El futuro de la guerra
Resumen
A pocos años de superado el año 1945, ocurrió algo sin precedentes en la historia de la guerra. La introducción de la bomba nuclear a los arsenales de las grandes potencias alteró el cálculo militar. Como resultado de la famosa destrucción mutua asegurada (también conocida como MAD, por sus iniciales en inglés), el inicio de una guerra entre superpotencias constituía un suicidio. En la práctica, la guerra entre éstas desapareció por primera vez en la historia.
La bomba nuclear era un arma adecuada para la Guerra Fría porque esta última era básicamente una confrontación ideológica. Como los conflictos ideológicos son absolutos, un arma absoluta como la bomba nuclear es más concebible en ese que en otro tipo de choque.
El fin de la Guerra Fría terminó la era de los grandes conflictos ideológicos. La tesis de Francis Fukuyama se mantiene esencialmente correcta: no ha surgido ninguna alternativa de importancia a la democracia liberal como forma de gobierno. De hecho, este tipo de régimen político no ha hecho más que expandirse – lo cual, a su vez, reduce las ocasiones en las que pueden surgir conflictos armados.
Una bomba nuclear automáticamente altera la lógica de un conflicto: aniquila por igual a militares y civiles, deja inutilizables enormes extensiones de territorio debido a la radiación y, por último, provoca una respuesta igualmente devastadora. Puesto que ya existe tecnología militar mucho más precisa y menos arrasadora de sus objetivos, las bombas nucleares han perdido su razón de ser.
En este punto es conveniente una aclaración. Lo recién dicho no se aplica a aquellos países cuyos gobiernos son reductos de sistemas ideológicos violentos. Son pocos los que persisten, pero sobre todo en el caso de Irán, y en el de cualquier otro régimen totalitario o teocrático, la obstrucción de su búsqueda de la tecnología nuclear debe ser un objetivo primario y común a todas las grandes democracias. Lo mismo se aplica a grupos terroristas que, a pesar de ser de tamaño reducido comparados con estados, podrían causar un daño inmenso si obtuviesen esa tecnología. El estudio de la guerra, como todos los estudios sociales, debe procurar identificar tendencias y no reglas; la de la obsolescencia de las armas nucleares es también una de ellas.
En lo que va del siglo XXI la guerra es un fenómeno más escaso que en el XX. Vastas regiones se encuentran en situaciones de paz muy extendida: el continente americano, el europeo y Asia Oriental son los principales ejemplos. Esta es una afirmación cuya validez es obligatoriamente comparativa. Sería absurdo hablar de una paz garantizada o incluso perpetua, pero sí se puede hablar de una consolidación muy profunda de la tan buscada “estabilidad”.
Por lo tanto –y como también sugiere el teórico Thomas Barnett-, los principales usos de la fuerza serán en las regiones inestables del mundo, que son principalmente dos: el mundo islámico y África subsahariana.
En el caso del primero la cuestión del terrorismo de motivaciones religiosas es, desde los 1980s aproximadamente, el elemento más prominente en cuestiones de seguridad. Aunque tuvo dos décadas de baja intensidad, el ataque terrorista de 2001 en Estados Unidos alteró radicalmente el cálculo inicial. A partir de ese año, la jihad organizada pasó a ser un enemigo declarado de ese país y sus aliados.
La amenaza terrorista islámica seguirá existiendo siempre que la realidad política y cultural que la alimenta se mantenga incambiada. Esto incluye un estancamiento durante múltiples décadas bajo gobiernos dictatoriales, una influencia desmedida de la religión organizada en la vida pública y privada y, no menos importante, una urgente necesidad de reformar las doctrinas cívico-religiosas referentes a la mujer, los no musulmanes, los derechos individuales y otros aspectos. Sin embargo, varios acontecimientos positivos la han erosionado. El régimen teocrático de Irán tiene sus días contados, ya que enormes proporciones de su población –educada, atenta a la modernización y secular hasta hacía pocas décadas- han demostrado estar dispuestas a arriesgar sus vidas para derrocarlo. Al-Qaeda se ha visto reducida a escarbar en los rincones más perdidos del planeta (en las montañas del Hindu Kush y los desiertos de Yemen) tan sólo para sobrevivir y a duras penas organizar nuevos ataques de escala pequeña. Sobre todo, la lenta aparición de un gobierno pluralista y democrático en Iraq parece augurar una nueva era en el mundo islámico en general y el árabe en particular.
África como continente relegado
África, en cambio, no presenta las mismas condiciones. Ese continente no ha logrado establecer niveles mínimos de estabilidad y gobernabilidad desde su independencia respecto a las potencias europeas. Cuestiones como los derechos individuales y la prosperidad económica son, en enormes porciones de la región, un sueño distante.
Los males africanos van desde genocidios y guerras civiles hasta disturbios étnicos y anarquía. Casi todos los países del continente han conocido alguno de ellos: Sudán, Etiopía, Eritrea, Somalia, Chad, Uganda, Congo, Rwanda, Kenya, Costa de Marfil, Nigeria, Zimbabwe y hasta Sudáfrica, cubriendo en conjunto a cientos de millones de personas, integran este grupo.
Históricamente, esto la haría una región propicia para albergar numerosas operaciones militares de parte de potencias de fuera de la región. Sin embargo, siempre que persistan dos condiciones África seguirá teniendo relativamente menos importancia que las demás regiones del mundo. La primera y más importante es que sus hechos de violencia hasta ahora no han tenido el famoso spillover effect hacia el mundo próspero – algo que sí ha tenido el mundo islámico con el caso de la jihad. En segundo lugar, mientras siga habiendo cuestiones de mayor sensibilidad en otros continentes, África no será una prioridad. Esta cruda y desafortunada realidad la demuestra el simple hecho de que, a pesar de la multiplicidad de acontecimientos nefastos en los países arriba mencionados, hasta el día de hoy no se ha registrado ahí una sola intervención militar a gran escala de parte de una gran potencia.
Esta tendencia de África a permanecer en la ignominia se ve reforzada por el hecho de que el mundo del core (el “núcleo funcional del mundo” según Barnett) cada vez está logrando darse a sí mismo una mayor capacidad de depender menos de las regiones problemáticas del planeta. La explicación de este fenómeno la provee otro factor central del futuro de la guerra.
Tecnología
Aunque el proceso sea lento, la dirección de este proces apunta a objetivos bien conocidos, como la búsqueda de fuentes de energía alternativas. En las áreas de innovación tecnológica, comercial, financiera y virtualmente cualquier otra, los grandes centros productivos mantienen su supremacía. El futuro de la humanidad se está decidiendo en regiones como Silicon Valley, la costa atlántica de Estados Unidos, los países del Mar del Norte y Japón – no en los paquidérmicos Brasil, Rusia o India. Incluso China tiene poco para aportar en términos de innovación más allá de ser un talentoso imitador de tecnologías extranjeras. De estas supuestas “potencias emergentes”, algunas se muestran incompetentes y excesivamente ambiciosas, como Brasil o Turquía. Otras, como China, tienen una conducción mucho más cuidadosa y por lo tanto exitosa. Es difícil imaginar a cualquiera de ellas como una superpotencia política o tecnológica, comparable en su nivel de liderazgo indiscutible en esos campos a las potencias del siglo XX.
El campo militar, que siempre es el pionero en la incorporación de tecnologías prototipo, lidera el camino de la innovación. La próxima frontera de la tecnología militar consiste en mantener la capacidad de intervención global de los grandes países como Estados Unidos con una reducción casi total de pérdidas humanas. En las próximas décadas las intervenciones militares se volverán más conservadoras en el uso de recursos humanos y más audaces en el uso de tecnologías de monitoreo y supresión de amenazas a través de vehículos controlados de forma remota. Al ser más fácil en términos de costos, la intervención será más frecuente e, incluso, podrá privatizarse parcialmente. Esto último ya comenzó a ocurrir en la década que está terminando. Los famosos “contratistas” estadounidenses, británicos, israelíes y de otros orígenes han tenido actuaciones de enorme importancia en las campañas de Iraq y Afganistán, así como en actividades adicionales como la provisión de suministros, el entrenamiento e incluso la inteligencia estratégica.
Cuando sí se usen las “botas en el suelo”, algo que de ninguna manera se debe pensar que dejará de ocurrir, será con un apoyo tecnológico aún más intenso del existente actualmente. Los soldados podrán valerse de otra frontera de la tecnología: la aumentación humana. La incorporación de tecnología al propio cuerpo humano para aumentar sus capacidades físicas es un desarrollo inevitable, y que su primer uso sea militar es también casi una certeza. Esta tecnología está viendo sus primeros usos en el reemplazo de extremidades y órganos perdidos en combate. La pérdida de vidas de soldados es algo cada vez menos usual, y seguirá siendo menos frecuente.
Esta separación de una parte de la humanidad a través de un salto tecnológico cualitativo ha preocupado desde hace décadas a los pensadores del tema. Para la cuestión de la guerra, lo que significa es que la hará más rápida y eficiente. Permitirá comprometer menos a las tropas de los estados - pero igual proyectar la fuerza necesaria para garantizar la seguridad, en particular ante sociedades cuyos actos de violencia se desparramen hacia los grandes centros de poder.
Estas son solamente algunas consideraciones básicas. El punto es que las tendencias tecnológicas y políticas apuntan hacia un cambio en la guerra. En vez de flotas inmensas de bombarderos y vehículos blindados, fuerzas armadas de millones de personas y la consideración constante de la devastación nuclear, se observa una dispersión del fenómeno. Las campañas serán más breves, con unidades más pequeñas, con participaciones puntuales y restringidas. Se conducirán con más cautela en el uso de soldados, gracias a la protección que otorga la posibilidad de monitorear permanentemente al enemigo, al punto de reducirlo a transportar su correspondencia montado en mulas (como es el caso actual en Pakistán y Afganistán).
Las grandes intervenciones como las de Iraq y Afganistán han desembocado en la adopción de la estrategia denominada “anti-insurgencia”. Su funcionamiento en Iraq es considerado un éxito; el caso de Afganistán resta por resolverse. En cualquier caso, se trata de una propuesta que requiere una presencia inmensa en términos de cantidad de tropas y de tiempo en el país “anfitrión”. Las pérdidas que genera son altas, porque la doctrina obliga a los soldados a mantenerse cercanos a la población y contener su fuego ante la más mínima posibilidad de dañar o incluso ofender a los civiles. Este enorme esfuerzo hace difícil imaginar que, una vez resueltas las dos campañas ya mencionadas, Estados Unidos vuelva a entablar una invasión (con ocupación) más, al menos de carácter voluntario. De ser esto así, la actual “moda” anti-insurgente será en realidad un paréntesis dentro de la tendencia hacia la reducción de las grandes campañas militares.
En conclusión, el fin de la posibilidad de la guerra nuclear entre las grandes potencias ha aumentado la seguridad de aquellas regiones que son mejor gobernadas. Ya no es necesario vivir bajo el terror de la destrucción mutua asegurada. Aquellos países que generen ingobernabilidad e inestabilidad siempre tendrán abierta y sugerida la opción de integrarse a esa sociedad internacional funcionante. Sin embargo, la evolución tecnológica permitirá intervenir con aún mayor libertad en aquellos países que persistan en sus usos de la violencia contra potencias que se sientan agredidas.
Por último, es meritorio notar que estas afirmaciones dependen de un mantenimiento de las tendencias actuales. Un resurgimiento de regímenes ideológicos en países de alto poder, como Rusia o China, fácilmente podría alterar este cálculo. El punto es que en el estado actual de las cosas, esos y otros países parecen conformarse con una integración -de múltiples grados de intensidad, según el país- al functioning core de Barnett.
Apuntes bibliográficos
Thomas Barnett expone su teoría sobre el functioning core del mundo -y su contrapartida, la non-functioning gap- en su libro “The Pentagon’s New Map: War and Peace in the Twenty-first Century”. 2004. Penguin. New York.
Un estudio similar referente a la cuestión de los países que logran integrarse al sistema político-económico mundial es “The J Curve: A New Way to Understand Why Nations Rise and Fall”, de Ian Bremmer. 2006. Simon & Schuster. New York.
Para una discusión extensiva sobre la lógica de la guerra nuclear -y las razones por las cuales en la práctica es una posibilidad muy remota- véase el clásico “Arms and Influence”, de Thomas Schelling. 1966. Yale Universiy Press. New Haven.
*Licenciado en Estudios Internacionales - Universidad ORT Uruguay
Estudiante en el Master of Arts in Security Studies - Georgetown University
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