La elección de Jean-Claude Junker y el supuesto déficit democrático de la Unión Europea
Resumen
Finalmente, tras muchas idas y venidas, el 15 de julio el Parlamento Europeo refrendó al luxemburgués Jean-Claude Juncker como Presidente de la Comisión Europea. Juncker había sido designado el 27 de junio como candidato por 26 de los 28 Estados miembro, oponiéndose a tal designación el británico David Cameron y el húngaro Viktor Orban. De acuerdo con lo estipulado en el Tratado de Lisboa, el nuevo Presidente de la Comisión Europea debe ser ratificado por mayoría calificada de los eurodiputados. El 1ero de julio también fue reelecto como Presidente de ese Parlamento el euro-socialista (social-demócrata alemán) Martin Schulz.
La ratificación de Juncker, lograda mediante negociación interna entre los Jefes de Gobierno y grupos parlamentarios, contó con el respaldo de una amplia mayoría. El luxemburgués obtuvo 422 de 729 votos emitidos, o sea el 57.9% (siendo la mayoría calificada 376 votos). Sus apoyos estuvieron en el Partido Popular Europeo (PPE), del que Juncker era el candidato, así como en parte de los votos socialistas (los socialistas españoles siendo una de las excepciones al oponerse abiertamente a su nominación) y liberales. Sin embargo, en los últimos dos campos hubo deserciones importantes que le amputaron la mayoría arrolladora que hubiera significado el apoyo de los tres grupos pro-europeos (480 parlamentarios).
La elección de Juncker y el proceso previo que llevó a su designación, no ha dejado a nadie particularmente feliz. Los grupos parlamentarios comenzaron acordando entre ellos que el candidato del grupo que resultara mayoritario en las elecciones sería el candidato “obligado” a Presidente de la Comisión, en base a una interpretación un tanto “generosa” del Tratado de Lisboa (que solamente establece que el Consejo deberá designar a su candidato tomando en consideración los resultados de la elección europea). Con ello, el Parlamento intentaba dar un paso hacia una verdadera “transición democrática”, hacia una Europa “popular y transparente”, donde el voto de los ciudadanos influiría en las futuras decisiones europeas. Además, el Parlamento inteligentemente instaló así un debate sobre la representatividad de los cargos europeos y la necesidad de otorgar mayor poder de decisión a la ciudadanía.
Claro está que esta interpretación no fue compartida por la gran mayoría de Jefes de Estado y de Gobierno, que no imaginaban ceder poder de decisión al Parlamento. Sin embargo, ignorando el efecto de la campaña parlamentaria y las consecuencias que la misma podría tener a la interna de sus países, los líderes permitieron que fuera creciendo la interpretación de “candidato de partido ganador equivale a candidato a la presidencia de la Comisión”. Aunque el Consejo retiene la potestad de proponer al candidato que desea, las presiones populares y de sus propios partidos políticos (asociados a uno u otro de los grandes grupos europeos) impidieron que los principales líderes europeos impusieran candidatos diferentes al del partido ganador.
El discurso generalizado anti-Juncker que precedió a los comicios y perduró durante los días siguientes a la elección (Merkel, Hollande, Renzi, Cameron) se fue apagando, fruto de la repartición que populares, socialistas y liberales hicieron de los cargos disponibles a fin de “quedar todos contentos” y al definir ellos las próximas autoridades europeas. Así, por primera vez, los líderes europeos debieron agachar la cabeza y aceptar al candidato del Parlamento, incluso reconociendo que no era el mejor “hombre para el puesto”, pero poco dispuestos a verse como “irrespetuosos de la voluntad popular”.
Pero, si los Jefes de gobierno parecen no estar del todo contentos con Juncker, ¿qué podemos decir de la ciudadanía? ¿Con la elección de Juncker el ciudadano europeo que decidió emitir su voto el pasado mes de mayo está realmente satisfecho y siente que ha triunfado finalmente la voluntad popular? La respuesta es clara: NO. Esto es así por dos razones. Quien votó por el PPE en cualquier país de Europa no votó una papeleta con la cara y el nombre de Juncker (quien ni siquiera fue candidato por Luxemburgo, argumentando que no se puede ser al mismo tiempo candidato a parlamentario europeo y candidato a la Presidencia de la Comisión), sino que eligió a sus representantes nacionales. En este caso, el europeo promedio no tenía idea que estaba optando también por Jean-Claude Juncker como próximo Presidente de la Comisión. Si esto se aplica a los votantes del PPE, mucho más se aplica a los votantes de los demás grupos europeos. Más evidente aún es la segunda razón: el 25% de los votantes europeos apoyaron a partidos y eurodiputados euroescépticos, lo que muchos consideraron un llamado al “cambio”. Para esos electores y para quienes prefirieron no votar, Jean-Claude Juncker no es más que un “insider”, un burócrata europeo que si algo no representa, es la voluntad de cambio.
Este mecanismo de elección, democrático no obstante, no habría seguido el proceso de “trickle down” hasta su culminación lógica, o mejor dicho, el círculo que partiría del apoyo del ciudadano hacia su eurodiputado local, de este eurodiputado hacia el candidato a Presidente de la Comisión, culminando con el vínculo o sintonía de dicho Presidente hacia ese ilustre ciudadano al cual le debe, por la mágica propiedad transitiva de los procesos electorales, su elección, no ha logrado cerrarse. ¿Por qué? Por la simple razón de que nadie vota en las elecciones europeas PARA las elecciones europeas.
Esto es producto del desconocimiento de lo que pasa en Bruselas, del desinterés o de que, como ciudadanos, nuestras preocupaciones están dominadas por la política doméstica, y cada instancia de sufragio, regional, local o supranacional, representa una nueva oportunidad para expresarnos sobre los gobiernos nacionales de turno. Aquellos que argumentan que votar directamente por un candidato a Presidente de la Comisión aumentaría el interés de los ciudadanos, tienen un punto válido.
No obstante, es difícil creer que los mismos patrones de validación electoral, las mismas herramientas y atajos cognitivos a la hora de elegir nuestros candidatos, no sean reproducidos al elegir al Presidente de la Comisión. Los ciudadanos votarían por el Presidente de la Comisión como si lo hicieran por un presidente, diputado o senador local, es decir influenciados por las estructuras partidarias locales, con preocupaciones y arraigos bien locales, por más campaña europea que intente hacerse.. Nadie vota por Juncker o por Schulz, sino que vota por Hollande, Merkel, Le Pen, Farrage, Renzi, etc. Pero esto, evidentemente, no es responsabilidad ni culpa de Juncker. En todo caso, los responsables son los partidos nacionales que no impiden la desinformación y la instrumentalización de dichas elecciones por los partidos políticos con fines políticos nacionales.
Las principales críticas escuchadas tienen que ver con la supuesta falta de transparencia y de mecanismos democráticos en la elección del Presidente de la Comisión, así como con la no representatividad de la burocracia de Bruselas y la opacidad de los procesos de toma de decisiones.
Analicemos cómo cambiarían las cosas en caso de votar directamente por un candidato a Presidente de la Comisión, ya que éste es el principal argumento de los euroescépticos y de aquellos que critican la falta de democracia de todo este proceso. El primer escenario alternativo sería que cada partido nacional elija a su(s) propio(s) candidato(s) y se lo(s) presente a sus electores nacionales. Por ejemplo, podríamos considerar que en un futuro no muy lejano, cuando ambos se encuentren desempleados, los franceses de derecha voten por Sarkozy como candidato a Presidente de la Comisión y los de izquierda voten por Hollande. Cada país tendría varios candidatos nacionales y contaríamos en toda la Unión con más de 100 posibles presidenciables (o 200, o 300…). Ahora, en este caso, ¿cómo elegiríamos al próximo presidente? ¿Sería el presidente electo el candidato del partido nacional más votado a nivel europeo? En este caso, salvo raro milagro, el futuro Presidente de la Comisión será siempre un alemán y, para agravar el caso, con un muy escaso porcentaje de los votos totales a nivel europeo.
Por supuesto que la opción de múltiples candidatos por países no sería nunca una opción válida, ya que terminaría siendo mucho menos democrática que cualquier opción actual. La hipótesis alternativa es que los partidos nacionales determinen uno o más candidatos (al cabo de negociaciones conjuntas con sus contrapartes europeas) que presentarán luego en sus listas nacionales. Así, por ejemplo, el votante del PSOE español tendrá la opción entre 2 o 3 candidatos socialistas… Pero espere un momento, ¡¿no es acaso esto algo muy similar a lo qua ya ocurre en la actualidad con la selección anticipada de los candidatos por los grupos parlamentarios europeos?! La única diferencia es que el candidato actual no está claramente identificado en la boleta de voto, pero, en la práctica, el votante informado de un partido afiliado al PPE sabía que su candidato a Presidente siempre fue Juncker, así como los socialistas sabían que el candidato siempre fue Schulz, y esto antes de iniciar la campaña. Ahora, puede usted ser de derecha y no gustarle Juncker, o ser de izquierda y no gustarle Schulz (es cierto que podría haber habido más de un candidato por partido europeo…), ¿pero en qué medida es eso diferente de, por ejemplo, si es usted un votante de derecha alemán y no le agrada Merkel? En la medida que la elección del candidato de cada grupo europeo sea el resultado de la negociación interna de los eurodiputados nacionales, en poco o nada difiere de los mecanismos internos de nominación de los candidatos de los partidos nacionales. Por lo tanto, en la práctica, el mecanismo de elección “directa y democrática” no cambiará en nada si es llevado adelante por los ciudadanos o los eurodiputados, siempre que la información y las reglas de juego sean claramente explicadas y aplicadas, e incorporadas por la ciudadanía.
En relación a la supuesta falta de democracia de las instituciones europeas, conviene precisar que los que más claman contra la falta de transparencia y democracia son, como siempre, las fuerzas menos democráticas, transparentes y tolerantes. Estos son los Le Pen, los Farrage, los Wilders y tantos otros, que camuflan, como todos los representantes de movimientos de este tipo (los hay, y también bien coloridos, a la izquierda), sus principios autoritarios en la denuncia de un supuesto ataque a los valores democráticos y más en particular a la democracia directa, única forma de gobierno que, según ellos, no ha sido corrompida por las instituciones burguesas y las élites tecnocráticas. Pero su ideal democrático es sobre todo el del liderazgo carismático, paternalista y autoritario, su lenguaje democrático es el de la demagogia y la desinformación, su ideal social se basa en la segregación y en la xenofobia, en fin, su ideal de proceso democrático no es otro que el que los vea hacerse con el poder, independientemente de los medios para dicho fin. No nos engañemos, ni Marine Le Pen ni Nigel Farrage están preocupados por la calidad democrática de las instituciones europeas, lo único que les preocupa es cómo capitalizar el descontento hacia la integración europea de una parte de la población y poder así afianzar su posición nacional. En esa óptica, la plataforma europea les ofrece la posibilidad de maximizar el impacto de su discurso y minimizar los riegos relacionados a la toma de decisiones. En definitiva, estos partidos son los free riders del proceso de integración política de la UE, se benefician con todas las ganancias relativas a su participación en el sistema (exposición, financiación, tribuna pública, ayuda a las colectividades, etc.) y al tener una posición abiertamente contraria a la integración, y ningún puesto de responsabilidad, no pagan los costos políticos relacionados al momento de crisis en Europa.
Es cierto que la UE se ha transformado en una unidad administrativa gigantesca, incomprensible para la gran mayoría de los ciudadanos, y esto agrega al sentimiento que es el “burócrata de Bruselas” el que controla el proceso de toma y ejecución de decisiones y no así el representante democráticamente electo.
Pero entendamos aquí a la burocracia, no en su acepción peyorativa y comúnmente compartida, sino como ese concepto weberiano de un cuerpo administrativo, formado y calificado, y necesario para la administración y el buen funcionamiento del Estado. Este proceso de toma de control de las potestades ejecutivas, pero también legislativas por parte de un órgano no electo, es la principal crítica de los euroescépticos. Sin embargo, no resulta en nada diferente del proceso de burocratización que se viene dando, desde larga data, al interior del Estado. En efecto, la complejidad creciente de los temas, la falta de tiempo y de horas disponibles de los parlamentarios, así como la necesidad de llevar adelante ciertos procesos de manera diligente y eficiente, han llevado a que en todos lados (inclusive en los regímenes parlamentarios), el parlamento haya perdido poder frente a los ejecutivos y su cuerpo burocrático. Pensar que cualquier unidad política puede sobrevivir únicamente con un cuerpo de representantes electos responsables tanto de legislar y ejecutar, es cándido en el mejor de los casos, irresponsable y peligroso en el peor de ellos. Los que atacan a la UE en este punto no atacan realmente la falta de transparencia democrática, lo que está realmente bajo amenaza es el concepto mismo de la integración y del supranacionalismo de las instituciones. Lo que molesta a Marine Le pen no es que un burócrata estonio no electo decida por ella, ¡sino que un burócrata estonio (electo o no electo, es irrelevante) decida por ella!
Algunos desearían ver en la importancia de estas nuevas elecciones europeas la transición hacia una cierta forma de parlamentarismo, y en la ratificación (o elección) de Juncker por el parlamento, la emergencia de una figura similar a la de un primer ministro. Un par de precisiones se imponen. En primer lugar, Juncker no es el Presidente de la UE, es tan sólo el Presidente de la Comisión, con importantes potestades, es cierto, pero lejos de ser todopoderoso. Es el Consejo Europeo el que mantiene el rol de fijar las grandes líneas políticas de la UE, no la Comisión, quien ejecuta, legisla, lleva adelante las negociaciones, controla y sanciona. La UE es un mecanismo de integración supranacional, pero no es, y probablemente no lo sea nunca, una única entidad política totalmente integrada, es decir, un Estado. Por más competencias supranacionales que la UE haya desarrollado en los últimos años (comerciales, monetarias, fiscales, etc.) los Estados retienen aún gran parte de sus funciones gubernamentales “régaliennes”.
El debate sobre la “democracia” detrás de los procesos de selección de las autoridades de la UE y del control popular sobre los organismos burocráticos de gestión, es ocioso y capcioso, y ampliamente instrumentalizado por las fuerzas antieuropeas. La nominación de Juncker es democrática porque fue acordada entre los jefes de Estados, electos todos democráticamente por sufragio universal, y los eurodiputados, electos igualmente democráticamente. La democracia representativa implica, le pese a quien le pese, la elección de representantes. Si se exige mayor transparencia y democracia, se debe exigir igualmente un comportamiento ejemplar de la ciudadanía. Un sistema político, para ser eficiente (en la articulación y representación de los intereses y en la consecución de los objetivos), debe ser como un organismo en simbiosis, todas las partes trabajando en conjunto para el beneficio mutuo. Aquellos que ven sólo las culpas y responsabilidades de un lado y las víctimas del otro, o son irresponsables, o mienten descarada y peligrosamente, o sencillamente no han entendido nada a la vida política.
En conclusión, me pregunto: si la elección de Juncker no es democrática, ¿qué dejamos entonces para el Secretario General de las Naciones Unidas? Electo supuestamente de manera democrática por los líderes del mundo, cuando más de un tercio de estos no son avalados por ningún proceso democrático. ¿Y qué decir del presidente del FMI o del Banco Mundial? Y por favor, ni siquiera toquemos el tema de la FIFA y de la CSF…
Germán Clulow es Licenciado en Estudios Internacionales por la Universidad ORT - Uruguay, Master en Ciencia Política por la Université de Genève - Suiza, y Master en Estudios de Desarrollo por el Instituto de Altos Estudios Internacionales y de Desarrollo (IHEID-The Graduate Institute) Ginebra, Suiza
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