue de los filmes y series de catástrofes producidas por la naturaleza, choques cósmicos o invasiones alienígenas en las que el peligro viene de fuera (Imbert, 2014) y el interés está puesto principalmente en la hazaña, en la resolución del conflicto en torno a la catástrofe, en la audacia de la voluntad humana ante la adversidad. En estas narraciones, la normalidad se ve afectada por la irrupción de un acontecimiento que es ajeno a la humanidad, razón por la cual, y merced a una intervención memorable6, el orden se puede restituir.

Contrariamente, en la ficción apocalíptica que nos interesa aquí no hay proezas en la trama ni heroicidad en los personajes. La narración en los distintos relatos está motivada no tanto por aquello que produce la debacle, como por las formas que adopta la vida humana en lo que le sigue. The Road (La carretera), dirigida por John Hillcoat (2009), relata el viaje de un padre con su hijo (y todo lo que les acontece) a través de una tierra asolada por un cataclismo global cuyo origen no es nunca esclarecido. En el notable film independiente The Survivalist, de Stephen Fingleton (2015), lo que importa es cómo los sobrevivientes tienen que calcular los riesgos que enfrentan en cada encuentro con el otro, y nos enteramos de la extinción de recursos energéticos y de la disminución dramática de la población sólo por medio de un austero gráfico al inicio del film. En The Midnight Sky (Cielo de medianoche), de George Clooney (2020), la mirada se enfoca en la historia personal de un científico en el Ártico que intenta comunicarse con una nave de exploración espacial para advertir a la tripulación sobre el planeta agonizante; la calamidad que ha dejado al planeta inhabitable apenas se enuncia como “el evento” al inicio del film, nunca se explica o describe, ni siquiera se muestra en la pantalla.

A tal punto la atención no está en la causa del acontecimiento apocalíptico, que en la mayoría de las ficciones no se da a conocer. Ya se trate de cintas comerciales como de autor, las tramas no precisan qué es lo que desencadena el desastre. En la citada Le temps du loup sabemos que una familia está huyendo de una situación que parece tener magnitudes catastróficas, pero no se nos cuenta qué ha pasado. Tampoco en la representación de la sociedad distópica de Children of Men se nos dice el porqué de la infertilidad que deja al género humano sin futuro. No conocemos las razones del repentino apagón general que perdura indefinidamente en la película canadiense Into the Forest (En lo profundo del bosque), de la directora Patricia Rozema (2015). En Bokeh, dirigida por Geoffrey Orthwein y Andrew Sullivan (2017), una pareja de vacaciones en Islandia descubre, al despertar por la mañana, que toda la gente ha desaparecido misteriosamente, sin ninguna explicación. De igual modo, se ignora (o solo se conoce de forma vaga) la procedencia del virus que diezma a la población mundial en una parte importante de las películas y series de contagio zombi. No se sabe de dónde proviene el virus en Fear the Walking Dead, de Robert Kirkman y Dave Erickson (2015-presente), ni en Black Summer, de Karl Schaefer y John Hyams (2019), series que retratan el comienzo del apocalipsis zombi. Tampoco lo sabemos en el film australiano Cargo, dirigido por Ben Howling y Yolanda Ramke (2017), ni en el francés La nuit a dèvoré le monde (La noche devoró al mundo), de Dominique Rocher (2018), ni en el surcoreano Saraitda (Vivo), de Il Cho (2020). El apocalipsis simplemente acaece. No obstante, como espectadores tenemos la sospecha de que este mal no es una exterioridad. Eso que trastoca todo el modo de vida, que deja a los individuos sin protección y con pocas chances de sobrevivir, puede ser intangible y recóndito, hasta puede ser azaroso; pero es de este mundo. Surge de dentro, de las profundidades de la humanidad, y por eso es ineludible.

En contraste con otras ficciones apocalípticas en las que cierto orden social perdura (y los hombres se organizan con mayor o menor eficacia para revertir el acontecimiento trágico, o para la refundación de la comunidad), en estos universos posapocalípticos no hay lugar para las proezas. Sus habitantes solo hallan desorientación y descomposición, junto a la imposibilidad de recomponer lo social. En Black Summer las personas se juntan (y se separan) por azar, la construcción de vínculos siquiera para la protección mutua es casi imposible. En tal sentido, Imbert (2014) observa que en Children of Men nos encontramos con una soledad que va más allá del individuo, que surge con la dilución de lo social, una soledad social por la que “el hombre está solo frente a otros hombres de los que no sabe nada, de los que tiene todas las razones para desconfiar” (p. 85). Esto es válido también para otras narraciones posapocalípticas. En Light of my Life (La luz de mi vida), de Casey Affleck (2019), una pandemia ha prácticamente exterminado la población femenina, por lo que un padre se ve obligado a esconderse con su hija en el bosque para protegerla de los peligros de una sociedad habitada solamente por hombres.

El aislamiento, la soledad y la incomunicación, así como la dificultad que supone confiar en los semejantes, son temáticas que se reiteran en las distintas historias. En Z for Zacariah (Z de Zacarías), dirigida por Craig Zobel (2015), el cauteloso ingeniero que es acogido por la que parece ser la única persona (y la única mujer) del valle preservado de la radiación, es renuente a dar albergue al que finalmente será su rival por esa única mujer. Mientras que The Road retrata la desgarradora soledad de los personajes en un medio donde lo social y la autoridad han desaparecido. La necesidad de recuperar la solidaridad y la confianza hacia los otros lleva a los sobrevivientes en The Walking Dead a intentar construir la comunidad. Pero la confianza en el otro entraña riesgo y, en ocasiones, termina trayendo desgracia, como en la película emiratí The Worthy, dirigida por Alí Mostafa (2015). La nueva existencia que impone el apocalipsis es de repliegue y de encierro, como en la serie danesa The Rain, creada por Jannik Tai Mosholt, Esben Toft Jacobsen y Christian Potalivo (2018), en la que dos hermanos pasan seis años en un búnker subterráneo para protegerse de la lluvia que contiene un virus mortal. Y a veces esa nueva existencia es de soledad absoluta, como en Bokeh, en Into the Forest, en La nuit a dèvoré le monde, en I Am Legend, de Francis Lawrence (2007), en Here Alone, de Rod Blackhurst (2016) o en Alone, dirigida por Johnny Martin (2020).

Y si bien en el postapocalipsis es imperiosa la pregunta sobre el nuevo comienzo, el anhelo se frustra. No parece posible la reconstrucción de lo colectivo y la disgregación sería ahora la norma. Es que cualquier tarea de esa naturaleza se torna infructuosa dado que la organización temporal que vincula pasado y futuro, presenta una ruptura. El fin de los tiempos les quita a sus protagonistas el pasado como referente común. Y esto es crucial porque impide lo que Jameson (1991) caracteriza como la “dimensión retrospectiva indispensable para cualquier reorientación vital” (p. 38) del futuro colectivo. Una vez sucedido el apocalipsis, el tiempo parece suspenderse, ya no hay historia. Desde luego, el pasado reaparece. Inevitablemente. Como señala Waldenfels (2009), se corporiza en los objetos que aparecen en el espacio y que son “centros de irradiación en el que se inscribe la historia” (p. 171). Pero, en este caso, resultan distorsionados en la nueva realidad, extraños al presente, impropios –el libro de recetas de cocina que el joven sobreviviente hojea en casa de sus padres contrasta con la furia y agresividad de los infectados con un virus derivado de la rabia en 28 Days Later (Exterminio), de Danny Boyle (2002); la nave espacial a pilas es un juguete fuera de lugar cuando hay que hacer silencio absoluto para ocultarse de las temibles criaturas que localizan a sus víctimas por los sonidos en A Quiet Place (Un lugar en silencio), obra dirigida por John Krasinski (2018).

En realidad, los relatos posapocalípticos están dominados por lo espacial. Los personajes se mueven de un lugar a otro: exploran, ocupan, abandonan los territorios, recorren las calles de ciudades despobladas, transitan por los bosques, inspeccionan las casas de pueblos abandonados, andan por los corredores y escaleras de los edificios. Hay una reconfiguración del espacio en el nuevo tiempo; pareciera que los hombres y mujeres de las historias viajan por territorios sin fronteras; no hay límites para andar, el territorio es universal. Pero, al mismo tiempo, la apropiación del espacio que supone circular o habitar en él “se constituye en relación a una separación o límite, a un afuera, una alteridad” (Agacinsky, 2008, pp. 111 y 112). Y claro está, tales fronteras deben estar acorazadas ya que en el afuera, en la alteridad, radica la amenaza. En tal sentido, los espacios se vuelven cerrados, sofocantes, aun cuando los personajes están en medio del bosque o en un prado. Tampoco una fortaleza protege de la amenaza, como sucede en 28 Days Later, donde los principales peligros se encuentran precisamente en el lugar donde los protagonistas de la historia están a salvo del ataque de los infectados. Porque lo angustiante en este universo sin horizonte es que los propios seres humanos, entregados a lo peor de sí mismos en la necesidad de la supervivencia, representan la verdadera y constante amenaza. Sin las restricciones de la civilización, los hombres y mujeres de este nuevo tiempo pueden cometer los actos más atroces. El posapocalipsis parece deparar sólo entornos inhóspitos de barbarie y desesperanza –de hecho, el canibalismo y el suicidio son temas recurrentes.



V. La representación de la hostilidad de la vida del después del apocalipsis, ¿acaso se trataría de una perspectiva que reclama prescindir de todo ideal sentimental para describir lo humano realísticamente, similar a la que percibe Fisher (2009) en algún cine neo noir o de gánsteres? Esto es, ficciones que, en su pretensión de captar lo auténtico, el “mundo real”, muestran hasta el extremo tal depravación (una guerra hobbesiana de todos contra todos) que en la sobresaturación desensibiliza y resulta funcional al “realismo capitalista” (pp. 10 y 11). A decir verdad, es usual la crítica a la ficción apocalíptica que estima que dicho discurso refuerza una antropología pesimista que promueve la solución individual (ya sea en solitario o del protagonista con su grupo afectivo) y habilita la violencia y la coacción como modo de relacionamiento con el entorno en situaciones de crisis, en menoscabo de la búsqueda de soluciones colectivas basadas en la colaboración y la ayuda mutua.

En efecto, en los contextos de adversidad de las historias prevalecen formas de relacionamiento y sociabilidad que siguen, casi invariablemente, la pauta del cálculo para la supervivencia. Se trata de una racionalidad instrumental que fuerza a los individuos a tomar decisiones y aplicar los medios necesarios para garantizar sus objetivos –aun a expensas de la seguridad de otros hombres y mujeres–. De acuerdo a esta lógica, los otros seres humanos son meros medios para las necesidades y los fines propios. De modo semejante, las relaciones entre los supervivientes exhiben una orientación individualista, indiferente a la suerte del resto de los humanos, insensible a sus sufrimientos. En la serie Fear the Walking Dead, cuando los sobrevivientes incorporan una perspectiva colectiva y se proponen llevar la acción solidaria más allá del círculo afectivo primario, el intento se malogra la mayor parte de las veces. En la mayoría de los relatos de sobrevivientes la salida (independientemente de los resultados) es individual. The Road, tal como plantea Holmes (2016), asume, junto a un mensaje de fortaleza y esperanza frente a lo catastrófico, una “ética pragmática” (p. 83) que predica cerrar los ojos ante la injusticia en las circunstancias de escasez típicas del postapocalipsis. El caso es que estas formas de comportamiento están en sintonía con la ideología neoliberal que desconoce toda tradición en lo que respecta a los bienes e intereses públicos, y que entiende que cualquier proyecto o empresa parte siempre de lo individual. Basta recordar al respecto, en el contexto de la actual pandemia que afecta a toda la humanidad, las posiciones que algunos países han adoptado en relación con la competencia por adquirir la vacuna contra el virus.

El mundo del postapocalipsis es regresivo, ciertamente. La humanidad se ha vuelto estéril en Children of Men y se ha convertido en horda salvaje en The Road. En Le temps du loup los hombres, como dice bien Imbert (2014), se transforman en “espectros que huyen en la noche y vuelven a un estadio pre-social” (p. 86). En It Comes at Night o en The Survivalist los personajes son inexorables, están dispuestos a hacer lo que sea para alejar el peligro o garantizar la propia subsistencia. El pragmatismo del cálculo egoísta en algunos casos llega a extremos en los que cada uno se transforma para el otro en una vida sin valor, eliminable, expuesta a la muerte.

Así y todo, en su conjunto, las producciones posapocalípticas no componen un paisaje solo de decepción y pesimismo, de repliegue a un estado de naturaleza egoísta y de instinto de supervivencia. No únicamente, al menos. Con diversos matices, los protagonistas de las distintas historias logran encontrar, a veces, un modo de resolución humana, una opción que no comporta la lucha despiadada con sus semejantes. A contrapelo de la degradación humana, los seres de esta ficción aspiran a no perder, o a recuperar, su humanidad. Por momentos logran trascender la lógica del cálculo de la supervivencia y recuperan así su dimensión moral.

Sin duda, en la nueva realidad de suspensión de normas y restricciones sociales, las personas se trasforman, exponen algo que estaba oculto. Son emblemáticos los personajes de The Walking Dead, que antes eran ciudadanos adaptados y respetables, y después del apocalipsis se convierten en seres brutales, despóticos, despiadados –como sucede con Shane, el Gobernador, Alpha–. De igual forma, tanto en la mencionada serie como en el resto de la filmografía apocalíptica, podemos encontrar (aunque en menor medida) personajes que siguen un derrotero inverso: parten de ser personas con grandes fallas para llegar a ser individuos valerosos, íntegros o abnegados. Tal es el caso de Daryl Dixon, uno de los personajes principales de The Walking Dead, quien deja atrás su beligerancia impulsiva y dependencia de un hermano racista, misógino y abusivo, para mostrar madurez emocional y empatía hacia los padecimientos de los otros sobrevivientes. En Los últimos días, dirigida por los ya citados hermanos Pastor (2013), la situación de pandemia del virus del pánico que impide que la gente pueda salir al exterior (y quede atrapada en casas, edificios y subterráneos), hace que Enrique, antes un jefe encargado de despedir gente sin ninguna consideración, llegue a ayudar desinteresadamente a un compañero en la búsqueda de su esposa. Incluso, en la irreverente serie Z Nation, obra creada por Karl Schaefer y Craig Engler (2014-2018), Alvin Murphy, un personaje poco fiable, egoísta y dispuesto a exponer a su grupo a cualquier peligro para concretar algún plan propio, también es capaz de sentimientos de genuina preocupación por el otro, aunque no de manera previsible, sino totalmente inestable y ocasional.

Así es que con frecuencia estas ficciones invitan a buscar en las complejidades y opacidades de los personajes aquello que no se deja ver con facilidad, pero que todavía subyace y cuya presencia, en su indefinición y contingencia, pone en entredicho la noción de lo humano como algo acabado. En The Rover (El cazador), película dirigida por David Michôd (2014), el viajero es un hombre de fiereza contenida y severidad implacable; sin embargo, el relato da indicios del abatimiento emocional de quien ha quedado vacío, privado de toda ilusión, pero con un resto de devoción. Aun a pesar de toda la deshumanización del personaje, parece existir un resto; su humanidad no se da por extinguida. Es que en el mundo pre-social que sobreviene al apocalipsis, el ser humano no es mera animalidad. Cierto que en esta narrativa la disrupción radical del orden social trae consigo el desplazamiento de la condición humana a esferas propias del salvajismo y la bestialidad. Pero tal movimiento no es definitivo. Transita una zona de ambigüedad, de solapamiento entre lo animal y lo humano, de tal forma que aquello que define a los individuos como tales tiene un carácter contingente. Agamben (1998), en su interés por caracterizar el estado de excepción, ilustra esta indeterminación de la frontera entre lo humano y lo animal en la figura del “licántropo”, el hombre lobo partido entre la ciudad y la selva, en el umbral de los dos mundos sin pertenecer a ninguno (pp. 136-138). En verdad, los hombres y mujeres de las historias del después se encuentran en una frontera difusa; ya no pertenecen a aquella realidad en la que lo social estaba constituido y sostenía la capacidad de sociabilidad y, sobre todo, de humanidad. Pero tampoco los ha ganado de manera concluyente la ferocidad del nuevo medio. Aún hay un restante, un espacio de vacilación que está indefinido. Está por develarse.

En resumidas cuentas, el posapocalipsis es el marco dentro del cual esta filmografía explora lo humano. En esa nueva situación se han desbaratado las jerarquías y las categorías sociales (de clase, de género, étnicas) se vuelven un sinsentido; ya no hay hogar ni resguardo, y los extraños pueden volverse crueles e inclementes. En ese mundo, la historia ubica a sus protagonistas y les da lo que Sartre (1977) llama “la responsabilidad total de su existencia” (p. 17). Nos encontramos entonces con seres desconcertados, temerosos, abatidos, pero casi siempre buscando obstinadamente algún atisbo de esperanza; alguna forma de redención.


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Para finalizar nos interesa resaltar el carácter de incertidumbre y desorientación de los imaginarios posapocalípticos de nuestro tiempo en comparación con aquellos de las ficciones del pasado siglo. Unas y otras historias comparten la perspectiva de que el fin del mundo no es responsabilidad divina, sino construcción humana. Pero las producciones tanto de la Guerra Fría como de la post-Guerra Fría contienen, como supuesto, la posibilidad de recuperar la confianza en el mañana y la esperanza para la humanidad. En el caso de la filmografía del miedo nuclear, la humanidad no está necesariamente condenada porque la catástrofe responde a agentes concretos y a acciones específicas que pueden ser evitadas. En cuanto a las obras de fines del siglo pasado que representan la continuidad y la supervivencia posterior al apocalipsis, imaginan la regeneración de la sociedad por la intermediación del héroe (o excepcionalmente de una heroína), cuyo lugar es concluyentemente del lado del “bien”. En cambio, en los relatos posapocalípticos actuales, las dolencias ya no tienen un agente definido, tampoco una solución cierta; la amenaza proviene de la humanidad en su conjunto. Como hemos visto, las representaciones proyectadas en los futuros posapocalípticos expresan el fracaso de la sociedad capitalista actual, la falta de alternativas ante los desafíos del presente y las vacilaciones sobre el porvenir.

En suma, esta ficción no viene a representar la capacidad autodestructiva de la humanidad –al menos, no principalmente. Mucho menos a narrar modos de regeneración heroica. Viene, más bien, a desplegar un escenario que despoja al individuo de todas aquellas coordenadas que lo orientaban y lo contenían, pero que no le permitían revelar del todo su condición más inherente, una nueva situación que lo confronta con la pregunta por su ser. Sin los dispositivos de la sociedad que restringen y organizan a las personas, ¿qué significa ser un ser humano en el mundo? En cierto sentido, el fin del mundo es un suceso interior que pone al ser humano frente a sí mismo.

Precisamente, el despliegue de tal escenario, el de ausencia de límites y de esfuerzo por la supervivencia, pone a prueba al ser humano y a su humanidad –la cual no está acabada, sino por descubrirse–. Los personajes, indefensos y desorientados, devienen errantes solitarios, en ocasiones huyendo a ninguna parte, confrontados constantemente con la crudeza de un territorio extraño donde la amenaza fundamental proviene de los otros seres humanos. Un universo sin certezas donde la mayoría de las acciones destinadas a la protección propia o de los seres queridos pone a los personajes frente a interrogantes sobre cómo transitar el camino de la supervivencia. Los dilemas morales a los que cada personaje se enfrenta le plantean una nueva pregunta, todavía más relevante, ¿cómo soy en este mundo? La pregunta ahora es existencial. Se trata del ser humano y este nuevo mundo que lo rodea.



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* Contribución: 100% de la autora.

* Nota: el Comité Editorial de la revista aprobó la publicación del artículo.


Artículo publicado en acceso abierto bajo la Licencia Creative Commons - Attribution 4.0 International (CC BY 4.0).





IDENTIFICACIÓN DE LA AUTORA


Silvina Caleri. Diploma en Ciencias Sociales con mención en Ciencia Política, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Argentina). Licenciada en Ciencia Política y Profesora en Inglés, Instituto de Educación Superior Nº 28/Universidad Nacional de Rosario (Argentina). Docente, Cátedras de Pensamiento Sociopolítico (Carreara de Comunicación Social) e Idioma Inglés (Escuela de RRII) y Coordinadora del Grupo de Estudio Contrastivo entre el inglés y el castellano (Instituto de Investigaciones), Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Rosario (Argentina). Autora de artículos publicados en revistas especializadas en temas vinculados al campo de la teoría política y el análisis del discurso político.



1 Como la película danesa Venders Undergang (El fin del mundo) de August Blom (1916), la francesa La Fin du Monde de Abel Gance (1931) o la estadounidense Deluge (El diluvio) de Felix Feist (1933).

2 En Them! (La humanidad en peligro), de Gordon Douglas (1954), los ensayos nucleares han ocasionado hormigas mutantes que, en poco tiempo, pueden exterminar a la humanidad. En Beginning of the End (El principio del fin), dirigida por Bert I. Gordon (1957), experimentos con radiación para hacer crecer los cultivos provocan la aparición de enjambres de langostas gigantes que destruyen pueblos y ciudades.

3 Durante la Guerra Fría el terror a un enfrentamiento nuclear se expresó en distintas manifestaciones de la cultura de los países occidentales. En la sociedad norteamericana, en particular, la paranoia ante la amenaza de una guerra nuclear se acrecentaba gracias a la propaganda anticomunista. Las persecuciones a intelectuales, académicos, científicos, oficiales públicos y miembros de la industria del cine, no solo por la comisión del Senador McCarthy o por el Comité de Actividades Antiestadounidenses, sino también por otras organizaciones de la sociedad civil involucradas en la cruzada anticomunista, condicionaron de modo significativo la producción artística de los años cincuenta.

4 Como el monstruo asesino de Godzilla: King of the Monsters!, de Terry Morse e Ishirô Honda (1956), o el dinosaurio carnívoro en The Beast from 20.00 Fathoms (El monstruo de tiempos remotos), dirigida por Eugène Lourié (1953).

5 Mad Max, Mad Max 2, también llamada The Road Warrior (El guerrero de la carretera) y Mad Max Beyond Thunderdome (Mad Max: más allá de la cúpula del trueno). La saga en la actualidad comprende además Mad Max: Fury Road (Mad Max: furia en el camino) (2015).

6 La proeza puede consistir en reactivar una estrella para que irradie calor como en Sunshine (Alerta Solar), de Danny Boyle (2007), derrotar a una invasión alienígena en forma de virus en The Invasion (Invasores), de Oliver Hirschbiegel (2007), o sobrevivir a los gigantescos tsunamis que inundan el planeta en 2012, película dirigida por Roland Emmerich (2009).