El discurso anti-norteamericano y un posible triunfo de Obama

Autores/as

  • Aldo Mazzucchelli

Resumen

Barack Hussein Obama aparece cada vez con más claridad –aunque aún la última palabra no está dicha- como el próximo presidente de los Estados Unidos. Simultáneamente, la aún indefinida situación económica global –no hay ninguna duda de la magnitud histórica de la crisis del sector financiero, pero hay opiniones diversas respecto del nivel y carácter de su impacto futuro en el resto de la economía - ha inaugurado una serie de declaraciones fuertemente críticas acerca de la situación y el rol pasado, presente y futuro de los Estados Unidos en el mundo. Leyendo las informaciones y noticias que llegan desde Uruguay y desde otras zonas de América Latina –por ejemplo, algunas declaraciones particularmente fuertes de los presidentes de Brasil y Argentina en las últimas semanas- da la impresión que la crisis financiera ha servido de catalizador del fuerte antinorteamericanismo que ha caracterizado especialmente los últimos cinco años, a partir de la invasión a Irak en 2003.

¿Cuál sería el impacto de una eventual elección de Obama en ese discurso anti-norteamericano? Este impacto está ligado a dos grandes factores: la política exterior que el nuevo presidente siga, y el grado de predisposición de los críticos de Estados Unidos en el mundo a considerar los posibles cambios y sucesos internos en ese país como relevantes o no para formar su opinión sobre los Estados Unidos.

En efecto, para nuestro razonamiento, se podría dividir, grosso modo, la actitud anti-norteamericana, en dos grandes posturas. Una es una postura que podemos llamar filosóficamente anti-norteamericana, y que, debido a que tiene tales diferencias de fondo con el capitalismo, la democracia liberal, y la política exterior de Estados Unidos, que califica en todos los casos de imperialista, resulta –en lo que toca a Estados Unidos- inmune a cualquier cambio interno del sistema, pues es el sistema mismo lo que se rechaza. Para esa forma de mirar, probablemente sería más cómodo que ganase McCain, pues un triunfo de McCain desestabilizaría menos el presente rechazo a Estados Unidos en el mundo, rechazo que incluye, entre otras, la noción de que se trata de una sociedad racista que, por definición, jamás podría elegir a un afroamericano como presidente (tal convicción, y la perplejidad ante los hechos presentes, la ha manifestado Fidel Castro en una declaración muy reciente).

La otra gran zona de la actitud anti-norteamericana incluye la posibilidad de debatir rasgos y acentos internos de liberalismo y capitalismo, e incluso considerar diferentes formas y valores de la presencia norteamericana fuera de fronteras. Esta es una zona de la opinión que se ha visto fuertemente impactada, negativamente, por las acciones de la administración Bush, especialmente su intervención en Irak. La administración Bush y la política llevada adelante por el sector que ha controlado el partido Republicano en la última década ha funcionado como confirmación de que los Estados Unidos dieron la espalda a ciertos intereses ampliamente compartidos en el resto del mundo (globalización con respeto a la diversidad, no violencia, lucha por el mejoramiento del medio ambiente). El consiguiente rechazo a la presencia y rol norteamericanos –que ha crecido de modo exponencial en el último lustro-, puede experimentar cambios que lo maticen y lo disminuyan si, como cree la mayoría de los observadores políticos, Obama gana la elección el 4 de noviembre.

Un factor decisivo en la formación de opinión de este segundo grupo será la política exterior de la nueva administración. ¿Cuál es, entonces, el posicionamiento de Obama respecto de la tradición de la política exterior americana? Pese a lo que la campaña republicana ha dicho, Obama no es un radical de izquierda, ni siquiera dentro del espectro del partido Demócrata. Se puede definir como un demócrata de centro, con una tendencia aproximadamente equilibrada respecto de las dos tradiciones principales de política exterior en su partido, en especial respecto de la guerra.

Para explicar esto, hay que descartar primero toda idea de que el partido Demócrata sea una fuerza fundamentalmente contraria a las guerras. Para mostrarlo, basta recordar que el partido Demócrata estuvo en el poder en el inicio de todas las guerras importantes que los Estados Unidos pelearon durante el siglo XX: Woodrow Wilson tuvo que tomar la decisión de intervenir en la Primera Guerra mundial, Franklin Delano Roosevelt luego de Pearl Harbor en la Segunda, y Harry Truman inició la Guerra Fría con su decisión de arrojar las dos bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945, y estuvo involucrado en el lanzamiento de la guerra de Corea. También fue durante la administración de otro demócrata, John F. Kennedy, que se inició la guerra de Vietnam. De modo que no hay nada particularmente anti-belicista en la historia del partido Demócrata. Sí es cierto que se formó, frente al desarrollo de la guerra de Vietnam,  una facción fuertemente anti-guerra dentro de ese partido, que elaboró en la década de los ‘60 su propia teoría doméstica del carácter imperialista de los Estados Unidos. Esa es la facción que alimentó el fuerte pacifismo de los años 60 que terminó con el retiro en derrota de los Estados Unidos de Vietnam. Esta facción radical del partido Demócrata (representada sobre todo por McGovern en los tempranos años ’70) es la que debe contarse como representante de una postura no intervencionista, y como fuente de una crítica a muchas de las políticas contemporáneas del país, especialmente en lo que tiene relación con las dictaduras latinoamericanas de los años 70 –Jimmy Carter accedió al poder en parte apoyándose en el discurso creado por esta facción, y tuvo en su agenda el desmantelamiento de la CIA que había operado en los sesentas y primeros setentas, y lideró el cambio de rumbo de los Estados Unidos respecto a este tema en la última parte de aquella década.

Pero Obama no representa simplemente a ese sector, aunque tenga algunos lazos con él. En la presente campaña se ha pronunciado muy claramente por una continuación de la intervención militar norteamericana en Medio Oriente. Por cierto, Obama se ha opuesto a la intervención en Irak, y fue uno de los parlamentarios que no apoyó con su voto la intervención desde el primer momento –a diferencia de su candidato a la vicepresidencia Joe Biden, quien sí lo hizo. Obama no apoya Irak, no porque considere que toda guerra es un crimen, sino porque considera que la guerra de Irak es la guerra equivocada. Pero, en cambio, ha repetido que debe incrementarse la presencia y la fuerza militar en Afganistán –en donde las cosas no están marchando bien para los relativamente escasos contingentes que permanecen en el territorio—, y también ha marcado la necesidad de “alinear” a Pakistán para que colabore más con los Estados Unidos en la guerra contra Al-Qaeda en las montañas del noroeste del país.

Un segundo factor –descontado un anti-militarismo y anti-intervencionismo simple y llano de Obama, que no corresponde a la realidad— será la relación de Estados Unidos con sus aliados, especialmente europeos –priorizar las relaciones con Europa ha sido tradición del Partido Demócrata. Es aquí en donde más se ha marcado la potencialidad de Obama de devolver a Estados Unidos al diálogo internacional que virtualmente abandonó bajo el gobierno de Bush. Obama tiene uno de sus costados más interesantes en la lucidez con la que ha encarado la urgente necesidad de hacer reencontrar a los Estados Unidos con diversos actores mundiales que no tendrían razones filosóficas de fondo para estar tan distantes de ese país como están hoy –típicamente Francia y Alemania. Pero cuando Obama intente recuperar fuertes alianzas con las democracias europeas, se topará seguramente con tres factores: a) los problemas de presupuesto que esos países afrontan en medio de una crisis globalizada, que les limitan en su capacidad de acción militar; b) con los diversos compromisos de esas naciones –especialmente importantes los alemanes, que dependen de energía que viene de oriente- con Rusia; y c) con el fuerte anti-norteamericanismo que ha crecido entre la población europea en los últimos cinco años.

Rusia, nuevamente, aparece como un actor decisivo, que parece dispuesto a empujar el tablero internacional hacia un formato de segunda guerra fría que, en muchos sentidos, sería un paso atrás respecto de los esfuerzos de desarme de los años 90. En este punto, no hay que descartar que Rusia (que ha dejado un pie en Georgia) haga alguna movida fuerte en estas próximas semanas, aprovechando la debilidad y el relativo caos interno por el que están pasando los Estados Unidos en este contexto de cambio de gobierno y complicaciones financieras y militares.

Finalmente, la cuestión de la amenaza explícita de Irán sobre Israel y la consiguiente tensión en sentido contrario por parte de los israelitas, puede volverse más seria a medida que pase el tiempo. Y especialmente Irán y Rusia saben, como lo sabe Obama (quien lo repitió en los tres debates con McCain) que ninguna potencia puede mantener su supremacía militar si pierde su supremacía económica. El mensaje es claro: Estados Unidos tiene que solucionar sí o sí su situación económica si pretende aplicar cualquier política exitosa a nivel exterior. El panorama hoy, en ese aspecto, es sombrío para Estados Unidos; pero también es cierto que los recursos de renovación y recuperación de los Estados Unidos se han demostrado muy fuertes a lo largo de su historia, y no hay ninguna razón clara que haga pensar que no lo harán de nuevo en esta coyuntura.

Esta cuestión de la necesaria independencia financiera que los estadounidenses contemplan con preocupación tiene un capítulo totalmente central en la necesidad de conquistar independencia energética. Este tema ha sido central a la campaña de ambos candidatos,  y curiosamente no aparece destacado en las noticias sobre la misma que se publican fuera de Estados Unidos. Sin embargo, la centralidad de la cuestión energética está ligada directamente a un tema que interesa a todo el planeta, que es la cuestión del calentamiento global. Es sorprendente que los críticos de los Estados Unidos por su indiferencia –tenaz bajo la administración Bush- respecto de los problemas del cambio climático global, no hayan notado que van a ser probablemente los Estados Unidos, y muy probablemente en un plazo históricamente insignificante (Obama y McCain hablan de entre 5 y 10 años) los que ofrecerán al mundo las primeras soluciones tecnológicas viables en términos de energías alternativas.

Para poner solo un ejemplo, relativo al transporte, digamos que el creador de eBay, Elon Musk ha fundado una nueva empresa, Tesla, y con ella ha producido, en pleno Silicon Valley, una zona carente de tradición en la industria automotriz, ya el prototipo de un coche eléctrico, el Roadster , que funciona con 6,000 baterías de iones de litio (las mismas que lleva un laptop) del tamaño de un dedo, y que es ya aproximadamente el doble más eficiente en términos de consumo de combustible que los actuales híbridos –sobre todo japoneses—  a disposición en el mercado. El Roadster, recién en fase experimental, cuesta por ahora 109,000 dólares la unidad, pero Musk ya ha recibido unos 1,000 pedidos de gente que puede pagarlo, como Arnold Schwarzenegger y George Clooney. En cualquier caso, ya el combustible necesario para producir la energía eléctrica para recargar las baterías de estos coches es muy inferior al que sería consumido si anduvieran con nafta, de modo que su generalización sería un golpe gigantesco a la dependencia del petróleo que debilita a Estados Unidos (el transporte se lleva un escalofriante 30% de todo el consumo de petróleo del país), y la generalización en el mundo de soluciones de este tipo, y no solo en el transporte, significaría un cambio global de proporciones históricas. El Roadster, en su imperfecto estado inicial, puede ya recorrer 200 millas sin ver un enchufe, y para recargarlo sólo hace falta conectarlo a una toma común de corriente doméstica, que se puede instalar en cualquier garage. La General Motors, uno de los gigantes de la industria automovilística de Detroit (industria contemplada en los últimos tiempos por el país como un espacio torpe e incapaz de innovaciones) ha comprometido sin embargo su palabra y prestigio al decir que su primer coche eléctrico, el Chevy Volt, estará en venta al público en general en 2010. El Volt se basa en una filosofía algo más conservadora, pero ha optado por una perspectiva híbrida también mucho más eficiente que los modelos existentes ya hoy. Los estudios de la GM han indicado que el norteamericano medio recorre unas 40 millas (unos 60 km) por día en su coche. De modo que el Volt tendrá esa autonomía, y luego encenderá un pequeño motor de nafta para recargar las baterías, sin necesidad de enchufar o detener el coche. El sistema va unido a un GPS que viene de fábrica con el vehículo, en el que el conductor puede ingresar el destino de su viaje. Con esa información, el Volt encenderá su motor sólo el tiempo necesario para que la carga dada a las baterías permita llegar a ese destino, en donde el coche se podría enchufar, ahorrando así combustible fósil.

Estos y otros programas actualmente en curso –y otros que un gobierno de Obama, especialmente, ha prometido aplicar o apoyar como prioridad nacional número uno-  apuntan al gran objetivo de alcanzar independencia energética de las naciones petroleras, algunas de las cuales como Irán, Rusia o Venezuela están en las antípodas ideológicas y filosóficas de los Estados Unidos.  De lograrlo, la consiguiente disminución de la importancia global de los países petroleros, y el mejoramiento del medio ambiente, contribuirían a hacer del mundo un lugar más limpio y, al menos potencialmente, más pacífico.

Finalmente, América Latina no parece ocupar ningún lugar prominente en este mapa futuro de prioridades de política exterior para Obama. En su última polémica con McCain, oponiéndose a un reproche que el republicano le hizo porque los demócratas, que controlan el Congreso, no votaron el TLC con Colombia y lo hicieron fracasar, Obama respondió atacando al actual gobierno de Colombia por “violar los derechos humanos”, una línea probablemente informada a Obama por sus asesores sobre América Latina, que parecen, por ahora, más partidarios de un apoyo a las izquierdas latinoamericanas representadas por Chávez, Evo Morales y Correa, en detrimento de los regímenes democrático liberales como los de Colombia, Perú o Chile. Si ese es realmente el rumbo que Obama va a tomar respecto de América Latina –cosa que aún no está clara, en la medida en que las señales de Obama sobre América Latina han sido tenues—, los próximos años verán un interesante intercambio de posiciones (lo que generaría una suerte de perplejidad ideológica continental) entre los ‘antiimperialistas’ por un lado, y los ‘liberales de izquierda’ (no se conoce casi ningún gobierno que no se considere “de izquierda” en América Latina, sea cual sea el contenido de su política social o económica) por otro.
La perplejidad a que me refiero viene de la evidente contradicción existente entre futuros aliados ideológicos que sostienen, sin embargo, posiciones discursivas incompatibles respecto del capitalismo y el liberalismo. En el discurso de Evo Morales, Chávez o Correa –y aún hasta cierto punto en el de Cristina Kirchner— el capitalismo y el liberalismo son repetidamente atacados como formas malignas de organización económica y política. Si Obama se inclina a apoyar a esos regímenes y discursos en América Latina, veremos en los Estados Unidos a un aliado discursivo de los antiliberales y anticapitalistas latinoamericanos, pero que seguirá siendo totalmente liberal y capitalista –eso está, desde luego, completamente fuera de toda discusión-, y que además no tendrá sumas de dinero especialmente relevantes para enviar a Latinoamérica. Además,  la nueva política energética norteamericana, como hemos visto, va en el sentido de cortar del todo su relativa dependencia de Venezuela, principal motor del nuevo antiimperialismo sureño. Si esto es así, los antiimperialistas de antaño tendrán a un extraño “aliado” ideológico en la Casa Blanca que, sin embargo, les dará muy poco en términos prácticos, aunque quizá al mismo tiempo les envíe nueva legitimidad discursiva desde el centro del mundo desarrollado.

Al mismo tiempo, una administración de Obama puede contribuir a debilitar los principales dogmas que los antiimperialistas (especialmente los de línea dura como Chávez, Evo Morales o Kirchner) siempre han mantenido respecto a la política exterior yanqui, si ese país se retira de Irak, limita su intervención a una defensa legítima respecto de los atentados del 11 de setiembre, mejora sus alianzas globales, elige a un negro desvirtuando el racismo, aumenta su supremacía económica y militar (si el plan energético y de renovación tecnológica de Obama funciona, eso es probablemente lo que va a pasar), y elimina los aspectos irritantes de la política abiertamente intervencionista que bajo la administración Bush permitió, con toda razón, a los imperialistas de ambas clases ilustrar su postura con numerosos ejemplos cercanos en el tiempo. Como culminación de todo esto, semejantes cambios demostrarían que la democracia liberal goza de buena salud, en la medida en que sigue siendo capaz de criticarse a sí misma y cambiar de modo tan sustancial el rumbo de un país, en medio de tan grandes dificultades.
En cambio, los liberales latinoamericanos, cuyo discurso aparece en derrota y marginado por todas partes en el continente en los últimos años, verán una continuación del triunfo de la economía de mercado y la globalización, al tiempo que no podrán ser ya acusados de ser apañados por los yanquis, quienes estarán quizá enviando ejércitos de jóvenes universitarios a colaborar en las campañas de alfabetización venezolanas.

Un panorama interesantísimo, que al colapsar las trincheras ideológicas históricas, podría abrir un contacto y diálogo diferente entre las dos Américas, históricamente empantanado por la rigidez de esos esquemas ideológicos, característicos del siglo XX, y que aún orientan la discusión en tantos casos. Los asesores de Obama pueden estar equivocados en algunos puntos de su visión sobre América Latina (de hecho, creo que no reconocer la legitimidad de un gobierno con el apoyo popular del de Uribe en Colombia es un error), pero al menos cometen errores diferentes de los de sus predecesores, los que pueden llevar a una movida general de las fichas y a un nuevo diseño de la comprensión mutua entre dos continentes que, de momento, siguen entendiéndose muy poco.


.-  Para una visión persuasiva que mantiene que la crisis financiera no significa fatalmente crisis económica global, véase por ejemplo la columna de Casey B. Mulligan, profesor de Economía de la Universidad de Chicago, en el New York Times del 10 de octubre pasado: http://www.nytimes.com/2008/10/10/opinion/10mulligan.html?_r=1&scp=1&sq=Casey%20B.%20Mulligan&st=cse&oref=slogin
 
* Assistant Professor en el Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Brown.
Obtuvo su Doctorado en letras en la Universidad de Stanford.
Se especializa en historia cultural de América Latina durante la modernización y en teoría de la literatura.

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Publicado

2008-10-23

Número

Sección

Política internacional