Las Guerras de Obama: Parte I. La difícil tarea de renovar la política estadounidense
Resumen
La administración Obama inició su gestión condicionada por tres factores: la pesada herencia de la administración de George W. Bush, su propia propuesta de campaña centrada en la idea del cambio y la dramática situación económica de Estados Unidos, enmarañada en un complejo ciclo de crisis inmobiliaria, financiera y finalmente productiva. Sumado a ello, su labor y sus metas se vieron también afectadas por la abrumadora complejidad de los desafíos encarados tanto a nivel doméstico como en el plano internacional. Tal situación, y en vísperas de la mitad del mandato presidencial, vuelven necesario repasar el estado de las iniciativas y las luchas que la administración ha planteado. A través de dos breves artículos, se buscará el doble objetivo de sintetizar su agenda hasta la actualidad e intentar percibir su grado de éxito y fracaso. En esta primera entrega, la atención recaerá en la performance observada en la arena nacional.
Bajo la frase “Change we can believe in”, Obama y sus asesores electorales articularon la campaña presidencial mediáticamente más exitosa en la historia del país. El “cambio” hacía referencia a transformar “realmente Washington”, renovando el sistema político estadounidense a través de nuevos rumbos en políticas públicas claves como las políticas de salud, de inmigración, de representación de intereses (cabildeo), de reglas financieras y de seguridad nacional (específicamente la referida al uso de la tortura). Como un gesto confirmatorio, en sus primeras horas como presidente efectivo, Obama emitió laorden de clausura de la cárcel de Guantánamo en Cuba (no así de las instalaciones navales bajo poder de Estados Unidos desde 1903), emblema del controvertido enfoque legal adoptado desde el 2001 por la administración Bush para la captura y confinamiento de operarios y combatientes vinculados a Al-Qaeda y/o el Talibán.
Sin embargo, ya desde la fase previa de transición gubernamental, fue posible advertir que la atención primaria de la nueva administración caería en la recuperación económica, ante la necesidad de hacer frente a 1,3 billones de dólares de déficit fiscal, revertir los niveles de desocupación en ascenso y fortalecer el golpeado sistema bancario, entre otros elementos. Aprovechando el capital político tras la asunción, la Casa Blanca obtuvo su primer triunfo legislativo con la rápida aprobación de la American Recovery and Reinvestment Act, que complementaba el plan de estímulo económico del 2008 implementado por Bush. Con ella se buscaba la creación de 3,5 millones de puestos de trabajo, una fuerte inversión pública en infraestructura y el recorte de impuestos para el 95% de la población trabajadora, lo que en su conjunto implica un gradual desembolso federal de 787 mil millones de dólares (ver al respecto
«http://www.recovery.gov/Pages/home.aspx»).
Tras ello, el flamante presidente se puso en campaña para lo que hasta el momento ha sido su mayor y más arriesgada batalla doméstica, la reforma del sistema de salud (“Health Care Reform”). La conjunción de los intereses de las compañías proveedoras de cobertura médica, gran parte del partido republicano y sectores ultraconservadores, temerosos estos últimos del cercenamiento de sus libertades por parte del gobierno federal, resultó en una formidable resistencia para el proyecto de ley introducido por la Casa Blanca. No fue hasta finales del 2009 y por último en marzo del 2010 que el Congreso logró el consenso necesario para pasar una propuesta bastante menos ambiciosa que la original, pero que de todas formas ofrece una alternativa a los 30 millones de personas sin cobertura e impide por ejemplo la negación por parte de las compañías de la prestación a niños con enfermedades pre-existentes. Para muchos optimistas, este triunfo en sí mismo significa “the first piece of incontestable evidence that Washington has changed”, y las encuestas recientes señalan que el malestar popular inicial contra la ley se encuentra en retroceso.
También durante el 2009, la administración comenzó el debate para la reforma financiera, otra lucha significativa al ser puestos sobre la mesa los intereses de las grandes firmas de Wall Street. La justificación del plan gubernamental fue prontamente hallada en la necesidad de evitar la repetición de una crisis como la desencadenada entre 2007 y 2008. Para ello, su espíritu consiste en la vasta expansión de la regulación y la supervisión de las actividades crediticias y financieras a nivel nacional. “It is a plan based on the Main Street values of hard work and responsibility, and one that demands new accountability from Wall Street to Washington”, sostuvo el propio presidente días antes de firmar la ley el pasado 21 de julio. En el Congreso, el asunto dividió las aguas de manera partidaria. Los republicanos rechazaron infructuosamente buena parte de las principales propuestas del plan, entre ellas la creación de una poderosa agencia de protección para los consumidores.
La batalla más reciente —que despunta por convertirse en el próximo mayor debate dentro de Estados Unidos— es la de la reforma inmigratoria. Esta temática fue parte central de la plataforma de campaña de Obama pero, sin embargo, desde su llegada al poder fue postergada frente a los tópicos hasta aquí referidos. La sanción de una dura ley anti-inmigratoria en el estado de Arizona, que causó la espontánea condena de las principales comunidades inmigrantes del país (en especial de los latinos), reactivó el asunto en los últimos meses al punto que el gobierno federal a través de su Departamento de Justicia denunció la inconstitucionalidad de esta norma y pidió revocar su implementación. Lo cierto es que tanto demócratas como republicanos consideran que el sistema nacional de inmigración se encuentra quebrado y requiere algún tipo de modificación, en particular para resolver el status de los casi 12 millones de inmigrantes indocumentados residentes en el país. Por el momento, Obama ha depositado una propuesta para una comprehensive immigration reform en manos del Senado basada en un primer acuerdo bipartisano cuyos puntos centrales son el fortalecimiento de la seguridad fronteriza y la normalización de los ilegales a través de ciertos requisitos como tareas comunitarias, el pago de una multa y de impuestos y el manejo fluido del idioma. De todas formas, sus perspectivas de aprobación en el Congreso para este año permanecen bajas frente a la propia resistencia de senadores demócratas, además de los republicanos.
Hasta aquí, estos son los grandes tópicos abordados por la agenda doméstica de la administración Obama. De su consideración, no debe emanar una lectura apresurada, anclada en los triunfos logrados. Cada uno de estos tópicos ha significado —y significan aún— procesos políticos conflictivos que han mermado la popularidad de la Casa Blanca a un punto impensado para muchos dadas las peculiaridades de Obama y su espectacular triunfo de 2008, aunque sí refleje el declinante patrón histórico del desempeño popular de los presidentes estadounidenses. A un año de la asunción de Obama, el periodista Dan Balz delWashington Post escribía al respecto:
The good feelings that surrounded Obama in the months after Inauguration Day have faded. The week he was inaugurated, just 19 percent of Americans said the country was heading in the right direction; by April, that had risen to 50 percent. Today it has slipped to 37 percent.
Asimismo, cabe destacar que en el desarrollo de sus guerras internas, la administración ha visto el ascenso de dos elementos indeseados. Por un lado, la polarización político-partidaria, producto del propio confinamiento republicano y de la ausencia de propuestas integradoras por parte de la Casa Blanca y la mayoría demócrata en el Congreso. Por el otro, la recomposición de sectores ultraconservadores a través del nuevo Tea Party, una especie de movimiento descentralizado y fraguado en la oposición al plan de estímulo económico, la reforma de salud, la reforma inmigratoria, la política a favor del aborto y, en general, a lo que percibe como las políticas antilibertarias de las élites de Washington, New York, Hollywood y de las universidades. El Tea Party no sólo ha acaparado la atención pública sino que además ha echado por tierra los apresurados planteos sobre la muerte del Estados Unidos republicano y conservador y el triunfo definitivo de las fuerzas progresistas tras décadas de postergación. Se trata de un enfrentamiento de fondo en la sociedad norteamericana no resuelto aún y que parece revitalizarse con cada avance en la agenda de la administración Obama.
A estos elementos debe agregarse por último el desencanto y las críticas hacia la Casa Blanca provenientes de los sectores más liberales, quienes, lejos de celebrar los triunfos legislativos de Obama, los han interpretado más bien como concesiones innecesarias que desvirtuaron las propuestas originales de reforma y desaprovecharon la oportunidad histórica de instaurar transformaciones profundas y verdaderas.
En definitiva, se aprecia un manifiesto interés y vocación de la administración por avanzar en una agenda doméstica fuertemente emparentada con la propuesta electoral del “cambio”, lo que a su vez ha desencadenado inesperadas resistencias y ha complejizado las perspectivas demócratas de cara a las próximas elecciones del mes de noviembre (el triunfo del desconocido Scott Brown a comienzos de año en Massachusetts encendió la alarma en este sentido). Parte del problema reside ciertamente en la transacción de efectividad por contenido con la que la Casa Blanca ha enfocado sus iniciativas y que erosionó su base de apoyo. Pero los desafíos mayores emanan también de los propios rasgos y dinámicas profundas en pugna en el sistema político y en la sociedad estadounidenses, fuerzas que definen en última instancia la delicada tensión entre la renovación y el statu quo.
*Candidato doctoral, Universidad Nacional General San Martín (UNSAM)
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