¿Hacia un panamericanismo sustancial?

Autores/as

  • Adrián López Denis

Resumen

La primera década del siglo veintiuno fue testigo de una escalada imperial sin precedentes en la historia de los Estados Unidos. La invasión de Afganistán en el 2001 fue más o menos aceptada por la comunidad internacional como una respuesta lógica a los ataques terroristas del 11 de septiembre. Pero cuando a esta operación siguió la llamada guerra preventiva contra Iraq, se hizo evidente que los gobernantes norteamericanos estaban más interesados en controlar el destino del Medio Oriente que en luchar contra el terrorismo.

Aunque la llegada de Barack Obama al poder marcó un cambio de tono muy importante, la nueva administración no ha implementado un reordenamiento radical de la política exterior de los Estados Unidos. En medio de una de las crisis económicas más profundas de su historia, el país continua presionando a otros estados para que cambien su modelo de gobierno o el sentido de su proyección internacional. Esto no es una buena idea.

Poco importa que en la mayor parte de los casos Washington tenga la razón. El mundo será sin dudas un lugar mejor cuando naciones como Irán o Corea del Norte sean gobernadas de otro modo. Pero está claro que en el contexto de hoy, la mejor manera de impedir un cambio es tratar de impulsarlo desde los Estados Unidos. Como quiera que sea formulada, cualquier sugerencia norteamericana siempre llevará consigo un peso extra. Todo lo que se dice desde el poder absoluto suena amenazante.

En materia de política exterior, Obama ha heredado una crisis de credibilidad que tiene una larga historia. Para librarse de este legado, el presidente tendrá que ir mucho más allá de la retórica. Es precisamente en el hemisferio occidental donde le será más fácil y productivo pasar de las promesas a la acción. Por aquí empezó el problema y de aquí bien puede nacer la solución.

¿Un nuevo panamericanismo?

Los norteamericanos nunca han entendido a sus vecinos del sur. Desde finales del siglo diecinueve la actitud de los Estados Unidos hacia América Latina ha oscilado entre el paternalismo injerencista y la indiferencia total. En algunos casos han invadido naciones, tomado partido en conflictos internos, orquestado golpes de estado o promovido campañas de represión popular. Esto ha generado en la región un nivel de resentimiento colectivo que resulta totalmente comprensible. En otras ocasiones, Washington ha promovido políticas sensatas utilizando estrategias de presión. Al hacerlo, ha puesto en duda la validez misma de sus propuestas. Una de las perores consecuencias de la miopía norteamericana en el hemisferio ha sido la creación de un antimperialismo mecanicista que rechaza todo lo que venga del norte en el nombre de la independencia y la soberanía de los pueblos del sur. Varios líderes latinoamericanos deben su supervivencia política a la solidaridad instintiva que genera en la región todo aquel que se opone públicamente a los Estados Unidos.

En marzo del 2009, el Diálogo Interamericano publicó una serie de diez recomendaciones para mejorar las relaciones entre Estados Unidos y América Latina. Los miembros de esta prestigiosa organización insistieron en que la prioridad número uno del hemisferio era la recuperación de la economía norteamericana. Era importante para Washington, además, revisar su posición con respecto a Cuba, estrechar su colaboración con México en el área de la seguridad, repensar su estrategia en materia de migración y tráfico de drogas, completar la firma de los acuerdos comerciales pendientes en la región, buscar el apoyo de Brasil en la arena internacional, relajar las tensiones con Venezuela, restablecer su lastimada credibilidad en materia de derechos humanos y contribuir al establecimiento de un programa multilateral de ayuda al desarrollo en Haití.

A este documento se unieron otras propuestas de reforma producidas en esos mismo días por el Consejo de Relaciones Internacionales, la Oficina de Washington para América Latina, el Consejo de las Américas y la Brookings Institution. Con diferentes enfoques y prioridades, todos estos reportes coincidían en lo estratégico del momento. Estaba a punto de celebrarse la Quinta Cumbre de las Américas en Puerto España, donde Obama tendría la oportunidad de reunirse con el resto de los líderes del hemisferio. La voluntad de renovación era palpable. Todo parecía indicar que un nuevo panamericanismo estaba a punto de nacer.

En su discurso en la Cumbre de Trinidad, el presidente Obama prometió cambios todavía más ambiciosos y lo hizo en un lenguaje mucho más radical. Habló del establecimiento de una relación entre iguales, sin socios menores y socios mayores, basada en el multilateralismo y dirigida al la solución concertada de los problemas el hemisferio. Insistiendo en la importancia de dejar el pasado atrás, Obama reconoció que los Estados Unidos debía abandonar su política de interferencia en los asuntos internos de los países latinoamericanos pero al mismo tiempo pidió que se dejase de culpar a Washington por todos los problemas del hemisferio.

Del dicho al hecho

Ha transcurrido más de un año desde que se celebró la Cumbre. Los Estados Unidos han dejado pasar varias oportunidades para cambiar el contenido de su política exterior hacia América Latina. La reciente visita a la región de la secretaria de estado Hillary Clinton ha servido para hacer un balance informal de lo logrado. Ni a ella ni a nadie le parece suficiente.

La recuperación de la economía norteamericana ha dejado mucho que desear, la nueva ola de sentimientos anti-emigrante a lo largo de la frontera con México está creando tensiones innecesarias entre los dos países, y la ayuda brindada a Haití no ha ido más allá de una respuesta puntual a la crisis creada por el terremoto de enero pasado.

La relación diplomática con Venezuela se restableció, a pesar de que continúa la retórica incendiaria el y el carácter irracional del antimperialismo de Hugo Chávez. Sin embargo, para restarle legitimidad a las protestas de Chávez, tiene más sentido acercarse a sus aliados que a sus enemigos. Los Estados Unidos no necesitan una relación más íntima con la Colombia de Uribe pero tienen mucho que ganar aproximándose al Ecuador de Correa. Del mismo modo, el tema del embargo hacia Cuba debe verse en el marco del mejoramiento de las relaciones intrahemisféricas más que como una cuestión bilateral.

Finalmente, las recientes conversaciones sobre proliferación nuclear entre Irán, Turquía y Brasil han brindado a los Estados Unidos otra oportunidad para darle contenido real a su retórica sobre multilateralismo. Sin embargo, Hillary Clinton ha criticado al presidente Lula, de manera cortés pero firme, por insistir en el diálogo con Teherán. Lo importante del asunto no es determinar quién tiene la razón. Es probable que ninguna combinación de diplomacia, amenazas y condena internacional logre sacar a Irán de la senda que lo que lleva a la producción de armamentos nucleares. Pero Brasil ha decidido proyectar su influencia fuera del hemisferio para tratar de contribuir a la solución de un serio problema global. Si realmente quiere demostrar que ha dejado el pasado atrás, Obama debe agradecerle a Lula.


*PhD en Historia por la Universidad de California y 
Profesor de Historia Latinoamericana en Brown University

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Publicado

2010-06-17

Número

Sección

Política internacional