COSMOPOLITISMO: UNA VISIÓN INTRODUCTORIA - Parte I*

Autores/as

  • Andrés Riva

Resumen

“Ser cosmopolita no significa ser indiferente a un país, y ser sensible a otros, no. Significa la generosa ambición de querer ser sensible a todos los países y a todas las épocas, el deseo de eternidad...”

Jorge Luis Borges, Homenaje póstumo a Victoria Ocampo.

“El que está en el extranjero vive un espacio vacío en lo alto, encima de la tierra, sin la red protectora que le otorga su propio país, donde tiene a su familia, sus compañeros, sus amigos y puede hacerse entender fácilmente en el idioma que habla desde la infancia”.

Milan Kundera, “La insoportable levedad del ser”.


En un mundo conformado por Estados, subdividido en unidades políticas autónomas e independientes que encuentran su afirmación en la negación del otro, y donde las diferencias culturales constituyen barreras infranqueables para el acercamiento entre diferentes grupos humanos, fomentando la fragmentación y la incomprensión, el rechazo y el odio, la desidia y el desinterés, el nacionalismo es sin dudas una propuesta no solo atractiva, sino además sumamente útil, especialmente en su variante más común: el patriotismo.

La idea instalada por las corrientes comunitaristas, según la cual los seres humanos tenemos un deber de solidaridad con respecto a nuestros conciudadanos debido a que la personalidad es el resultado de la interacción con el medio en el que hemos nacido y crecido, moldeada a su vez por las particularidades culturales, étnicas y religiosas de cada sociedad, impone un límite muy claro a nuestro espectro moral. Lo que realmente importa, y lo que en todo caso debemos priorizar, son nuestras lealtades más cercanas, dado que su relevancia, desde un punto de vista moral, es netamente mayor a los lazos que compartimos con los habitantes de cualquier otra parte del planeta.

Para los comunitaristas, la aparente arbitrariedad moral que significa el hecho de haber nacido en un determinado lugar y momento histórico, es un dato que no puede ser disociado del individuo, dado que este no es sino parte de una comunidad, y es a través de su interacción con ésta la única forma válida de concebirlo.

No hace falta un análisis demasiado profundo a estas alturas para advertir que el comunitarismo, y más concretamente el nacionalismo como doctrina política, se erige en respuesta al universalismo moral kantiano, es decir, a la idea de que todos los individuos tienen el mismo valor moral y por ello deben ser tratados siempre como fines y no como medios para la consecución fines ajenos.

Cuando llevamos este debate al ámbito de las relaciones internacionales, trascendiendo así las fronteras del Estado-nación, encontramos que tanto el comunitarismo como el universalismo moral nos llevan por caminos radicalmente opuestos. Mientras el comunitarismo da lugar al nacionalismo, reafirmando la constitución del sistema internacional en base a una multiplicidad de Estados soberanos donde la “conciencia nacional” es el “elemento vertebrador de la educación, la socialización, las aspiraciones y la lealtad” (Falk, 1994, 67), el universalismo moral nos lleva a optar por una concepción de las relaciones internacionales donde los Estados no son ya los principales actores, y el papel central pasa a ser ocupado por los individuos, sin importar su proveniencia, etnia, religión o pensamiento político. Esta concepción es conocida como “Cosmopolitismo” y se basa en la idea central según la cual “nuestra principal lealtad debe ser con el común de la humanidad y los primeros principios de nuestro pensamiento práctico deben respetar el igual valor de todos los miembros de esta comunidad” (Cohen, 1994).

Kant en los orígenes del cosmopolitismo

En su popular y debatido artículo de 1994, “Patriotismo y Cosmopolitismo”, la pensadora norteamericana Martha Nussbaum logró exponer de forma más que exitosa los orígenes del ideal cosmopolita, siguiendo su rastro desde Diógenes y los estoicos, para quienes “la buena educación es la que educa para la ciudadanía mundial”, pasando por la literatura india de Tagore, y llegando a las propuestas políticas más actuales. Sin embargo, ninguna obra ni corriente de pensamiento representa mejor el ideal cosmopolita como proyecto político que “La Paz Perpetua” de Immanuel Kant, publicada en 1795.

Este opúsculo, redactado en forma de tratado, representa un proyecto político y jurídico para el rediseño del sistema internacional con un claro objetivo: la erradicación de la guerra para la posterior conformación de un mundo plenamente pacífico. El proyecto kantiano, enmarcado en los esfuerzos realizados con anterioridad por pensadores como Emmer de Vettel o el abate de Sain-Pierre, y denominado por Bobbio como “pacifismo jurídico” (1994), pretende reforzar el derecho internacional denunciando una de sus principales carencias. El autor advierte que, ante la existencia de un derecho interno que regula las relaciones entre los Estados y sus respectivos ciudadanos, y un derecho internacional que regula las relaciones entre los diferentes Estados que conforman el Sistema Internacional, es necesaria la adopción de un “derecho cosmopolita” que se encargue de regular las relaciones entre los Estados y los ciudadanos del mundo entero. Como dirá el propio Kant en los artículos definitivos de “La Paz Perpetua”:

“el derecho de la ciudadanía mundial debe limitarse a las condiciones de una hospitalidad universal”.

La publicación, en 1983, del influyente artículo de Michael Doyle “Kant, Liberal Legacies and Foreign Affairs” no solo logró rescatar y respaldar la “tesis de la paz democrática” en base a una impresionante investigación histórica, sino que posicionó además al mencionado texto de Kant como la piedra angular de la tesis que más se acerca a una relación empírica en las relaciones internacionales (Frechero, 2011). Pero sin embargo, y a pesar de lo explícito que es Kant con respecto a la necesaria creación de un derecho cosmopolita, este detalle parece haber quedado en el olvido para quienes creen que la democracia liberal es el secreto para la paz en el mundo.

En las condiciones definitivas para la paz perpetua, el filósofo prusiano le otorga a los Estados republicanos un valor fundamental, dado que, según advertía, son los únicos que pueden reflejar la aversión hacia la guerra que la razón práctico-moral les confiere a los seres humanos. Es por ello que considera que la primera condición indispensable es que “en todo Estado, la constitución política debe ser republicana”, y esto porque es el único sistema de gobierno que permite respetar los principios de libertad, igualdad e imperio de la ley.

Pero la república es tan solo la primera de dichas condiciones. Inmediatamente, el autor considera que, dado lo ineficaz que podría resultar la instauración de un gobierno mundial, es imprescindible que el derecho de gentes se conforme sobre la base de una Federación de Estados Independientes, un foedus pacificum, que asegure el cumplimiento de las condiciones preliminares establecidas en el tratado.

Así, finalmente, Kant consagra su proyecto impregnándolo o del universalismo moral que lo caracteriza a través de la idea de ciudadanía mundial, según el cual los individuos deben ser tratados de la misma manera en el mundo entero.

Vale destacar además que uno de los principales atractivos de la propuesta kantiana es la renuncia a caer en la tentación de proponer un gobierno mundial como solución al problema de la anarquía, conformándose con una menos radical y enmarcada dentro del registro de lo posible y lo deseable. Similar al diagnostico que Hobbes realiza frente a las dificultades que plantea el estado de naturaleza para los individuos, Kant llega a la conclusión de que los Estados también deben superar la anarquía por la simple razón de que “se perjudican unos a otros ya por su mera coexistencia” (Kant, 2000, 89). Esto último, sin embargo, no quiere decir que un Estado mundial sea la solución al problema de la guerra, dado que no haría más que fomentarla.

Es necesario advertir a esta altura, en consonancia con lo expuesto por Bobbio, que la propuesta de Kant es altamente legalista, dada su insistencia en la erradicación de la guerra a través de mecanismos legales cuidadosamente diseñados en base a lo anteriormente expuesto. Kant expone los aspectos centrales de la tesis de la paz democrática – que se ha robado la atención de los internacionalistas –, pero lo que es más importante, sienta también las bases de lo que sería un derecho cosmopolita basado en las nociones de hospitalidad universal y ciudadanía mundial.

Este derecho cosmopolita, que presupone el debilitamiento de las fronteras estatales y la declinación definitiva a caer en la trampa del nacionalismo y el endiosamiento de la nación, ha funcionado como sustento de los principales intentos realizados por modificar las relaciones de poder en el Sistema Internacional. La Sociedad de Naciones, e incluso las Naciones Unidas, tienen una evidente correspondencia con el foedus pacificum kantiano. Más aun, los derechos humanos, cuya universalidad los hace recaer sobre todos y cada uno de los seres humanos habitantes del planeta, son fieles representantes del ideal cosmopolita que consagra, por sobre todas las cosas, el igual valor moral de las personas.

Las mencionadas nociones de hospitalidad universal y ciudadanía mundial, centrales para el cosmopolitismo, lo son también para los derechos humanos, que intentan consagrar la existencia de ciertos derechos que van más allá del ordenamiento jurídico interno de los Estados pero que son detentados por los seres humanos en contra de éstos últimos.

Sin embargo, el cosmopolitismo no se limita al establecimiento de un ordenamiento legal internacional, puesto que no es tan solo proyecto político. Por el contario, como filosofía política, presupone algunos desafíos morales que analizaremos en la segunda parte de éste artículo.


1 - Los postulados de ésta tesis, expuestos por Doyle, son los siguientes: 1) las democracias nunca, o casi nunca, se han hecho la guerra entre sí; 2) los Estados democráticos no son más violentos que los no democráticos pero tampoco menos, y 3) a pesar de que las democracias no se han hecho la guerra entre ellas, sí lo han hecho con Estados no democráticos.

2 - Estas son: 1) No debe considerarse válido un tratado de paz al que se haya arribado con reservas mentales sobre algunos objetivos capaces de causar una guerra en el futuro. 2) Ningún Estado independiente, sea cual fuere su tamaño, puede pasar a formar parte de otro Estado por medio de trueque, compra, donación o herencia. 3) Los ejércitos permanentes deben desaparecer permanentemente. 4) El Estado no debe contraer deudas que tiendan a mantener su política exterior. 5) Ningún Estado debe inmiscuirse por la fuerza en la constitución y el gobierno de otro Estado. 6) Un Estado que esté en guerra con otro no debe admitir el uso de hostilidades que impidan la confianza mutua en una futura paz.

3 - Los conocidos catorce puntos del ex Presidente norteamericano Woodrow Wilson, en la base de la constitución de la extinta Sociedad de Naciones, tienen una evidente relación con los postulados kantianos. El primero de dichos puntos, que consagra los “convenios abiertos y no diplomacia secreta en el futuro”, refiere claramente al total rechazo que Kant profesaba en su tiempo por la falta transparencia en las relaciones diplomáticas. Dice Bobbio al respecto: “Cuando en el opúsculo kantiano La paz perpetua, escrito por un autor que niega terminantemente la separación entre política y moral, leemos la condena en tiempo de guerra (y con mayor razón, se presume, en tiempo de paz) del uso de los espías así como de cualquier otro medio secreto de lucha, nos hace sonreír hoy la ingenuidad de un gran filósofo que, se da por sentado, tiene la cabeza entre las nubes” (1994, 19).

Sobre el autor

Estudiante de Licenciatura en Estudios Internacionales Universidad ORT-Uruguay.

* Este artículo fue presentado en la 16° sesión el Seminario Interno de Discusión Teórica 2013, organizado por el Departamento de Estudios Internacionales de la Universidad ORT-Uruguay.

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Publicado

2013-12-05

Número

Sección

Enfoques