Reflexiones sobre la transformación de China, su nuevo protagonismo internacional y su expansión en América Latina (1)

Autores/as

  • Lic. J. Ignacio Frechero

Resumen

Un viejo proverbio chino señala que “la puerta mejor cerrada es aquella que puede dejarse abierta”. Efectivamente la transformación de China durante la segunda mitad del siglo XX grafica este dicho. De manera impensada para muchos, luego de casi tres décadas de férreo control estatal sobre la economía bajo el liderazgo de Mao Zedong, la dirigencia china que lo sucedió en el poder decidió hacia fines de los setenta “abrir una puerta bien cerrada” y emprender un ambicioso proceso de modernización, liberalización y apertura económica. De la mano de Zhou Enlai primero y Deng Xiaoping después, el Estado chino se embarcó en la tarea de modernizar dentro del país su sector agrícola, su estructura productiva, la ciencia y tecnología y la defensa nacional. 

El interés central detrás de esta transformación radicaba en acortar la brecha de desarrollo existente con los países más avanzados, situación que se reflejaba en el éxito económico de “vecinos” como Japón, Corea del Sur, Taiwán y Hong Kong. Para Deng, China sólo podría convertirse en una gran potencia a través de una política sistemática de modernización, con énfasis en el desarrollo económico y manteniendo la estructura de control político del Partido Comunista (Wilhelmy y Soto, 2005: 52). El desafío a superar consistía en dejar atrás una empobrecida, cerrada y estancada economía planificada y avanzar en la configuración de una economía competitiva. 

En la opinión del periodista Li Datong (2009), la política de reformas contó a grandes rasgos con dos etapas bien claras. En la primera, que se extendió de 1978 a 1989, el ímpetu de cambio fue puesto en la reducción de la pobreza rural y urbana. En la segunda, iniciada en 1992 con el famoso viaje de Deng al sur del país y culminada en el 2001 con el ingreso de China a la Organización Mundial de Comercio, el gobierno en estrecha alianza con sectores empresariales concentró esfuerzos en impulsar el crecimiento económico.

Las principales medidas adoptadas consistieron en: la descolectivización de la agricultura y la autorización del uso privado de las tierras comunales (household responsibility system); el levantamiento de la prohibición para realizar actividades empresariales de índole privada; la apertura por primera vez desde la Revolución de 1948 al ingreso de capitales extranjeros; la creación de zonas económicas especiales y de apertura (existen actualmente una veintena, entre ciudades, provincias y áreas costeras); la privatización de numerosas empresas (a excepción de algunos grandes monopolios vinculados a energía y al sistema bancario); la descentralización del control estatal nacional hacia los gobiernos provinciales; la reducción general de aranceles y barreras comerciales; y el reconocimiento legal en 2005 de la propiedad privada.

Estas reformas hicieron posible el denominado “milagro chino”, la gran performance económica desatada a partir de 1978. Entre aquel año y el 2006 China mantuvo un promedio anual de crecimiento del 9,7%, tendencia que sólo se interrumpió tras los incidentes de la Plaza de Tiananmen en 1989 y que apenas se redujo en 1997 y 1998 durante la dura crisis asiática (Zhao, 2006: 3). Asimismo, mientras en los objetivos iniciales se esperaba cuadruplicar el PIB para comienzos del siglo XX, el desempeño real arrojó un impresionante crecimiento de trece veces del PIB de 1978 hacia el año 2006. En materia comercial, su comercio exterior se ha quintuplicado en los últimos diez años, mientras que su participación en el comercio mundial en ese mismo período se ha más que duplicado, llegando en 2007 al 9% de las exportaciones y al 6,8% de las importaciones globales. Además, China incrementó su penetración en los mercados de las economías desarrolladas y simultánea­mente se transformó en un importante destino de exportación, especialmente para las economías de la región asiática, convirtiéndose en un nuevo eje del comercio mundial –segundo exportador y tercer importador en 2007–, disputando así el papel de Estados Unidos, la Unión Europea y Japón (D’Elía et al., 2008: 67-8). Una de las principales fuentes de esta expansión comercial ha sido el creciente emplazamiento de firmas extranjeras en el país, las que se valen de los bajos costos de producción para sus operaciones. La participación de dichas firmas en las exportaciones chinas aumentó del 10% en 1990 a casi un 60% en 2004 (Blonigen y Ma, 2010: 475). Este fenómeno denominado “processing trade”explica que China se haya convertido en el principal receptor entre los países en desarrollo de inversión extranjera directa por primera vez en 1993 y uno de los tres primeros a nivel mundial entre 2003 y 2005 (Cheng y Ma, 2010: 545). Conjuntamente, el doble éxito comercial y en atracción de capitales apuntaló también las reservas internacionales. Mientras que en 1992 se registraron reservas por 19 mil millones de dólares, equivalente a un 4% del PIB, tan sólo quince años después éstas alcanzaron 1,4 billones, correspondiente al 50% del PIB (Truman, 2008: 169).

A nivel doméstico, la principal transformación ha consistido en el establecimiento gradual de una “economía de mercado socialista”. Su avance se evidencia en que hacia 1979 la totalidad de las industrias eran estatales o “colectivas” y el Estado controlaba los precios del 97% de los productos en circulación, mientras que hacia fines de la década de los noventa, menos del 30% de las empresas seguían siendo estatales y las fuerzas del mercado fijaban ya el 97% de los precios. Desde el 2001 estos márgenes se han mantenido mayormente constantes. 

Pero este ascenso económico posee una contracara de obstáculos, desafíos y debilidades bien marcados que pondrán a prueba la potencialidad de crecimiento a futuro. Por un lado, China es todavía un país pobre en términos de su ingreso per capita, estimado en aproximadamente U$S 3.000 anuales, lo que equivale sólo al 10% de los ingresos registrados en Estados Unidos y Europa. Este bajo registro se conjuga con una mayor desigualdad y una aguda concentración de los ingresos, siendo el 90% de la riqueza acaparada por el 1% más rico de la población (Datong, 2009). La razón detrás de éste pasivo social yace en las privatizaciones, la liberalización y el marcado contraste entre el interior del país y las más dinámicas zonas costeras e industriales —el 57% del PIB se produce en el este de China, un 26% en la región central y apenas el 17% en el oeste (D´Elía et al., 2008: 69). Consecuentemente, ello explica que el crecimiento de la economía esté principalmente impulsado por las exportaciones y la inversión más que por el consumo doméstico. 

Por el otro lado, los problemas ambientales se han vuelto verdaderamente acuciantes de la mano de este crecimiento. China ha reemplazado recientemente a los Estados Unidos como principal emisor mundial de gases de efecto invernadero. A causa del creciente parque automotriz, las industrias contaminantes y las numerosas plantas procesadoras de carbón, la calidad del aire se ha deteriorado en las principales ciudades. Así, por ejemplo, la concentración de partículas tóxicas inhalables en Beijing en el año 2008 superó en un 80% el estándar tolerable fijado por la Organización Mundial de la Salud (Jacobs, 2010). En las zonas rurales, la masificación del uso de fertilizantes y agrotóxicos para apuntalar la productividad de la agricultura ha contaminado buena parte de las cuencas hídricas.

En el plano de los desafíos, debe sumarse que China no es una democracia. El sistema de gobierno es esencialmente autoritario, regido por actores que se imponen en contiendas intrapartidistas y burocráticas libradas a puertas cerradas en Beijing (Wilhelmy y Soto, 2005: 53). Lejos de ser China una “sociedad armónica”, se han registrado al compás de las transformaciones importantes conflictos sociales con base en diferentes reclamos: mayor democratización, mejores condiciones de vida, reconocimiento de autonomía política en el caso del Tíbet, etc. Desde los años de Deng, la regla ha sido la aplicación de una política de “mano dura” para contener el disenso interno —como se evidenció en la plaza de Tiananmen en 1989. No obstante, este disenso ha ido en ascenso. En septiembre de 2003, Human Rights Watch informó que más de tres millones de personas se movilizaron en distintas protestas en sólo un mes y que, en más de cien casos a lo largo del país, los reclamos escalaron en violentos choques con las fuerzas de seguridad locales y la destrucción de edificios gubernamentales (Becker, 2006: 169). Por tanto, resta ver cómo el sistema político logra adaptarse a las radicales modificaciones sociales en curso y da cabida a nuevos actores en la lucha por el poder. 

A pesar de estos desafíos por resolver, existe un fuerte consenso mundial sobre el actual proceso de ascenso de China al status de gran potencia. La célebre predicción de Napoleón —“Let China sleep, for when she wakes, she will shake the world”—, parece estar siendo confirmada (Kynge, 2006). En efecto, “China is reemerging as a major power after one hundred and fifty years of being a weak player on the world stage—a brief hiatus in China’s long history”, de acuerdo con Susan Shirk (2007: 4), máxima responsable en el Departamento de Estado de las relaciones con China durante la administración Clinton. Si se considera su situación estructural, una estimación reciente del poder comprehensivo de China comparada con las otras grandes potencias del sistema internacional arroja los siguientes resultados. 

Allí se advierte que China es la única potencia con un status fuerte de poder en cada una de las dimensiones contempladas y por tanto la principal competidora estratégica detrás de la superpotencia estadounidense. 

Pero el nuevo protagonismo chino también se percibe de una manera más dinámica. Crecientemente el país empieza a desempeñar roles críticos en distintos asuntos de interés mundial, desde la no proliferación hasta el cambio climático, además de ser materia de controversia en Occidente en asuntos relacionados con la pérdida de empleos, déficits comerciales y derechos humanos. En la última década, además, China ha combinado su dinamismo económico con políticas pragmáticas de seguridad y defensa y un fuerte activismo diplomático, gracias a lo cual ha empezado a establecer sólidas relaciones no sólo en toda Asia sino también en Europa, África y Sudamérica, aprovechando en buena medida los “espacios” generados por la focalización de los Estados Unidos en las guerras de Afganistán e Irak y la lucha contra el AlQaeda (Gill, 2007: 1).

En el caso particular de América Latina, el carácter actual de los vínculos con China se remonta a la finalización de la Guerra Fría. Fue entonces cuando la desideologización de la política exterior del gigante asiático y el auge del proceso de globalización brindaron un marco propicio para una fuerte expansión económica de las relaciones sino-latinoamericanas (Cesarín, 2006: 52). Algunas cifras ilustran el fenómeno. Las exportaciones de América Latina y el Caribe a China aumentaron en forma súbita desde los US$1.500 millones en 1990, a los casi US$3.000 millones en 1995 y US$5.400 millones en 2000, para crecer posteriormente un 42% anual entre 2000 y 2004 hasta llegar a superar los US$21.000 millones en 2004. En 2003, los recursos primarios representaban el 45,5% de la canasta (Davy, 2008: 4). Por su parte, las exportaciones chinas a la región durante la década de los 90 crecieron más de cinco veces, logrando un superávit comercial global que perduró hasta el 2002. Sin embargo, con los países ricos en recursos naturales como Brasil, Argentina, Chile y Perú, la balanza mercantil resultó deficitaria para Beijing (Cheng, 2006).

El interés chino en los países del subcontinente se ha vuelto desde entonces más claro: América Latina constituye un importante reservorio de materias primas, alimentos y recursos naturales necesarios para la prosecución de su crecimiento —no debe perderse de vista que China importa el 30% del petróleo que consume, el 45% del mineral de hierro, el 44% de otros metales no ferrosos y una proporción cada vez más alta de productos agrícolas. El patrón de intercambio comercial y de inversiones en los últimos años refleja dicho interés: minería y forestación (Perú y Chile), pesca, agroalimentos y petróleo (Argentina y Venezuela), mineral de hierro y acero (Brasil), producción de alimentos (Brasil, Chile, Argentina y Perú) y minería (Perú, Colombia, Chile). (Cesarín, 2006: 52-3.) 

En efecto, la relativa bonanza económica latinoamericana de comienzos de siglo —en parte— se debe a la fuerte demanda china de este tipo de bienes y commoditiesque traccionó al alza los precios internacionales. Para algunos, esto representa una importante oportunidad de optimizar los procesos subregionales de integración e impulsar cambios en las estructuras productivas nacionales mediante la participación inversora de firmas chinas (Cesarín, 2005: 3). Pero esta situación, en principio favorable, amerita una reflexión cautelosa en la medida en que “el auge de los commodities encubre los riesgos inherentes de depender de un sector volátil y en gran medida poco calificado para el sostenimiento de un crecimiento económico a largo plazo y la prosperidad” (Davy, 2008: 2). En este sentido, China ofrece a la región oportunidades pero también desafíos: detrás de los cantos de sirena, se esconde el peligro de un comercio asimétrico que conduzca a la reedición de lazos de dependencia y a una inserción internacional de América Latina subordinada a los dictados de una gran potencia distante. Precisamente, el profesor Julio Sevares (2007: 12) ve en la relación económica Latinoamérica-China no una relación Sur-Sur, sino más bien el clásico esquema comercial Norte-Sur y el patrón inversor de tipo extractivo británico del siglo XIX.

Con respecto estrictamente al plano político-estratégico, dos cuestiones deben considerarse. La primera es que China resulta para muchos de los liderazgos latinoamericanos un simpático ejemplo de éxito en materia de reformas dado el importante rol estatal en la conducción de la transformación económica. Representa así un exitoso experimento, distinto de las propuestas neoliberales que fracasaron en América Latina (Cesarín, 2010: 8). 

Y la segunda, es que la irrupción de China en la región plantea interrogantes sobre la eventual reacción de los Estados Unidos ante un eventual socavamiento de influencia en su “patio trasero”. Se trata de un escenario que desde comienzos del siglo XXI se sigue con atención en las usinas de pensamiento estratégico en Washington. Allí se distinguen al menos dos posiciones: una, la de los decisores estadounidenses más temerosos que entienden a la nueva presencia china en la región como la movida inicial de una ofensiva diplomática a gran escala de Beijing para desafiar a los Estados Unidos en su propio hemisferio; y la otra perspectiva, más benigna, que percibe los crecientes vínculos como una oportunidad antes que una amenaza y como una manifestación natural de las necesidades energéticas y de recursos del país asiático sin miras explícitas de choque con la superpotencia (Roett y Paz, 2008: 1). Esta última visión es la que acepta la idea del ascenso pacífico (“peaceful rise”) que ha publicitado Hu Jintao. De acuerdo con Zheng Bijian, uno de sus principales ideólogos, “China no tiene la intención ni de desafiar ni de subvertir el orden internacional político y económico ya existente (…). No buscamos la hegemonía ni en el pasado, ni ahora, ni nunca jamás en el futuro cuando hayamos alcanzado el desarrollo. Hemos convertido ya en una premisa básica de nuestro Estado la de no pretender nunca la hegemonía” (Bijian, 2005).La reemergencia histórica de China debe por tanto discurrir a través de la integración a las reglas de juego internacionales, a través del multilateralismo, la resolución pacífica de las disputas y la tolerancia hacia el resto de las naciones. 

En última instancia, la evolución hacia un abierto desafío estratégico entre los Estados Unidos y China o hacia una convivencia respetuosa entre superpotencias, dependerá del factor que prime en la interacción mutua: un juego de suma cero producto de las transformaciones estructurales en el sistema político internacional, o bien un juego de suma positiva resultado de intereses y percepciones convergentes.


(1) El presente artículo es un fragmento de un capítulo de libro en elaboración sobre la inserción internacional de la Argentina entre el 2003-2007. 


*Candidato doctoral, Universidad Nacional General San Martín (UNSAM).

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Publicado

2010-11-04

Número

Sección

Enfoques