En política no existen santos ni siquiera de izquierda
Resumen
Suena la alarma en la izquierda populista latinoamericana. Alarma no por los excesos que los regímenes que de tal ideología han cometido, sino porque un ex obispo que, adhiriendo a dicha corriente ideológica, ha cometido faltas en contra de su posición religiosa. ¿Es tan grave? Hagamos cuentas.
Más allá de las obvias diferencias que caracterizan a distintos países y situaciones, si en algo concuerdan los movimientos “izquierdistas” y populistas latinoamericanos es en una pretendida (y pretenciosa) imagen sacrosanta con la que procuran dotarse de un halo de honestidad e incorruptibilidad intachable.
En efecto, muchos de los actuales presidentes del continente llegaron con un discurso en el que se hacía hincapié en la honestidad del candidato y su partido en abierta y explícita contraposición con el desempeño de los pretéritos políticos y partidos tradicionales, en una suerte de moralizante determinismo a la inversa:nosotros venimos a rescatar al país, pues todo tiempo pasado fue peor.
Ahora que “de veras” el pueblo eligió a los honestos, las cosas cambiarían radicalmente. Honestidad en el manejo de las cuentas, nada de corrupción o clientelismo, nada de nombramientos en el gobierno, no más abusos tributarios, no más acuerdos con el FMI ni a los bancos del Consenso de Washington. ¡Basta de cipayos! Transparencia y honestidad para con el pueblo: los más necesitados serán quienes más reciban, no como bajo el reinado del malévolo “neoliberalismo”, (desde entonces la peor “mala palabra” que podría pronunciarse dentro de la “impoluta” izquierda latinoamericana). Justicia y honestidad en el campo de los Derechos Humanos: los crímenes de Estado del pasado serán investigados y traeremos justicia a las víctimas. Los verdaderos criminales, los represores, no el que delinque y mata por necesidad social, el que mata por razones políticas. Los demás sólo son víctimas de una sociedad que los obliga a ello.
Encontramos como adalid de esta nueva escala de valores a la Venezuela chavista, centro de admiración de muchos desinformados con veleidades de “intelectualidad”, o “intelectuales” con pretensiones de novedad.
El resto de la América populista no es mejor. Para desconsuelo de los socialistas sensatos (que sí existen) y algarabía de los saltimbanquis de turno, muchas naciones latinoamericanas han acabado en la “bendición” de su izquierda y sus “benditos” enviados.
Comencemos por Bolivia, donde el Presidente Evo Morales logró la presidencia gracias al apoyo unificado de las mayorías indígenas del Altiplano. Todo esto está muy bien, con la excepción de que más de un tercio de la población boliviana no es ni altiplánica ni aymara, y que ha votado en contra suya de forma sistemática al punto de que sus pueblos ya reclaman autonomía y sigilosamente hablan de independencia. Todos estos departamentos han proclamado, mediante las urnas, su autonomía, cosa denegada por el gobierno de La Paz. El colmo había llegado meses antes cuando, exigiéndose para una nueva Constitución una mayoría de tres cuartos de votos, la mayoría oficialista la impuso por sobre la mitad, arrojando literalmente a asambleístas opositores de las gradas, con no pocos heridos de gravedad por unos pocos votos.
Mientras tanto, tenemos en Ecuador a un doctor en Economía con un historial académico admirable. Pero todo su atractivo se desvanece en cuanto toma políticas más favorables a Venezuela que a su propio país y luego, en un gesto de imprudencia, casi genera una guerra con Colombia. En cualquier caso, entre todos los “salvadores”, el recién re-electo Correa parece el más capaz, el más susceptible a engendrar algo parecido a una democracia liberal seria, y el más cercano a escapar en cuanto el circo se desmorone.
Caso radicalmente distinto el de Nicaragua. Los sandinistas, que habían resuelto confiar su dominio en elecciones democráticas propias de un régimen liberal, han regresado con un Daniel Ortega apagado, opaco, casi siniestro. A las acusaciones que tiene de abuso sexual por parte de su propia hijastra, hay que agregarle su espíritu errático y combativo en las conferencias internacionales. Y encima con denuncias bastante fundamentadas en cuanto a la validez de las pasadas elecciones municipales en el país centroamericano.
Finalizando contamos al señor Kirchner y a su señora. Si en la era Menem teníamos escándalos, con la pareja “K” estos se multiplican exponencialmente. Valijas con millones de dólares provenientes del gobierno venezolano que no se sabe a dónde van. Inversiones en proyectos jamás realizados; piquetes proyectados, piquetes reprimidos, piquetes permitidos. Censura de periodistas. Incluso existe -algo nunca visto- una secretaría oficial que dibuja los índices económicos a discreción: “hoy bajamos la inflación, hoy subimos el salario real, bajamos la canasta básica, menos pobres y todos contentos”.
Pero vayamos al tema de cuestión, a Fernando Lugo. El “santo” que había renunciado a la diócesis de San Pedro en Paraguay, y que luego renunciara a su calidad de sacerdote con tal de obtener la candidatura a la presidencia, sabía a lo que quedaba expuesto.
Vencedor en las elecciones paraguayas de abril del 2008. Apoyándolo, se agrupaba una variopinta y en cierto modo improvisada coalición de partidos políticos y otros grupos sociales y sindicales, considerados en el Paraguay de “izquierda”, frente a los conservadores del Partido Colorado paraguayo que, de una forma u otra, y escándalo tras otro, habían monopolizado el gobierno desde hacía décadas.
Lugo, quien ejerciera el obispado y luego el sacerdocio hasta su proclamación oficial como candidato a la presidencia, fue visto por toda la izquierda latinoamericana (y por qué no, también por parte de la derecha) como un símbolo de esperanza para la nación guaraní. Su imagen de hombre de Dios al servicio de los pobres conmovió a propios y extraños, y su carisma capaz de reunir a todo un pueblo detrás de él lo entronizó –probablemente sin que él lo quisiera- de forma exagerada y, a la postre, contraproducente.
Fue cuestión de esperar a que el ex-obispo se hiciera con una oposición articulada, tanto fuera como dentro de su fuerza política, y dispuesta a “jugar duro”, para que los actuales escándalos de hijos no reconocidos (no se sabe con certeza el número, dado que cada día surgen nuevos casos que o han sido aceptados o bien no han sido desmentidos) y estupro (es decir, sexo con menores) salieran a la luz, dando de bruces contra el suelo la popularidad del presidente.
Éticamente, la actitud es reprobable. En su religión se supone que es un pecado (o varios), pero puesto que el Papa actual condena tranquilamente a los profilácticos en África (un continente plagado por el sida) y pide a los cameruneses que se abstengan de la codicia (dado que es una nación muy rica y ostentosa) para recuperar al mundo de su crisis, no hay que tomar semejantes preceptos más en serio que las diatribas de un Chávez o un Ortega. En todo caso, si a ellos adhirió de por vida Lugo, lo esperable es que los cumpla.
Lo relevante es que, más allá de su condición de antiguo sacerdote que no reconoce sus propios hijos, cabría preguntarse: ¿no fue Lugo lo suficientemente precavido como para vaticinar lo que le ocurriría siendo una figura pública? ¿No tuvo tiempo para informarlo al pueblo paraguayo a la par que solicitaba a la Iglesia su condición de laico, antes de ser candidato? En un país inmensamente católico, y donde uno de cada cuatro niños no es reconocido por su padre, el caso es grave.
El resultado es que una nueva figura “santa” del populismo se desvanece, constituyendo un nuevo golpe a la supuesta “ética superior” auto atribuida por la mencionada corriente ideológica.
El affaire de Fernando Lugo tendrá indudablemente consecuencias políticas, si bien desde su presidencia se encargan en desmentirlo de forma sistemática. El mayor beneficiado será probablemente el vicepresidente, el liberal Federico Franco, quien ya había manifestado varios desencuentros con el primer mandatario, y que como político es mucho más temido por la oposición. Si bien Lugo ha descartado su renuncia, no sería extraño que Franco peleara por la misma.
Por otra parte, el mayor damnificado es el pueblo paraguayo, que toma con comprensible tristeza el acontecer de los hechos. En conclusión: una nueva decepción para cierta forma latinoamericana de hacer política que, cegada por su propia naturaleza idólatra, olvida que vota a seres humanos, y no a dioses o santos.
¿Es grande el pecado de Lugo? Puede que lo sea, pero en verdad queda pequeño frente a las barbaridades y atropellos que padecen varias naciones latinoamericanas por obra y gracia de sus propios “iluminados” y “honestos” “curas” de turno. Faltas por la que deberán pagar durante décadas.
* Estudiante de la Licenciatura en Estudios Internacionales.
FACS - ORT- Uruguay.
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