La evolución de la derecha chilena

Autores/as

  • Marcos Gabriel Rodríguez

Resumen

Varios factores parecen presagiar un futuro triunfo de los partidos políticos chilenos de derecha en las próximas elecciones presidenciales, a celebrarse dentro de un año. Hacer pronósticos a estas alturas puede sonar bastante fuera de lugar, puesto que mucha agua ha de correr bajo el puente, pero al tratarse de una tendencia que continúa afianzándose y, siendo Chile uno de los cuatro o cinco  países latinoamericanos donde recaen todas las miradas, vale la pena hacer un breve análisis de la significación histórica de dicho acontecimiento. Y el mismo pasa por el reconocimiento (empírico, no ético)  de los tres o cuatro estadios que ha tenido el conservadurismo trasandino.

Podríamos empezar por recordar que, hasta la radicalización del gobierno de Allende, y la posterior dictadura pinochetista, el sistema político chileno gozó, durante todo el siglo XX, de una salud democrática envidiable, hablando siempre desde nuestro contexto latinoamericano y manejándonos con los criterios elementales que definen a una poliarquía en los términos del paradigma pluralista.

Nunca fue –como Brasil- una democracia tutelada por el ejército, a pesar del prestigio del que gozaba dicha institución a partir de sus victorias militares, principalmente en la Guerra del Pacífico. Tampoco llegó a abrazar, como la gran mayoría de las naciones del continente, a un caudillo populista que terminara estableciendo, queriéndolo o no, un sistema de partido hegemónico y con el poder para el poder como ideología, como Cárdenas en México o Perón en Argentina: a contramano de esto, Chile llegó a vivir una extraña predominancia de su parlamento, lo que generaba y se retroalimentaba con una gran heterogeneidad de partidos con posibilidades de acceder al poder, coalición  mediante. No cargó con una herencia de extensas guerras civiles –como el Uruguay-, que derivara en una democracia de tradiciones y divisas en el inconsciente colectivo. Finalmente, supo alcanzar la meta del voto universal de manera muy temprana, casi a la par que los vecinos países rioplatenses.

El fondo de la cuestión no era tan maravilloso, por supuesto, y se manifiesta como un constante dominio del conservadurismo. Las élites económicas chilenas jamás tuvieron ningún tipo de enfrentamiento intestino entre sus tres modalidades de dominio: la agrícola, la industrial-minera y la financiera (vale recordar que buena parte de la minería, hasta la década de los sesentas, estuvo en manos de capitales estadounidenses). Esta cohesión del poderío económico evitó sistemáticamente el ascenso de una fuerza de izquierda por medio de las urnas a través de concesiones graduales –en materia de derechos políticos - que favorecieran, en un sistema democrático atomizado, al estrato social que tenía la última palabra: la clase media (las concesiones sociales a los sectores populares fueron menores y más lentas). De hecho, cuando entre las décadas de los 30s y los 40s vence en tres elecciones consecutivas el denominado Frente Popular (radicales, socialistas y comunistas), las clases altas -a través de su aparato político de derecha-, no tardan en cooptar al Partido Radical, fuerza dominante del grupo. Este giro llegó al extremo tragicómico  de que un mismo presidente, González Videla, comenzara su mandato con tres ministros comunistas, para luego terminarlo habiendo proscrito al Partido de extrema izquierda en su totalidad (medida que duraría poco).

Este modelo político llega a su final con la creciente crispación social que se extendería por toda Latinoamérica desde mediados los años ’50. Surge un nuevo escenario, que es más conocido por lo que no me extenderé demasiado en el mismo: el de un sistema político dividido en tres (conservadores, la FRAP-Unidad Popular lideradas por Salvador Allende, y los democristianos de Eduardo Frei, situados oportunamente en el centro). Si bien la derecha en un principio interpreta bien las circunstancias y apoya a Frei en el 1964, en 1970 decide “cortarse sola” y presenta a su propio candidato, provocando una ajustada –e inesperada- victoria de la UP.

El hecho de que las élites económicas permitieran a una persona como Allende alcanzar el poder, es una prueba de la madurez –probablemente no buscada- de la democracia chilena de entonces. Ahora bien, una cosa es reconocer la derrota y otra muy diferente el adaptarse a sus consecuencias. Conocemos el desarrollo de los acontecimientos: abrupto descontento de las clases medias, un “todo vale” por parte de las clases altas, fragmentación en las clases bajas, radicalización política, caos, intervención de las hasta entonces constitucionalistas fuerzas armadas, golpe institucional.

1973: entramos en otro estadio de la derecha chilena: el de colaboración con los militares. Si bien es evidente que el régimen burocrático-militar devenido a neo caudillismo ultra conservador no daba mucho margen para la acción política propiamente dicha, Pinochet deja en manos de la derecha civil los asuntos económicos, en una suerte de tecnocracia paralela que determinaría un paradigma macroeconómico que más o menos continúa hasta la actualidad.

Esta identificación de los conservadores con el régimen, persistió hasta muchos años después de su caída. En primer lugar la derecha no podía “lavarse las manos” en cuanto a su evidente participación en la dictadura, si bien su papel en los aspectos más siniestros de la misma no fuera tan claro. En segundo lugar, haber renegado completamente de Pinochet hubiera supuesto un suicidio político frente a los votantes más fieles, que tenían (y muchos siguen teniendo) gran estima al difunto general. Evidentemente fue una identificación implícita caracterizada por una suerte de PPS -“un profundo y prolongado silencio”-, dado que, como cincuenta años atrás, el vencer en una elección pasaba necesariamente por ganarse al votante de centro.

La importancia del estigma pinochetista podría establecerse en las terceras elecciones de la nueva etapa democrática (1999). Con el ex dictador detenido en Londres, los conservadores ven una buena oportunidad de desmarcarse del mismo (sobre todo cuando el propio gobierno de centro izquierda pagaba el precio de exigir que fuese liberado). Los resultados fueron sorprendentes: el ex Chicago Boy y alcalde del exclusivo distrito de Las Condes, Joaquín Lavín, quedó segundo frente a Ricardo Lagos por sólo 30 mil votos en la primera vuelta.

Este repentino resurgimiento de la derecha (confirmado luego en la elección de Lavín como alcalde de Santiago), basado por igual en el progresivo ocaso de la figura del dictador y en un populista eslogan de “cambio”, sería el primer paso hacia la conformación de una alternativa válida y aggiornada del conservadurismo chileno.

El segundo paso, es la aparición como líder de la figura de Sebastián Piñera. Nacido en una familia de tradición democristiana, y dedicado hasta hace poco a la actividad privada, marca sin lugar a dudas una nueva generación conservadora, sin lazo alguno con el pinochetismo –explícito o implícito- y con un discurso bastante sensato en comparación con la vacuidad lavinista (y bastante más moderado, por cierto).

Piñera parte como claro favorito frente a cualquier potencial candidato de la Concertación entre socialistas y democristianos, desgastada tras dieciocho de gobierno. La gran esperanza de la coalición de centro izquierda, que era una eventual nueva candidatura de Ricardo Lagos, se desvanece tras el descalabro del nuevo sistema metropolitano de transporte (Transantiago), ideado durante su presidencia. Una victoria de la Alianza por Chile (el nombre que recibe la coalición conservadora) marcaría el definitivo tercer paso para identificar la nueva cara de la derecha chilena, en particular en un continente que parece que continuará siendo dominado por la izquierda en la mayoría de sus países.

 

 

 

* Estudiante de la Licenciatura en Estudios Internacionales. 
FACS - ORT- Uruguay

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Publicado

2008-12-04

Número

Sección

Política internacional