Una bota aplastando un rostro humano - ¿por siempre?
Resumen
“El infierno, del que se habla poco en este tiempo, existe y es eterno”
-Josef Ratzinger, 27 de marzo de 2007
“(…) where in the free world can one see 10,000 children dancing in synchronisation, dressed as eggs?”
-The Economist, 1 de noviembre de 2007
Cuando el reinado de la familia Kim inevitablemente se derrumbe, el mundo se hará una serie de preguntas de difícil respuesta. ¿Cómo es posible que la humanidad haya convivido con un gobierno que mantiene a un décimo de su población en campos de trabajos forzados? ¿Realmente existió -en plena era de Twitter, la microbiología y Barack Obama- un país “industrializado” en el cual no había contacto con el mundo exterior? ¿Cómo fue posible que hubiera personas muriendo de hambre a cortas distancias de Seúl, Shanghai y Tokyo? ¿Por qué no se prestó más atención a personas como Shin Dong-hyuk, la única persona conocida que nació en los campos y escapó para contarlo?
De los pocos hechos que conciernen a Corea del Norte y se cuelan al mundo exterior, son dos los que dominan las noticias recientemente. El primero es el del programa nuclear-misilístico que el régimen desarrolla hace décadas.
Los dos principales benefactores del gobierno de Pyongyang, que son Rusia y particularmente China, nunca han tenido demasiado interés en contener el expansionismo militar de la familia Kim. Desde su perspectiva, el régimen coreano constituye un divertido obstáculo que colocarle a Estados Unidos y sus aliados en la región de Asia Oriental. Más bien se trata de un método casi sin costos de proteger a un viejo aliado ideológico y, sobre todo, detener el avance de una posible unificación coreana democrática en sus propias fronteras.
Son entonces los vecinos democráticos de Pyongyang quienes más tienen que temer su desarrollo de bombas nucleares y misiles balísticos: Corea del Sur y Japón. Aunque los dos cuentan con suficiente potencia como para acabar con el régimen en caso de un conflicto bélico, ambos están atados por la intención comunista de incinerar las poblaciones civiles de ambos países apenas se iniciase el conflicto.
Esto deja a cargo a un solo actor, que se ha vuelto el principal interlocutor y objetivo de la alharaca norcoreana: Estados Unidos. En 2009, por fin es posible afirmar que el fracaso estadounidense hacia Corea del Norte es nítidamente bipartidista.
La Administración Clinton intentó durante varios años aplacar al régimen comunista a través de un programa de intercambios. Por un lado, los coreanos deberían suspender su actividad nuclear –particularmente el enriquecimiento de uranio. Por el otro, Estados Unidos y sus aliados le otorgarían una mayor legitimidad política, inversiones, alimentos gratuitos y todo tipo de concesiones. La clave, que resultará familiar a muchos, era engagement: el poder de la diplomacia en oposición a la fuerza bruta.
Todo esto fue un fracaso estruendoso, aún antes de su confirmación en el año 2003. Antes de eso llegaron las vergonzosas imágenes de Madeleine Albright acompañando a Kim Jong-il a presenciar las ceremonias aeróbicas de sus esclavas en los estadios de Pyongyang, los informes sobre cómo el régimen había vendido ilegalmente los alimentos donados en vez de repartirlos a la población, la hambruna que mató a cientos de miles de personas en 1997 y la revelación de que la cumbre entre el presidente de Corea del Sur, Kim Dae-jung, y el dictador Kim Jong-il fue un fraude logrado a través del soborno. Por último, ya bajo la Administración Bush, en 2003 la inteligencia estadounidense comprobó que, a pesar de todas esas posturas de rodillas, los aliados habían sido engañados: Corea del Norte aún refinaba uranio y galopaba hacia la bomba.
El nuevo gobierno apuntó a una política mucho más sensata, al menos inicialmente: la confrontación. Bajo la lógica de que no se puede confiar en la palabra de un régimen totalitario, se esfumó la actitud constructiva estadounidense y se pasó a la implantación de sanciones duras, despliegues militares y cambios doctrinarios sobre la relación con el gobierno comunista. La respuesta ha llegado en varios años de insultos, amenazas y ensayos bélicos de parte del Norte, que hasta hoy no han cesado. De hecho, sobre el final de su período el propio Bush cambió de rumbo y retornó a la mesa de negociaciones (cosa que nunca había dejado de hacer) con ofertas de concesiones unilaterales, como lo fue la eliminación de Corea Comunista de la lista de estados que apoyan el terrorismo.
Esta ofrenda no funcionó. Por el contrario, generó una cruel réplica en el secuestro de dos periodistas estadounidenses y su condena a trabajos forzados por “espionaje”. Aún ante esta catarata de agresividad, personalidades como Mikhail Gorbachev insisten en la necesidad de “negociar” con el régimen.
En definitiva, tanto demócratas como republicanos, tanto la diplomacia como la confrontación, han fracasado en Corea del Norte. Se trata de un hecho simultáneamente esclarecedor y alarmante, particularmente para quienes se ocupan de este tema en el Departamento de Estado. A Estados Unidos no le quedan opciones; incluso Henry Kissinger se ve limitado a proponer variantes del diálogo multilateral.
Es así que aparece el segundo gran tema norcoreano que figura en las noticias internacionales. Se trata del único que el régimen no puede controlar y al cual, a diferencia de los anteriores, no puede ser indiferente: la biología.
Kim Jong-il está enfermo, como lo evidencian tanto las nuevas imágenes que de él circulan como la conducta de su corte, que ha anunciado a su sucesor. Se trata de su hijo más joven, Kim Jong-un. Nuevamente como ilustración de lo cerrado que ha sido el régimen hasta ahora, apenas existe una fotografía conocida de esta persona, que podría heredar en cualquier momento un aparato represivo de más de un millón de hombres y veinte millones de ciudadanos-súbditos.
Los departamentos de Asia Oriental de las principales cancillerías, agencias de inteligencia y universidades del mundo desarrollado se encuentran investigando una gran interrogante: ¿quién es Kim Jong-un? Muchos esperan que su educación suiza, radicalmente diferente de la crianza de su padre en las guerrillas y palacios estalinistas, tempere sus instintos y lo lleve a iniciar el camino de las reformas. Al momento, la mejor manera que se ha identificado para saber algo acerca de él es leer las memorias de Kenji Fujimoto, el pseudónimo que usa el japonés que fuera cocinero de la corte comunista durante la década pasada.
El régimen más inmóvil de todos se encuentra ahora armado con bombas nucleares y la tecnología necesaria para dispararlas a grandes extensiones de la región. Existen varios caminos por los cuales esta amenaza puede acabarse. Una es el colapso al estilo soviético, que es fácil descartar por la persistencia del aparato represor. La segunda es la guerra, que implicaría cientos de miles de muertos y la eliminación de toda la familia Kim, así como de la cúpula comunista. Aún a pesar de las invocaciones de personalidades como Lawrence Eagleburger, esto permanece como una posibilidad distante. La tercera y última es la reforma, que sólo podría iniciar Kim Jong-un.
Mientras tanto, hay millones de norcoreanos que no tienen tiempo para pensar en la política. Su principal preocupación es no ser asesinados ni deportados a los campos por la policía secreta, así como cumplir con las cuotas de producción, de “autocrítica”, de participación en la movilización comunista y de veneración pública al nuevo sol, Kim Jong-un. Según Fujimoto, éste se hizo la pregunta hace varios años:
“Aquí estamos, jugando basketball, cabalgando, andando en motos de agua y divirtiéndonos. Pero, ¿cómo son las vidas de las personas comunes?”
(*) Profesor de Política Comparada.
FACS. ORT - Uruguay
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