EL CONSTRUCTIVISMO: SU REVOLUCIÓN ONTO-EPISTEMOLÓGICA EN LAS RRII - Parte II

Autores/as

  • Jonathan Arriola

Resumen

El agotamiento del positivismo

No sólo el abrupto final de la Guerra Fría desbrozó el camino para el constructivismo. Como ya señalábamos en la primera parte, también hubo agotamientos y desarrollos conceptuales y epistemológicos, tanto a nivel de las ciencias sociales como de la filosofía, que llamaron a replantear el problema de las relaciones internacionales por fuera de la ya vetusta dicotomía realismo versus liberalismo.

Uno de los procesos más importantes que incidieron en la conformación del constructivismo, fue el progresivo debilitamiento del positivismo para los años 70 y 80, el cual había funcionado como base epistemológica del realismo y, aunque en menor medida, también del liberalismo. Hay que apuntar aquí que ese agotamiento no se constató solamente en el ámbito específico de las Relaciones Internacionales sino que afectó más ampliamente a todas las ciencias sociales y aún más allá. El autor constructivista Nicholas Onuf, en su texto The Strange Career of Constructivism in International Relations (2002), describe muy bien el ambiente intelectual de esos años, cuando se comenzara a sospechar y, más aún, a cuestionar abiertamente los fundamentos de la ciencia positivista. Así señala:

“Scholars have always raised questions about accepted ways of seeing. Beginning in the 1970s, their numbers increased, in the 1980s dramatically. Some critics came to the radical conclusion that we know not what we see, and delude ourselves into thinking that we do. A few others began to see worlds as never-ending construction projects involving even themselves as agents, and realized that they needed new and different tools—tools for making worlds and not just for seeing them.” (Onuf, 2002).

Lo que estaba sucediendo era, nada menos, que una auténtica revolución epistemológica acaecida en el seno mismo del pensamiento occidental, que no pudo menos que repercutir en las Relaciones Internacionales. Es que nos encontramos en los albores de la posmodernidad y, por lo tanto, se advierte ya un profundo desgaste de los llamados meta-relatos típicos de la Modernidad, que, como señala Lyotard en su La condición posmoderna (1979), habían apuntalado el desarrollo de la ciencia moderna: el más importante de ellos, el del “progreso”.

En efecto, es por entonces que el “binomio indisociable” ciencia-progreso, sobre el cual la Ilustración había montado un proyecto civilizatorio de una ética, una política y, en fin, de una sociedad “científica”, comenzó a resquebrajarse. Los Bachelard y los Kuhn, en la estela de la revolución de Einstein, y luego los Lakatos y los Feyerabend dejaron en claro que el progreso en materia de conocimiento era decididamente más complicado que simplemente acumular y avanzar linealmente, como habían previsto inicialmente los Turgot y los Condorcet y, en general, el grueso de Las Luces.

Por otro lado, también se suscitaron en el campo de la antropología, de la sociología, de la lingüística y de la semiótica varias coupures épistémologiques cuyo resultado más significativo, siendo esquemáticos, fue el de hacer patentes las carencias del estructuralismo en la comprensión de la realidad social. Pero lo importante a destacar, a los efectos de este trabajo, de todas estas “revoluciones” es que todas ellas convergieron en señalar, principalmente para los 70, que muchas de las asunciones de la ciencia positivista resultaban, en realidad, insostenibles a la luz de los nuevos desarrollos conceptuales. En particular, la idea de que era posible acceder transparentemente a la naturaleza de las cosas y de que se podía estudiar a la sociedad de la misma manera que cualquier otro “hecho natural”, como pretendía Durkheim en la misma dirección que Marx y Comte, pasó a ser concebida más como la expresión de un deseo totalmente utópico que como una posibilidad certera sobre la cual fundamentar el conocimiento científico.

Esa objetividad realista a la que habían aspirado tanto el positivismo como el neopositivismo se transformó en una quimera ya que se argumentaba que toda imagen de la Naturaleza, incluida, claro está, la imagen de la sociedad misma, por más distante que fuera simbólicamente hablando, presupone siempre al hombre no sólo como observador pasivo sino como constructor activo del objeto al que se enfrenta. En otras palabras: el nuevo paradigma epistemológico afirmaba que no hay fenómeno sin sujeto puesto que el segundo es la condición de posibilidad del primero. Y ello, amén de Kant, ya lo había visto Heisenberg para la física de los años 30, cuánto más válido era para las ciencias sociales de los años 70.

De esa forma, se comenzó a trabajar sobre la concepción de que tanto el “objeto” sociedad como su conocimiento eran, en verdad, un ente artificial, una “techné” o construcción como la definió Hobbes en su momento. Quizás la corriente que más haya trabajado con esta concepción, sobre todo con la idea de que la sociedad es una suerte de artefacto, fue la ecléctica Escuela Inglesa de Relaciones Internacionales, que tomó renovados impulsos con las obras de Wight, Bull, Vigezzi y Dunne, entre otros, a partir de los años 80. Por ese carril, la Escuela Inglesa abandonaba el crudo cientificismo del positivismo, del que el realismo era claro portador y que ignoraba raudamente la especificidad ontológica de la esfera humana además de hipostasiar las relaciones internacionales al equiparlas con el resto de los hechos del mundo natural. Para esta nueva corriente de pensamiento de relaciones internacionales, sino ya constructivista, al menos claramente proto-constructivista, la anarquía del sistema internacional no es una estructura que, por sí misma, determine automáticamente una situación de self-help por parte de los Estados, como describe Waltz. Los mismos no se comportan solamente en base al principio hiper-racionalista de costo-beneficio sino que comparten con otros Estados intereses comunes y, en virtud de ellos, pueden, como había imaginado el contractualismo, decidir establecer normas e instituciones que regulen las interacciones. De esa forma, les es otorgada a los Estados la potestad de convertir esa anarquía estructural dada en algo diferente que un sistema en donde sólo se pueda practicar un egoísmo feudal.

Por otro lado, por esos años se asiste también a la emergencia del concepto de identidad tanto en sociología, en filosofía como en ciencia política, que trajo aparejado un renovado interés por el estudio de la cultura, propio de las teorías posmarxistas. A ello se sumó luego la ya mencionada caída del comunismo, lo que despertó una preocupación por las identidades nacionales que habían sido largamente ensombrecidas por el bicromatismo de la Guerra Fría.

Además de otros autores, quizás haya sido Bourdieu uno de los sociólogos más influyentes en dedicarle un lugar privilegiado en su reflexión al tema de la identidad y del multiculturalismo –recuérdese, simplemente, a título de ejemplo, su L’identité et la représentation (1980)–. En este punto, hay que decir que Bourdieu no descarta el estructuralismo: lo que hace es historizarlo y dotarlo de una dimensión subjetiva, al concebir a las estructuras sociales, no como un fenómeno natural de orden objetivo sino como producto de una historia colectiva, tejida constantemente por las prácticas sociales y, por lo tanto, no determinista. De esa manera, Bourdieu no sólo le imprime a la idea de estructura un nuevo significado sino que lo hace de tal modo que, al mismo tiempo, logra también recuperar, por la vía de rescatar la intersubjetividad, la importancia de la agencia en la definición y conformación de cualquier estructura.

Por otro lado, el concepto de identidad también se volvió fundamental para atacar las teorías de la elección racional, que eran la consecuencia natural del modelo positivista de ciencia. Dichas teorías, aún para finales de los 70 gozaban de buena salud –de hecho, el Theory of International Politics (1979) de Waltz es un ejemplo de esa metodología– y permitieron fundamentar lo que se dio en llamar el “twinning” del neorrealismo y del neoliberalismo de los años 80 (Baldwin, 1993). Los modelos matemáticos y la formalización pasaron a dominar la escena, y en algunos círculos académicos hasta el día de hoy. Pero las ciencias sociales, poco a poco, se despegaron de este modelo y, en su lugar, señalaron que los intereses, sean éstos individuales o colectivos, no están simplemente dados a priori por ocupar un determinado lugar o función en la estructura sino que se configuran libremente en el incesante juego de las subjetividades.

Demás está decir que todas estas innovaciones conceptuales y metodológicas que mencionamos serán cristalizadas por la teoría constructivista, en lo que Onuf llama el constructivistic turn, y, en particular, por los textos de Wendt que, en general, estarán fuertemente impregnados de una tónica sociológica. Esas innovaciones van a dar lugar a lo que aquí llamaremos la revolución “onto-epistemológica” del constructivismo, la que veremos en la siguiente parte.



Sobre el autor

Lic. en Estudios Internacionales
Universidad ORT-Uruguay
Maestrando en Filosofía Contemporánea

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Publicado

2013-09-12

Número

Sección

Enfoques