La crisis en España: orígen, trasfondo y remedio

Autores

  • Dr. Joaquín Roy

Resumo

Por lo menos tres generaciones en España no recuerdan, en sus vidas o en la memoria familiar, una crisis tan densa, hiriente y a todas luces incomprensible. Francisco Silvela, pensador conservador del cambio del siglo XIX al XX y presidente del gobierno español, escribió en un histórico artículo en agosto de 1898, tras el desastre colonial, que España se había quedado “sin pulso”. En cierta manera, esta sensación es palpable hoy, sobre todo en el gobierno, a pesar de las drásticas medidas de recortes adoptadas. Esta percepción solamente está corregida por las protestas diarias en diversas ciudades, que se han ampliado por la labor de los focos de “indignados” de desempleados crónicos. Pero la ciudadanía como conjunto está anonadada por la catástrofe financiera que vive el país. Más que indagar sobre los detalles técnicos del drama y las soluciones que se proponen con urgencia, conviene meditar sobre el origen y el transfondo sociopolíticos.


Una breve historia

Aunque existen semejanzas con otros países europeos, en España el origen de la enfermedad actual se puede rastrear en la evolución de la sociedad en las décadas posteriores a la Guerra Civil, con una base detectable en todo el siglo XX. En cada familia persiste el recuerdo de lo contrario del dicho popular. En lugar de “todo tiempo pasado fue mejor”, en España la brutal realidad es que todo anteriormente fue peor para la mayoría.


En contraste, desde hace un cuarto de siglo, quizá coincidiendo con el ingreso de España en 1986 en la entonces todavía llamada Comunidad Europea, nunca en toda la historia de España y sus antecedentes, desde el Imperio Romano, tantos habían vivido mejor durante tanto tiempo. Simultáneamente, se recordaba, directamente o por referencias, que los padres y abuelos habían sufrido penurias duras y que millares de contemporáneos y coterráneos de sus abuelos habían tenido que emigrar a otras tierras, de donde solamente una minoría había regresado convertida en lo que luego se llamarían “indianos”.


En España, en suma, hasta muy recientemente, la absoluta mayoría vivía precariamente, comía deficientemente, se cobijaba en hacinamientos, se vestía con harapos, era analfabeta, y se movía en carros de tracción animal, luego en ferrocarriles humeantes. Todo comenzó a cambiar al principio de los 60, gracias a la confluencia de tres factores, de origen contrastivo: el Plan de Estabilización por el que España se despojó de la política de autarquía, la llegada de inversiones exteriores y del turismo, y la emigración del exceso de fuerza laboral a otros países europeos, con la consiguiente recepción de remesas.


El escenario se trocó ostensiblemente. No fue un despertar de repente, ya que al principio de la década se detectaba ya un cambio notable con el crecimiento de la clase media y las mejoras de las condiciones de la clase trabajadora, sobre todo la urbana. Primero aparecieron los pequeños automóviles, a imitación de los disfrutados por los italianos, luego el uso universal de frigoríficos y aparatos domésticos de limpieza y cocina. Más tarde, de estar sujetos al realquiler en casa ajena o apretujados con familiares, las nuevas generaciones de españoles se dedicaron con pasión a conseguir una vivienda propia, superando en pocas décadas en ese status a alemanes y noreuropeos, que nunca abandonaron la tónica del alquiler. Es más: no bastaba con una morada urbana, sino que la escalada equivaldría a disfrutar de una segunda residencia.


Es comprensible que esa espectacular mejora de nivel de vida fuera considerada como un justificado premio por el esfuerzo demostrado, tanto de los que accedían a los escalones laborales como de sus padres. En gran medida la mejora se había conseguido por el empleo múltiple, la jornada extendida, y luego por la incorporación de la mujer a las filas de trabajo en proporciones inconcebibles en el pasado. En resumen: a los españoles nadie les había regalado nada ni habían heredado masivamente fortunas familiares. Si habían accedido a empleos públicos se los habían ganado en un pulcro sistema de oposiciones y concursos que, al menos entonces, solamente estaba moderadamente impregnado de corrupción, de tinte político.


El llamado Estado de Bienestar, que se había posicionado en España cuando maduraba el siglo XX, de sus remotos orígenes europeos (no de inspiración comunista, sino de Bismack, nada menos) fue apuntalado y reforzado institucionalmente por el franquismo como un mecanismo más de asegurarse la dócil adhesión de la sufrida población, que en unos primeros años se había plegado al control del régimen por el miedo de la guerra y la represión. De tener un sector primario de proporciones descomunales, basado en la agricultura y la ganadería, España pasó en pocas décadas en convertirse en un modesto poder industrial y luego predominantemente basado en los servicios.


La democracia, renacida en 1976 con la desaparición de Franco, reforzó ese modo de vida. La instalación en la UE fue exitoso, tanto en la dimensión política como económica, superando la media de PIB. España, por fin, no era diferente, como había dicho el lema franquista, diseñado por su ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne. Se había convertido en la novena potencia económica del planeta, el tercer destino turístico, y presumía de ser el mayor donante de ayuda el desarrollo en América Latina, donde sus inversiones habían superado a sus socios europeos e incluso a Estados Unidos. Seguían surgiendo artistas de fama mundial y sus deportistas conquistaban trofeos y medallas de alcance planetario. El español era la “primera segunda lengua” del mundo.


El frenesí

En ese contexto, al tener al alcance el crédito fácil proporcionado por el Mercado Unico y la implantación del euro, la fiebre consumista fue brutalmente irresistible. La economía, basada predominantemente en la construcción (el “ladrillo”), estalló como una burbuja de jabón multicolor, con una fuerza más contundente que en otros países. La caída fue fulminante. La intervención o el rescate (¿diferencia meramente semántica?) se presenta como una medicina amarga, difícil de digerir. Entonces se generaron dos métodos paralelos de inspección y meditación. Uno es buscar los culpables de la crisis; otro elegir entre las alternativas de encarar la membresía en la Unión Europea y el uso del euro.


La caza y captura de los causantes del desastre ha revelado no pocos típicos fantasmas españoles. Uno de ellos es atribuir la catástrofe a los políticos, desprestigiados por igual, tanto el Partido Popular como el socialista, que se han alternado en el poder desde el ascenso a la pretendida riqueza. Otra escapatoria es señalar a los agentes del descalabro financiero, los bancos. Ese sector, conviene recordarlo, fue tolerado en su irresponsable conducta de préstamo por los gobiernos, liberados de responsabilidad por la privatización.


Paradójicamente, España tiene un tejido empresarial sólido y competitivo, con un sector exportador que no había cesado de aumentar. El hecho de que los graduados universitarios, que se ven obligados a emigrar por falta de trabajo, son bien recibidos en países más desarrollados que España dice mucho de la formación de la generación más preparada de la historia del país. El problema reside en la correa de transmisión entre una base productiva y el cosmos financiero. El sistema está corroído por la irresponsabilidad crediticia, el engaño a los ahorristas, el fraude generalizado, la ausencia de transparencia y la carencia de controles. El resultado es la imagen de la “barra libre”, lo que en las modas anglosajonas, entusiastamente adoptadas, se llama happy hour. Se ofrecen dos tragos por el precio de uno y se sigue con un par más, al mismo precio reducido. Al final del party descontrolado, la culpa es del que bebe en demasía, pero la corresponsabilidad es del bodeguero, ascendido a la categoría de barman.


Ese sector dispensador de hipotecas basura, alicientes a la compra de viviendas por parte de los que en circunstancias normales no lo podrían hacer, se alió entonces con esa clase complaciente, maquinarias de coleccionar votos, dependiente de conseguir fondos de origen público para sus campañas, con el resultado de corrupción generalizada en la recalificación de tierras y multitud de intercambio de favores. El panorama es espeluznantemente vergonzoso y un tanto folclórico. Incluye la dimisión del presidente del Tribunal Supremo por cargar a las arcas públicas frecuentes vacaciones en la Costa del Sol, abandono del presidente de la Comunidad Valenciana por habérsele probado aceptar trajes gratis como discretos sobornos, el director del Palau de la Música de Barcelona por haber pagado lujosas reformas en su casa con fondos de la fundación, concejales de municipios importantes acusados de contrabando de tabaco, y el propio yerno del Rey Juan Carlos investigado por enriquecerse con ingresos de fantasmales sociedades promotoras de turismo y deportes.


Un futuro incierto


¿Qué nos ha pasado?, es la pregunta generalizada. ¿En qué momento se malogró (eufemismo) el país, como dice un personaje de Mario Vargas Llosa? Por de pronto, de Bruselas se ofrece el remedio urgente, pero queda una segunda doble pregunta fundamental y dilema en el aire: “Entre el euro a toda costa y el coste del no euro”, como certeramente califican la opción Ignacio Molina y Federico Steinberg, expertos del prestigioso Real Instituto Elcano. En suma, ¿la permanencia en el euro y la UE merecen pagar cualquier precio para la continuación en la misma disciplina monetaria, y la contribución a la supervivencia de la propia UE? Pero, por otro lado ¿cuál es el coste real de salir del euro, y por rebote de la UE? Hace más de dos décadas se resolvió tomar la senda hacia Maastricht, con acrecentada integración, incluida la moneda común, sopesando el coste de la “no Europa”.


Mientras hoy se aduce que la escapada de Grecia pudiera ser asequible para la UE, España es la cuarta economía europea. Su colapso o su simple huida representarían un movimiento sísmico contundente para el resto de Europa. Si retroactivamente se puede dudar de la puesta en marcha del euro con España presente en su fundación, ahora es tarde para un escenario alternativo. La historia contrafactual no se aplica en este caso. Lo único que se sabe es que, de momento, se les pide a los consumidores de la happy hour que paguen la cuenta. Los cantineros miran para otro lado. Los inspectores de policía (el gobierno) que miraban el ascenso de la alegría y el ruido no se simplemente ahora imponen las multas correspondientes (los recortes de gastos), ya que el sistema les tiene garantizados el empleo (reelección o alternancia). Algunos de los barmen-banksters causantes del estropicio son compensados por los servicios prestados con pago de contratos multimillonarios.


En suma, como tras el 98, se deberá recuperar primero el pulso, aunque sea por la contundencia de la protesta.

Publicado

2012-08-23

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