DE PIE, MURIÓ SOLZHENITSIN

Autores/as

  • Prof. Agustin Courtoisie

Resumen

Los diarios de todo el mundo lo anunciaron en sus portadas: el 3 de agosto murió el escritor ruso Alexandr Solzhenitsin, a la edad de 89 años. Testigo de los horrores del stalinismo, preso durante años en varios campos de reclusión, Nobel de Literatura, conciencia crítica y buque insignia de los disidentes de la entonces Unión Soviética, Solzhenitsin se hizo célebre por la publicación de Archipiélago GULAG (1973), que no alude a una región geográfica como en estas latitudes creían muchos que se burlaban del anticomunismo –sin haber leído el libro–, sino a una “Dirección General de Campos de Concentración” (Glavnoye Úpravlenie Laguerei).

Entre las personalidades políticas de primera línea que acudieron a despedirlo se cuentan Vladímir Putin, Dmitri Medvédev y hasta el ex secretario general del PCUS, Mijaíl Gorbachov, aquel célebre impulsor de la perestroika y la glasnost. La lluvia no impidió que centenares de moscovitas se acercaran al féretro y a la familia del escritor. Pocos días más tarde, según informa El País de Madrid, el propio Putin ordenó al ministro de Educación, Andréi Fúrsenko "preparar propuestas para conseguir que la obra de Solzhenitsin ocupe un lugar digno en el proceso educativo".

Las fotos de las agencias internacionales muestran a los sacerdotes de la Iglesia Ortodoxa con sus vestimentas blancas en torno de la fosa donde habrían de inhumarlo, hecho que no deja de sorprender a los que recuerdan una sociedad que trató de erigirse, entre otras ideas, sobre la del efecto opiáceo de la religión sobre los pueblos. No en vano hace unos años, en el inefable Diccionario Pla de Literatura, editado por Valentí Puig, se dedicaban estas seis líneas al gran ciudadano ruso: “Cuando el escritor ruso Solzhenitsin, premio Nobel, fue expulsado de Rusia, pasó unos cuantos días en Suiza y después se fue a los Estados Unidos. Dijo a los periodistas que le esperaban que «las personas que he conocido, si no poseyeran una raíz religiosa, serían unos salvajes…» No les dijo nada más. Hoy vive en un pueblecito de América del Norte y no dice nunca nada”.

Nacido en 1918, hijo de un terraniente cosaco y de una maestra, Solzhenitsin cursó estudios universitarios de física y matemáticas. Se alistó en el ejército soviético y llegó a participar en la importante batalla de Kursk, pero en 1945 fue condenado a ocho años de prisión por manifestar sus ideas contra Stalin. Sus papeles fueron confiscados en varias oportunidades, su vida como presidiario fue muy dura, y llegó a padecer un tumor –extirpado con éxito –, que dio origen a otra de sus obras, En el pabellón del cáncer (1968). En 1956, la relativa descompresión generada por el XX Congreso del PCUS le proporcionó un alivio temporario. Sin embargo, los hábitos totalitarios tan arraigados en el Estado soviético no tardaron en volver a convertirlo en objeto de nuevas persecuciones.Además de las ya mencionadas, otras de sus obras son Un día en la vida de Iván Denisovich (1950), El primer círculo (1968), Cómo reorganizar Rusia (1990), El problema ruso: al final del siglo XX (1992), Rusia bajo los escombros (1992), y La rueda roja, novela histórica compuesta por Agosto 1914, Octubre 1916, Marzo 1917 y Abril 1917. 
Pese a lo que muchos apresurados intelectuales podrían suponer, Solzhenitsin fue también sumamente crítico con Occidente. Se le atribuye, por ejemplo, haber manifestado hacia 1967, en plena guerra fría: “No tengo ninguna esperanza en Occidente, y ningún ruso debería tenerla. La excesiva comodidad y prosperidad han debilitado su voluntad y su razón”. En 1978, en una ceremonia de graduación en Harvard, haciendo base de nuevo en su espíritu religioso, expresó: “Hemos puesto demasiadas esperanzas en la política y en las reformas sociales, sólo para descubrir que terminamos despojados de nuestra posesión más preciada: nuestra vida espiritual, que está siendo pisoteada por la jauría partidaria en el Este y por la jauría comercial en Occidente. Esta es la esencia de la crisis: la escisión del mundo es menos aterradora que la similitud de la enfermedad que ataca a sus miembros principales”.

Es cierto que muchos reparos pueden formularse al pensamiento político, moralista y religioso del enorme ruso recién desaparecido. Entre ellos, sus críticas a la Ilustración, al humanismo agnóstico, o su reproche a la capitulación de EEUU en Vietnam. No es difícil advertir, por ejemplo, los peligros implícitos en desarrollar hasta las últimas consecuencias este tipo de ideas, dirigidas a un público norteamericano: “Por supuesto, una sociedad no puede permanecer indefinidamente en un abismo de arbitrariedad legal como es el caso en nuestro país [la Unión Soviética]. Pero también le resultará denigrante elegir la automática suavidad legalista, como es vuestro caso. Después de décadas de sufrimiento, violencia y opresión, el alma humana anhela cosas más altas, más cálidas y más puras que las ofrecidas por los hábitos de convivencia masiva introducidos por la invasión repugnante de la publicidad, el aturdimiento televisivo y la música insoportable”.

Y tampoco sería raro sorprenderse por el aire curiosamente afín con la actual izquierda alterglobalista y anti consumista de estas frases: “Resulta cada vez menos probable que el estilo de vida occidental se convierta en el modelo a seguir. Hay advertencias significativas de la historia para una sociedad amenazada de muerte. Tal es, por ejemplo, la decadencia del arte, o la carencia de grandes estadistas. Hay otras advertencias abiertas y evidentes, también. El centro de su democracia y de su cultura se lesiona tan sólo por la ausencia de energía eléctrica por algunas horas, pues repentinamente muchedumbres de ciudadanos americanos comienza a saquear y a causar estrago. La capa superficial de protección debe ser muy delgada, lo que indica que el sistema social resulta inestable y malsano”.

Pero para criticar a un autor primero hay que leerlo, y tratar de entenderlo. Y no juzgarlo en bloque, reparando unilateralmente en sus aciertos o en sus errores. A partir de hoy, o mejor aun, pasados unos días, todos vamos a tener tiempo para espigar más finamente en las páginas de Solzhenitsin, de lo que lo permiten las declaraciones de circunstancia, o los homenajes superficiales, o los olvidos mal intencionados.

Por ahora corresponde, sí, consignar lo evidente. Durante décadas se ha calificado como “escritores comprometidos” a muchos intelectuales que usaban –y usan, como es todo su derecho – las libertades de las democracias liberales para alentar, insinuar, o a veces proponer sin ambages, modelos sociales alternativos que implican la supresión de derechos fundamentales. Entretanto, la vida y la obra de Alexandr Solzhenitsin merecen el calificativo de “compromiso” en un sentido mucho más propio y profundo que el manoseado por tantos, desde Jean-Paul Sartre en adelante. Porque no es lo mismo denunciar la tortura y la muerte ante un sistema comunista en pleno apogeo, que denunciar las violaciones de los derechos humanos en sociedades que no suprimen, o han recuperado, las garantías básicas de un Estado de Derecho. Y aquellos luchadores sociales o políticos que con coraje enfrentaron regímenes dictatoriales, lamentablemente carecen de la autoridad moral del autor de Archipiélago GULAG, en aquellos casos en que sus propios objetivos, de ser conquistados, involucraban en forma inequívoca la supresión de los derechos de sus adversarios.

La muerte de Solzhenitsin provoca una sensación algo incómoda, algo así como la de una extraña forma de justicia. Eso y no otra cosa parece contener el hecho de que un gran escritor tenga que morir para que muchos de nosotros decidamos volver a leerlo –o a empezar por primera vez a leerlo–, para que eso acelere la merecida muerte de ciertos prejuicios. 

 

 

*Profesor de Cultura y Sociedad contemporánea.
Depto. de Estudios Internacionales
FACS – ORT Uruguay

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Publicado

2008-08-07

Número

Sección

Culturales