Reflexiones sobre la crisis económica internacional: La avidez por ganancias y la “racionalidad” del mercado

Autores/as

  • Jonathan Arriola

Resumen

Pese a que la brutal crisis económica que azota al planeta desde el 2008 comenzó a amainar en los últimos meses, igualmente continúa siendo, sin duda alguna, “el” fenómeno que más atrae la atención de los analistas económicos.  Y ello no es de extrañar, ya que la crisis habrá de dejar una estela de repercusiones que obligará a reformular algunos de los principios sobre los cuales se asentaba el sistema económico-financiero internacional. En ese sentido, la depresión económica proporciona una oportunidad no sólo para repensar lo hecho, sino para repensar, y valga la redundancia, al propio pensamiento o, por lo menos, a algunos de los aspectos del propio pensar económico. Justamente, por esa senda se propone transitar, aunque sea brevemente, este humilde artículo.

Cuando nos ponemos a recorrer las diferentes visiones que intentan arrojar luz sobre las causas de la crisis, enseguida emerge como culpable “tentativo”, no unactor o un individuo en específico (aunque, es verdad que los hay) sino más bien una característica que, para mal de la salud económica, muchos de ellos, se dice, compartieron: la avidez desmesurada por ganancias.

Un abordaje desde el pensamiento o, si se quiere, propiamente filosófico de la tan denostada ambición por ganancias, requiere una aproximación previa a la noción, generalmente aceptada por la teoría económica, que sostiene que los mercados son “racionales”. Esto porque, por lo menos a primera vista, la insaciabilidad lucrativa de la que se acusó a ciertos actores del mercado, no parecería ser del todo compatible con la “racionalidad” y con la noción de “equilibrio” que comúnmente se asocia a los mercados desregulados.

Tarea difícil es la que nos hemos propuesto. La razón, su contenido y su naturaleza han sido, desde siempre, un tema que ha despertado pasiones y ha acompañado a la filosofía desde sus inicios y, seguramente, la acompañará hasta su final. Aquí no buscamos hacer una análisis profundo sino simplemente, y a los efectos de este artículo, dejar planteado las dos posturas que, grosso modo, existen con respecto a este tema.

Por un lado, se encuentran aquellos autores que le atribuyen a la razón la capacidad para definir sus propios fines. En concreto, ellos afirman que la razón, además de ser la facultad que permite la generación de conocimiento y, por ende, el estudio del “es”, también es portadora de un mandato que no se puede desobedecer, de un “deber ser”. Por otro lado, están los filósofos que creen que esta facultad, en realidad, está, por así decirlo, intrínsecamente “vacía”, sin contenido moral o prescriptivo alguno. Es decir, para esta concepción, la razón es tan sólo un medio para lograr la consecución de los fines que la voluntad del sujeto libremente se propone cumplir. El sujeto elige los fines, la razón señala el camino más apropiado para cumplirlos.

La primera concepción de la racionalidad, tiene como principales representantes (entre muchísimos otros) a Aristóteles, Platón, Voltaire, Rousseau, Hegel, Fichte, Schelling, etc. Sin embargo, pude decirse que esta concepción halla su epítome en la obra de Kant. Su afirmación de que en el ámbito de la “razón pura” hay, pues, inscripto un sentido del deber absolutamente desinteresado (base, por cierto, de su famoso “imperativo categórico”) es la expresión más genuina de ese pensamiento con respecto a la racionalidad.

En la otra escuela, tenemos a autores como Schopenhauer o Hume que abonan una tesis instrumentalista de la razón y aseveran la imposibilidad de determinar objetivos que sean racionales “per se”: es decir que estén en el contenido de la razón misma. Es más, en según la visión de Schopenhauer, la razón incluso pude llegar a ser el vehículo de la pasión, de la maldad o de cualquier otro vicio.

Si nos quedamos con esta última visión de la razón ¿Qué significaría exactamente que los mercados son “racionales”? ¿Es posible que una entidad abstracta, es decir, un no-sujeto, como el “mercado”, disponga, sin más, de fines últimos a los cuales llegar? ¿No estaremos confundiendo, en realidad, a la racionalidad con uno de sus pretendidos fines,  como puede ser el de la mayor eficiencia? ¿O acaso damos por sentado que ésta es el fin del mercado al cual llega por medios racionales? ¿Puede el “mercado” proponerse, por sí sólo, ese fin, o es éste, más bien, el resultado natural de la racionalidad con que el conjunto de los actores que lo componen persiguen sus propios fines?

La adopción de una visión estrictamente procedimental de la razón no parece hallar sentido si la contrastamos con la concepción que normalmente se tiene del mercado. Es evidente que el mercado, en tanto no es un individuo, no se propone fines a los cuales llegar. Afirmar lo contrario, sería aceptar que el mercado es una especie de entidad que está dotada, casi místicamente, de voluntad propia. Sin embargo, la otra visión de la racionalidad, la que sostiene que la razón guarda fines en sí misma, tampoco es satisfactoria cuando la aplicamos al mercado. Más bien, se desbarata automáticamente cuando atendemos al hecho de que el mercado no es sujeto consciente que puede ser capaz de escuchar la voz de su razón. De esta manera, ambas doctrinas sobre la razón parecen no iluminarnos acerca de qué es lo que exactamente queremos decir cuando hablamos de la “racionalidad” del mercado.

En realidad, parece que todos hemos convenido en aceptar que lo que significamos implícitamente con el concepto de “racionalidad” aplicado al mercado tiene que ver con la capacidad que éste ha mostrado tener de generar y de asignar los recursos de manera más eficiente que otras formas de organización económica. La vinculación razón-eficiencia no es para nada descabellada, ya que la palabra “ración” guarda precisamente una relación con ratio (razón, en español) que significaba, en sus inicios, dividir, calcular o pensar. Es decir, por mercado “racional” parece que entendemos un mercado que es eficiente, que justamenteracionaliza los recursos.

De esta manera el significante razón queda en una suerte de “zona neutra”, en una especie de ambiguo “entre”: su significado no se acerca ni a la primera visión que vimos de la racionalidad ni a la segunda. Y ello porque la razón se ha igualado semánticamente, no a un medio ni a la prescripción de un fin, sino a la descripción de un hecho característico de la economía de mercado: la mayor eficiencia.

Si aceptamos esta última acepción de la “racionalidad”, entenderemos porqué, a raíz de la crisis, se habla del “fin de la racionalidad” de los mercados. Los mercados, se dice, al permitir que una poco producente avidez por ganancias tuviera lugar en su seno, parecerían haber perdido esa cualidad que les era inmanente, que tradicionalmente se decía pertenecía a su propio ontos, a saber, la mayor eficiencia.

Este final casi apocalíptico que se anuncia con respecto a la “racionalidad” de los mercados no es, a mi entender, acertada. Lo que sucede, en realidad, es que los mercados, entendidos como entidades holísticas, es decir, como realidades distintas a la suma de las partes que la componen, nunca fueron racionales. Es más, nunca buscaron la eficiencia. Ésta, más bien, se había concretado históricamente gracias al montaje de una estructura adecuada que encausó la única racionalidad activa en el mercado: aquella instrumental de los actores, sean éstos consumidores, empresas, organizaciones, Estados, etc. La eficiencia no surge ni espontánea ni naturalmente en los mercados sino que lo hace a partir de las reglas de juego racionales que son implementadas. Estas normas tienen como única función diferenciar los caminos permitidos para alcanzar los objetivos propuestos, de aquellos que afectan la consecución de un objetivo similar por parte de otro actor: de esta manera se logra que los actores propicien la eficiencia del mercado en su conjunto. Si algún actor persigue sus objetivos de modo que los alcanza en detrimento de otro, es decir, vulnerando sus derechos, entonces la eficiencia del mercado, como un todo, se ve afectada.

Ahora bien, ¿qué tiene que ver esto con la crisis económica? Lo siguiente. Es distinto creer que el mercado es racional en sí mismo, que creer que la racionalidad está dada, en cambio, en los diversos actores que lo compone. Mientras que una concepción que cree en que el mercado es intrínsecamente racional confía en que éste se auto regulará de la manera más eficiente; una postura distinta hubiese advertido la posibilidad de que la señalada como culpable (la avidez por ganancias) se podría transformar en un elemento potencialmente nocivo para el conjunto del mercado, si éste no tiene una estructura racional que aclare los medios aceptables de los que no lo son.

Cuando, Alan Greenspan (presidente de la Reserva Federal) se resistía a poner regulaciones a ciertos derivados financieros lo hacía creyendo que la racionalidad del mercado llevaría a esto a potenciar la eficiencia económica. Luego de la crisis, Greenspan habló de un comportamiento “irracional” por parte de los actores económicos, refiriéndose a la, a su juicio, exacerbada ambición ganancial de alguno de ellos. Su comportamiento, en realidad, fue racional (en el sentido que procuraron mayor rentabilidad para sí mismos) lo irracional eran las propias reglas del juego. 

En ese sentido, la eficiencia general del mercado siempre dependerá de cómo los actores económicos hagan uso de ella. El camino que la razón les señale, como los más convenientes, pueden ser benigno para la eficiencia económica en su conjunto o, por el contrario, netamente perjudicial. Lo que se puede asegurar es que serán sí los mejores para alcanzar el objetivo que el actor se trace. Y así, de hecho, ocurrió. El objetivo estaba claro: obtener ganancias. En vista de eso, los actores se sirvieron de los medios más que tenían a su disposición para lograrlo. Claro que, como muchas reglas estaban poco claras o directamente ausentes, los actores aprovecharon la mala, oculta o incorrecta información que tenía el mercado, los baches en algunas de las regulaciones de los derivados financieros, las espectaculares burbujas financieras, la poca regulación que garantizara el cumplimiento de los contratos, la laxitud de las calificadoras de riesgo para evaluar los créditos dudosos, etc. para sacar provecho particular de ello; pero distorsionando así toda la eficiencia del mercado.

Lo que primó fue, en realidad, un uso instrumental de la razón. La meta trazada por los distintos actores partió de un deseo subjetivo: la generación de más ganancias. En función del mismo, los actores actuaron racionalmente, en tanto que definieron los medios más propicios para alcanzarlo, según las reglas de juego vigentes, pero no los más adecuados para la eficiencia del mercado en su conjunto. La racionalidad instrumental de los actores, en una situación de desregulación casi anárquica, (en donde no estaban fijadas las reglas básicas) devino, contra lo que se creyó por mucho tiempo, en la más absoluta ineficiencia, en una situación de crisis a nivel de todo el mercado.

* Estudiante de la Licenciatura en Estudios Internacionales. 
Depto de Estudios Internacionales. 
FACS - ORT Uruguay

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Publicado

2010-08-05

Número

Sección

Comercio y economía internacional