Después de Internet
Las redes digitales entre el Capital y lo Comúni


After the Internet
Digital Networks between Capital and the Common


Depois da Internet
Redes digitais entre o Capital e o Comum


DOI:
https://doi.org/10.18861/ic.2025.20.1.4033


TIZIANA TERRANOVA

tterranova@unior.it – Nápoles – Università di Napoli L'Orientale, Italia.

ORCID: https://orcid.org/0000-0002-2729-3611


CÓMO CITAR:
Terranova, T. (2024). Después de Internet. Las redes digitales entre el Capital y lo Común. InMediaciones de la Comunicación, 20(1). https://doi.org/10.18861/ic.2025.20.1.4033


1. INTRODUCCIÓN

Antes de que la década de 2020 detuviera al mundo de manera repentina con la primera experiencia de una verdadera epidemia planetaria, justo antes de que se encendiera la mecha de una posible guerra nuclear mundial, vivimos los años 2010: los años aceleracionistas. La segunda década del siglo XXI fue testigo de la cristalización abrupta de una enorme infraestructura global, que combinó, de una forma sin precedentes, tecnologías de comunicación y computación, conexión y cálculo. La infraestructura que hoy constituye la manifestación dominante de la conectividad digital no parece ser exactamente lo que en las décadas anteriores se denominaba “Internet”, sino que aparece como un complejo de servicios online de propiedad privada autodenominado “plataformas” (Srnicek, 2017; Lovink, 2022). Este Complejo Corporativo de Plataformas (CPC, por sus siglas en inglés) está actualmente gobernado por un puñado de empresas muy grandes y poderosas (también conocidas como Big Tech) que llevan nombres como Google/Alphabet, Amazon, Apple, Facebook/Meta, Microsoft, Alibaba y Tencent. De hecho, este CPC se ha vuelto tan poderoso que la pandemia ha actuado en realidad como un potenciador. En 2020 y 2021, mientras que la economía mundial se contrajo significativamente, los ingresos del CPC se dispararon a medida que aquellas personas que estaban confinadas en sus hogares o tenían restringidos sus movimientos se encontraron dependiendo más que nunca de la conectividad digital. De hecho, la llamada oleada digital de 2020 no sólo enriqueció globalmente a las Big Tech, sino que abrió nuevos mercados (videoconferencia, educación a distancia) y alentó sueños cada vez más expansivos. El proyecto del Metaverso, por ejemplo, lanzado por la empresa antes conocida como Facebook, pretendió convertir la experiencia pandémica de aprender, trabajar, socializar y jugar a distancia en una experiencia ordinaria, proyectando un futuro criptoeconómico, un mundo aumentado/virtual al estilo Pixar, donde lo digital y lo real se vuelvan perceptualmente indistinguibles.

El desplazamiento desde Internet a los CPC puede verse en acción en las transformaciones tecnológicas, económicas y culturales de las redes digitales, que se fueron alejando significativamente de Internet tal como la conocimos hasta ahora. En términos generales, Internet ha pasado de ser un conjunto de protocolos de red interoperables regidos por una serie de organizaciones públicas o voluntarias sin fines de lucro, a convertirse en un conjunto de comunidades digitales cerradas, con una fuerte propiedad sobre los datos, el software y las infraestructuras. Técnicamente, el CPC se ha alejado de la centralidad simbólica de las arquitecturas peer-to-peer hacia una centralidad mucho más fuerte de la computación en la nube, que se corresponde al paso de las computadoras de escritorio a los dispositivos móviles. La automatización también se ha ampliado en base al uso activo de los datos generados por la participación de los usuarios, un movimiento crucial en la regeneración de los programas de inteligencia artificial operan actualmente en el campo del machine learningii.

La transformación económica de las redes digitales también es muy evidente en el hecho de que una infraestructura tecnológica que en su mayoría soportaba usos públicos o sin fines de lucro haya transmutado en un gigantesco entorno empresarial e industrial caracterizado por altos niveles de concentración. Es necesaria una estrecha relación con el capital financiero (desde los “inversores ángeles” al capital de riesgo, pasando por los mercados financieros propiamente dichos tras las ofertas públicas iniciales) para hacerse un lugar en la carrera por la disrupción continua de los mercados existentes (por ejemplo, el transporte, el turismo y el delivery de comida). Los efectos de red permiten a las plataformas exitosas crear monopolios que sustentan ecosistemas compuestos por una multitud de agentes económicos más pequeños que, para sostenerse, dependen por completo de los actores más grandes, un modelo encabezado por los programas AdSense y AdWords de Google, pero que ahora es omnipresente y está personificado por Amazon Marketplace, las tiendas de aplicaciones Android Play y Apple, pero también por empresas como Uber y Airbnb.

Desde el punto de vista de la cultura en red, la figura del sujeto típico también ha cambiado. El usuario como “amo de la máquina” o como “colono pionero de la frontera electrónica” ha declinado (y eso no merece un lamento), pero lo que ha crecido en su lugar tampoco es muy tranquilizador. El consenso parece ser que el usuario ha pasado de amo a adicto, ya que las interfaces conductistas diseñadas con el propósito de maximizar el engagement corrompen la inteligencia colectiva facilitando la difusión de noticias falsas, teorías conspirativas y discursos de odio (Zuboff, 2018). En lugar del hacker, la nueva figura heroica, el foco de subjetivación, es el influencer. Frente a la amenaza de la Multitud como figura de la diferencia y la heterogeneidad, el fantasma del “Pueblo” también ha vuelto a alzar la cabeza: efímeramente unido, pero la mayor parte del tiempo polarizado y dividido, cuando no implicado en una guerra nacionalista abierta o en la construcción de barreras contra la amenaza de Otro(s) Pueblo(s) (Gerbaudo, 2021).

Como resultado de este proceso, según Hito Steyerl (2013), lo que a veces se sigue llamando Internet ha perdido sus significados anteriores, es decir, “ha dejado de ser una posibilidad”, algo nuevo y emocionante que prometía un futuro mejor y se ha convertido en cambio en una tecnología residual, todavía “un elemento efectivo del presente” pero menos legible e inteligible de lo que solía ser. Internet sigue existiendo, pero de forma intersticial, casi nunca perceptible para las grandes y poderosas entidades que han tomado su lugariii. Los estándares y protocolos desarrollados como parte del proyecto de creación de Internet como red pública y abierta siguen funcionando, pero cada vez están más enterrados bajo una gruesa capa de servicios corporativos. Las subculturas nativas de Internet, como las que se formaron en los años 80 y 90, han pasado a la clandestinidad, reuniéndose en la llamada dark-web, en chats IRC –Internet Relay Chat–, en algunos foros, en redes piratas de intercambio de archivos, en sitios web sin conexiones sociales, en redes malladas y wikis, y quizá también en los caóticos entornos informativos de algunas aplicaciones de mensajería seguras, cifradas y de código abierto.

Extendiendo sus tentáculos de minería de datos, los nuevos propietarios del mundo digital han subsumido Internet (como dirían los marxistas), es decir, la han transmutado, absorbido e incorporado, pero no necesariamente derrotado o disuelto. Como entidad subsumida, Internet no es un muerto, sino más bien un muerto-viviente, una presencia fantasmal que persigue al CPC con los espectros de sus antiguas esperanzas y posibilidades. Así, mientras el CPC muestra una creciente concentración del control, el fantasma de Internet persiste como una aspiración mucho más apagada, pero perceptible, hacia una distribución sin precedentes del poder de conocer, comprender, coordinar y decidir. Mientras las plataformas nos piden que aceptemos contratos (“términos y condiciones”) que les confieren el poder soberano de cerrar, expulsar, prohibir y cancelar a quienes no los cumplan, el fantasma de Internet sigue siendo la posibilidad de conectarse mediante formas técnicas que no transfieren la propiedad de los datos ni el control del uso. Mientras las plataformas imponen una estricta asimetría entre servidores y clientes, Internet insiste en que todos los nodos pueden ser pares. En contraste con la degradación del debate público en aras de un engagement cuantificable causado por el CPC, el fantasma de Internet susurra la posibilidad de nuevos tipos de inteligencia colectiva. Y mientras que la economía de plataforma convierte el trabajo digital en trabajo ocasional y precario, el fantasma de Internet insiste en la superioridad de la producción basada en bienes comunes sobre la acumulación propietaria de capital y de los valores sociales (éticos, existenciales, estéticos) sobre el imperio de la monetización o el valor de cambio.


2.
UNA BREVE HISTORIA DE LAS REDES

El surgimiento del CPC puede considerarse parte de un nuevo giro en la historia mucho más larga de las redes, caracterizada por una integración acelerada y sin precedentes de la comunicación y la computación, es decir, por la capacidad de conectar y transmitir y de calcular y razonar. Este nuevo giro moviliza explícitamente lo que pueden describirse como las tres propiedades principales de las redes: su constitución histórica como símbolos matemáticos abstractos, como objetos empíricos observables y como sistemas artificiales diseñados. Como signo matemático abstracto, la red es el dominio del campo de la teoría de grafos. La figura abstracta de la red es el grafo –“un objeto matemático formado por puntos, también llamados vértices, o nodos, y líneas, también llamadas aristas o enlaces, que abstrae todos los detalles... excepto... la conectividad”–, el ejemplo más antiguo y exitoso de ese análisis de situación, o geometría de situaciones, que deseaba Gottfried Leibniz como formalización geométrica del espacio relacional (De Rizi, 2015; Newman, László Barabási & Watts, 2006). Los grafos de redes implican la propiedad fundamental de conectividad o continuidad que, de este modo, se convierte en calculable o computable. Para los científicos de redes, este objeto matemático se manifiesta en objetos empíricos observables (como en las redes sociales o biológicas) que actúan como medios para la transmisión de información, y tienden a “surgir de forma natural, de manera típicamente no planificada y descentralizada”, y que pueden estudiarse (es decir, sus propiedades pueden calcularse) utilizando las herramientas de la teoría de grafos (Newman, László Barabási & Watts, 2006). Para los científicos de redes, estas redes empíricas también incluyen las redes artificiales o de ingeniería que, aunque “pretenden servir a un propósito único y coordinado (transporte, suministro de energía, comunicaciones), son construidas durante largos periodos de tiempo por muchas agencias y autoridades independientes” (Ibíd.). Tal vez las redes no sean las entidades prefabricadas que la ciencia estaba esperando conocer, como argumentó Fredrich Kittler (1996), sino que la matematización de las redes se inició en relación con el problema de diagramar el movimiento físico a través de una red de ingeniería de este tipo, como en el rompecabezas de los puentes de Königsberg, que marcó la primera formulación matemática de la teoría de grafos en 1736 y se refería a los sistemas de puentes que conectaban las diferentes partes de esta ciudad del estuario del norte de Europa. Aunque las redes de calles y carreteras constituyen sin duda un ejemplo muy importante de redes de ingeniería, los sistemas de comunicación son igual de importantes, y con el tiempo lo han sido cada vez más. En la medida en que puede utilizarse para transportar información, una red física de calles, carreteras y puentes puede hacer las veces de red de comunicación. Sin embargo, las redes de comunicación tienen una historia propia, asociada a la abstracción y a la codificación de la información como señal transmisible. Uno de los primeros ejemplos de este tipo de redes podría ser el sistema de torres de vigilancia montado durante la Edad de Oro islámica en el siglo IX d.C. que, según se dice, era capaz de transmitir un mensaje a través de los 4250 kilómetros que separaban la ciudad costera egipcia de Alejandría de la ciudad española/marroquí de Ceuta en tan sólo un día (Mack Smith, 1988).

Desde el siglo XIX, las redes de comunicación han funcionado a la velocidad de las señales eléctricas y/o electromagnéticas que viajan a través de cables o por el aire, como ocurre con la telegrafía, la telefonía, la radio y la televisión. Como tipo de red eléctrica, las redes digitales también dependen de la electricidad. Sin embargo, a diferencia de la telegrafía, la telefonía o la televisión, presentan la característica única de estar compuestas por máquinas lógicas que pueden utilizar micro transistores para computar cualquier función o actividad que pueda codificarse mediante lenguajes de programación como una serie de instrucciones ejecutables o algoritmos. Podría decirse que esto está relacionado con el hecho de que las redes digitales contemporáneas son las primeras redes de comunicación de la historia que despliegan dispositivos computacionales como nodos.

La integración sistemática de la comunicación y el cálculo, aunque implícita en la red como objeto abstracto y empírico, se hace explícita en el momento en que las computadoras empiezan a utilizarse para comunicar, y no sólo para calcular. Los primeros usos comunicacionales de las computadoras pueden rastrearse en la práctica de los sistemas operativos de tiempo compartido en la década de 1960, cuando diferentes usuarios podían acceder a la misma máquina de gran tamaño para enviarse y recibir mensajes unos de otros; de hecho, esta fue la época en la que el usuario se constituyó y se denominó como tal, como una forma de calcular el tiempo de uso de la máquina (Hu, 2015). La primera red informática por la que diferentes máquinas en distintos lugares podían comunicarse entre sí fue ARPANET, una red de conmutación de paquetes que conectaba centros informáticos afiliados a la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada del Departamento de Defensa de Estados Unidos. Lanzada en 1969, ARPANET se cerró en 1983.

Pero a diferencia de ARPANET, Internet no es sólo una red de computadoras, sino una red de redes de computadoras (literalmente, una inter-red). De ahí que su origen deba situarse más bien en la implantación de los llamados protocolos de Internet, como TCP/IP en los años 70. Internet no sólo hizo posible que las computadoras se comunicaran entre sí a nivel local, sino que implementó una infraestructura lógica y técnica que permitía que diferentes redes informáticas se conectaran sin problemas entre sí incluso a grandes distancias. En Internet, la computación y la comunicación funcionaron juntas por primera vez como parte de una arquitectura construida para superar las diferencias, es decir, para expandirse (Terranova, 2004). Entre los años ochenta y noventa, las redes informáticas como Internet, pero también otros tipos de redes más locales, eran lo suficientemente restringidas como para albergar sus propias subculturas muy diferenciadas. Los sujetos sociales hegemónicos de las tecnoculturas de Internet eran (en su mayoría) hombres nerds blancos. En Internet, como señaló Lisa Nakamura, la identidad por defecto era blanca y masculina, aunque dominada por el anonimato y los seudónimos (como en los canales de IRC) en lugar de estar anclada en nombres propios autentificados como en el actual CPC (Nakamura & Chow-White, 2012). Aquellos que se identificaban con el ethos hacker confiaban y construían software social libre y de código abierto, como el correo electrónico, la mensajería, los protocolos de transferencia de archivos, WAIS y gopher, y los grupos de noticias UNIX. Desde el punto de vista político, las primeras culturas digitales estaban dominadas por dos tendencias principales. Por un lado, los cyber-libertarios blancos (en su mayoría norteamericanos) surgidos de las contraculturas de los años 60, que sostenían que la información debía y quería ser libre, suscribían las Declaraciones de Independencia del Ciberespacio, “colonos” en la “Frontera Electrónica” y alertaban contra todos los intentos de limitar la libertad de los “pioneros de las comunidades virtuales”iv. Por otro lado, los radicales blancos (en su mayoría europeos, en su mayoría hombres) que se identificaban con el ethos “Hazlo tú mismo”v anarquista de los movimientos punk y okupa de los años 80, que creían que las redes informáticas podían fomentar nuevos tipos de formas autónomas de organización políticavi. Las redes locales, como los Bulletin Board System (BBS), existían en paralelo a Internet, pero utilizaban tecnologías similares para conectarse entre sí (como en Fidonet). Sin embargo, a pesar de la clara hegemonía de los sujetos blancos y masculinos, Internet también albergó algunas revoltosas culturas contrahegemónicas, minoritarias y de resistencia (como los grupos feministas/queer y las tecnoculturas asiáticas y negras)vii.

El fin de Internet se precipitó en 1991, cuando el gobierno de Estados Unidos levantó la prohibición del uso comercial, en un periodo en el que la llamada “superautopista de la información” era la palabra de moda de los políticos estadounidenses. Cuando en 1993, el CERN (Organización Europea para la Investigación Nuclear) hizo de dominio público el software de la World Wide Web (WWW) ensamblado por el ingeniero Tim Berners-Lee, la interfaz visual de uso sencillo de la WWW fue inmediatamente adoptada por el mercado. La primera oleada de negocios en Internet tomó su nombre de los nuevos dominios web asignados al uso comercial, es decir, los “punto-com”. A finales de la década de 1990, las puntocom representaban una auténtica ruptura con la vieja cultura corporativa de la industria informática, personificada en el gigante International Business Machines Corporation (IBM). Uno de sus primeros etnógrafos, Andrew Ross (2002), describió con precisión la mano de obra empleada en estas empresas como “sin cuello”, para marcar la diferencia con la división entre trabajadores de cuello blanco y de cuello azul, es decir, intelectuales y manuales, en la fábrica fordista. Al igual que Apple, pero a una escala de menor magnitud, aunque más extendida horizontalmente, estos trabajadores se inspiraron en la contracultura de los sesenta, pero se vieron influidos más directamente por la vida universitaria de la Ivy League de Estados Unidos. Rasgos como el predominio de jerarquías informales, una cultura del trabajo como juego, una intensa personalización de las relaciones estaban llamados a ejercer una influencia duradera en el complejo de plataformas corporativas. Fue el periodo de formación de lo que Andy Cameron y Richard Barbrook (1995) denominaron la ideología californiana, término que para ellos ejemplificaba un conjunto de ideas y actitudes que se extendieron desde la región norteamericana de Silicon Valley al mundo enteroviii. La ola puntocom alcanzó su punto álgido, se estrelló y ardió en 2001, unos meses antes de los atentados terroristas del 11 de septiembre, cuando el colapso del mercado bursátil Nasdaq marcó el inicio de la “primera recesión de Internet” (Lovink, 2003). La caída no significó el fin de la colonización capitalista de Internet, como algunos esperaban, sino que fue seguida de una nueva fase de comercialización aún más pujante que inyectó nuevo capital en el desarrollo de innovaciones tecnológicas de forma que salteó y eludió los procesos más lentos de la producción en red entre iguales basada en el procomún. De hecho, ya a mediados de la década de 2000, lo que quedaba de la industria de Internet se reagrupó en torno al estandarte de la Web 2.0, un término que identificaba a los ganadores que habían sobrevivido al colapso y que iban a inspirar una nueva oleada de empresas de mayor éxito (O’Reilly, 2005). El modelo ganador implicaba el aprovechamiento de la mano de obra gratuita de la participación de los usuarios, cuyo valor pronto se transmutó en el mineral supuestamente inerte utilizado para el minado de los datos almacenados en granjas de servidores, similares a búnkeres anónimos de bloques de hormigón. Así, la primitiva economía de plataformas pudo navegar a través de los fuertes vientos de la tormenta financiera de 2008, mucho mayor y sistémica que la de 2001, y que causó estragos en los hogares y las naciones más vulnerables, provocando ejecuciones hipotecarias, embargos y austeridad a medida que la deuda privada de las empresas se trasladaba a los hombros de los trabajadores y los Estados nación. De hecho, a pesar del crack de 2008, la riqueza acumulada en el mercado financiero y su poder para sobredeterminar la economía en su conjunto alcanzaron niveles sin precedentes en la década de 2010, proporcional a su capacidad para saquear los recursos de la Tierra, así como los productos de la cooperación social, que fueron canalizados y moldeados por la arquitectura neomonadológica de las redes sociales digitales. Como señala Saskia Sassen, las medidas del valor de los mercados financieros en 2014 implicaban la introducción de cantidades como “un cuatrillón” (frente a un PIB mundial de sesenta billones) –que incluían el supuesto valor de productos financieros como los derivados (Sassen, 2014).

Así pues, la mayoría de los gigantes de las plataformas corporativas actuales nacieron literalmente entre dos crisis financieras, la más pequeña y circunscrita de 2001 y la más sistémica y global de 2008. Al mismo tiempo, no habrían alcanzado el dominio actual de las redes digitales si no hubieran podido recurrir al capital financiero para mantenerse durante los períodos, a veces muy prolongados, antes de que las grandes pérdidas se convirtieran en grandes ingresos. Empresas como Google, Amazon y Facebook formaron parte de esta nueva camada de empresas de Internet que heredaron algunos de los rasgos de las culturas de trabajo de las puntocom, pero que, recelosas de la debacle de sus predecesoras inmediatas, se orientaron mucho más agresivamente hacia la monetización. El CPC surgió como reacción al crack de 2001, asumiendo la forma inicial de la “start-up”, una peculiar organización económica cuya cultura ha sido descrita por antropólogos y sociólogos, narrada por novelistas, mostrada en películas y series de televisión, relatada en crónicas festivas, pero también pintada en tonos sombríos o escabrosos por ex empleados descontentos y decepcionados. Algunas de las características de la cultura empresarial de las startups que se desprenden de esta plétora de estudios y representaciones son: su composición juvenil; la sobrevaloración de la destreza técnica codificada como masculina y la devaluación de los conocimientos lingüísticos, humanísticos y sociales, codificados como femeninos; su condición predominantemente blanca coloreada por pequeñas dosis de rasgos asiáticos; el culto al fundador o fundadores; la distinción entre los empleados que poseen acciones de la empresa y los que no; y la exigencia de inversión afectiva en la misión de la empresa que comparte con la mayoría de las corporaciones capitalistas, pero que se intensifica de formas específicas. Cuando tienen éxito, las startups se convierten en “unicornios”, es decir, empresas de propiedad privada valoradas en más de mil millones de dólares estadounidenses.

En la década de 2010, algunas startups aprovecharon los efectos de red para favorecer la consolidación de cuasi-monopolios, elevando drásticamente las barreras de entrada en nuevas áreas clave de desarrollo como el hardware, las redes sociales, el comercio electrónico, el streaming y el trabajo. Sólo muy pocas de las empresas que solían ser startups han alcanzado el estatus de Big Tech, es decir, las empresas más destacadas y prestigiosas, como Alphabet (Google), Apple, Amazon, Meta (Facebook), Microsoft, Baidu, Ali Baba, Tencent, Xiaomi y, en menor medida, también Netflix; Uber y Twitter. Como miembros principales del CPC, estas empresas han sido pioneras en el uso de software de código abierto con fines de acumulación privada y han invertido fuertemente en infraestructuras de computación en nube que utilizan para la extracción y el procesamiento de datos, con enormes repercusiones medioambientales. Hoy dominan multitud de microempresas y mercados secundarios que dependen de ellos para subsistir. A veces cooperan con el ejército y los gobiernos para desarrollar y desplegar tecnologías que se utilizan para reprimir la disidencia y atacar a grupos oprimidos. Más a menudo, intentan conciliar su afán intrínseco de obtener beneficios cada vez mayores con las crecientes demandas de regulación, ya que su expansión amenaza con sobrepasar funciones gubernamentales clave. En China, particularmente, estas empresas están sometidas a un estricto control gubernamental, pero la tendencia parece indicar, de forma más general, que su futuro dominio de las redes digitales será menos inevitable de lo que podría parecer hoy.

Sin embargo, a medida que el proceso de subsunción de Internet avanzaba implacablemente a lo largo de la década de 2010, también lo hacía la intensificación de las protestas. Como señala Nick Dyer-Witheford (2020),

las métricas del malestar social transnacional –incidencias de actos de protesta y encuestas que muestran el descontento con los regímenes gobernantes– han ido en aumento durante varios años, alcanzando un nivel que no se veía desde finales de la década de 1960ix.

Esto no se ha manifestado tanto en la imagen benévola de las tecnologías estadounidenses que exportan la democracia al resto del mundo como en un proceso mucho más tenso y ambivalente de posibilidades inesperadas e inexplicables. La capacidad logística y comunicativa del CPC ha sido repetidamente explotada y revertida por una contra-logística de la revuelta, es decir,

la auto-organización de los manifestantes; su capacidad para reunirse; responder a los ataques policiales; dispersarse y volver a reunirse; abastecerse de máscaras antigás, comida o material para barricadas; tomar decisiones colectivas sobre la marcha en medio de los ataques policiales y los enfrentamientos callejeros; conectar con otras protestas, a través de ciudades, regiones y fronteras x.

Así, el capitalismo de plataformas engendró plataformas de revueltas (Dyer-Witheford, Brenes Reyes & Liu, 2020). Estas plataformas aparecieron primero en el ciclo de luchas contra las políticas de austeridad de 2008/2014 (incluidos los levantamientos en Grecia, el norte de África y Oriente Medio); en las protestas planetarias contra la violencia de género y racial que llevan nombres como Black Lives Matter y Ni una menos; en la ola transnacional de disturbios de 2018/2019 (en Francia, Hong Kong, Chile, Cataluña, Líbano, Irán, Irak, Argelia, Camerún, Chad, Congo, Myanmar y Etiopía, entre otros lugares); pero también con las manifestaciones, marchas y acciones globales de movimientos ecologistas como Fridays for Future y Extinction Rebellion.

El ascenso del CPC también ha ido acompañado entonces de una transformación más general de las formas en que se inician y se llevan a cabo las luchas, como parte de un cambio más amplio de, como dice Maurizio Lazzarato (2023), “la” lucha de clases (en singular) del siglo XIX y principios del XX a las “luchas de clases” (en plural) de finales del siglo XX y principios del XXI (con influencias de historias, prácticas y perspectivas feministas, antirracistas, queer, subalternas e indígenas). Esto se ha manifestado como una capacidad sin precedentes de los trabajadores, las mujeres, los indígenas, los negros, los marrones y las personas LGBTQI+ para conectarse, coordinarse y organizarse a través de estos nuevos medios, así como por la reconfiguración de las tácticas y estrategias utilizadas por quienes detentan el poder para bloquear y desbaratar estas capacidades. En todas partes, por utilizar la expresión de Stefano Harney y Fred Moten (2013), proliferan y se intensifican tanto los antagonismos particulares como los generales: antagonismos particulares, como los generados por la explotación en el lugar de trabajo, el racismo y el sexismo, las continuas catástrofes medioambientales y la guerra, pero también un antagonismo general o, en los términos preferidos por Brian Massumi (2017), un estado general de malestar que nunca termina de domarse o someterse del todo. El estado general de agitación no comprende sólo la revuelta de los grupos sociales sometidos, sino también la respuesta violenta de las fuerzas políticas reaccionarias. Cada vez más, las redes globales son el medio a través del cual se traman y planifican todo tipo de revueltas, incluyendo revueltas radicales y revueltas reaccionarias; revueltas y contrarevueltas; “revueltas que impugnan la violencia sistémica del capitalismo y revueltas que reafirman esa violencia”, pero también discursos emancipadores y reactivos, nuevas aperturas y duros contragolpes a medida que la “lucha constante por la libertad” se encuentra, y a veces incluso se convierte, en “una lucha por la servidumbre” como si fuera la salvación (Davis 2016; Negri, 2000). Así pues, el CPC post-Internet está lejos de ser un imperio pacificado; está agitado por un profundo estado de inquietud. Aunque por un lado parece como si hubiera colonizado el mundo, no hay que olvidar que, de alguna manera, también está permanentemente rodeado (Harney & Moten, 2013).


3. ENTRE EL MERCADO Y LO(S) COMÚN(ES)

A pesar del evidente e innegable desplazamiento de Internet por el CPC, éste no es un libro triste. Es decir, no es un libro dedicado a lamentar “el auge y la caída” de una nueva y prometedora tecnología. No es, por tanto, una meditación melancólica ni apocalíptica, teñida por la tonalidad afectiva de la nostalgia, de luto por lo que ya no es, de denuncia de la desesperanza del presente y de advertencia contra catástrofes aún peores por venir. La historia de cercamiento y captura que constituye el discurso crítico común sobre la conectividad digital contemporánea es sólo una parte de la historia. La década de 2010 no fue sólo la de la subsunción real de Internet, como dirían los marxistas, sino también la de una cierta tensión entre las diferentes visiones potenciales de un mundo permeado por las redes digitales. El proceso de subsunción implicó toda una serie de posibilidades y conflictos que han quedado parcialmente silenciados, pero que están lejos de desaparecer. En la década de 2010, esas posibilidades y esos conflictos se presentaron como una tensión entre, por un lado, el poder del mercado capitalista y, por otro, el potencial de lo Común, un concepto político que, durante la última década en particular, funcionó como punto de encuentro para aquellos que se aferraban a una visión diferente de lo que podría ser la conectividad computacional. No se trata, pues, de volver a la vieja Internet, sino de la posibilidad de otro tipo de imaginario social para las redes digitales contemporáneas. Asumir esta posibilidad implica una actualización del análisis marxista del capital a la luz de la innovación que representa la economía de plataforma, un proceso que está en marcha en una serie de estudios que abordan los nuevos tipos de condiciones laborales, pero también los propios mecanismos de extracción de plusvalía que funcionan en estos contextosxi.

La conquista de Internet por el mercado capitalista presentó la plataformización como algo progresista y revolucionario, una alteración universalmente beneficiosa de un orden social y económico anterior. Esta presunta revolución progresista, sin embargo, ha resultado ser más bien una contrarrevolución que operó una normalización con respecto a la excepcionalidad que se había proclamado para la llamada economía digital a finales de la década de 1990 y principios de la de 2000. Un síntoma de este cambio fue sin dudas la repentina popularidad, a principios de la década de 2010, de la noción de economía de la atención, es decir, la reorientación de la competencia capitalista por los escasos recursos hacia la lucha por captar la limitada capacidad de atención de los usuarios. Las plataformas se han mostrado muy activas en la implementación de interfaces conductistas que incitan al acceso compulsivo impulsado por la dopamina, las búsquedas, los clics, los “me gusta”, etc., de forma que la participación se aprovecha de lo que Jodi Dean (2010), con acierto, denominó los circuitos de transmisión del capitalismo comunicativo. Este impulso hacia la maximización del engagement ha desempeñado un papel crucial en la producción de nuevas patologías ordinarias del cerebro conectado, que se manifiestan como pánico moral recurrente ante la popularidad de las noticias falsas y las teorías de la conspiración, y en general ante lo que se percibe como la degradación de la opinión pública y la sociedad civil.

Es importante señalar, sin embargo, que este giro hacia la economía de la atención y las interfaces conductistas fue precedido por el crecimiento exponencial del uso de Internet desde principios de la década de 2000, un masivo movimiento de uso compartido, publicación, debate y carga de contenidos que tuvo lugar inicialmente en su mayoría mediante software no propietario. El capitalismo de plataforma puede verse como una reacción al tipo de participación masiva que inicialmente convirtió el entusiasmo empresarial inicial por la economía digital en la preocupante posibilidad de un socialismo digital (Lanier, 2006; Kelly, 2009).En la década de 2000, el movimiento del software libre y de código abierto, Wikipedia y los primeros ejemplos de crowdsourcing sin fines de lucro cuestionaron uno de los mitos fundacionales del pensamiento económico contemporáneo: que la economía de mercado era la única forma realmente eficiente de coordinar las acciones individuales. Se trataba de una tesis que se había articulado específicamente contra la herramienta favorita de las políticas económicas socialistas desde la década de 1920: la planificación centralizada. La crítica neoliberal planteaba que el mercado (y específicamente la fijación de precios de mercado) era muy superior a las economías socialistas debido a “su capacidad para permitir formas complejas de coordinación social con poca o ninguna planificación central” (Morozov, 2019, p. 35).  

Como dijo Dyer-Witheford (2013), para los economistas de la escuela austriaca, el “mercado pone en práctica un plan distribuido, espontáneo y emergente, no coercitivo: lo que [Friedrich] Hayek llamó la “catalaxia” (p. 3). La sombra de la catalaxia de Hayek podía detectarse fácilmente en las metáforas biológicas populares entre la vanguardia digital de la década de 1990 para describir las formas en que Internet parecía poder funcionar sin ningún organismo de control centralizado real. La idea liberal y neoliberal de que el mercado produce un orden (o equilibrio) espontáneo y que, para sustituirlo, una economía poscapitalista necesita encontrar algún tipo de coordinación equivalente es algo que se puede encontrar en una serie de teorizaciones de la economía posdigital y preplataforma de finales de la década de 2000 y principios de 2010. Estas especulaciones retomaron la tradición de la llamada “cibernética roja”, como en la historia de la informática soviética narrada por Francis Spufford (2010) en su novela Red Plenty: Inside the Fifties Soviet Dream, pero también en el relato de Eden Medina (2011) sobre el Cybernetic Revolutionaries: Technology and Politics in Allende's Chile. Se argumentó, entonces, que si la economía es una computadora que de alguna manera el mercado capitalista puede poner en marcha de forma mucho más flexible que el rígido modo de planificación socialista, tal vez las redes digitales podrían realmente permitir una solución al debate sobre el cálculo socialista que podría hacer de una economía socialista una opción nuevamente viable. Sin embargo, la planificación socialista no ha necesitado la catalaxia de Hayek para volver a ser real, como ha demostrado el uso de este instrumento socialista clásico por parte del Partido Comunista Chino para gobernar la economía de plataforma de China. Como sostuvo Cornelius Castoriadis (Castoriadis & Amis Curtis, 1988), el socialismo real resultó ser simplemente otro tipo de economía capitalista.

Por otra parte, la noción de lo(s) común(es) no apuntaba en la dirección del socialismo digital, sino hacia la posibilidad de escapar al dilema entre economía liberal o socialista, entre propiedad privada o pública. Aquí el momento fundacional no es tanto el debate sobre el cálculo socialista de los años veinte, sino algo que se remonta incluso más atrás, que no opone tanto socialismo y capitalismo como premoderno y moderno. Remontándonos a la época precapitalista, la “tragedia de los comunes” que Garrett Hardin (1968) describió en términos del fracaso de los individuos a la hora de cuidar la propiedad compartida, evoca en realidad históricamente la expropiación mediante cercamientos de la tierra compartida de los agricultores y granjeros europeos, pero sobre todo la desposesión genocida experimentada por los pueblos indígenas y aborígenes.

La noción de lo común, por tanto, experimentó un renacimiento en las décadas de 2000 y 2010 en formas que cuestionaban el relato de Garrett Hardin sobre la viabilidad de los regímenes comunes de propiedad, al tiempo que ampliaban el concepto para incluir la cuestión de la información, los datos, las redes de comunicación, la cooperación social y la participación digital. En relación con los denominados bienes comunes digitales, el tema se ha abordado de dos maneras diferentes, aunque relacionadas. La primera tendencia se basó en la reevaluación del valor de los bienes comunes como régimen de propiedad por parte de estudiosos como Elinor Olstrom, que trabajó desde la perspectiva del análisis institucional. La segunda tendencia desplegó el concepto político de lo común como parte de un análisis marxista de la transformación del modo de producción capitalista, ampliando la noción de lo común al ámbito de los conocimientos vivos y la cooperación social. Por un lado, entonces, la Premio Nobel de Economía Elinor Olstrom contrarrestó eficazmente uno de los mitos fundadores de la economía mainstream (como la tesis de la “tragedia de los comunes” de Garett Hardin) al demostrar que los comunes podían ser en realidad formas muy eficientes de organizar la gestión de ciertos tipos de recursos naturales. Por otra parte, los post-obreristas argumentaban que lo Común no sólo indica un tipo específico de recurso al que se aplica el régimen común de propiedad, sino también los conocimientos vivos y las formas de cooperación social que intervienen en la producción y reproducción de bienes y formas de vida compartidos. Este elemento intrínseco de los bienes comunes en el modo de producción posfordista, llega a constituir en realidad el motor principal de la producción de riqueza y el objetivo de la expropiación (Vercellone et al., 2015).

Se pueden ver estas dos declinaciones del tema de lo(s) común(es) en diferentes interpretaciones políticas del papel de lo Común en el modo de producción digital en red como The Wealth of Networks: How Social Production Transforms Markets and Freedom. de Yochai Benkler (2006) y Commonwealth de Michael Hardt y Antonio Negri (2011). En el primer caso, Benkler desplegó el marco del análisis institucional, con su énfasis en la centralidad de la naturaleza específica del bien en juego, para teorizar la posibilidad de una producción entre iguales basada en el procomún en la economía en red. El libro de Benkler en particular puede leerse como una formalización de muchos argumentos sobre la peculiaridad de la economía digital que se articularon por primera vez en la década de 1990. Tomando como punto de partida el ensayo de Roland Coase (1993 [1937]) The Nature of the Firm, libro publicado en 1937 en el que proponía una teoría del modo de producción basado en el procomún entre iguales que no implicaba un retorno del socialismo, sino que era compatible con la economía dominante. Benkler extendió así la noción de lo común de Olstrom a la información, el conocimiento y la producción cultural en redes digitales. La producción entre iguales basada en el procomún, argumentó, era posible gracias a las propiedades no rivales de la información como mercancía, que se construyen mediante una analogía con el procomún natural. Desde la década de 1990, de hecho, un lema de los comentaristas de la economía digital ha sido repetidamente el hecho de que la información puede compartirse sin alienación de la propiedad: puedo darte una copia de un archivo que tengo en mi ordenador y seguir manteniendo la posesión del mío. El carácter peculiar de la información en términos económicos es, por tanto, el de ser un bien no rival que, a diferencia de bienes materiales como los coches o las botellas, puede compartirse sin pérdidas y duplicarse, gracias a la digitalización, a un coste cercano a cero. Como bien saben los responsables de la protección de los derechos de autor, una vez realizada la primera copia de una obra de arte digital (película, melodía, foto), copiarla y distribuirla no cuesta prácticamente nada. Esta era la premisa según la cual juristas como Lawrence Lessing sostenían que, una vez eliminadas barreras obsoletas como los derechos de autor, se iba a desencadenar un nuevo renacimiento de la creatividad cultural libre. Al igual que los bienes comunes naturales de Olstrom, Benkler sostenía que los bienes comunes digitales mostraban pruebas de autogestión eficiente fuera del ámbito de las relaciones de mercado basadas en la propiedad privada.

Benkler conjuró la sombra del socialismo digital evocando explícitamente, en su propio título, a un clásico liberal publicado en 1776 como La riqueza de las naciones de Adam Smith, y se basó en las pruebas aportadas por el software de código abierto, Wikipedia y las primeras iniciativas de crowdsourcing sin ánimo de lucro para argumentar que un modo de producción no mercantil autoorganizado era posible; de hecho, era una realidad concreta que emergía por primera vez en la historia moderna en la vanguardia de la economía y no una excepción residual, marginal y atrasada a la hegemonía del mercado. La participación en la economía digital basada en el procomún no era irracional, es decir, seguía implicando algún tipo de utilidad, o la satisfacción de una necesidad que se manifestaba como interés o motivación, pero una diferente de la que presupone el mercado, como la motivación de trabajar con otros, de ver el valor de uno mismo reconocido por sus iguales, etcétera. Entre las características que supuestamente harían inteligible, y por tanto real, la economía entre pares basada en el procomún, figuraban: la centralidad de la información como bien no rival; el coste próximo a cero de la reproducción de la información; los bajos costes de acceso a los medios de producción (ordenadores y conectividad digital); y la evidencia de la catalaxia (la mano invisible de lo social) que, al igual que el mercado, coordinaba armoniosamente las iniciativas individuales. Se trataba del sueño de una masa de individuos libres, motivados por intereses personales y no estrictamente económicos, que gracias a la caída de los costes del capital fijo (máquinas) podrían finalmente engendrar una economía de pares que produjesen y compartiesen libremente la abundancia, superando al mercado (o al menos frenándolo), al crear una nueva zona económica en la que las motivaciones sociales y no estrictamente económicas podrían encontrar un nuevo papel. En particular, Benkler fue muy enfático al no cuestionar el modelo de naturaleza humana que cimentó la teoría económica en una visión específica del sujeto, como el individualismo metodológico, y su correlato –la teoría de la elección racional–. Como diría la académica caribeña Sylvia Wynter (2003), la cosmogonía del homo oeconomicus (o lo que ella llama Man2) impregnaba este modelo de los bienes comunes digitales.

La propuesta de Benkler de un modo de producción sin mercado y basado en el procomún se vio socavada por la economía de la atención, como también indica de alguna manera la propia trayectoria de Benkler desde el estudio del procomún digital hasta las formas de propaganda en red. La mayoría de las iniciativas basadas en el procomún de tipo peer-to-peer que se basaban en el trabajo voluntario fueron incapaces de competir con las empresas sostenidas y apoyadas por la voluntad de los capitalistas de riesgo y los mercados financieros, lo que les permitió soportar pérdidas prolongadas con la expectativa de las enormes recompensas que conllevaba el aprovechamiento de los efectos de red a través de nuevos tipos de cuasi monopolios. El modelo de intercambio de información entre iguales y de cooperación para producir bienes comunes se vio desbordado por los modos de comunicación de las redes sociales. Los enfrentamientos en torno a los valores demostraron la irreductibilidad de las creencias y los deseos a las motivaciones individuales, y el individualismo metodológico no pudo soportar el peso de la historia de opresión que construyó sociogénicamente a los sujetos a lo largo de ejes diferenciales de género, sexualidad, clase, etnia y raza.

La plataformización, por su parte, logró convertir la explosión de la participación en la comunicación digital en un crecimiento de las ganancias. El crecimiento del uso de Internet (de 361 millones en el año 2000 a casi 2.000 millones en 2010, cifra que superará los 5.000 millones en 2021) se ha traducido así en el crecimiento del valor de mercado de empresas como Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft (cuyo valor de mercado agregado en 2021 se estimó en 4 billones de dólares estadounidenses)xii. Esta conversión de la participación en crecimiento de ingresos queda artísticamente plasmada en el vídeo Order of Magnitude de Benjamin Grosser, obra de 2019 cuyo corte edita juntas secciones de las apariciones públicas en vídeo del CEO de Facebook, Mark Zuckenberg, haciendo hincapié en la frecuencia compulsiva de términos como “más”, “crecer” y métricas como “millones” o “miles de millones”.

Los bienes comunes digitales han sido entonces expropiados o literalmente degradados, como describe Donatella Della Ratta (2019) en su experiencia como defensora de Creative Commons en el mundo árabe a principios de la década de 2010. Allí, fue testigo de cómo el entusiasmo por los Creative Commons en la región se enrarecía, a medida que la incesante producción de pruebas filmadas de la represión policial y militar de la disidencia era capitalizada primero por una plataforma como YouTube y luego se hacía perder su condición de prueba-imagen a medida que la propaganda en red se apoderaba de lo que antes era Internet.

La tendencia del capital a expropiar los bienes comunes -un proceso que inauguró el nacimiento del capitalismo y que se ha llevado a cabo a lo largo de su historia- es, por otra parte, el núcleo de la teoría de los Comunes tal y como la articula el marxismo post-obrerista con el que estuve comprometida a lo largo de la década de 2010. Mientras que el desarrollo de alguna versión del análisis institucional en la teorización de los modos de producción basados en el procomún en red se basaba sobre todo en la idea de que este último iba a superar al mercado, la noción del procomún desplegada por el marxismo post-obrerista enfatizaba en cambio que último no era más que una nueva fase en una historia de lucha de clases que era tan antigua como la economía capitalista y, de hecho, su propio motor de desarrollo.

El concepto de Común de los marxistas post-obreristas se apartó de la centralidad del individualismo metodológico y de la naturaleza no rival de la información como bien, porque no partía de la historia y la naturaleza de la propiedad, sino de la historia y la composición del trabajo. No partía entonces del intercambio en el mercado, sino de la producción misma, es decir, de la cooperación social tal como tiene lugar no sólo en la fábrica, sino a lo largo de la sociedad. Sostuvo que la cooperación social como fuente de la producción de valor en las economías capitalistas ya no se definía exclusivamente por la división del trabajo en la fábrica orientada a la producción de bienes materiales, sino que se orientaba cada vez más a la de la información, el conocimiento, los afectos y la relacionalidad misma. Planteaba que este cambio implicaba que el capitalismo funcionaba cada vez más a través de una expropiación renovada de lo Común, es decir, “la tierra y todos los recursos asociados a ella: la tierra, los bosques, el agua, el aire, los minerales”, pero también “los resultados del trabajo y la creatividad humanos, como las ideas, el lenguaje, los afectos, etc.” (Hardt, 2010, p. 351). Postulaba que la financiarización correspondía a la forma dominante del capital en el momento en que la expropiación de lo Común se convirtió en la principal modalidad de acumulación e indicaba como síntoma de este proceso el crecimiento del porcentaje de la renta (en relación con los salarios y los beneficios) en la distribución global de la renta. La hegemonía del capital financiero, que podía verificarse empíricamente por la nueva centralidad de la renta sobre el salario y la ganancia, señalaba que la nueva estrategia de acumulación de riqueza había cambiado: a diferencia de la explotación que implicaba el binomio salario-ganancia, la centralidad de la renta en el capital financiero implicaba que “las corporaciones roban lo Común y lo transforman en propiedad” (Ibíd.).  Así, la lógica del capital financiero desde el punto de vista del valor se había convertido en extractivismo, un término que Sandro Mezzadra y Brett Neilson (2017) consideraron que incluía tanto los datos como los minerales. Poner en primer plano el extractivismo abre lo Común a las críticas de la economía política marxista, tales como las articuladas desde la perspectiva de la ecología política, el replanteamiento de la ley del valor por parte de la tradición radical negra y la puesta en primer plano de la reproducción social por parte del feminismoxiii. La interacción necesariamente incompleta entre estas perspectivas no encaja fácilmente en el proyecto social neoprometeico y aceleracionista.

En este contexto, la idea de que las redes digitales pueden convertirse en “infraestructuras para lo común” debe cuestionar la propia sostenibilidad y centralidad del topos de la red, así como el pensamiento dominante sobre las interfaces digitales. Ni el modelo industrial de la fábrica ni la imaginería de la red pueden dar cuenta o contener las formas de cooperación social en los espacios digitales. Las redes sociales digitales capitalistas capturan el trabajo libre mediante la implementación de una arquitectura tecnosocial en la que cada nodo se convierte en una mónada. La neomonadología es el diagrama del dispositivo que captura y valoriza el trabajo gratuito de la cooperación tecnosocial. Aquí, la distinción entre líneas y puntos, bordes y vértices se desvanece a la luz de la relación entre las variaciones casi infinitas que constituyen la mayor parte del contenido y la información que se comparte y circula, el modelado de la comunicación por las fuerzas de simpatía y antipatía, el flujo afectivo de deseos y creencias, y la reconfiguración del sujeto como punto de vista sobre tales variaciones, no tanto un individuo racional, sino una especie de interioridad psíquica neobarroca de espejos oscuros que sigue viéndose afectada por el exterior y se pliega en él. Las tecnologías digitales están cada vez más integradas en entornos naturales, sociales y económicos, lo que exige nuevas formas de habitar el mundo. La proliferación de cámaras de eco podría no ser sólo una característica de las arquitecturas digitales tecnosociales, sino una reacción contra la presión del enredo sentido o las diferencias sin separabilidad en ausencia de nuevas formas de razón tecnosocial en las que lo computacional impregne lo social de una manera nueva. Gustos y disgustos, creencias y descreencias, motivaciones no pensadas son las nuevas fuerzas psíquicas que subtienden modos de cooperación que no implican división del trabajo sino relaciones, como seguir y ser seguido, conformadas por la acción de fuerzas como la simpatía y la antipatía, la posesión asimétrica y mutua. La distinción entre valores de uso y valores de cambio, básica en la primera economía política marxista, también se vuelve insostenible a medida que los valores éticos, existenciales y estéticos se convierten en el nuevo terreno de la valorización. Bajo la presión de los datos tecnosociales entrópicos que incorporan todo tipo de valores, el sueño de los algoritmos maestros podría acabar generando formas impredecibles de inteligencia alienígena fugitiva. Todo esto, y mucho más, afectará sin duda a la dirección que podría tomar la próxima década, con su ya pesada carga y amenaza de pandemias, catástrofes medioambientales y guerras mundiales.


Nápoles, Italia, marzo de 2022.


REFERENCIAS

Barbrook, R. & Cameron, A. (1995). The California Ideology. Mute Magazine, 1. Retrieved from: https://www.metamute.org/editorial/articles/californian-ideology.  

Barca, S. (2020). Forces of Reproduction: Notes for a Counter-Hegemonic Anthropocene (Cambridge: Cambridge University Press.

Benkler, Y. (2006). The Wealth of Networks: How Social Production Transforms Markets and Freedom. New Haven: Yale University Press.

Bhattacharya, T. & Vogel, L. (2017). Social Reproduction Theory: Remapping Class Recentering Oppression. London: Pluto Press.

Bosma, J., van Mourik Broekman, P., Byfield, T., Fuller, M., Lovink, G., McCarty, D., Schultz, P., Stalder, F., Wark, M. & Wilding, F. (eds.). Readme! Filtered by Nettime: ASCII Culture and the Revenge of Knowledge. New York: Autonomedia.

Callum, C. (2019). Riding for Deliveroo: Resistance in the New Economy. Cambridge: Polity Press.

Castoriadis, C. & Ames Curtis, D. (1988). Political and Social Writings: From the Critique of Bureaucracy to the Positive Content of Socialism. Volumes 1, 1946–1955. Minneapolis and London: University of Minnesota Press.

Coase, R. (1993 [1937]). The Nature of the Firm. Oxford: Oxford University Press.

Davis, A. (2016). Freedom is a Constant Struggle: Ferguson, Palestine and the Foundation of a Movement. New York: Haymarket Books.

De Rizi (2015). Analysis Situs, the Foundations of Mathematics and a Geometry of Space. In Antognazza, M. R. (ed.), The Oxford Handbook of Leibniz. Oxford: Oxford University Press.

Dean, J. (2010). Blog Theory: Feedback and Capture in the Circuits of Drive. Cambridge: Polity Press.

Delfanti, A. (2021). The Warehouse: Workers and Robots at Amazon. London: Pluto Press.

Della Ratta, D. (2019). Shooting a Revolution: Visual Media and Warfare in Syria. London: Pluto Press.

Dyer-Witheford, N. (2013). Red Plenty Platforms. Culture Machine 14. Retrieved from: https://culturemachine.net/wp-content/uploads/2019/05/511-1153-1-PB.pdf

Dyer-Witheford, N., Brenes Reyes, J. & Liu, M. (2020). Riot Logistics. Into the Black Box. A Collective Research into Logistics, Spaces and Labor. Retrieved from: http://www.intothe-blackbox.com/articoli/riot-logistics.

Federici, S. (2019a), Social Reproduction Theory: History, Issues and Present Challenges. Radical Philosophy, 204, pp. 55-57. Retrieved from: https://www.radicalphilosophy.com/article/social-reproduction-theory-2

Federici, S. (2019b). Re-Enchanting the World: Feminism and the Politics of the Commons. Oakland: PM Press.

Ferreira, D. (2017). 1 (Life) ÷ 0 (Blackness) = ∞ − ∞ or ∞ / ∞: On Matter Beyond the Equation of Value. e-flux journal, 79. Retrieved from: https://www.e-flux.com/journal/79/94686/1-life-0-blackness-or-on-matter-beyond-the-equation-of-value/

Gerbaudo, P. (2021). The Great Recoil: Politics After Populism and the Pandemic. London: Verso Books.

Hardin, G. (1968). The Tragedy of Commons. Science, 162, pp. 1243-1248.

Hardt, M. & Negri, A. (2011). Commonwealth. Cambridge: Harvard University.

Hardt, M. (2010). The Common in Communism. Rethinking Marxism, 22(3), pp. 346-356. DOI: https://doi.org/10.1080/08935696.2010.490365

Harney S. & Moten, F. (2013). The Undercommons: Fugitive Planning & Black Study. New York: Minor Compositions.

Hu, T-H. (2015). A Prehistory of the Cloud. Cambridge: MIT Press.

Jarrett, K. (2016). Feminism, Labour and Digital Media: The Digital Housewife. New York and London: Routledge.

Kelly, K. (2009). The New Socialism: Global Collectivist Society Is Coming Online. Wired, 17(6). Retrieved from: https://www.wired.com/2009/05/nep-newsocialism/

Kittler, F. A. (1996). The City Is a Medium. New Literary History, 27(4), pp. 717-729.

Lanier, J. (2006). Digital Maoism: The Hazards of the New Online Collectivism. The Edge. Retrieved from: https://www.edge.org/conversation/jaron_lanier-digital-maoism-the-hazards-of-the-new-online-collectivism

Lazzarato, M. (2023). The Intolerable Present, The Urgency of the Revolution. Los Angeles: Semiotext(e).

Lovink, G. (2003). My First Internet Recession. Rotterdam: V2/NAi Publishers.

Lovink, G. (2022). Stuck on the Platform: Reclaiming the Internet. Amsterdam: Valiz Publishers.

Lowe, L. (2015). The Intimacies of Four Continents. Durham: Duke University Press.

Mack Smith, D. (1988). A History of Sicily: Medieval Sicily 800–1713. New York: Dorset Press.

Massumi, B. (2017). The Principle of Unrest: Activist Philosophy in the Expanded Field. London: Open Humanities Press.

McIlwain, Charlton D. (2019). Black Software: The Internet & Racial Justice, from the AfroNet to Black Lives Matter. Oxford: Oxford University Press.

Medina, E. (2011). Cybernetic Revolutionaries: Technology and Politics in Allende's Chile. Cambridge: The MIT Press.

Mezzadra S. & Neilson, B. (2017). On the Multiple Frontiers of Extraction: Excavating Contemporary Capitalism. Cultural Studies, 31(2-3). DOI: http://dx.doi.org/10.1080/09502386.2017.1303425

Morozov, E. (2019). Digital Socialism? New Left Review, 116/117. Retrieved from: https://newleftreview.org/issues/ii116/articles/evgeny-morozov-digital-socialism

Nakamura, L. & Chow-White, P. (2012). Race after the Internet. London and New York: Routledge.

Negri, A. (2000). The Savage Anomaly: The Power of Spinoza's Metaphysics and Politics. Minneapolis and London: University of Minnesota Press.

Newman, M., László Barabási A. & Watts, D. (2006). The Structure and Dynamics of Networks. Princeton and Oxford: Princeton University Press.

O’Reilly, T. (2005). What Is Web 2.0: Patterns and Business Models for the Next Generation of Software. O’Reilly. Retrieved from: https://www.oreilly.com/pub/a/web2/archive/what-is-web-20.html

Perry Barlow, J. (1996). A Declaration of the Independence of Cyberspace. Electronic Frontier Foundation. Retrieved from: https://www.eff.org/cyberspace-independence.

Rheingold, H. (1993). The Virtual Community: Homesteading on the Electronic Frontier. Reading: Addison Wesley Publishing Company.

Robinson, C. (2021). Black Marxism: The Making of the Black Radical Tradition. Chapel Hill and London: The University of North Carolina Press.

Ross, A. (2002). No Collar: The Humane Workplace and Its Hidden Costs. New York: Basic Books.

Rossiter, N. (2016). Software, Infrastructure, Labor: A Media Theory of Logistical Nightmares. London and New York: Routledge.

Sassen, S. (2014). Finance is not About Money. MoneyLab, 1: Coining Alternatives. Retrieved from: http://opentranscripts.org/transcript/finance-not-about-money

Spufford, F. (2010). Red Plenty: Inside the Fifties Soviet Dream. London: Faber and Faber.

Srnicek, N. (2017). Platform Capitalism. Cambridge, UK and Maiden: Polity Press.

Steyerl, H. (2013). Too Much World: Is the Internet Dead? e-Flux Journal, 1. Available in: https://www.e-flux.com/journal/49/60004/too-much-world-is-the-internet-dead/

Terranova, T. (2004). Network Culture: Politics for the Information Age. London: Pluto Press.

Vercellone, C., Bria, F, Fumagalli, A., Gentilucci, E., Giuliani, A., Griziotti, G. & Vattimo, P. (2015). Managing the Commons in the Knowledge Economy. Decentralized Citizens ENgagement Technologies. Retrieved from: https://dcentproject.eu/wp-content/uploads/2015/07/D3.2-complete-ENG-v2.pdf.

Williams, R. (1978). Marxism and Literature. Oxford: Oxford University Press.

Wynter, S. (2003). Unsettling the Coloniality of Being/Power/Truth/Freedom Towards the Human, After Man, Its Overrepresentation–An Argument. CR: The New Centennial Review, 3(3), pp. 257-337. DOI: http://dx.doi.org/10.1353/ncr.2004.0015

Zuboff, S. (2018). The Age of Surveillance Capitalism. New York: Public Affairs.


* Contribución de autoría: la conceptualización y el desarrollo integral del artículo fue realizado por la autora.

* Nota: el Comité Académico de la revista aprobó la publicación del artículo.

* El conjunto de datos que apoya los resultados de este estudio no se encuentran disponibles para su uso público. Los datos de la investigación estarán disponibles para los revisores, si así lo requieren.


Artículo publicado en acceso abierto bajo la Licencia Creative Commons - Attribution 4.0 International (CC BY 4.0).


IDENTIFICACIÓN DE LA AUTORA


Tiziana Terranova. Doctora en Medios y Comunicaciones, Goldsmiths' College, University of London (Inglaterra). Máster en Comunicación y Tecnologías, Univesity Brunel (Reino Unido). Graduada de la Facultad de Lenguas Extranjeras y Literaturas, Departamento de Estudios Americanos, Culturales y Lingüísticos, Università di Napoli L’Orientale (Italia). Profesora en Estudios Culturales y Medios Digitales, Departamento de Ciencias Humanas y Sociales, Università di Napoli L’Orientale. Autora de Network Culture: Politics for the Information Age (2004, Pluto Press), After the Internet: Digital Networks between Capital and the Common (2022, Semiotexte/MIT Press) y –de próxima publicación– Network Social: on the Return of the Social in the Post-Digital age (Minnesota University Press). Miembro de los consejos editoriales de las revistas Theory, Culture and Society (Sage), Media Theory (https://mediatheoryjournal.org/), Subjectivity (Palgrave) y Studi Culturali (Il Mulino). Miembro del Centro de Estudios Postcoloniales y de Género, Università di Napoli L’Orientale. Cofundadora del Centro di Ricerca Interuniversitario sulle Tecnoculture Transnazionali (Italia) y de la Critical Computation Bureau (https://recursivecolonialism.com/critical-bureau/). Sus intereses de investigación se centran en la intersección entre ciencia, tecnología, comunicación y cultura desde la perspectiva de la teoría crítica y los estudios culturales.



i Traducción al español de la Introducción de After the Internet. Digital Networks between Capital and the Common (2022). El libro de Tiziana Terranova fue publicado en 2022 en la colección Intervenciones de la editorial Semiotext(e). Agradecemos a la autora y a su editor, Hedi El Kholti, el permiso para traducir y compartir el texto introductorio del libro con los lectores de nuestra revista. La traducción fue realizada por Mariano Fernández.

ii NdT: siempre que el uso adaptado al español lo permitiera, hemos decidido mantener algunos términos en su original idioma inglés.

iii Los términos residual, dominante y emergente fueron introducidos por el crítico literario Raymond Williams (1978) en su libro Marxism and Literature, y recuperados recientemente por Lisa Lowe (2015).

iv Véase, especialmente: John Perry Barlow (1996) y Howard Rheingold (1993).

v “Hazlo tú mismo” (DIY, por sus siglas en inglés).

vi Véase, especialmente: Bosma et al. (1999).

vii Véase, por ejemplo, la serie Cyberfeminist International Old Boys Network Readers, Cornelia Sollfrank y Old Boys Network (eds.), First Cyberfeminist International: 20-28 de septiembre de 1997; Hybrid Workspace, Kassel (Hamburgo: Old Boys Network, 1998), registro de la conferencia de septiembre de 1997 celebrada como parte de Hybrid Workspace en Documenta X, Kassel; Cornelia Sollfrank y Old Boys Network (eds.), Next Cyberfeminist International: Old Boys Network Reader 2 (Hamburgo: Old Boys Network, 1999), documentación ampliada de la conferencia de marzo de 1999 en Rotterdam. Para un relato de la historia de los ingenieros de software negros, véase: Charlton D. McIlwain (2019).

viii Véase: Richard Barbrook y Andy Cameron (1995) y Geert Lovink (2003).

ix NdT: la cita de Nick Dyer-Witheford fue recuperada de su participación en el simposio online Recursive Colonialism, Artificial Intelligence & Speculative Computation, Episode 8 - Politics From Whitin Borders (https://recursivecolonialism.com/topics/politics/). El episodio mencionado se realizó el 9 de diciembre de 2020 y fue organizado por la Critical Computation Bureau (CCB) integrado por Luciana Parisi, Ezekiel Dixon-Román, Tiziana Terranova, Oana Pârvan y Brian D’Aquino (https://recursivecolonialism.com/critical-bureau/).

x Ibíd.

xi Véase, por ejemplo, Kylie Jarrett (2016), Ned Rossiter (2016) y Alessandro Delfanti (2019).

xii Para conocer las estadísticas sobre el crecimiento de la población de Internet, véase Internet World Stats: https://www.internetworldstats.com/; para consultar el valor estimado de GAFAM, véase Statista: https://www.statista.com.

xiii Véase: Tithi Bhattacharya y Lise Vogel (2017), Denise Ferreira (2017), Silvia Federici (2019a y 2019b), Stefania Barca (2020) y Cedric Robinson (2021). Además puede consultarse la entrevista: “Autonomist Marxism and World-Ecology: Nick Dyer-Witheford interviews Emanuele Leonardi”, Platforms, Populisms, Pandemics and Riots. Recuperado de: https://projectpppr.org/pandemics/vv28ivjg8ux4uo5qzy8qav9cl0gs3g.