LA (IN) TOLERANCIA RELIGIOSA EN JOHN LOCKE

Autores/as

  • Juan García Madero

Resumen

La Inglaterra del siglo XVII fue testigo de un período de constantes convulsiones internas. Las consecuencias de la reforma protestante, la caída de Carlos I, el despotismo de Cormwell y la restauración monárquica con Carlos II son algunos de los hechos que marcaron a fuego a una generación de pensadores y filósofos que, como buenos hijos de su época, dedicaron gran parte de su vida a dilucidar una salida civilizada, ordenada y pacífica a un cúmulo de conflictos que, para el disgusto de muchos, solía terminar con el derramamiento de sangre.
Quizá sea el caso de Thomas Hobbes uno de los más destacados. Su Leviathan, publicado en 1651, representa la más elaborada construcción teórica de su época, con la que el autor intenta dar cuenta del gran problema que la inestabilidad política significaba para la coexistencia pacífica siempre y cuando no existiese una autoridad capaz de marcar las reglas de juego y velar por el mantenimiento del orden.

Esa obsesión por el orden, ese reclamo casi necesario de un Estado fuerte, capaz de controlar tanto a sus ciudadanos como a las instituciones religiosas, le valió a Hobbes una desmesurada crítica que jamás reconoció la importancia de su dispositivo teórico en el desarrollo de un liberalismo que sin él no habría podido dar si quiera sus primeros pasos.

La osadía intelectual de Hobbes – que no solo ponía en juego su prestigio sino también su vida al sugerir que el poder político tenía su legitimación en los individuos y no en el derecho divino – tuvo como contracara la puntillosa prudencia de John Locke, quien conociendo las potencialidades ofensivas de su pensamiento político prefirió guardar sus manuscritos y publicarlos en el momento adecuado, cuando no lo hizo bajo el más estricto anonimato.

Hasta no hace mucho tiempo, y por cuestiones que no vale la pena discutir aquí, Thomas Hobbes tuvo vedado el ingreso a la lista de figuras destacadas en el surgimiento del pensamiento liberal, mientras que John Locke gozó siempre de una aceptación tan unánime como indiscutida.

Pero, ¿qué tal si el pensamiento de Locke no fuera una pura y transparente expresión de libertad y tolerancia, como la historia del pensamiento ha decidido establecer como una verdad casi indiscutida?

Ensayo sobre la tolerancia

En el año 1666, a sus 34 años, John Locke publicó Ensayo sobre la tolerancia, un pequeño texto en el que pone por escrito sus consideraciones acerca de la tolerancia religiosa en momentos en que anglicanos, presbiterianos y católicos emprendían una “cruzada proselitista”, mientras que el Estado discutía la forma en que debía manejar su relación con las minorías religiosas.

A simple vista, el ensayo de Locke representa un claro y enfático llamado a la tolerancia religiosa por parte del Estado, especialmente en lo que al fuero íntimo de los ciudadanos refiere, llegando incluso a insinuar la necesidad de una separación entre la iglesia y el Estado.

El texto, escrito como un mensaje al establishment político e intelectual de su tiempo, consiste en una recomendación en extremo sensata si lo que se quiere es preservar el orden dentro de las fronteras del Estado. Locke sostiene que las autoridades deben tener una actitud abierta, amplia y generosa tanto con las distintas religiones como con las opiniones que de ellas se desprenden, dado que eso sería enormemente beneficioso para la seguridad y estabilidad del reino.

Sin embargo, detrás de esa tolerante y comprehensiva sugerencia realizada por el filósofo, se encuentra un mensaje de verdadera intolerancia. Un mensaje que, para ser justos, deberíamos calificar al menos como impregnado de un odio recalcitrante, algo que se ve además profundizado por esconderse dentro de un aparente llamado a la más amplia y desinteresada tolerancia.

Los que no deben ser tolerados

La pomposa oda a la tolerancia que el Ensayo de Locke intenta representar se encuentra sin embargo plagado de pasajes que – a riesgo de caer en anacronismos, es preciso reconocerlo – podríamos calificar de abiertamente intolerantes, partidarios de la persecución, la discriminación y la segregación religiosa.

Locke, que jamás deja de lado el marco liberal de su obra, dirige de manera magistral la animosidad de su intolerancia religiosa contra dos segmentos de la población: los ateos y los católicos.

A los primeros, les dedica una única y lacónica frase: “no deben ser tolerados quienes niegan la existencia de Dios” (2005, 11).

A los segundos, una sarta de acusaciones y descalificaciones de grueso calibre.

Para comenzar, y luego de unas cuantas páginas en las que se resaltan las bondades de la tolerancia, Locke se detiene a analizar la situación de los católicos, de quienes considera no deberían gozar del beneficio de la tolerancia.

“Los papistas no deberían disfrutar del beneficio de la tolerancia porque, si tuvieran el poder, pensarían que deben negarles dicho beneficio a los demás”, dice el autor (2005, 46).

Y agrega: “deben ser considerados como enemigos irreconciliables de cuya fidelidad nadie puede estar seguro mientras sigan prestando obediencia a un Papa infalible (…). Como se hace con las serpientes, no se puede ser tolerante con ellas y dejar que suelten su veneno” (2005, 46).

Pero no alcanza únicamente con la intolerancia, no alcanza con negarles el derecho a expresar libremente sus opiniones religiosas, sino que Locke llega incluso a considerar la necesidad de reprimirlos en caso de ser necesario.

“En lo que respecta a los papistas, no hay duda que, por causa de varias de sus peligrosas opiniones que son absolutamente destructivas para todos los gobiernos excepto el del Papa, no debería dejárseles que propagasen sus doctrinas; y a quien disemine o haga públicas cualquiera de ellas, el magistrado deberá reprimirlo hasta donde sea necesario” (2005, 46).

Y así se justifica: “porque la tolerancia no puede nunca lograr lo que se logrará con la represión: disminuir el número de papistas o, por lo menos, no dejarlo que aumente” (2005, 47).

Tal es el rencor latente en las palabras de Locke, que llega incluso a negarle a los católicos la más mínima compasión que la fe cristiana ha pregonado siempre. Y esto por una simple razón: no se merecen más que un trato discriminatorio.

“Pero creo que es muy diferente en el caso de los católicos, los cuales suscitan menos compasión que otros, porque reciben el trato que por la crueldad de sus propios principios y prácticas se sabe que merecen” (2005, 47).

Finalmente, y dado que los católicos son simples fanáticos en los que no se puede confiar, Locke llega a una conclusión que además considera de aceptación unánime. Los católicos deben ser convertidos a la fe anglicana o, en su defecto, abandonar su animosidad contra el reino británico, cuya corona encarna el liderazgo de la Iglesia Anglicana.

“Creo que todos están de acuerdo en que es necesario que los fanáticos sean de utilidad y asistencia, y que pertenezcan leales al gobierno para que este se vea así protegido contra disturbios domésticos e invasiones extranjeras; lo cual solo puede lograrse haciendo que los espíritu de los fanáticos se conviertan a la fe que nosotros profesamos, o, si esto no es posible, que abandonen su animosidad y se hagan amigos del Estado, aunque no sean hijos de la Iglesia (Anglicana)” (2005, 49).

Ahora volvamos a la pregunta inicial: ¿qué tal si el pensamiento de Locke no fuera una pura y transparente expresión de libertad y tolerancia?

- Locke, John. 2005. Ensayo y Carta sobre la tolerancia. Traducción de Carlos Mellizo. Alianza Editorial: Madrid.
 

Juan García Madero - Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

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Publicado

2014-08-28

Número

Sección

Enfoques