¿FUNDAMENTALISMO O TERROR TOTALITARIO? (1era. Parte)
Resumen
“Bibi Sanubar, 35 años, fue retenida durante 3 días por los
talibanes, recibió 200 latigazos y después fue ejecutada
en público en un bastión talibán de la provincia de Badghis,
al oeste de Afganistán…”.“Los talibanes acusaban a la viuda
de adulterio”. “Ella fue ejecutada de tres tiros en la cabeza, aunque
estaba encinta, declaró M. Sayeedi, segundo encargado
de la policía provincial”
De un cable de AFP retomado por “Le Monde”, “Les dépêches”, 09/08/2010.
Aunque en declaraciones posteriores el Comando talibán negase la noticia mediante declaraciones de Yousuf Ahmadi, portavoz reconocido del movimiento, que sostuvo que todo era “…propaganda de la prensa occidental…” , en verdad la discusión sobre la realidad o irrealidad de este evento no resulta ser políticamente significativa. Entre 1996 y 2001, cuando el régimen político controlado por los talibanes afganos estuvo en el poder en Afganistán, las lapidaciones por adulterio, el seccionamiento de manos por robo, el decapitamiento de opositores políticos o de simples ciudadanos que se contactaban, a veces casualmente, con occidentales y demás atrocidades de todo tipo, fueron moneda corriente por lo que, hoy, resultan muy poco creíbles las denegaciones de este portavoz de la infamia.
Desgraciadamente, la historia de Bibi Sanubar, “se non è vera, è ben trovata” y, más allá de lo que digan las autoridades de los talibanes, esa es la imagen que se han forjado, consciente y cuidadosamente, estos grupos que, bajo la designación de “fundamentalistas islámicos” han secuestrado al Islam para ejercer el más brutal y banal de los regímenes de terror.
Conviene detenerse un tanto ante esta doble cuestión arriba mencionada: la idea de que los talibanes son “fundamentalistas islámicos” y la curiosa (y no casual) mecánica del recurso al “desmentido oficial”, contra todas las evidencias, por parte de la autoridad talibán.
Todos conocemos la convulsionada historia del fundamentalismo islámico contemporáneo. Dejando de lado, por obvias razones de espacio, los primeros pujos de radicalismo que se generaron a medida que se acentuaba el debilitamiento de los grandes imperios islámicos como el turco, el persa (e incluso el indio), a partir del siglo XVIII y XIX, o la posterior irrupción del “wahhabismo” o “salafismo”, el origen del fundamentalismo islámico contemporáneo puede, sensatamente, ubicarse en el siglo XX.
A efectos prácticos, conviene remitir la aparición de su versión contemporánea a la prédica de ”Los Hermanos Musulmanes”, a la obra del paquistaní Mawdudi y, muy particularmente, a la de Sayid Qutb, quien cayese ejecutado por el régimen nasserista egipcio en 1966. A su vez, si el fundamentalismo sunnita tuvo en Sayid Qutb su inspirador, el chiísmo lo encontrará, más tardíamente, en la consolidación del jomeinismo, suerte de ”revolución” del pequeño clero islámico (los ”mulah”) contra los grandes ayatollahs transformados en administradores del ”establischment” chiíta.
Pero, en cualquier caso, y más allá de diferencias de doctrina teológica, los fundamentalismos islámicos nacidos y desarrollados durante el siglo XX eran primos hermanos de todos los radicalismos islámicos del pasado (y, también, muy cercanos a los fundamentalismos protestantes, católicos, hebreos, budistas, etc.) del mismo período o a los diversos fundamentalismos, no religiosos, pero si ”ideocráticos” , que los siglos pasados supieron alumbrar.
Su lógica originaria es, esencialmente, siempre la misma y puede resumirse en los siguientes rasgos:
a.- la reivindicación de una suerte de imaginario ”retorno a las fuentes”, la vuelta a un momento ”puro” previo a la aparición de influencias ”extrañas“, ”extranjeras“ o ”espúreas” que causaren la ”desviación”, la ”corrupción” o la pérdida definitiva de los valores considerados, más que arbitrariamente, como el núcleo mismo de una identidad (religiosa, o de otro tipo, en los raros casos en los que el fenómeno no es puramente religioso);
b.- la voluntad de reafirmar la supremacía absoluta de la comunidad, concebida como una “totalidad de creyentes”, por sobre cualquier interés, derecho o volición individual, grupal o sectorial de los integrantes de dicha comunidad;
c.- la afirmación radical que el funcionamiento político del estado (o polis, o comunidad política, como se le quiera llamar) debe de estar estrictamente regulado por un contrato “originario” previamente establecido con la Divinidad y que, por lo tanto, toda autoridad política ha de estar sometida a alguna forma de autoridad religiosa “superior” a la primera.
Más allá de la forzosa generalidad de estos rasgos, resulta evidente que ellos son abiertamente contradictorios con cualquier modalidad democrática, liberal y republicana de gestión política. Suponen la sumisión (si no es que la desaparición simbólica) del individuo y el alineamiento de la mayoría de las actividades de la comunidad a formas rituales derivadas de la religión en cuestión puesto que ésta es la “asignadora de sentido en última instancia”, si se nos permite la expresión. O sea, los fundamentalismos sólo pueden convivir con alguna forma de autoritarismo político y la sola lectura de sus características hace explícito el carácter profundamente arcaico, liberticida y retrógado de las soluciones políticas que impulsan.
Pero lo que no se deduce de los rasgos generales que acabamos de enumerar, es que las diversas modalidades del fundamentalismo requieran forzosamente de regímenes políticos que hagan del terror la herramienta básica para gestionar la vida de la comunidad. Lo que nos interesa intentar aclarar aquí es que, en la última década o, si se quiere, desde el 11 de septiembre del 2001, se ha ido asentando paulatinamente la idea de que el problema radica en el auge del fundamentalismo, “islámico” en este caso, y no en la proliferación de actividades, grupos y regímenes que, independientemente de su retórica fundamentalista, hacen del uso sistemático del terror, su rasgo más característico.
Lo que sucede en Afganistán, en partes de Pakistán y en muchos otros lugares del planeta ya hace un buen rato que se ha ido apartando de sus genuinas (y arcaicas) raíces supuestamente “fundamentalistas” para transformarse en totalitarismos que hacen del terror su modus operandi primordial. Es, entonces, en esta diferenciación entre fundamentalismo y terrorismo totalitario, donde nos parece oportuno detenernos, en nuestra siguiente entrega, para una mejor comprensión de la conflictividad del mundo que nos aqueja.
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