Las Guerras de Obama: Parte II. "La imperfección del hombre y los límites de la razón"

Autores/as

  • Lic. J. Ignacio Frechero

Resumen

Tras haber abordado la arena doméstica en el primer artículo, en esta segunda entrega sobre las Guerras de Obama se presentan los principales temas de su agenda internacional, prestando atención a las iniciativas adoptadas y al grado de éxito alcanzado en las mismas. El análisis se constituye de una selección de temas de índole político-diplomática y estratégico-militar. Por tanto, y dado que es lógico que como primera potencia mundial Estados Unidos cuente con múltiples tópicos externos de interés, se brinda aquí tan sólo un recorte de los más significativos, esperando contribuya como un útil mapeo del accionar internacional de Washington en asuntos de alta política

Esta tarea requiere comenzar por la guerra en Afganistán, el complejo país multitribal que supo enmarañar a las tropas inglesas en el siglo XIX y a las soviéticas en el XX, y que se convirtió desde el primer día de la gestión Obama en su principal prioridad en política exterior

A causa de la crecientemente exitosa insurgencia talibana, el presidente se vio forzado de manera temprana a adoptar un conjunto de decisiones entre las que se han destacado el reemplazo de sus comandantes militares en el país asiático, el pedido de mayores fondos al Congreso, la difícil autorización para el envío de nuevas tropas (17 mil en febrero de 2009 y 30 mil más en diciembre del mismo año) y la exigencia de un compromiso más firme por parte de Islamabad en la lucha contra los insurgentes islámicos. 

Con los meses resultó evidente que la estrategia de fondo de la administración demócrata apuntaba (y apunta) al logro de avances militares sustanciales entre el 2010 y el 2011, en base al incremento de tropas (más de 100 mil), para negociar así desde una posición de fuerza con un enemigo debilitado y estabilizar definitivamente el país. En ella se destacan tres aspectos. En primer lugar, el reconocimiento de la administración de la imposibilidad de erradicar al movimiento Talibán en términos tanto políticos como militares. En segundo lugar, la importancia de los plazos: la Casa Blanca se comprometió públicamente a iniciar el retiro progresivo de efectivos militares a mitad del 2011 con la intención de concluir las operaciones bélicas en 2012, lo que mejoraría sustancialmente las posibilidades de reelección presidencial. Y en tercer lugar, el abandono del énfasis en la “democratización” de Afganistán, objetivo defendido por el ex presidente George W. Bush, a cambio de su “estabilización”.

Sin embargo, los obstáculos que entraña esta tarea resultan complejos. El desafío militar del Talibán y los operarios de Al-Qaeda coexiste con la incompetencia y corrupción propia del gobierno en Kabul (encabezado por Hamid Karzai), la inoperancia del ejército afgano y el auge del cultivo de opio y el tráfico de heroína, factores que en su conjunto socaban las bases políticas, económicas y de seguridad del orden pretendido por las fuerzas occidentales. 

La legitimidad internacional del esfuerzo bélico asimismo se encuentra en franco declive. Los gobiernos partícipes a través de la OTAN y su International Security Assistance Force (ISAF), han comenzado a cuestionar sus aportes a la campaña. Recientemente, Holanda inició la retirada de sus 2.000 efectivos, mientras que Canadá y Alemania planean respectivos pullouts de 3.000 y 4.400 soldados también para el 2011. Un factor importante detrás de estas decisiones es el considerable incremento de bajas militares que ya superan las 2.000, de las cuales 1.200 son estadounidenses (visitar para mayor información «http://icasualties.org/»).

Además, el difícil escenario afgano ha contribuido notoriamente a la sangría de popularidad de Obama. Una encuesta de USA Today/Gallup de fines de julio arrojó como resultado que sólo el 36% de la ciudadanía norteamericana estaba de acuerdo con la estrategia de guerra frente al 48% registrado en febrero pasado. Dos sucesos puntuales que contribuyeron a esta caída fueron el escándalo y remoción del general Stanley McChrystal tras sus declaraciones en la revista Rolling Stone y la filtración de varias decenas de miles de documentos secretos del Pentágono aWikikeaks —algo así como los nuevos Pentagon Papers— de cuyo análisis se desprende como conclusión la existencia de logros escasos y grandes desaciertos en la conducción y ejecución de las operaciones.

En el caso de Irak, debe recordarse que una de las promesas electorales centrales de Obama consistió en poner fin a la denominada guerra mediante el retiro de las tropas. Así, a fines de febrero de 2009 anunció el regreso de 90 mil soldados (de un contingente total de 142 mil) a partir del 31 de agosto de 2010. Esto le valió la crítica de miembros de ambos partidos del Congreso —entre los más notables, Nancy Pelosi, Carl Levin y John McCain— por dejar una cifra residual demasiado grande (entre 35 y 60 mil combatientes). 

Más allá de esto, era evidente que al momento de la decisión las condiciones políticas y de seguridad en el país árabe desde 2007 habían mejorado como resultado de la política del surge de Bushy la acertada conducción del general David Petraeus (actual comandante supremo en Afganistán). Recientemente, el presidente ratificó su medida de manera pública en medio de la incertidumbre ocasionada por el rebrote de violencia de los últimos meses. El alto mando militar iraquí, por su parte, solicitó el mantenimiento de las tropas estadounidenses hasta el 2020 y expresó su temor frente a una revitalizada insurgencia. Lamentablemente, esta preocupación parece confirmarse a la luz del últimoatentado suicida contra el centro de reclutamiento militar en Bagdad que causó 59 víctimas y 100 heridos —y que recuerda el ataque contra las torres Khobar de 1996 en Arabia Saudita. El país mesopotámico parece nuevamente alejarse de la ansiada pacificación y navegar hacia un futuro que puede llegar a dificultar la agenda externa de la Casa Blanca. 

En el frente de la lucha mayor contra Al-Qaeda, si bien la administración abandonó el rótulo oficial de Global War on Terror (GWOT) —otro recurso simbólico para distanciarse del gobierno anterior—, no ha cedido terreno. Por el contrario, ha llevado los esfuerzos a un nivel de clandestinidad superior al de la era Bush. Un artículo del New York Times de los últimos días detalla la naturaleza y el alcance de las iniciativas de la siguiente forma: 

“In roughly a dozen countries —from the deserts of North Africa, to the mountains of Pakistan, to former Soviet republics crippled by ethnic and religious strife— the United States has significantly increased military and intelligence operations, pursuing the enemy using robotic drones and commando teams, paying contractors to spy and training local operatives to chase terrorists.


The White House has intensified the Central Intelligence Agency’s drone missile campaign in Pakistan, approved raids against Qaeda operatives in Somalia and launched clandestine operations from Kenya. The administration has worked with European allies to dismantle terrorist groups in North Africa, efforts that include a recent French strike in Algeria. And the Pentagon tapped a network of private contractors to gather intelligence about things like militant hide-outs in Pakistan and the location of an American soldier currently in Taliban hands.


While the stealth war began in the Bush administration, it has expanded under President Obama, who rose to prominence in part for his early opposition to the invasion of Iraq. Virtually none of the newly aggressive steps undertaken by the 
United States government have been publicly acknowledged. In contrast with the troop buildup in Afghanistan, which came after months of robust debate, for example, the American military campaign in Yemen began without notice in December and has never been officially confirmed.”

Con los ojos puestos en Afganistán, Irak, Irán y en las costas empetroladas del Golfo de México, esta guerra in the shadows avanza lejos de la atención pública estadounidense e internacional.

Otro tema de agenda exterior donde la administración ha tenido contratiempos es el programa nuclear iraní. Obama ha demostrado un altísimo grado de ambigüedad en su acercamiento a Teherán. En un comienzo, como candidato se mostró dispuesto a dialogar sin condicionamientos con el gobierno de Ahmadinejad, señal de distensión que luego fue enfatizada como presidente con su decisión de privilegiar la vía diplomática para desviar el desarrollo de armas nucleares, aunque sin descartar el uso de la fuerza. Durante esta etapa más conciliadora, el director nacional de inteligencia Dennis Blair llegó a afirmar públicamente en marzo de 2009 que el país islámico “has not decided to press forward... to have a nuclear weapon on top of a ballistic missile”, lo que generó la reacción del gobierno israelí. Pero desde mediados de ese año, sobrevino una etapa de mayor tensión bilateral, producto del histórico espiral de conflictoentre Estados Unidos e Irán, y ciertamente también de las presiones en Washington provenientes de Israel a través del doble canal de sus funcionarios y del lobby judeo-americano. (1) 

A partir de aquí, Estados Unidos retomó la iniciativa de las sanciones económicas. En junio pasado, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas adoptó la resolución 1929/10 mientras que la Casa Blanca semanas después convertía en ley una batería de represalias y prohibiciones para realizar negocios con Irán. Lo llamativo es que en los meses previos, por expreso pedido de Obama al presidente brasileño Lula, Brasil y Turquía se involucraron como intermediarios y alcanzaron con éxito un acuerdo para la salida de Irán de 1.200 kg. de uranio escasamente enriquecido a cambio de combustible para el reactor experimental de Teherán. El conflicto pareció así alcanzar un principio de resolución. Sin embargo, la diplomacia estadounidense una vez enterada del acuerdo optó por quitar su apoyo inicial, ocasionando un fuerte entredicho y el consecuente enfriamiento de las relaciones con Itamaraty. De esta forma, la política de la administración Obama hacia Irán se ha revestido de una ambigüedad y hasta un tono errático que le ha granjeado críticas tanto de sectores neoconservadores como de aquellos más pacifistas. En este trasfondo, continúan creciendo los rumores de un futuro ataque preventivo israelí a los complejos nucleares iraníes que traen consigo el fantasma de una guerra a gran escala en la región.

Otro asunto conflictivo de la agenda externa ha sido la situación en Medio Oriente entre israelíes y palestinos. Desde un inicio, la candidatura de Obama en las primarias demócratas generó “amplias dudas” entre las organizaciones sionistas estadounidenses, que se cristalizaron en cadenas de e-mails y comentarios públicos de distintos referentes cuestionando su apoyo a Israel. «All the talk about change, but without defining what the change should be, is an opening for all kinds of mischief», señalaba en enero de 2008 Malcolm Hoenlein, líder de laConference of Presidents of Major Jewish Organizations (CPMJO). Por su parte, Obama se encargó de revertir esta imagen manifestando sorpresivamente su apoyo ese mismo año para que Jerusalén fuera la capital indivisible de Israel.

Tras su asunción, efectivamente el presidente optó por preservar la estrecha alianza con Israel. Así, apoyó solapadamente su incursión en la Franja de Gaza entre fines de diciembre de 2008 y enero de 2009, aun cuando la opinión pública mundial condenó tal evento. 

Su propuesta general para el proceso de paz ha consistido en retomar proactivamente la idea de los “dos Estados” y para ello despachó de manera temprana a la región al enviado especial George Mitchell. Hasta la actualidad, la diplomacia norteamericana ha intentado cinco rondas de negociaciones indirectas con el objeto de restablecer el diálogo entre las partes. 

Pero la administración no se ha mostrado tan férreamente alineada con el accionar israelí como en épocas pasadas. Por el contrario, manifestó fuertemente sus reparos sobre la controvertida expansión de asentamientos en Jerusalén Este —en abierta contradicción con la apelación electoral original de una capital judía e indivisible. Y fue así que la intransigencia israelí en la materia condujo a un inesperado choque entre Obama y Netanyahu en marzo de 2010. De todas maneras, tras este episodio Obama ha buscado bajar el tono de la disputa con Tel Aviv, incluso luego del ataque a la flota humanitaria turca, destacando una vez más que “el vínculo de EE.UU. con Israel es inquebrantable”. En definitiva, estos sucesos y posturas indican la incómoda coexistencia dentro de la administración de tendencias conservadoras y reformistas en relación al vínculo especial con Israel y el conflicto en Medio Oriente, cuyo balance parece inclinarse hacia las primeras.

Estos temas han sido pues las prioridades centrales de la política exterior de la administración Obama. A ellas debe agregarse la relación con Rusia, especialmente en materia de desarme. Aquí la Casa Blanca desde un comienzo sí ha tenido en claro el rumbo: alcanzar un nuevo Strategic Arms Reduction Treaty (START), el cual fue finalmente firmado tras un año de negociaciones a comienzos de abril pasado en Praga y que espera ahora las correspondientes ratificaciones legislativas.

Otro tema que ha acaparado atención creciente es Corea del Norte. Las tensiones en la península se dispararon primero en mayo de 2009 cuando Pyongyang realizó dos pruebas nucleares y el lanzamiento de misiles de corto alcance. Ya en 2010, la sombra de la guerra ha vuelto a posarse sobre el paralelo 38: el hundimiento de un buque surcoreano y la muerte de 46 tripulantes a causa de un torpedo del Norte en marzo, desató amenazas mutuas entre las dos Coreas y frente a ello la administración decidió estrechar la colaboración con Seúl en su preparación ante agresiones futuras.

Y en este panorama, ¿qué atención ha ocupado América Latina? ¿Ha quedado una vez más out of the radar como se supo decir en los años de Bush? Ciertamente, el optimismo regional al comienzo de la presidencia de Obama se ha desvanecido tras una serie de hechos como las siete bases en suelo colombiano, el ambiguo involucramiento en el golpe de estado en Honduras y el reciente desplante a la diplomacia brasileña. En este contexto, por parte de Washington sólo se destacan las señales de apertura y flexibilización del bloqueo sobre Cuba, su preocupación frente al grave conflicto que afecta a México y su activismo en las tareas de rescate y reconstrucción de Haití tras el trágico terremoto de comienzos de 2010, para lo cual se han desplegado 10 mil soldados estadounidenses. Más allá de estos casos y de la predisposición de Obama durante la V Cumbre de las Américas a buscar “una alianza entre iguales” con los países de la región, no se observan grandes iniciativas ni el despliegue de una política hemisférica con ejes concretos. 

Como conclusión al reflexionar sobre la dimensión internacional de Estados Unidos en la era Obama, se advierte en primera instancia la complejidad de los desafíos abiertos a los que se enfrenta la Casa Blanca; muchos de los cuales parecen recobrar renovado ímpetu (como es el caso de Irak). Pero en todos (Afganistán, Irak, Irán y Medio Oriente) la posibilidad de una resolución exitosa se presenta demasiada alejada. Y esto, desde el punto de vista de la administración, genera un potencial escenario de múltiples fracasos que podría arruinar en los próximos años su agenda doméstica y todo su capital político (en similitud a lo sucedido con George W. Bush).
En segundo lugar, se observa que la administración Obama aquí también ha debido amoldar sus anhelos de cambio a las realidades e imperativos emanados de su condición de superpotencia y de sus compromisos bélicos en el Gran Asia. Intentando dotar de lógica y justificación a este acomodamiento, en su discurso de recepción del Premio Nobel de la Paz el presidente sostuvo:

“We must begin by acknowledging the hard truth: We will not eradicate violent conflict in our lifetimes. There will be times when nations –acting individually or in concert– will find the use of force not only necessary but morally justified.


I make this statement mindful of what Martin Luther King Jr. said in this same ceremony years ago: ‘Violence never brings permanent peace. It solves no social problem: it merely creates new and more complicated ones’. As someone who stands here as a direct consequence of Dr. King's life work, I am living testimony to the moral force of non-violence. I know there's nothing weak –nothing passive, nothing naïve– in the creed and lives of Gandhi and King.


But as a head of state sworn to protect and defend my nation, I cannot be guided by their examples alone. I face the world as it is, and cannot stand idle in the face of threats to the American people. For make no mistake: Evil does exist in the world. A non-violent movement could not have halted Hitler's armies. Negotiations cannot convince al Qaeda's leaders to lay down their arms. To say that force may sometimes be necessary is not a call to cynicism –it is a recognition of history; the imperfections of man and the limits of reason”.
 

Si alguna virtud ofrecen estas palabras, la principal es reflejar como pocas lo han hecho la actual tensión manifiesta entre principios y pragmatismo que caracteriza la política exterior de la administración Obama.


(1) Sobre este punto recomendamos la lectura del controvertido libro The Israel Lobby and U.S. Foreign Policy de John Mearheimer y Stephen Walt (Nueva York:Farrar, Straus, and Giroux, 2007) y la visita del sitio electrónico de AIPAC, la principal organización del lobby: «http://www.aipac.org/»

 

*Candidato doctoral, Universidad Nacional General San Martín (UNSAM).

Descargas

Publicado

2010-08-19

Número

Sección

Enfoques