Nuestra región en el mundo democrático

Autores/as

  • Prof. Francisco Faig

Resumen

Las esperanzas de democratización de los años ochenta y principios de los noventa en América del Sur fueron parte de un espíritu liberal y democrático que se extendió por todo el mundo. 

Chile, Argentina, Uruguay, Bolivia, Paraguay, Perú, Ecuador y Brasil sumaron sus esfuerzos por construir democracias sólidas en estas latitudes, así como los países de Europa del este hicieron lo propio luego de décadas de dictaduras comunistas. Procesos electorales exitosos se llegaron a consolidar también en Centroamérica, que terminaron con años de guerras civiles – Nicaragua, El Salvador, etc. -. En África y Asia también soplaron vientos democráticos que en algunos casos fueron cruelmente abortados – Argelia, por ejemplo – y en otros abrieron tiempos nuevos – África del Sur, por ejemplo- . Se multiplicó la literatura especializada en sociología y ciencia política sobre las transiciones democráticas, y en América del Sur los grandes debates giraron en torno a las condiciones de desarrollo de la democracia, la gobernabilidad, y sus vinculaciones con el crecimiento económico.

Veinte años más tarde, nuestra región enfrenta vicisitudes distintas. El primer paso para el fortalecimiento de la democracia parece claramente consolidado hoy en día: no hay país de América del Sur que no concurra a elecciones periódicas de sus gobernantes.

La necesaria legitimidad de origen, es decir, la que otorga el pueblo al momento de votar, es reconocida por propios y extraños. Crisis institucionales tan severas como la de 2001 en Argentina o la de estos últimos dos años en Bolivia no se han concluido por golpes de Estado militares, como previsiblemente habría ocurrido a lo largo del siglo XX en situaciones similares en ambos países – y en tantos otros de la región –. 

Sin embargo, el sistema democrático no es solamente votar en elecciones periódicas. La democracia liberal se forja sobre bases de pluralismo – elección de autoridades entre varias opciones políticas -, respeto de libertades individuales, respeto por el Estado de derecho y posibilidades de control ciudadano sobre las políticas de gobierno que, definitivamente, están mayoritariamente ausentes del panorama regional. 

Lejos de profundizar la democracia en un sentido de perfeccionamiento de la arquitectura institucional y de desarrollo de prácticas acordes a esta mayor exigencia, América del Sur concentra sus esfuerzos en torno a problemáticas añejas. Su retórica habla de socialismo, vientos de guerra, carrera armamentista y preocupaciones militares, imperialismo o sueños de integración con faraónicos proyectos de infraestructura regionales. Una excepción es clara: Brasil, al menos desde la exitosa alternancia en el poder que significó la elección presidencial de Lula en 2002, está empeñado en transitar un camino propio que lo tiene como legítimo interlocutor de las principales potencias mundiales en la construcción del nuevo orden internacional.

Pero, de forma general, América del Sur no avanza exitosamente en mejorar las bases democráticas en el ejercicio del gobierno. Existe hoy en día una aceptación clara de la legitimidad de origen de los gobernantes – el voto popular -, pero se falla gravemente con relación a la necesaria legitimidad de ejercicio de esos gobernantes, que lejos están de ajustarse al imperio de la ley de forma sistemática.  

En este sentido, hay mecanismos y lógicas que funcionan mal en Sudamérica. A modo de imperfecto inventario: independencia del poder judicial; control efectivo del poder legislativo sobre el accionar del ejecutivo; consolidación de un entramado de instituciones de regulación con independencia técnica, fines específicos definidos y legitimidad democrática indirecta – banco central, controles de constitucionalidad, controles del mundo audiovisual, etc. –; rendición de cuentas efectiva de la gestión de los gobernantes a la ciudadanía. La mayoría de los países sudamericanos han enfrentado en estos años, además, proyectos de reforma constitucional – en algunos casos aprobados – que buscaron instaurar una reelección presidencial que, en nuestro subcontinente, responde a lógicas de acumulación de poder bien distintas a la reelección presidencial que se verifica en la envidiablemente equilibrada constitución de Estados Unidos. Responde, en síntesis, a lógicas políticas e institucionales no democráticas porque van contra la imprescindible división de poderes.

El panorama es otro en las regiones que, como la nuestra, accedieron en los años ochenta a una mayor democratización. Se debaten allí otros temas. Ni España, Portugal o Grecia, que profundizaron sus democracias en los ochenta; ni Polonia, Hungría, Turquía, Corea del Sur, África del Sur o Finlandia, por ejemplo, para quienes el mundo cambió luego de 1989, ponen en tela de juicio las virtudes de la democracia representativa y liberal como ocurre en Sudamérica. 

Por supuesto, los caminos de perfeccionamiento institucional y efectiva realización democrática son distintos en cada caso. Por supuesto, el grado de desarrollo económico también lo es. Pero a ninguna de sus élites con capacidad y voluntad de conducir los destinos nacionales se les ocurre cuestionar el principio de la democracia representativa liberal y su necesaria conjugación a la luz de las legitimidades de origen y de ejercicio del gobierno. 

Todas ellas, en mayor o menor grado, se ocupan de perfeccionar sus sistemas democráticos desde la aceptación de la mayor complejidad de la actuación de gobierno en tiempos de globalización económica. Los problemas a atender son, por ejemplo, cómo compatibilizar el mayor protagonismo del saber técnico en el poder político, con la necesaria legitimidad democrática del gobierno. O cómo modernizar la base legal para seguir protegiendo las libertades individuales en tiempos de revolución tecnológica y de comunicaciones. O, en los casos húngaro, polaco y turco, cómo adaptar las legislaciones nacionales y las prácticas institucionales a los designios de mayor democratización que impone la Unión Europea.

Desde los países centrales, y los no tan centrales, echar un vistazo hacia nuestro subcontinente alcanza para concluir, con una sonrisa comprensiva hacia nuestra pintoresca situación, que vivimos folclóricamente en tiempos pasados. La imagen de Chávez, cuando atina a entregar, reivindicativo, un ejemplar de “Las venas abiertas de América Latina” de los años setenta al presidente Obama en abril pasado, lo resume todo. Y la respuesta de Obama, que apuesta a construir futuro y no a discutir pasado, da cuenta, con elegancia y sencillez, del divorcio entre la sensibilidad democrática moderna y la sudamericana.

En este esquema, pagan justos por pecadores. La devaluación de la calidad democrática regional complica a dos países relativamente pequeños y comparativamente más democráticos: Uruguay y Chile (y Costa Rica en Centroamérica). Los dos se perjudican de la visión generalizadora que se tiene de nuestro tan peculiar como rezagado subcontinente, en materia de construcción y ejercicio democráticos.

La apertura al mundo desde la individualidad, dejando de lado al subcontinente, ha sido la apuesta de Chile en estos veinte años para avanzar en su desarrollo y tratar de diferenciarse del embarazoso continente sub- democrático. En su momento, algo no muy distinto hizo Uruguay, cuando se quiso identificar como la Suiza de América, y buscó en el mismo movimiento, separarse de las tribulaciones suramericanas. 

En todo caso, es claro que el espejo de la mejora de la calidad democrática, tanto para Chile como para Uruguay, no se encuentra en Sudamérica. Y que las decisiones estratégicas de inserción internacional de ambos países son relevantes a la hora de procurar un mejor destino nacional.

*Profesor de Sistema Internacional Contemporáneo
Depto de Estudios Internacionales
FACS- ORT Uruguay

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Publicado

2009-08-20

Número

Sección

Política internacional