LA VENEZUELA DE CHÁVEZ (I)
Resumen
Del “excepcionalismo” venezolano al surgimiento del chavismo
Con esta columna damos inicio a una serie de tres artículos en los que repasaremos el proceso político venezolano de las últimas décadas. En éste en particular recorreremos la Venezuela previa a Hugo Chávez o, lo que es lo mismo decir, las condiciones que anticiparon y de algún modo explicarían la aparición del fenómeno chavista.
La historia de la democracia venezolana comienza en 1958 con la caída del último gobernante militar del país. Aquel año marco el inició de la construcción de lo que se conoció como el “excepcionalismo” venezolano, consistente en la presencia de un sólido sistema de partidos, abundantes recursos fiscales, la sujeción del poder militar al civil, la capacidad de generar acuerdos inter élites y los altos niveles de participación electoral.
Los breves interregnos democráticos anteriores a 1958 habían resultado una experiencia negativa debido a un conflicto exacerbado. Con esos antecedentes, los principales actores socio políticos optaron por acordar un conjunto de reglas formales e informales consideradas imprescindibles para el funcionamiento del orden democrático. Además de los celebrados entre trabajadores y empresarios y del Estado con la Iglesia, los acuerdos más relevantes fueron el Pacto de Punto Fijo y el Programa Mínimo de Gobierno entre representantes de los partidos políticos, firmados durante aquel año 1958. Especialmente, el Pacto de Punto Fijo determinó las bases de la convivencia democrática con la realización de elecciones libres y transparentes, el respeto a sus resultados, la conformación de gobiernos equilibrados y con representación de todas las fuerzas políticas firmantes y la toma de decisiones necesarias para el desarrollo con el debido consenso. Los acuerdos, una apuesta a la cautela, la conciliación, el compromiso, terminaron por convertirse en parte constitutiva de la cultura política venezolana, la que recibió el ampuloso nombre de “sistema populista de conciliación de élites”.
Este sistema se sostuvo sobre la interrelación de tres pilares. Primero y fundamental, la abundancia de recursos económicos provenientes de la renta petrolera, los que posibilitaron la sobrevaluación del tipo de cambio y la atención de demandas heterogéneas por parte del Estado, con una presión tributaria baja. Segundo, un nivel relativamente bajo y simple de las demandas. Por último, las propias características de los partidos políticos —altamente disciplinados, multiclasistas y muy presentes en todos los niveles de la vida nacional y local— en régimen bipartidista de los socialdemócratas de Acción Democrática (AD) y los socialcristianos del Comité de Organización Política y Electoral Independiente (COPEI).
En la segunda mitad de la década de los ochenta comienza a producirse la modificación negativa de las bases de sustentación del sistema. Entre 1981 y 1983 los ingresos petroleros se redujeron a un tercio con la concomitante reducción de la capacidad del Estado para atender las demandas sociales. Como consecuencia se produjo la quiebra de los servicios públicos fundamentales, así como quedaron en evidencia las deficiencias intrínsecas de las diversas políticas sociales. En 1994 el 50% de la población de Venezuela estaba por debajo de la línea de pobreza y un cuarto se encontraba en extrema pobreza. La enorme visibilidad del Estado venezolano hizo que fuera directamente responsabilizado por las penurias de los sectores afectados, lo que acentuó el descrédito de los gestores públicos tradicionales. De esta manera, las virtudes de una cultura política basada en consensos sustantivos y de largo alcance entre partidos políticos insertados en todas las organizaciones relevantes de la sociedad, vino a demostrar su contracara. La ciudadanía terminó percibiendo a los partidos como una misma cosa y con acercamientos no siempre santos, que parecen representarse a sí mismos más que aquella. El clientelismo, la partidización institucional, la corrupción administrativa y la ineficiencia en el uso de los recursos abundantes, se tornaron aún más evidentes en un contexto de crisis económica.
Se considera al año 1989 como el inicio de la crisis (si bien su comienzo puede rastrearse en la abrupta maxi devaluación de 1983) con la llegada al gobierno por segunda vez de Carlos Andrés Pérez (AD) (1989-1994). Su propuesta, consistente en el regreso al pasado dorado de su primer gobierno (1974-1979) —la “Venezuela Saudita”—, comenzó a acumular la frustración colectiva ya que, en su lugar, el gobierno emprendió una profunda revisión y desmontaje del modelo socioeconómico y político institucional con que se había venido funcionando (el “Gran Viraje). Se devaluó la moneda, se ingresó en la espiral inflacionaria, se incrementaron las tarifas públicas y se congelaron los salarios. La respuesta fue el “Caracazo” (febrero de 1989). Lo que comenzó como una protesta por el aumento del costo del transporte de pasajeros se convirtió en el estallido social de mayor envergadura en América Latina, con un saldo de centenares de muertos y desaparecidos. Por otro lado, las rebeliones militares de 1992 (febrero y noviembre) rompieron el consenso entre militares y políticos y significaron la intervención militar directa en la política. Venezuela se había convertido en una sociedad de protesta y rebeldía. Como cierre de este complejo período, Carlos Andrés Pérez fue separado del cargo por el Congreso Nacional acusado del delito de malversación de fondos públicos.
Exactamente treinta años después de su primer gobierno, las elecciones de 1993 llevaron a la presidencia a Rafael Caldera (1994-1999) en alianza atípica con el Partido Comunista y el Movimiento al Socialismo. Caldera había abonado su carrera presidencial con la oposición a las políticas de ajuste del gobierno de Pérez, así como una muestra de comprensión y casi justificación al estallido social y a las insurrecciones militares. Cuando asume intenta llevar adelante políticas que, en rigor, eran el retorno a viejos moldes de desarrollo, lo que fue aplaudido por vastos sectores de la sociedad. Pero estas políticas fracasaron en medio de una crisis financiera y bancaria de proporciones, con el derrumbe de decenas de instituciones bancarias y la quiebra de decenas de miles de pequeñas y medianas empresas. En 1996 Caldera propone la “Agenda Venezuela”, un paquete de medidas de austeridad, recortes y reformas, semejantes a las del Consenso de Washington. En un país petrolero el combustible aumento 800%, también aumento el IVA y se volvió a devaluar la moneda significativamente. Las medidas provocaron la ruptura de la coalición gobernante, la que excluía expresamente a AD, considerado el máximo representante del status quo. Sin embargo, ante la perdida de apoyos parlamentarios, Caldera formaliza una alianza justamente con AD, incluyendo la participación de alguno de sus miembros en el Gabinete. Esta alianza se prolongaría por todo lo que quedaba del período. Como resultado del viraje en la política económica y la consecuente ruptura de las promesas electorales, aumentaron los niveles de protesta.
Asimismo, durante aquellos años se ingresó en una fase de cambios recurrentes en las reglas electorales. Independientemente de sus buenas intenciones, los cambios provocaron una impresión de oportunismo e improvisación con sus secuelas de desconfianza, lo que sumado al descontento generalizado se tradujo en un incremento sistemático de la abstención electoral que llegó a superar el 50%.
La vieja dinámica partidaria que configuraban AD y COPEI se debilitó. Mientras estos dos partidos reunían el 90% de los votos en las elecciones de 1988, en las de 1993 habían disminuido al 46%. Asumía como presidente el candidato de un tercer partido, “Convergencia” (fundado por Caldera, que había hecho lo propio con el COPEI en su momento), la primera vez que un tercer partido superaba la “barrera” del 8%. El resquebrajamiento del bipartidismo se fue profundizando con la aparición de otros terceros partidos que accedieron a cargos de gobernadores y alcaldes, aunque en su mayor parte sus dirigencias eran de extracción “adeista” o “copeidista”. Razón por la cual, al final, también la crisis partidaria los afectó. La inclusión de actores no partidistas en el juego político y electoral, como grupos vecinales, personalidades del mundo artístico y deportivo, o figuras políticas individuales sin partido, todas con un acento fuertemente antipartidista, complejizaron el escenario.
Las elecciones de 1998 pueden considerarse como el fin del período de transición. En las parlamentarias de noviembre AD y COPEI sólo sumarían entre ambos el 36 % del electorado, mientras el “Movimiento Quinta República” liderado por Hugo Chávez, creado un año antes, obtiene el 20%. Para las presidenciales de diciembre, la cuestión se planteó entre Chávez, candidato a presidente por el denominado “Polo Patriótico” —una coalición variopinta, integrada por la izquierda ortodoxa, los partidarios de la reivindicación militar y los frustrados del bipartidismo— y Henrique Salas Römer, el candidato de “Proyecto Venezuela” —partido de reciente creación emergido de las competencias estaduales— que se encontraba entre los mejores posicionados en las encuestas. Salas Römer terminó siendo apoyado por AD y COPEI que renunciaron a sus propias candidaturas en un desesperado intento de hacer un frente común anti Chávez. En esas condiciones, la figura de Henrique Salas Römer representaba para muchos ciudadanos más la continuidad que el cambio, por lo que era probable que terminara recogiendo el voto castigo. Abiertas las urnas, Hugo Chávez es electo presidente de Venezuela con el 56% de los votos y con más de 15 puntos de margen sobre Salas Römer (36% de abstención).
Cuarenta años después de que el modelo venezolano fuera considerado formidable por su fortaleza y estabilidad, el “Huracán Hugo”, como los venezolanos habían comenzado a llamar al coronel golpista de 1992, barría lo que quedaba de aquel y llegaba al Palacio Presidencial de Miraflores. Una nueva Venezuela había comenzado.
Sobre el autor
Politólogo.
Universidad de la República.
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