Postureo y rituales digitales
Itinerarios para asir la datificación de un recuerdo1
Postureo and digital rituals
Itineraries to grasp the datafication of a memory
Postureo e rituais digitais
Itinerários para agarrar a datificação de uma lembrança
DOI: https://www.doi.org/10.18861/ic.2021.16.2.3154
CARLOS ARANGO
carango@uco.edu.co – Universidad Católica de Oriente, Colombia.
ORCID: https://orcid.org/0000-0002-2120-3304
MARÍA CATALINA CRUZ-GONZÁLEZ
maria.cruz3@unisabana.edu.co – Universidad de La Sabana, Colombia.
ORCID: https://orcid.org/0000-0002-8493-1683
CÓMO CITAR: Arango, C. & Cruz-González, M. C. (2021). Postureo y rituales digitales. Itinerarios para asir la datificación de un recuerdo. InMediaciones de la Comunicación, 16(2), 131-155. DOI: https://www.doi.org/10.18861/ic.2021.16.2.3154
Fecha de recepción: 1 de febrero de 2021
Fecha de aceptación: 26 de junio de 2021
En los ecosistemas digitales, la relación del ser humano con el tiempo deviene etérea y saturada. Es por ello que los procesos de configuración y consolidación de la memoria individual y colectiva, de los cuales los rituales han sido tradicionalmente modos de estandarización y codificación, se reconvierten y recodifican en la actualidad: mutan a otras modalidades de producción que pasan –necesariamente– por la publicación. En este punto, y teniendo en consideración el contexto actual de la COVID-19 como acelerador de la datificación, conviene preguntarse por la naturaleza del recuerdo en tanto texto digital, el cual parece postular que ser es ser visto: lo que no se publica no existe. De esta manera, cabe cuestionar entonces si lo publicado es un recuerdo como tal o si se trata de la alusión a un recuerdo que se activa (o que existe únicamente) mediante la publicación. Desde ese planteo, en este trabajo nos proponemos revisar de qué manera, en los entornos digitales, los recuerdos devienen nostalgia y postureo y, por tanto, cómo desde allí se presenta la (re)construcción de los nuevos rituales. Para ello acudimos a la revisión particular de los rituales asociados a la muerte a partir de las memorias personales que activó en los autores de este artículo la muerte de Sergio Roncallo-Dow, profesor, investigador y editor destacado en el campo de los estudios en comunicación.
PALABRAS CLAVE: interfaz, postureo, rituales, muerte, dataísmo.
ABSTRACT
In digital ecosystems, the relationship between human beings and time becomes simultaneously ethereal and saturated. Therefore, the processes of configuration and consolidation of individual and collective memory, of which rituals have traditionally been modes of standardization and codification, are currently reconverted and recodified: they mutate into other modes of production that pass –necessarily– through publication. At this point and in the current context of COVID-19 as an accelerator of memory datafication, it is worth asking about the nature of memory as a digital text, which seems to postulate that to be is to be seen: what is not published does not exist. Thus, it is worth questioning whether what is published is a memory as such, or whether it is an allusion to a memory that is activated (or exists only) through publication. From this approach, in this paper we propose to review how in digital environments, memories become longing and posture, and, therefore, how the (re)construction of (new) rituals is presented from there. To do so, we turn to the particular review of the rituals associated with death, based on the personal memories that triggered in the authors’ the death of Sergio Roncallo-Dow, professor, researcher and outstanding editor in the field of communication studies.
KEYWORDS: interface, postureo, rituals, death, dataism.
RESUMO
Nos ecossistemas digitais, a relação do ser humano com o tempo torna-se simultaneamente etérea e saturada. Por isso, os processos de configuração e consolidação da memória individual e coletiva, dos quais os rituais têm sido tradicionalmente modos de padronização e codificação, se reconvertem e recodificam na atualidade: Estas mutações para outras formas de produção que passam necessariamente pela publicação. Neste ponto, e tendo em conta o contexto atual da covid-19 como acelerador da datificação da lembrança, convém perguntar-se pela natureza deste como texto digital, o qual parece postular que ser é ser visto: o que não se publica não existe. Desta forma, pode-se questionar se o publicado é uma recordação enquanto tal, ou se se trata da alusão a uma recordação que se ativa (ou que existe unicamente) mediante a publicação. A partir dessa proposta, neste trabalho nos propomos revisar como nos ambientes digitais as lembranças se tornam nostalgia e postureo e, portanto, como desde ali se apresenta a (re)construção dos (novos) rituais. Para isso, recorremos à revisão particular dos rituais associados à morte, a partir das memórias pessoais que ativou nos autores a morte de Sergio Roncallo-Dow, professor, pesquisador e editor destacado no campo dos estudos em comunicação.
PALAVRAS-CHAVE: interface, postureo, rituais, morte, dataísmo.
Sergio Roncallo-Dow fue muchas cosas: un rockstar con su guitarra eléctrica, un coleccionista con sus cómics y figuritas de películas y series de los años ochenta, un lector voraz y un amigo incansable. Su currículo profesional dice que, además, estudió filosofía y comunicación; y su extensa bibliografía, que suma más de 60 referencias entre libros, artículos, editoriales, reseñas y capítulos de libro, da cuenta de una prolífica producción. Quienes tuvimos la fortuna de conocerlo sabemos que ambas líneas, la actividad intelectual y el proyecto de vida que siempre defendió convergen crossmediáticamente: charlas académicas que iban de las telenovelas a las películas de extraterrestres, canciones de rock con videoclips abigarrados estéticamente, tertulias interminables en la intimidad de su casa; en todo momento y lugar Def Leppard compartía espacio con Walter Benjamin, Marshall McLuhan ayudaba a descifrar con mejor fortuna los vaivenes de la cultura pop, y la bibliometría no escapaba de la crítica a la plusvalía. Su fallecimiento, el 24 de marzo de 2020, una partida que envuelve múltiples pérdidas, nos deja una gran cantidad de preguntas. Una de ellas, relacionada con los rituales de partida en el contexto digital, la asumimos en este trabajo2.
Transitamos una época singular. Las distopías que anunció la literatura del siglo anterior van cobrando forma, mientras el capitalismo de plataformas, tal la caracterización de Srnicek (2014) produce valor en términos de uno de los bienes más escasos de la contemporaneidad: el tiempo. La aceleración de los procesos de cambio social y la saturación del yo contemporáneo, los recuerdos, junto con procesos definitorios de lo humano van mutando a nuevas formas. Sin embargo, no parece que habitemos completamente la forma definitiva de ese nuevo mundo, mientras el viejo todavía exhibe muchas de sus más sólidas estructuras.
Una de las trazas donde más se puede evidenciar esta situación es en la configuración de la memoria y, particularmente, de los rituales como dispositivos mediante los cuales tradicionalmente habíamos insertado claves de la condición humana. En el tránsito de lo análogo a lo digital, y de un mundo moderno sólido (Bauman, 2015) a uno moderno líquido, hipermoderno (Lipovetsky & Charles, 2006) o gaseoso (Royo, 2017), lo que apreciamos es el reacomodamiento de las formas sociales, lo que hace de esta época, y particularmente de estos últimos años, un escenario de tensiones y reenvíos sin igual.
Esos interrogantes ya estaban sobre la mesa desde décadas atrás. Pero en 2019, en Wuhan, China, se había notificado por primera vez el brote de enfermedad por coronavirus3. En ese entonces aún lo veíamos lejano de nuestra realidad. La COVID-19, más allá de los cambios políticos y económicos que ocasionó (y sigue ocasionando), marcó una transformación cultural basada en el distanciamiento social. Este cambio solo aligeró la (re)configuración de los rituales en el ecosistema digital, obligando al ser humano a adaptarse a nuevas formas de aseguramiento ontológico que antes estaban fundamentadas en el contacto físico y en rituales analógicos de la muerte.
En ese marco, nuestra pregunta por la datificación del recuerdo recibe varias señales, al considerar que se requiere mirar cómo los rituales de memoria (Nora, 1998), claves en la configuración de la humanidad tal y como la conocemos, migran hacia los espacios (mejor: hacia las espacialidades digitales). Tal interrogante, sin duda, pasa por una reflexión sobre los medios como dispositivos sociales proclives a la ritualización (Martín Serrano, 1998); de lo cual se desprende que, en el escenario del cambio mencionado, asistimos a una digitalización de las formas de recordar, lo cual incluye los dispositivos mediante los cuales gestionamos esos recuerdos y los hacemos posibles para los otros (Crary, 2008; Ortiz Morales, 2010). Estamos, entonces, en un momento de mutación de las mediaciones del recuerdo (Jiménez Rodríguez & Roncallo-Dow, 2020).
La mirada a las mediaciones surge cuando se cambia el lugar de la pregunta: no sobre el poder que los medios tienen sobre las audiencias, sino el poder que tienen las audiencias sobre los medios. Esta premisa, que recupera una y otra vez Jesús Martín Barbero (2002, 2010, 2012), no obsta para comprender que –en todo caso– las mediaciones pasan por los medios. Es decir, las trascienden, sí, pero las trascienden justo porque pasan por ahí, por los medios.
Ahora bien, cuando se habla de medios hay que pensar que estos moldean la consistencia de la experiencia del mundo. En otras palabras, es en el encadenamiento de medios (y mediaciones) donde se produce la sensación de continuidad que tiene para nosotros el mundo de la vida (Roncallo-Dow, 2011a). En ese horizonte de sentido, las relaciones espacio-temporales surgidas por la trabazón de los medios, cimientan la experiencia vital a partir de la sucesión de los lugares y las temporalidades en que habitamos los humanos. Su progresión es el sucederse mismo del mundo. Dicho de otra forma, los dispositivos tecnológicos que median nuestra relación con el mundo son en buena parte los que ocasionan la textura de nuestra experiencia en él.
La connaturalidad con la que esto ocurre es tal que sobre ellos solo tomamos consciencia cuando desaparecen, se estropean o se rediseñan (Baricco, 2018). Es lo que acontece en esta época, tañida por la era digital, con muchos de los rituales convencionales que las sociedades han configurado históricamente (Tiqqun, 2015). Si partimos de la premisa básica de los rituales como la actualización de un mito (Martín Serrano, 1998), lo que tenemos entonces es la ritualización como un proceso de puesta en escena que es, ante todo, una puesta en el tiempo. Hoy, cuando cruzamos un cambio de época, es decir, de las condiciones de producción y reproducción de los dispositivos (Scolari, 2019), arribamos también a una renovación de los rituales (Han, 2020). Por tanto, es ante la probable desaparición de rituales tradicionales (o, al menos, su reinvención) como aquí procuramos una reflexión sobre su condición de dispositivos en términos de su migración/integración a lo digital.
En efecto, aquello que motiva la ritualización es la intención de entregarle al tiempo una lógica de comprensibilidad (Spickard, 1991; Sterckx, 2016). Como estrategias de habitabilidad del tiempo, los rituales se integran en la larga tradición de estrategias de culturalización de la naturaleza o, dicho de otro modo, al pasaje de la natura a la cultura (Rosales Meana, 2013).
De esta manera, podríamos entender a los rituales como dispositivos de administración de la relación de los seres humanos con su mundo y, por tanto, admitimos que la diversidad de dispositivos (rituales) permitiría la diversidad de mundos. Lo que discutimos entonces cuando hablamos de rituales como dispositivos es, en la denominada era digital, la condición de configuración de mundos posibles de que es capaz cada dispositivo (Crary, 2008; Scolari, 2019).
Surge entonces la siguiente pregunta: ¿cómo entender los medios y los rituales en tanto dispositivos que devienen posibles administradores del tiempo? Como dispositivos, los medios regulan la interacción de los sujetos, de manera que estos pueden entenderse como dispositivos tecnológicos. La gran intuición de McLuhan fue avizorar en las relaciones estructurales que modificaban los medios de comunicación, una historia infinita de alteraciones, mutaciones, absorciones y reinterpretaciones de los medios entre sí (Scolari, 2015b). La historia humana sería justo la historia de los medios de comunicación que han regulado la sociedad (Galindo Cáceres, 2008; Lucas Marín, García Gallera & Ruiz San Román, 2003).
¿Pero qué los hace propiamente dispositivos? Un dispositivo es un instrumento que dispone las interacciones. Y, por tanto, las regula, traza estrategias de jerarquización y, desde ahí, define los contornos de relación entre el adentro y el afuera de los sistemas. Los medios y los rituales son dispositivos en tanto generan justo esto: un diseño que establece la irrupción en la normalidad del tiempo, sobre una distanciación yo(nosotros)-ellos(otros).
Pero así como la naturalidad con que los medios definen nuestro mundo de la vida –el horizonte de las cosas que alcanzan a tener sentido y significado para cada uno de nosotros–, su partida –la partida de Sergio Roncallo-Dow– es también la modificación de nuestro mundo. Es justo ahí cuando cobramos consciencia del lugar que ocupaban en el ordenamiento de ese mundo que empieza a desaparecer junto con el dispositivo (Roncallo-Dow, 2011a).
Es lo que ocurre actualmente. Si bien los dispositivos digitales –desde el primer videojuego hasta la monetización de plataformas de redes sociales, como YouTube o Facebook– (Baricco, 2018) habían estado conviviendo y generando transformaciones cruciales en la sociedad actual (las enciclopedias colaborativas tipo Wikipedia, el microblogging, las plataformas de streaming de música y video, entre otras), desde hace más de un año, con ocasión de la pandemia desatada por el COVID-19 y las consecuentes medidas de aislamiento social implementadas por los países, ese mismo proceso ha ocurrido vertiginosamente: en cuestión de días, la educación, el trabajo, el comercio y la cultura debieron migrar a entornos digitales.
La pandemia no hizo otra cosa que acelerar un proceso que venía gestándose. Este proceso ya se veía como parte de un desarrollo lógico y consecuente con los planes de futuro en los que se venía trabajando. A comienzos de los noventa, Lyotard (2006) vio que una de las claves de la postmodernidad sería la reconversión de los modos de hacer profesional en juegos de lenguaje informatizados; Castells (2002) exploró las mutaciones macro de la sociedad de la información, sus consecuencias con las identidades y las profundas transformaciones del trabajo. Es decir, no estaba fuera de las visiones sociológicas un escenario de amplificada digitalización. Es solo que, como dijimos, la pandemia los aceleró.
Tal aceleración del proceso en un entorno de altísima agitación, en el contexto de una altísima incertidumbre mundial, ha generado toda clase de reacciones en los más diversos ámbitos de la vida pública e individual. Sin duda, uno de los más llamativos es aquella serie de actividades que no se consideran fundamentales, tales como la socialización, el trabajo o la educación, pero que ocupan un lugar importante en la vida humana. Es el caso de los rituales, particularmente de los rituales asociados a la muerte.
Esto último fue el detonante de este trabajo. Cuando el 24 de mayo de 2020 recibimos la noticia de la muerte de Sergio, su ausencia, producida justo cuando el mundo llevaba pocas semanas de enfrentar una de las situaciones más caóticas, generó el dolor propio de la partida de un ser amado, pero, además, nos enfrentó, y aún nos enfrenta, a las dificultades de tramitar el duelo mediante formas no convencionales: no pudimos participar de su funeral, ni elaborar los rituales de paso que permiten acomodar en el alma, mediante el tiempo, los cambios que produce el estar vivo.
Cuando los amigos, compañeros y socios de sus proyectos empezamos a comunicarnos, fuimos descubriendo una serie de tramas que nos encontraban más de lo que hubiéramos imaginado antes. Él, en efecto, fungía como una interfaz que nos interconectaba: pasaba ideas de un lado a otro, tramaba proyectos con todos e iba ideando investigaciones, libros y artículos en redes de trabajo que funcionaban como sondas en el sentido mcluhaniano, esto es, vehículos de exploración e investigación que parten de supuestos, hipótesis e intuiciones de los observadores y que van acotando sus ideas mediante el ensayo/error (Roncallo-Dow, 2011b).
El proyecto más grande de Sergio, tal vez, fuera la reflexión en torno al lugar que Latinoamérica tendría en la configuración de una teoría contemporánea de la comunicación. Bajo el postulado de “el sur es el mensaje” (Roncallo-Dow, 2019b), ese impulso reflexivo alentó todos sus proyectos de investigación, escritura y edición. Ahora que lo miramos en retrospectiva, este ejercicio de reflexionar sobre los rituales es una de las claves para seguir en la fundamentación de dicho proyecto.
En lo que sigue, retomaremos nuestra experiencia respecto a la muerte de Sergio y, ante todo, la imposibilidad de ritualizarla, como una vía para pensar cómo en el entorno digital los rituales, análogos o convencionales, entran en una etapa de reelaboración que amerita una reflexión de fondo sobre los conceptos de interfaz, postureo y rituales: si es mediante interfaces como habíamos elaborado tradicionalmente los rituales, ahora que migran a lo digital conviene revisar cómo se modifican.
En esa condición contemporánea de publicar para demostrar que algo (una emoción, un recuerdo o un sentimiento) existe, los rituales se acercan bastante a la noción de postureo (Daries Ramón et al., 2018; Lijtmaer, 2014), donde la distancia entre el ser y el aparecer, entre el cuerpo y el sentir, pasa por modulaciones del sentido que también es necesario revisar. Para ello, partimos del dolor y la reflexión motivada por la partida de un amigo y colega, revisando nuestros micro-duelos digitales y vinculándolos a una reflexión teórica entre la interfaz, el postureo y los rituales.
Una interfaz es un dispositivo que permite la interacción de una comunidad de usuarios, la regulación entre el adentro y el afuera de un sistema (Belsunces et al., 2017; Scolari, 2019). Por tanto, la interfaz tamiza puntos de contacto entre los usuarios de una comunidad. Por eso, en la tesitura de la interacción, como estructura, la interfaz propone unas reglas bajo las cuales se sucede la posibilidad de acción conjunta. En ese sentido, predispone las pautas, los modos, y las probabilidades de encuentro entre agentes de un proceso. Y, desde ahí, moldea, modula y filtra los contenidos que pueden ser objeto de la interacción.
Ahora que las interfaces parecieran configurar la tesitura de la experiencia de vida en el mundo conviene recordar que el ser humano, desde siempre, ha sido un ser creador de entornos de interacción (Roncallo-Dow, 2011a). De la mano al lenguaje, del teléfono al reproductor de discos, una impronta clave de lo humano es su capacidad de diseñar interfaces. Pero si hoy nos parece que las interfaces ocupan buena parte de nuestra vida y definen las posibilidades de generación de sentido en ella –y mediante ellas–, es porque transitamos una época de eclosión de las interfaces. Esa eclosión consiste en la aceleración en el ritmo de creación, recreación y vencimiento de interfaces (Scolari, 2015a, 2019). Por tanto, no es que hasta hoy las interfaces hayan aparecido, sino que se han hecho evidentes ante nuestra vista, lo cual se comprueba desde nuestros usos del lenguaje (ahora hablamos de ellas en términos conscientes), hasta la contextura de nuestra experiencia en el mundo (muy buena parte de la cual se define, justamente, en nuestras competencias de uso y apropiación de las mismas).
Lo novedoso entonces no son las interfaces, pues desde la mano hasta el lenguaje, como ya mencionamos, nuestra característica más cara como especie es la capacidad de crearlas; más bien lo que ocurre es que se han hecho visibles: visibilidad que apela irremediablemente a la rápida aparición y desaparición de interfaces de la actualidad. Y si es así es porque estamos en una época de cambio de paradigma en lo que se refiere a las interfaces, cuyo protagonismo está en relación con el hecho de que, estando nuestra vida humana mediada por los ritmos y las naturalezas de estas, solo se hacen evidentes cuando desaparecen y, en su desaparecer, dejan evidencia de una irrupción en la rítmica de lo cotidiano. Es justo ahí donde ahora nos hallamos (Berardi, 2017).
La pandemia nos ha obligado a migrar la casi totalidad de procesos individuales a lo digital, mientras que, instalados allí, apreciamos la reconversión de viejas inmediaciones del mundo de antes a ese otro que no sabemos si llamar el mundo normal, antiguo o análogo. De hecho, cuando se habla de la “nueva normalidad”, tanto en lo de “nueva” como en lo de “normalidad” podemos ver la intensa participación de las interfaces en las condiciones de posibilidad de tales términos.
En otras palabras, no es menos interfaz la máquina de escribir que las tecnologías de dictado de voz. Pero cuando damos el salto de la relación pantalla/teclado a la relación micrófono/software de detección de voz/pantalla, es cuando notamos el cambio (Baricco, 2004, 2018). Y eso es lo que ha venido ocurriendo, acelerada y caóticamente, desde comienzos de 2020.
Tal ritmo acelerado de cambio ha puesto en problemas a interfaces tan consolidadas de la modernidad como las salas de teatro, las aulas de clase y las oficinas, mientras que ha resituado procesos sociales, educativos y económicos a los entornos digitales. Así, un ejercicio de apreciar el lugar de las interfaces en el contexto de lo que ocurre lleva a cuestionar la forma en que las interfaces median la relación entre lo análogo y lo digital.
Al decir de Baricco (2018), a partir de la invención de los videojuegos comenzaron a simularse fragmentos del mundo (para entonces no era necesario decirle “real”) mediante la utilización del código binario. Convirtiendo los paisajes, ropas y vehículos humanos en un entramado de unos y ceros, los videojuegos permitieron crear mundos que, en todo caso, se fueron complejizando en sus detalles y ampliando en sus alcances. Ya no sorprende tanto decir que los gamers están lejos de ser ese nicho especializado de adolescentes un tanto apáticos a la vida social –llamémosla análoga–, curiosos de habitar mundos imaginarios con sus avatares, descubrir nuevos atajos para salvar princesas o liberar prisioneros de guerra, así como ávidos consumidores de publicaciones especializadas en, justamente, publicar todos estos trucos.
Pero si el mundo nos entrega evidencias de que la población gamer es mucho más amplia que lo que muestra ese restringido estereotipo, es por lo que ya había señalado McLuhan: en tanto extensión del sistema nervioso, la electricidad tiende a interconectarse (McLuhan, 1996, 1998). De manera que, bajo el universo de lo digital –es decir, de la construcción de mundos posibles, léase interfaces, mediante unos y ceros–, los mundos, los personajes, las narrativas y las interfaces creadas se fueron encontrando entre sí, ampliándose y expandiendo sus fronteras.
Para pensar sus efectos, Baricco (2018) retoma el juicio al que fue sometido Mark Zukerberg, creador de Facebook, en el Senado de los Estados Unidos, cuando la humanidad cayó en la cuenta de todo lo que ese mundo digital había avanzado (robando datos del mundo análogo, claro). Pero lo sorprendente en ese momento era, además de comprobar el poder que ya tenía el gigante tecnológico y de apreciar la vulnerabilidad de los datos de los usuarios, la manera en que costaba pensar siquiera un punto de encuentro entre los lenguajes mediante los que hablaban los representantes de ambos mundos. Se trataba de un diálogo de sordos: los defensores del Estado-nación, quienes conciben la vida pública y privada como el desarrollo de una serie de actividades cobijadas por un marco referencial e histórico común (la nación, el Estado), siempre sobre un territorio (Bauman, 2010), vieron que otro tipo de organización ya no solo creaba sus configuraciones hologramáticas de comunidad en el entorno digital (cosa que, en cierto sentido pudiera ser tolerable), sino que ya estaba creando unos tipos de interacción que incidían en el mundo, al que volvemos a llamar normal o tradicional. Dicho de otro modo, lo que la situación nos mostró fue que, a partir de la creación del videojuego, lo digital, a través del reemplazo de cosas del mundo mediante unos y ceros, se había logrado crear unos entornos que se fueron ampliando e interconectando, y fueron saliendo de esos mismos entornos para afectar el transcurrir de las cosas.
Fenómenos de alto impacto en el mundo actual como las elecciones de Obama (Gerodimos & Justinussen, 2015; Lorenzo Dus, Blitvich & Bou-Franch, 2011) y Trump (Murray, 2007), el Brexit (Gorodnichenko, Pham & Talavera, 2018) o la primavera árabe (El Hamdouni, 2013), no podrían entenderse sin redes sociales como Facebook y Twitter, y, por tanto, no se alejan tanto de fenómenos propios de la cultura del entretenimiento como el fandom.
Así que, vistos a la luz de la pregunta por las interfases, estos fenómenos hablan de la configuración, a veces pasajera y a veces no tanto, de enjambres (Han, 2014): composiciones gaseosas de masas de seguidores que, alineados a entorno a una idea, representación o causa colectiva, y casi siempre impulsadas por fake news y acontecimientos (digitales), saltan a las redes sociales –o a las calles– a tomar en sus manos causas como las mencionadas.
Aquí lo interesante viene a ser cómo se reconfigura esa relación de lo análogo y lo digital y, sobre todo, tomar consciencia de que casi siempre que pensamos en análogo pensamos en el antes, en lo precario, mientras que al pensar en lo digital nos imaginamos lo (¿pos?)moderno. Porque entonces Twitter y Facebook, TikTok y Tinder devienen algo más que redes sociales (y la subsecuente idea de que son simples entramados de mundos virtuales que existen únicamente en lo digital) para convertirse en plataformas de encuentro que también inciden en la marcha del mundo –nos excusamos al decirlo nuevamente– real. O mejor: lo que estos fenómenos, acelerados en el último año (2020 como el verdadero comienzo simbólico del siglo XXI), vienen a decirnos, es que de ahora en adelante cuando digamos mundo real, dentro de él hay algo (en realidad, mucho) de lo digital, pues esto último ya no se refiere a un mundo indistinto del que experimentamos a diario.
No hablamos solo de Internet, aunque estaría bien revisar que las apps no son más que interfaces que gestionan datos mediante Internet (poco importa sin son datos sobre el peso, las tareas por realizar en el día o reportes de los libros recientemente leídos: ante la interfaz, todos son datos), y que desde el dinero que tenemos en la cuenta bancaria hasta nuestro pasaporte, y con él la posibilidad de movernos por el mundo, son también datos que tienen su lugar, su propio account, en la red de redes. Las interfaces contemporáneas devienen gigantes tentaculares, con brazos en todas partes, brindando la posibilidad de intercambiar y correlacionar información en los más diversos temas y en la más amplia variedad de países (hipotéticamente, todo el mundo), de manera que al decir el mundo real (el análogo, el físico) decimos ya también el mundo digital.
Qué pasa entonces con las viejas prácticas del mundo que Bauman llamara modernidad sólida (Bauman, 2013, 2015): qué pasa entonces con la memoria, con los recuerdos y con los rituales –léase dispositivos– con los cuales tramitamos esta relación (Tiqqun, 2015). Si en la modernidad fueron ciertas instituciones las encargadas de mediar ese tránsito de los humanos por el mundo (la Iglesia, el Estado, el ejército, la familia), y cada una conservaba un código que regulaba la gramática de los tránsitos individuales por ellas, cabe pensar lo que puede ocurrir ahora que una de las pocas características comunes al mundo que podemos acuñar es la falta de institucionalidad (Lipovetsky, 2006a; Lipovetsky & Charles, 2006; Lipovetsky & Serroy, 2009).
Que las marcas ahora ocupan ese lugar no es ya una tesis novedosa (Arango & Álvarez Moreno, 2011; Cuartas, 2009). Más bien, que entre marcas (que también son interfaces) y redes sociales se instauran nuevos enjambres, y que este empieza a ser el meta-lenguaje contemporáneo: la matriz del consumo, cuya lógica media hoy relaciones como el trabajo, los afectos y la política: si los sitios de promoción de profesionales, la construcción de amistades y relaciones amorosas y las elecciones presidenciales se escriben hoy en clave de oferta persuasiva de productos no es porque existen Linkedin, Facebook e Instagram (Bauman, 2006); parece más bien que de las muchas interfaces, apps y plataformas que a diario surgen quedaran aquellas que, darwinianas, parecen responder a lo que las personas de hoy necesitan. Basta ver las similitudes entre los perfiles que se crean para Facebook, Linkedin o Fiverr para comprobarlo.
Quien se pregunta por la retórica persuasiva que media en un mundo del consumo reconoce entonces que las interfaces están mediando esas retóricas persuasivas en asuntos que van desde las relaciones amorosas hasta las elecciones políticas o las profesionales. Y que ese modo de intentar ocupar un lugar en el tiempo del otro permea los modos de hablar, en entornos como las redes sociales que, por cierto, rara vez nos confrontan realmente con la otredad, toda vez que seguimos a quienes elegimos seguir, por resonancias, por identificaciones o proyecciones (Han, 2014). En todo caso, lo que constatamos es una influencia –que pasa por los modos de decir, de hacer y de crear– que conecta al mundo real con el mundo digital y que empieza, cada vez de manera más notable, a dejar huellas en los modos de generación de la subjetividad en lo colectivo.
Ahora bien, si recordar implica ejercitar la memoria mediante pasar por el corazón (re, volver, cordis, corazón) (Cruz-González, Penagos Carreño & Cárdenas Ruiz, 2020), el recuerdo es una forma de asir la fugacidad del tiempo, lo cual viene a ser relevante al re-descubrir los medios como dispositivos de administración del tiempo. Los recuerdos, entonces, son interfaces en la medida en que las palabras permiten conjuntar una serie de imágenes mentales en torno a algo que ya no está presente, asunto que les permite devenir una comunidad de usuarios a partir de las diferentes sinapsis que se crean cuando la interfaz se activa. Los hashtags de las redes tienen justo esa función: acotar los juegos de lenguaje bajo marcadores semánticos recuperables luego en la fugacidad de los timeline (Roncallo-Dow & Mazorra, 2015).
¿Puede entonces el recuerdo de una persona devenir interfaz? En tanto movilizador de diálogos-en-red, el recuerdo va encontrando nuevos modos de hablarse, encontrarse, generarse. Si es así, de qué forma, entonces, ha cambiado al producirse la conmutación entre la interfaz del recuerdo análogo y el recuerdo digital: ¿por qué parece haber una necesidad generalizada de rescatar lo que está en dispositivos análogos como el VHS, diskettes o las fotografías del álbum de la familia y dejarlos disponibles en el entorno digital? ¿Qué pasa cuando la presencialidad del recuerdo se pierde y solo se puede recordar digitalmente? (Reynolds, 2011).
Si bien la presencia de los ausentes sigue activa en chats, notas de voz y perfiles, hay una cierta angustia ontológica ante la posibilidad de perder esos datos. Sin embargo, solo se llega al aseguramiento ontológico a través del placer intertextual, es decir, “[el disfrute] por el ‘placer intelectual o estético’ (…) de comprender la interrelación entre las obras, de abrir las posibilidades de los significados de un texto a los ecos intertextuales” (Hutcheon, 2012, p. 117)4. En este caso, el recuerdo es visto desde las diferentes percepciones que los usuarios tienen del ausente; y en las formas como esas percepciones figuran en los perfiles de redes sociales de quienes recuerdan cabe preguntar por la naturaleza de ese recuerdo. Si en el mero recordar hay emociones que se integran al ser, en el publicar el recuerdo se proyectan varias líneas de fuga, una de las cuales apunta, sin duda, al postureo.
Sucede poco, y cuando sucede es llamativo: palabras surgidas al calor de la interacción en redes sociales traslucen profundas transformaciones sociales (Blackshaw, 2016). Es lo que ocurre con la palabra postureo. Ya Lipovetsky había señalado como peligro la demasiada centralidad que en la subjetividad ocupa el ámbito de las éticas del placer (Lipovetsky, 2006b). En una línea similar, autoras como Sibilia (2009) y Hochschild (2008) han remarcado el mismo asunto: una transformación profunda del yo, el cual se presta para un debate interesante: ¿deberíamos hablar directamente de una pérdida del yo (entendido en clave de interioridad, tal como se concibió desde la Ilustración) o deberíamos pensar en una modulación de las formas como este yo se construye en la actualidad?
Desde allí es que podemos entender el postureo como una afirmación del sí mismo que es una construcción. En otras palabras, que el postureo no es una centralidad del yo ocupada como traducción al entorno digital de ese yo, no es una extensión, sino que es, por el contrario, un nuevo yo que surge, precisamente, debido a lo digital. ¿Necesitamos publicar las cosas que hicimos para ratificar que las hicimos? ¿Necesitamos publicar el recuerdo para que el no-presente siga presente? Como concepto, el postureo marca ribetes interesantes: postura y pose son las etimologías cercanas para pensar un posible apotegma de Berkeley que cobra una relevancia inusitada en nuestros días: ser es ser percibido (Marín, 2010).
El modo de fijación de las imágenes en la conciencia ha sido uno de los puntos de encuentro de la filosofía y la comunicación (Martín-Barbero, 1998) que permite preguntarse cómo la filosofía kantiana marcó un giro copernicano en el pensamiento de Occidente a través de la unión de dos posturas que hasta el momento eran opuestas: el empirismo –Berkeley, Hume, Locke– y el racionalismo –Descartes, Leibniz, Spinoza–. Al decir de los segundos, pensar es fundamentalmente dar razones, en tanto conocemos la realidad a través de las ideas que nos forjamos de ella; para los primeros, en cambio, la fuente de nuestro conocimiento sobre el mundo proviene de los sentidos, por lo cual no existe algo como las ideas innatas o puras.
El trabajo kantiano ayudó a unir esos dos mundos, hasta entonces irreconciliables5. Es solo que para lograrlo se requería un trabajo crítico, de fundamentación (Deleuze, 1974). Tal como lo entiende Kant, la fundamentación no es otra cosa que la refundación de los principios de pensamiento, cosa que era necesaria por el inmenso abismo que se había abierto entre las dos perspectivas. En efecto, si se seguía la línea racionalista, una suerte de Platón reloaded, el mundo quedaba allá, aislado, afuera, mientras nuestra idea de él estaría –completa– en la mente (Dostal, 2010; Roncallo-Dow, 2004). Por el contrario, si se seguía hasta las últimas consecuencias el empirismo, no habría posibilidad de construir modelos ni categorías, pues todo encuentro de todo ser humano singular con una cosa del mundo sería un encuentro particular, aislado y sin conexión con el resto de las apariciones sensibles de los demás humanos.
En ese sentido, las tres críticas kantianas deconstruyen, como en un gran movimiento, todos los extremos (Deleuze, 1974). La Crítica de la razón pura de Kant asume la difícil tarea de interrogarse por la posibilidad de las ideas puras, incontaminadas por el mundo; la Crítica del juicio es el lugar donde Kant ausculta la facultad sensible humana para sondear cómo es que se forjan los tránsitos desde las sensaciones hasta las ideas; mientras que la Crítica de la razón práctica indaga por lo moral.
Sobre esta última, pensada especialmente en el contexto de la comunicación, Sergio Roncallo-Dow pronunció una conferencia denominada “Keeping un with the Kantdashians”, una reflexión en la que sondeaba la condición contemporánea en términos del postureo (kardashiano), leída en clave de la moral (kantiana) (Roncallo-Dow, 2019a)6.
Las críticas kantianas emergen como un ejercicio de puesta en orden y configuración de una ruta (McNabb, 2018; Vidales González, 2008). En adelante, la filosofía encuentra un camino donde las ideas, en tanto configuraciones mentales, están en diálogo con el mundo empírico que comprobamos día a día. Y eso viene a ser importante en el ámbito de las ecologías de medios digitales toda vez que las interacciones que permiten sus interfaces se parecen mucho a la comunicación. Digamos, posan de comunicación, se confunden con ella, pero de uno y otro lado se ha hecho la pregunta sobre el sentido comunicativo real que allí emerge. Sin embargo, como ocurre pocas veces en la historia, esta es una pregunta que ha tenido sus resonancias académicas e investigativas, pero, además, está inmanente en las experiencias cotidianas de los sujetos en red.
Si la ética kantiana aparecía como un referente desde el cual mirar uno de los productos célebres del postureo (el programa Keeping up with the Kardashians), habría un hilo conductor de fondo. Trataremos de explorarlo en lo que sigue, para entender por qué esa imagen con la que Sergio inició la presentación, Kant entre Kourtney y Kim Kardashian, parece erigir una pregunta sobre la ética de la comunicación.
En efecto, el show de Las Kardashians, como se conoció en español, ha mostrado (y, por esa vía, de-mostrado) que el medio es el mensaje: la idea de que contenido es todo lo que pueda ser publicado, lleva a un nivel extático el hecho mismo de que el medio predetermina lo que puede entenderse como contenido. El programa ha mostrado que para configurar un discurso no se requiere eso que el racionalismo cotejó y allanó una y otra vez. Dicho de otro modo, que la acción comunicativa no implica la racionalización de un mensaje, entendido como la configuración de una postura crítica de pensamiento. Desde las Kardashians, la vida cotidiana misma es contenido, con todo y su infinito ciclo de nadería y vacío, actividades superficiales y momentos “muertos”, algo que, si se leyese con los lentes kantianos que usa el racionalismo, aparecería como la nada. Sin embargo, que el ser es ser percibido se ratifica en el hecho mismo de que, aun sin discurso, sin contenido, el medio deviene que lo publicado sea contenido. Y, por esta vía, discurso: el discurrir de la vida, la banalidad del estar-siendo.
Postureo entonces aparece como un eufemismo interesante donde el ser se define en el posar para la cámara y publicarlo: ser es postear. El postureo es el medio, y el medio es el mensaje. Kardashians featuring Berkeley.
Ahora bien, la eclosión de la que hablamos se refiere tanto a la aparición de un estallido de los medios en tesitura digital, como también a las confluencias que empiezan a aparecer entre mundo, digital, electrónico, virtual, y el mundo que tradicionalmente habíamos llamado real. Tal como lo explora Baricco, desde los videojuegos hasta la primera etapa de las redes sociales, ambos mundos se conservaban en su independencia; sus bordes eran definidos. Pero la emergencia de la figura del influencer viene a señalarnos algo con claridad: hacer cosas con palabras deviene hacer cosas con posts. Emerge entonces una suerte de nueva ciudadanía, que se entiende como una actividad digital que no es ya tan independiente del mundo (¿real?) en tanto tiene afectaciones, cada vez más claras, cada vez más actuales y cada vez más resonantes en ese mundo.
Entonces debemos reportar una diferencia significativa, la cual marca una tendencia rápida, acelerada y contundente de la que cada vez será más difícil salir: en ese ecosistema digital ocurren cosas que no se quedan allí y que, por el contrario, modulan, pautan y etiquetan las cosas que ocurren en el mundo real. El lío es que en ese mundo, que cada vez estamos menos seguros de seguir nombrando como “real”, sigue sucediendo buena parte de nuestra vida, si bien cada vez menos independiente de lo que ocurre en ese otro mundo (Berardi, 2017; Tiqqun, 2015).
Si desde Grecia se acusaba la distancia entre las apariencias y las realidades, las apariencias de ahora tienen una dinámica mayor, más veloz, influyente e incontrolada. Esto, más que implicar una crítica a las redes sociales, el ámbito de mayor expansión y crecimiento de ese ecosistema digital, lleva a una revisión necesaria desde los conceptos, las categorías y los discursos con los cuales pensamos la ética, la estética y la política. Es más: exige revisar las ideas mismas de cómo hemos entendido los conceptos, las categorías y los discursos (Roncallo-Dow & Uribe-Jongbloed, 2013).
El postureo evidencia que hay otras formas de producir pensamiento alternativo al texto, y particularmente, al texto escrito; otras formas de erigir categorías (mientras estas se erigen como contenedores estáticos, fenómenos como los hashtags nos hablan de unas taxonomías flexibles cuyas nubes de palabras se mueven junto con los fenómenos) y entender los discursos (porque en los timelines y los feeds de redes emergen otras lógicas de discursividad). En suma, el postureo puede ser una piedra angular para interrogarse por la diferencia entre las reflexiones de corte racional/escritural/textual, con categorías fijas y fenómenos abordados como contenidos dentro de contenedores (las categorías), y las in-flexiones, los giros inesperados, las viralizaciones y los influencers, que demandan categorías móviles o, al menos, formas de abordaje que permitan mayor flexibilidad ante el movimiento caótico y desesperado de los fenómenos que, en el ecosistema digital, parecen no tener control posible.
De suerte que las interfaces que hoy modulan nuestra experiencia vital confeccionan un nuevo tipo de aparecer, algo que, incluso, pudiera entenderse como nuevas formas de ritualizar el tiempo. De ahí la necesidad de (re)pensar los rituales (digitales).
El ritual opera una marcación del tiempo, una suerte de salida del tiempo regular hacia el tiempo sagrado. Como dispositivos, los medios, y desde ahí las mediaciones, generan ritualidades en términos de las frecuencias de entrega de los contenidos (los mitos) (Martín-Barbero, 2010; Martín Serrano, 1998). Así, preguntarse por los rituales es indagar por las formas o las maneras en que los grupos sociales celebran sus mitos, los ponen en escena y los actualizan; pero, sobre todo, es sondear las estrategias de entrada y salida de las temporalidades: entre el tiempo de la producción y el tiempo para lo demás.
Visto desde la muerte, un ritual es la puesta en escena de la partida del otro en el tiempo y en el espacio; se trata de una construcción simbólica social que nos permite utilizar diferentes máscaras para que nuestra actuación sea convincente ante un espacio de interacción con otros usuarios.
Los individuos se preocuparán por mantener la impresión de que actúan de conformidad con las numerosas normas por las cuales son juzgados ellos y sus productos. Debido a que estas normas son tan numerosas y tan profundas, los individuos que desempeñan el papel de actuantes hacen más hincapié que el que podríamos imaginar en el mundo moral (…) los individuos no están preocupados por el problema moral de cumplir con esas normas sino con el problema amoral de construir la impresión convincente de que satisfacen dichas normas (Goffman, 2001, p. 267).
En otras palabras, “la vida cotidiana está conformada por ritualizaciones que ordenan nuestros actos y gestos corporales” (Rizo García, 2011, p. 84). En el ritual, la codificación corporal, espacial y temporal sobreviene una serie cuidadosa de conductas aprendidas socialmente y programadas con arreglo a fines. No obstante, hasta aquí las ideas de rituales se muestran físicas, elaboradas en el mundo real. En cambio, lo que vemos crecer, en la actualidad, gira en torno a la creación de rituales digitales emergentes (eventos que aspiran a convertirse en acontecimientos), así como a la transformación de los rituales ya conocidos en nuevas formas traducidas en lo digital. Estamos ante un cambio de los rituales celebrados de manera convencional y ante nuevas modalidades y exigencias que responden al nuevo entorno digital. Estas exigencias, como lo vivimos en nuestro caso, tienen que ver con el proceso de digitalización de la vida, pero muy particularmente, en el contexto pandémico, con la imposibilidad de elaborar una celebración física, presencial: análoga.
Sin embargo, si el ritual opera el paso del tiempo cotidiano al tiempo sagrado, el ritual de la muerte, por sí mismo, envuelve unas claves fundamentales. Porque el ritual es la operacionalización de la alteridad, de aquello otro sobre lo que no reparamos suficiente durante el tiempo cotidiano: por eso el guiño a lo sagrado. El ritual acerca eso otro, permite tramitarlo: la ausencia, la fiesta, el carnaval, son muestras de claves antropológicas que median los rituales.
De suerte que el ritual de la muerte, como el del nacimiento –los dos rituales, si se quiere–, son arquetípicos, porque en la llegada o la partida de la vida se encuentran los rudimentos de todos los demás rituales. En el funeral y el entierro, en especial, los grupos humanos aprendimos a cifrar dos tránsitos simbólicos para tramitar la muerte, y estas son características centrales de los rituales de la muerte. Estos procesos simbólicos, que tienen su origen en las religiones, evidencian una construcción social (Geertz, 1994). En el funeral, los vivos interrumpimos el tiempo cotidiano para permitir una inscripción, si se quiere, en lo sagrado: la fugacidad de la vida, lo ínfimo de una existencia en medio de la eternidad del cosmos, la inevitable prontitud de la muerte; oraciones y encuentros para honrar al muero, todo alrededor de su cuerpo, ahí presente físicamente, para recibir la atención de la despedida. Es decir, se genera un vínculo social en la unión de diversos miembros en torno al ausente (Turner, 1969). En el entierro, magnificamos eso de estar hechos de lo mismo que está hecha la tierra y, por tanto, solemos volver a ella como parte de un ciclo natural.
Así han sido, y seguirán siendo, seguramente, los rituales de la muerte. Pero en circunstancias pandémicas como las que atraviesa la humanidad, lo vivido ante la muerte de Sergio nos hizo notar una suerte de reconversión, no en el sentido profundo del ritual, pero sí en las formas en que este debía ser celebrado: en sus interfaces, en sus postureos. No pudimos despedir al amigo con las formas tradicionales del ritual colombiano –y velar al muerto en la sala de la casa–, y tuvimos hacerlo en el espacio brindado por la funeraria, una organización fundada sobre la idea de darle un tratamiento profesional, esto es, aséptico, controlado, mesurado, a la muerte (Gil Calvo, 2001). Pero, adicional a ello, el hecho de no poder velar su cuerpo, debido a la coyuntura de la COVID-19, cuando apenas iba una semana de cuarentena nacional en Colombia, agravó la sensación de ruptura. Si en los funerales tradicionales los asistentes estamos propensos a encuentros casuales o a la interacción con desconocidos que, en todo caso, guardaban alguna relación con el difunto, la despedida de Sergio fue (y ha seguido siendo) una sucesión atomizada de conversaciones, publicaciones, hashtags y chats privados que, caleidoscópicos, se entretejen con la cotidianidad. En otras palabras, esa celebración mediante la irrupción en el tiempo cotidiano no fue posible y, en cambio, tuvimos y tenemos micro-duelos, conversaciones y encuentros sin registros en lo físico (nuestro país continuó, al momento de estas reflexiones, en una serie de cuarentenas sectoriales que se modifican cada tanto según la improvisada intuición de los gobernantes). Fue en el marco de esos encuentros furtivos cuando notamos la manifestación de nuevas formas rituales en los ecosistemas digitales. Lo cual, de entrada, nos permite una mirada ecológica del ritual análogo y el recuerdo digital, en el insuceso de la muerte.
Si pensamos en el ritual análogo, este se caracteriza por generar un ambiente, un entorno, a partir de la interacción humana y la (re)construcción del otro, desde la relación simbiótica que se promueve entre el muerto y los recuerdos que su partida genera en medio de las conversaciones. Recuerdos que emergen en la presencialidad física del ritual. Pero, ¿qué pasa cuando esa presencialidad se pierde? En ese caso, hay una irrupción y un desentumecimiento del medio en el cual estábamos sumergidos, tal como ocurre con la metáfora del pez en el agua de McLuhan: el pez no sabe que está en el agua, hasta que lo sacan de esta y le falta el oxígeno (Roncallo-Dow, 2011a). Ante la salida o reconversión del medio convencional se expuso el antimedio, en este caso, el ritual digital: una miríada de micro-rituales, discontinuos, entremezclados con la normalidad, y siempre a la espera de un cierre (Roncallo-Dow, 2011b; Uribe-Jongbloed & Roncallo-Dow, 2013).
Cuando McLuhan refiere al antimedio como aquel que nos hace ser conscientes del medio, el que permite distanciarse del entumecimiento e identificar los efectos que este tenía sobre nosotros, permitió apelar a la metáfora del revés del guante: un desborde de los límites que, como interfaz, genera cada medio. De hecho, en el libro “Las leyes de los medios. Una hipótesis para comprender el presente”, publicado póstumamente por su hijo Eric, McLuhan explica que toda tecnología es dinámica, es decir, está en constante cambio y tiene efectos potentes sobre el ser humano. En este caso, cuando afirmamos que el recuerdo deviene interfaz, cabe pensar entonces que el ritual deviene tecnología.
Para ello, se requiere analizar la concepción del recuerdo como un proceso facilitado por el ritual análogo y su movilidad –física– en el tiempo. En otras palabras, entender cuál fue el cambio de cosmovisión en el sujeto ante la mutación del recuerdo análogo y el surgimiento del recuerdo digital. Para tal fin lo que se busca es analizar el recuerdo en el ritual digital a partir de la tétrada que expusieron padre e hijo, Marshall y Eric McLuhan. En dicha tétrada, un artefacto se ve no como algo neutral, pasivo o indiferente; se entiende como logos o producción activa que transforma a quien lo usa y al entorno en que lo hace (McLuhan & McLuhan, 1998), y al mismo tiempo se convierte en una extensión del ser humano. Esto es fundamental en la medida que entendemos que el recuerdo es en sí una prolongación de nuestra memoria.
Ahora bien, el trabajo de los McLuhan nos recuerda que la tétrada es un
[d]ispositivo (device) heurístico, un juego de cuatro preguntas [...] que pueden ser hechas (y las respuestas verificadas) por cualquiera, en cualquier lugar y momento acerca de cualquier artefacto humano. La tétrada fue encontrada preguntando, ‘¿Qué afirmaciones generales y verificables (esto es, experimentables) pueden ser hechas acerca de todos los medios?’ Nos sorprendió encontrar solo cuatro, presentadas aquí como preguntas:
¿Qué amplifica o intensifica?
¿Qué vuelve obsoleto o desplaza?
¿Qué recupera que era previamente obsoleto?
¿Qué produce o en qué se transforma cuando es llevado al extremo? (1988, p. 7)7.
En ese orden de ideas, entendemos que el recuerdo en el ritual digital amplifica la cantidad de datos que se publican en torno al recuerdo del ausente, deja obsoleto el ritual análogo en cuanto a participación del proceso de velorio y rito fúnebre, recupera el sentido individual del duelo y revierte una dualidad en la construcción de la imagen del muerto, al volcarla más desde el self de quienes publican contenido referido a su muerte que desde la otredad del fenecido.
Esos rituales digitales lo que permiten es construir micro-duelos que varían en los ecosistemas digitales y que son una forma de (re)conocer al ausente. En nuestro caso, esos micro-duelos fueron múltiples. Pocas horas después de la muerte de Sergio, empezó la búsqueda de palabras e imágenes que debían acompañar un primer mensaje sobre su pronta partida, que fueron publicados en Instagram, Twitter y Facebook. En los primeros días se acordó la realización de un número In memoriam en la revista Palabra Clave, de la que era editor, en honor a su legado académico, investigativo, pero, sobre todo, a su forma de ver y entender la cultura popular. Luego fueron apareciendo espacios de diálogo constante sobre su obra y sobre los textos que quedaron pendientes y vieron la luz unos meses después de su partida, como la presentación del libro Después del final. Teorías, historias y nostalgia del rock, editado junto a sus colegas Enrique Uribe-Jongbloed y Daniel Aguilar, publicado en 2021, o la conferencia “Zombies, Cine B y postureo: el recuerdo de Sergio Roncallo-Dow como interfaz” que tuvo lugar en octubre de 2020.
Sin que hubiera un plan preciso, estos espacios han ido surgiendo a través de conversaciones entre amigos y colegas, permitiendo de esa forma continuar con el legado de Sergio, volviendo a los textos del ausente y logrando ver aquello que a simple vista no está. En su momento, lo hizo Eric McLuhan con la pérdida de su padre, lo hizo Sergio Roncallo-Dow con la obra de Jesús Martín-Barbero, ahora lo hicimos nosotros con Sergio, y ad infinitum. Porque la continuación del legado en tanto reversión (antimedio) hace que cada autor cree sus referentes y, al momento de hacerlo, entra a la historia de las interpretaciones: pues comienzan a surgir nuevas sondas al momento de encontrar aquello que otros no habían visto (Gadamer, 1999).
Entre las memorias personales, el recuerdo ofrecido por Andrew McLuhan (2020), nieto de Marshall, sobre la exposición de Sergio con motivo del lanzamiento del Doctorado en Comunicación de la Universidad de La Sabana, sirve como síntesis de las resonancias y expectativas que cruzaban la obra de Sergio Roncallo-Dow. Bajo el título El sur es el mensaje, Sergio expuso entonces sobre los desafíos abiertos y la necesidad de pensar el diálogo entre la filosofía y la comunicación, áreas que, en su lectura, ofrecían fronteras difusas. Para McLuhan (2020), allí se encuentran las bases para una Escuela Latinoamericana de la Comunicación.
Sabemos que, a diferencia de facultad, corriente o paradigma teórico, la palabra escuela, aunque no por el lado administrativo, guarda interesantes ecos con el trabajo de Sergio. Después de todo, una escuela es el ejercicio de razonar desde una línea de pensamiento. Con todo, esa invitación de Andrew McLuhan soslaya el otro aspecto de aquella exposición: construir teoría desde el sur, sin gastar más esfuerzos en discursos –de aspiración epistemológica– para recusar la crítica –entendida sin crítica– contra lo hegemónico, sino más atendiendo a las narrativas propias, como tanto insistía Martín-Barbero, y sin entender que lo propio tenga que significar la reivindicación de lo popular por el solo hecho de serlo. Sobre esa posibilidad postergada durante décadas venía trabajando Sergio en sus últimos textos.
Desde antes de 2019 se decía que la sociedad vivía un cambio acelerado. Lo que ocurrió al desatarse la pandemia que aún padecemos no fue otra cosa que una reaceleración, esta vez exponencial, del cambio que se estaba produciendo. Esta vertiginosa diáspora ha implicado el eclipse de algunas interfaces y la eclosión, implosión u obsolescencia de otras, así como la reinvención de algunas más. Todo ese panorama clama nuestra queja o reflexión: nos enteramos ahora de la mutación de las interfaces en medio de todo un movimiento que deja marcas.
Ahora bien, en tanto nos hacemos más conscientes del cambio, vamos generando preguntas: empezamos a entender que los rituales físicos operaban como dispositivos, si bien la continuidad en el tiempo y su dilación a lo largo de la historia impedían captarlas con claridad; eran un tanto opacas, difíciles de asir. El cambio rápido no hace más que aumentar la sensación generalizada de caos, que antes se tramitaba en la lentitud circular de los rituales, en su exigencia de presencialidad física y en su gravedad ontológica. Pese a todo, esa gravedad le daba peso a la vida, asidero, raíz. De allí que la rápida mutación de las interfaces rituales no se pueda anotar como un simple cambio de modalidad: se trata más bien de una reconfiguración de los modos de distribuir el tiempo y el espacio subjetivo e intersubjetivo, lo cual implica hablar de un posible cambio en la producción de subjetividad.
Asimismo, vale preguntarnos por la forma en que tiene lugar el hacerse ver, y el modo particular en que el postureo, en medio del proceso de mutación acelerado, afecta la dinámica ritual de la despedida. En el rito de juntarse y despedir al muerto había una intención de reagrupación, de ligazón, de vínculo, mientras que en el aparecer etiquetado o a la hora de marcar check-in hay una inscripción de otro orden: apuntarse en una lista, sumarse a una tendencia, lo cual no implica necesariamente darse ese tiempo-espacio que piden los rituales, al menos en su forma convencional, física.
A poco más de un año de la muerte de Sergio Roncallo-Dow seguimos sintiendo que el proceso aún no puede cerrarse. A diario, nuevas imágenes, videos y canciones aparecen y reaparecen en las conversaciones de los amigos y colegas. Conversaciones que, fragmentarias, rinden culto a su memoria. Una memoria que ha migrado a lo digital, donde conviven sus artículos y sus fotos, sus canciones y sus memes, sus chats con nosotros y sus hashtags surgidos al calor de una discusión académica sobre cultura pop y otros temas de su interés (Murcia Quiñones & Arango, 2020). Una memoria que, en todo caso, busca la gravedad de la tierra, pero no la alcanza. Exceso de levedad: datificación del recuerdo.
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* Contribución: el trabajo fue organizado de manera conjunta y corresponden porcentajes iguales.
* Nota: el Comité Editorial de la revista aprobó la publicación del artículo.
Artículo publicado en acceso abierto bajo la Licencia Creative Commons - Attribution 4.0 International (CC BY 4.0).
IDENTIFICACIÓN DE LES AUTORES
Carlos Arango. Doctor y Magíster en Filosofía, Universidad Pontificia Bolivariana (Colombia). Comunicador, Universidad de Medellín (Colombia). Profesor y Líder del grupo de investigación Communis, del programa de Comunicación Social, Universidad Católica de Oriente (Colombia). Editor de la serie de los libros Desarrollo y territorio, y Cuadernos de ciencias sociales (Fondo Editorial de la Universidad Católica de Oriente de Colombia). Coautor de los libros Cuatro veces Medellín: agendas de lo imaginario en la publicidad, la televisión, el sonido y la prensa (2014) y Cinco tesis de comunicación (2015). Investigador en la articulación entre música, consumo e imaginarios.
María Catalina Cruz-González. Comunicadora Audiovisual y Multimedios, Universidad de La Sabana (Colombia). Profesora y Coordinadora del Semillero Observatorio de Medios de la Facultad de Comunicación, Universidad de La Sabana (Colombia). Editora asociada, revista Palabra Clave (Colombia). Jefe de hospitalidad del Festival Internacional Audiovisual FIAfest (Colombia). Investigadora en la articulación entre teorías de la comunicación, cultura pop, redes sociales, semiótica y realidad nacional.
1 Este artículo de reflexión deriva de los siguientes proyectos de investigación: “Investigación-creación: estado del arte y exploración metodológica desde la comunicación”, financiado por el Sistema de Investigación, Desarrollo e Innovación (SIDi) de la Universidad Católica de Oriente (Colombia), y “La nostalgia y su redefinición en las nuevas ecologías digitales”, desarrollado gracias al apoyo del Fondo Patrimonial para la Investigación de la Universidad de La Sabana (Colombia).
2 Remitimos, para otras referencias, al volumen in-memoriam que la revista Palabra Clave, de la cual Sergio Roncallo-Dow fue Editor, ofreció el año pasado. Véase: https://palabraclave.unisabana.edu.co/index.php/palabraclave/issue/view/351
3 Remitimos al informe de la Organización Mundial de la Salud acerca del Brote de enfermedad por coronavirus (COVID 19). Véase: https://www.who.int/es/emergencies/diseases/novel-coronavirus-2019
4 Cita traducida por Mitchelstein y Boczkowski (2017) en el libro: Titulares, hashtags y videojuegos. La comunicación en la era digital.
5 En parte, esto puede explicar el auge de la filosofía de Peirce en los estudios en comunicación, al ser un autor que integra la vía completamente empírica de la experiencia y la vía racional de las ideas, las categorías y las representaciones (Duch & Chillón, 2012; Higino, 2018; McNabb, 2018; Scolari, 2015b; Vidales González, 2008).
6 La mencionada conferencia fue ofrecida en el marco de la XVI Semana de la Comunicación de la Universidad de La Sabana, Colombia, realizada entre el 22 y 24 de octubre de 2019. Su título, “Keeping un with the Kantdashians”, juega con la condensación de Kant y el apellido Kardashians, el apellido de una familia estadounidense que ha sido puesta en escena a través del programa televisivo Keeping un with the Kardashians, distribuido por NBCUniversal y emitido a través de E! Entertainment Television. En la conferencia brindada, Sergio mostró un paralelo entre la ética kantiana (aquella donde la única finalidad en hacer el bien es el bien mismo) y la ética a lo Kardashians, es decir, una ética cuyos actos se erigen como tal en virtud de que serán y quieren ser vistos en redes sociales.
7 Seguimos la traducción de Sergio en Roncallo-Dow (2015, p. 969).