Elecciones en Grecia y Francia: Europa no es América

Autores/as

  • Dr. Joaquín Roy

Resumen

A lo largo de más de cuatro décadas de residencia en Estados Unidos he estado detectando la persistente instalación de modos políticos, y sobre todo de índole social, americanos en territorio europeo, especialmente el español. Todavía recuerdo cómo, no hace muchos años, se me cuestionaba la predicción de que la prohibición de fumar en lugares públicos, los impuestos implacables y las primarias electorales, entre otras curiosidades y rarezas de Estados Unidos llegaran a España. Tardaron, luego de la música pop y el cine de Hollywood, pero otros perfiles americanos establecieron cabeza de playa y se quedaron para siempre. Incluso se percibía la transformación de la política hacia un presidencialismo muy a lo Kennedy o Nixon, según se mire. Se temía recientemente el surgimiento del populismo (que se creía monopolio latinoamericano) que en los años 20 llevaron a la catástrofe europea. Mucho parece haberse quedado en camino. Europa no es América.


Dos experiencias electorales

Esta apreciación ha quedado demostrada por el ambiente y los resultados de las elecciones legislativas en Grecia y Francia, en diferentes modalidades de unas curiosas ”segundas vueltas” (repetición de las legislativas helenas y segunda ronda para la Asamblea Francesa. Por una parte, es evidente la supervivencia de la variedad europea en las inclinaciones de elegir a los líderes. Nada más lejos del opresor bipartidismo que parecía instalado en algunos de los países europeos que precisamente ahora son protagonistas o víctimas de la crisis. Aunque hay una alternancia clásica en algunos países (Reino Unido, España, Francia, Portugal), en lo que parecería un columpiarse entre conservadores y socialdemócratas, lo cierto es que para gobernar efectivamente, y para aprobar leyes, se necesitan socios secundarios, cuando no coaliciones insólitas, para tener la mayoría absoluta en el parlamento.

Esta dimensión ha sido espectacularmente dramatizada por el nuevo reto griego para formar gobierno, a la vista del triunfo parcial de los conservadores de Nueva Democracia, de la derrota histórica de los socialistas del veterano Pasok y del avance insuficiente de la extrema izquierda de Syriza, dirigida por el carismático Alexis Tsipras. El resultado es que la coalición por la que apuestan tanto una mayoría de griegos como en el resto del continente es la formada por conservadores (ayudados por los 50 escaños de propina que les da el sistema electoral) que hace pocas semanas se oponían a las medidas de austeridad, y los socialistas, que su única alternativa era retirarse a los cuarteles de invierno, y esperar que pasara la tormenta y los electores se olvidaran del desastre. Lo más escandaloso de este favoritismo por esta coalición de gobierno es que la evidencia histórica demuestra que esos dos partidos han sido los culpables principales de la crisis, de las fraudulentas declaraciones sobre el estado de su economía, y la corrupción generalizada en la que Grecia se ha sentido comodísima durante décadas.

Si giramos la mirada hacia Francia, la peculiaridad de las elecciones legislativas, a renglón seguido de las presidenciales, es el masivo acopio de poder del resucitado Partido Socialista. Nadie apostaba por esta formación luego de los escándalos de su anteriormente candidato virtual Dominique Strauss-Kahn, que se autodestruyó por sus frivolidades sexuales, nunca convenientemente aclaradas. Además, Nicolas Sarkozy cabalgaba a sus anchas en un ambiente que se parecía a un “show” de Las Vegas.

Si Hollande había llegado a dirigir el partido luego de haber superado a varios contendientes, entre ellos su ex compañera Ségolène Royal, pocos apostaban por su triunfo, que llegó por la ayudita de las estridencias de Sarkozy y el magistral uso de la oposición contra Angela Merkel y sus temidas medidas de austeridad. Lo cierto es que Hollande logró el triunfo por una paradoja innata de Francia. Esta es una sociedad básicamente de lo que llamaríamos “conservadora de izquierdas” (que suena a oximoron, pero no lo es), celosa en su mayoría de protegerse con las conquistas del estado de bienestar y la sacralidad del Estado. Mientras en otros países la Nación es la que ha sido destinada para formar el Estado, en Francia ha sido al revés. La soberanía puede pertenecer a la Nación, pero la sublimación de esa operación solamente la puede garantizar el Estado. O sea, que es lo contrario de lo que practican los norteamericanos, cuyo ideal es un Estado disminuido, como trató de convencerles Ronald Reagan y ahora insiste Romney.

El triunfo presidencial en Francia fue el trampolín del doblete electoral, con la conquista de la Asamblea Nacional, en parte por las carambolas del sistema de jurisdicción mayoritaria, por la que solamente los mejor colocados pasan a una segunda vuelta, que sí se parece a la americana costumbre. Pero difiere de los modos americanos porque el inquilinato en el Congreso de Washington se renueva con una facilidad pasmosa, mediante la reelección sucesiva facilitada por el sistema mayoritario, a no ser que uno cometa errores de bulto o se muera. Curiosamente, ese mismo sistema de circunscripción reservada a un solo ganador ha sido la razón de la derrota de varios candidatos de renombre, entre los que destacan dos damas emblemáticas en los últimos tiempos de la política francesa.

Una es Marine Le Pen, la sucesora de su temible padre en la derecha racista. La otra es precisamente la ex compañera de Hollande, Ségolène, madre de sus cuatro hijos. La ahora primera dama francesa, la periodista Valérie Trierweiler, se lanzó a tumba abierta con un mensaje digital de apoyo al opositor de Royal, el tránsfuga Olivier Falorni, en el escaño de La Rochelle, que le hubiera garantizado nada menos que la presidencia de la Asamblea, la joya de la corona para cualquier político francés. Se ignoran las consecuencias futuras de este episodio, pero a la vista de la curiosidad social de la política con respecto a las relaciones personales (no hay más que recordar el caso de François Mitterrand, públicamente con dos mujeres de su vida), nada tendría de sorprendente que todo siguiera igual, en contraste con las costumbres norteamericanas, donde incidentes como éste generarían un vuelco político.
Pero estos no fueron las únicas defenestraciones. Una docena de estrellas perdieron el escaño, entre los que destacan el intelectual favorito de Mitterrand Jack Lang, la ministra de Chirac Michèle Alliot-Marie, el anterior ministro del Interior Guéant,el centrista François Bayrou, y el líder del Frente de Izquierdas Jean-Luc Mélencho. Este escenario en Estados Unidos representaría el colapso del Congreso.


Vencedores y vencidos


Finalmente, el sector más derrotado de estos ejercicios ha sido el sentimiento anti-euro y contrario a la unidad europea. No solamente la moneda común está saliendo reforzada de los recientes ejercicios electorales, sino que la atención hacia estos dos comicios ha sido no solamente continental, sino que ha rebasado los confines de la Unión Europea. Europa y la Unión Europa existen, por fin. Durante el debate electoral, se ha hablado más de Europa que de Grecia y Francia. Por primera vez se ha especulado en clave electoral sobre Europa y la UE. Y eso es bueno para todos.

Ese mensaje debiera hacer meditar sobre un escenario distinto y distante: América. El continente está dividido ante Europa. Por un lado, se detecta la ambivalencia norteamericana hacia la integración europea, cuando no su desconfianza por la debilidad en temas de defensa. Por otro lado, persiste la incomodidad de América Latina en adoptar la senda de integración al modo de la UE, al precio de recortar la soberanía. Las dificultades de la propia UE en nada ayudan a la comprensión del modelo europeo.

Pero lo que no se puede negar es que en ningún caso ha desaparecido como punto de referencia de cualquier experimento de integración regional. A pesar de la incertidumbre del euro, de las tentaciones de limitar la circulación de ciudadanos, y las amenazas contra el estado de bienestar, lo cierto es que la UE, parafraseando la ocurrencia de Winston Churchill, es el peor sistema de integración o colaboración inter-estatal del planeta, si se descuentan todos los demás. No hay, de momento, otra alternativa viable. La superación de los problemas planteados por Grecia, el apuntamiento de economías como la española y la renovación de la insustituible alianza entre Francia y Alemania harán posible seguir en la senda adecuada hacia un estrado superior de integración que dé el salto de la moneda única y unión fiscal a la federativa. Europa no es América, pero todavía hay que tener en cuenta a la UE.

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Publicado

2012-07-19

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