Brasil es el país del futuro… ¿Y siempre lo será?
Resumen
La frase a la que hace alusión el título, siempre planteada como afirmación y no en forma de pregunta, ha implicado mordazmente a Brasil a lo largo de buena parte de su historia. La creación y propagación de esta frase estuvo a cargo de sus propios ciudadanos que, cansados de los sucesivos reveses que obstaculizaban el crecimiento sostenido del país, explicaron – de forma sarcástica – la peculiar habilidad de Brasil para no abandonar su carácter de promesa incumplida en el concierto internacional.
No obstante, la convicción que rodeaba a este sentimiento generalizado comenzó a desvanecerse. Surgieron factores que auguraban finalmente una historia de éxito para el país: una economía en franca expansión, una apertura que renovó su liderazgo internacional, y una clase media que emergió con el consumismo como bandera.
El éxito del país latinoamericano tomó fuerza con la administración de Lula da Silva. Favorecido por circunstancias ajenas a la gestión (el impensado aumento del precio de los commodities, por ejemplo), y con la lucidez para tomar decisiones pragmáticas, el ex presidente brasilero fue el auténtico capitán del despegue de Brasil. Lula, a pesar de su condición de político de izquierda, le dio continuidad a las políticas macroeconómicas propuestas por Fernando H. Cardoso, y a su vez, las compaginó con políticas sociales que fueron el componente par excellence para reducir la pobreza en Brasil.
En este clima festivo, se presagiaba una transición de gobierno pacífica. De alguna manera, Dilma Rousseff emergió como una suerte de hija pródiga de Lula; es probable que, más que su sacrificada y singular historia, el consentimiento del mandatario – al límite de lo ético durante la campaña – haya representado el más calificado de los votos.
De pronto, en medio de la complacencia generalizada, surgió la preocupación. No tanto por el cambio de rumbo que podía proponer el nuevo gobierno, pues el compromiso implícito de mantener la línea fue evidente. Tampoco se trató de un desasosiego arbitrario; por el contrario, fue la aparición necesaria de un análisis tan perceptivo como inexcusable: ¿es sostenible el crecimiento de Brasil? Nada menos que el Premio Nobel de Economía, Paul Krugman, fue quien a principios del 2010 encendió la señal de alerta. Este adujo que existía una ola especulativa que envolvía a Brasil producto del exacerbado flujo de activos y la llamativa sobrevaloración del real. Detrás de Krugman, el FMI y diversos especialistas fueron quienes reeditaron el debate asegurando que en Brasil se estaba gestando una burbuja financiera.
Haciendo una rápida radiografía de la economía del país, se ve que los diagnósticos que denotan nerviosismo no parecen descabellados. Los síntomas son claros: una moneda extremadamente cara, un exagerado flujo de inversión extranjera debido a las – todavía – altas tasas de interés, la conformación genuina de una nueva clase media que aumentó exponencialmente los niveles de consumo, un desempleo que se aproximó por primera vez en la historia al 6%, y una inflación que continúa aumentando producto de los impedimientos para hacer crecer la oferta al ritmo del consumo, entre otras cosas.
De lo que se expresa en forma precedente, se desprende una conclusión verosímil. Los atisbos son claros: la economía de Brasil está, a todas luces, sobrecalentada.
Ahora bien, ¿esto permite decir que el crecimiento que ha experimentado Brasil es un espejismo que no está sentado sobre bases sólidas? De ninguna manera. Esto no da por tierra con los méritos que ha hecho Brasil para estar en la posición que ostenta al día de hoy; hay metas cumplidas y fortalezas reales que lo justifican. Probablemente la desenvoltura con la que singló a través de la crisis del 2008 sea la evidencia más fehaciente.
Sin embargo, aunque el alarmismo no suele ser bienvenido en este tipo de análisis, no se puede desdeñar que la economía de Brasil atraviesa un momento clave; un período de transición que ha puesto un manto de dudas acerca del futuro del país. De hecho, existen aspectos de la economía que son insostenibles en el mediano plazo y que representan verdaderos riesgos potenciales para la nueva administración. A saber: un crédito que se expande sin límites, un gasto público que crece a un ritmo poco aconsejable, una inflación que se va de cauce, y una exagerada valorización del real.
Hasta el momento, si bien el gobierno ha tomado medidas para contrarrestar estos riesgos, los problemas se encuentran en el enfoque. Es cierto que se han aumentado las tasas de interés, pero las condiciones montearias no son todo lo estrictas que deberían. Más aún si se consideran los bajos niveles de desempleo. También es cierto que se aumentaron los impuestos (un sistema impositivo que esper se complejo y distorsionante), pero con las tasas de interés por las nubes los inversores extranjeros siguieron ingresando a Brasil. Esto provocó una sobrevaloración en la tasa cambiaria – producto del aumento del valor de la moneda –, que redujo en gran medida el efecto de la aplicación de impuestos mayores.
Como evidencia lo anteriormente descripto, los controles sobre el impacto de los flujos de capital foráneo han sido pertinaces, y es algo que distingue el inicio de la administración Rouseff. No tanto así la aplicación de una política fiscal más disciplinada. Es justo reconocer que el nuevo gobierno puso en práctica un ajuste fiscal; empero, no fue todo lo estricto que debió ser. Brasil necesita más que nunca estabilidad. En la tenacidad y ambición de la consolidación fiscal parecen estar puestas las mayores esperanzas de prosperidad. Ajustar la política fiscal no sólo liberaría al actual gobierno de problemas económicos en lo inmediato, sino que le dejaría un margen para apuntalar la economía a largo plazo.
Entretanto, la preferencia para la aplicación de otras medidas es en cierta forma entendible; la mayoría de las herramientas que mencionamos representan decisiones claramente impopulares. No se puede olvidar que Rousseff heredó uno de los mayores vicios de Brasil: la situación de los jubilados y pensionados. Este es realmente un conjunto de problemas de difícil tratamiento y atenta directamente contra la formación de un Estado sensato. Se habla de una población que envejece año a año, de un salario mínimo que se corrige en relación a la inflación acumulada del año anterior, y de pensiones disparatadamente bondadosas. Mientras la mujer promedio en Brasil se jubila con 51 años, la necesidad de una reforma es elocuente. Los costos de su aplicación no son menores, y los incentivos para postergarla varios. No en vano Lula, con un beneplácito popular sin parangones en la historia de Brasil, pospuso una y otra vez esta reforma. Definitivamente no es un tema sencillo.
En síntesis, el presente es complejo. Hay motivos para celebrar, y al día de hoy Brasil mantiene el brillo que lo ha distinguido en los últimos años. Rousseff ha logrado emanciparse de Lula – más de lo que se pensaba –, y esta realidad económica le da la posibilidad de imponer definitivamente su propio semblante de gobierno. No va a ser tarea sencilla, pero de las decisiones que se tomen en torno a lo mencionado dependerá el progreso que tanto se añoró, y que hoy puede empezar a consolidarse. El carnaval tiene con qué seguir, pero llegó la hora de que Brasil sea proactivo y determinado; lo suficiente como para tomar decisiones ambiciosas que, de una vez por todas, reemplacen el título de promesa por el de realidad.
*Licenciado en Estudios Internacionales
FACS - Universidad ORT - Uruguay
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