SOBRE LOS KENNEDY

Autores/as

  • Agustín Courtoisie

Resumen

A cincuenta años de que JFK asumiera la presidencia, la serie televisiva sobre la carismática familia pudo verse en la TV para abonados montevideana hasta hace muy poco. En abril de este año, Elbio Rodríguez Barilari, en el diario El País de Montevideo, presentaba en estos términos su comentario: “Inicialmente iba a ir en el History Channel, que de histórico tiene poco, y sí, en cambio, mucho de propagandístico para los sectores más radicales del complejo militar-industrial”.

Para proseguir luego: “Lo del complejo militar-industrial no es cosa mía, así fue que lo bautizó el presidente republicano y general Eisenhower, y no yo, valga la aclaración. Pero hasta para el History Channel que lo que hace es promover el belicismo y el evangelismo fundamentalista a través de increíbles bodrios pseudo históricos sobre Las Profecías de la Biblia, Nostradamus, la existencia del Diablo y otras linduras, este nuevo asesinato de los Kennedy era demasiado”.

Rodríguez Barilari criticó con similar acidez las interpretaciones de Greg Kinnear, Katie Holmes, Barry Pepper  y otros actores. También sostuvo que “al final, lo que mueve toda la historia son las ambiciones, la falta de escrúpulo. La historia  falta con aviso (…) Las fallas humanas de Kennedy, que tuvo muchas, aparecen todas. Sus grandezas, que también las tuvo, son limadas a la estatura de mera anécdota. En la Guerra ideológica sin cuartel que los republicanos y sus aliados del Tea Party están librando para convertir a los Estados Unidos en una plutocracia teocrática, el amor de la gente por Kennedys es todavía uno de los máximos objetivos a destruir. El otro es Obama, claro”.

En este contexto puede resultar muy útil revisitar Brothers: The Hidden History of the Kennedy Years (2007), traducido al español con el título de La conspiración. La historia secreta de John y Robert Kennedy (2008). Se trata de un libro que se lee como quien mira una buena película, o una buena serie televisiva, que al parecer no sería el caso. Su autor es David Talbot, periodista de investigación, editor de la revista Mother Jones y colaborador de Rolling Stone y The New Yorker. “Con dieciséis  años –declara al comienzo de La conspiración,  yo participaba como voluntario en la campaña de Robert Kennedy la noche que fue abatido en Los Ángeles. En aquel momento me quedé con la impresión de que su asesinato, que seguía al de su hermano y al de Martin Luther King, había dañado irremediablemente al país y, desde entonces, este sentimiento nunca me ha abandonado en todos estos años”.
 
A partir de documentos “desclasificados”, entrevistas con más de ciento cincuenta testigos y un soberbio cotejo de las fuentes más diversas –muchas hasta ahora inéditas o jamás mencionadas en obras de la misma temática–,  Talbot logra dar varias vueltas de tuerca a los aspectos más siniestros del  poder militar y económico de los EEUU durante los años 60.

Tres cabezas contra dos

Centrado en el “grupo de hermanos” de sangre y de lealtades personales con John  y Robert Kennedy, autodenominado como la New Frontier, Talbot describe y sopesa con minucia analítica las intrigas y los juegos de intereses en un mundo amenazado por una devastadora guerra nuclear con la Unión Soviética y por dictaduras de signos opuestos. Toda esa atmósfera de la guerra fría, según Talbot, facilita lecturas binarias y apresuradas del clan Kennedy, sea por la derecha o por la izquierda, e impide ver los audaces emprendimientos y la estatura por momentos heroica de aquellos dos hombres hermanados también por sus trágicas muertes.

No en vano una generación de grandes personalidades dio su apoyo a los Kennedy, desde el economista John Kennet Galbraith hasta el valeroso periodista Edward Murrow –homenajeado en el film Good night, good luck– que incluso asumió un cargo de responsabilidad durante su administración, procurando entre otras cosas dar trabajo a quienes lo había perdido durante las persecuciones del macarthysmo. Jóvenes brillantes como Ted Sorensen, redactor de los discursos más importantes de JFK, lo acompañaron dispuestos a jugarse por aquella personalidad tan carismática.

La conspiración  es un libro a todas luces imprescindible. Primero, porque la teoría del pistolero solitario (Lee Harvey Oswald) como asesino de John Fitzgerald Kennedy queda, una vez más y por si a alguien le quedaran dudas,  absolutamente desbaratada frente a los apabullantes datos y argumentos de Talbot. Segundo, la propia muerte de Bobby queda verosímilmente ligada a los mismos siniestros factores de poder. Tercero, no es cierto que Robert no se haya preocupado por investigar en profundidad la causa del asesinato de su hermano.

En realidad, Robert Kennedy emprendió esa tarea con sigilo, porque ya no le era posible confiar en sus propios servicios de seguridad, ni en sus fuerzas armadas ni, mucho menos, en la CIA. El asesinato de John Fitzgerald Kennedy fue técnicamente un golpe de Estado emprendido por una hidra de tres cabezas, aunque siga siendo un misterio la exacta contribución de cada una. Todo apuntaba a los grupos anticastristas cubanos de Miami,  a la misma mafia contra la cual los Kennedy habían sostenido una feroz pulseada, y a la CIA con todo el complejo militar-industrial detrás.

Entre otras cosas, la mafia había visto comprometidos seriamente sus negocios, mientras los cubanos de Miami y la ultraderecha belicista consideraban a Kennedy un traidor despreciable por haberse negado a brindar apoyo aéreo  estadounidense durante la fracasada invasión a Cuba de Bahía de Cochinos –protagonizada por cubanos anticomunistas entrenados en EEUU–. Claro que el Estado Mayor había omitido decirle a JFK que la operación estaba de antemano destinada al fracaso sino era seguida de bombardeos masivos: pensaban que el presidente no se iba a atrever a negar la autorización una vez puesto en el brete.

En ese caso concreto, al igual que en otros, la negativa de JFK se afincaba en consideraciones éticas: al discutir con sus leales les pedía que imaginaran los niños muertos y mutilados en La Habana por bombas norteamericanas. Y también porque miraba el mundo como un gran tablero de ajedrez y anticipaba varias jugadas más allá de la mayoría de la gente. Por ejemplo, una descarada intervención yanqui en Cuba acarrearía un respuesta de la URSS en Berlín y luego la tan temida escalada nuclear.

Según Talbot –y la documentación aportada es apabullante en ese sentido–, tanto JFK  (más moderado y pragmático) como Bobby (más radical y principista) deseaban la paz nuclear  a cualquier precio, cifraban esperanzas en la Alianza para el Progreso como un modo de apoyar los vientos de cambio de América Latina, ambos eran afines con las posibilidades de una izquierda democrática en las Américas, y deseaban coexistir incluso con Fidel Castro, ilusión nutrida de las conversaciones de su asesor en asuntos internacionales Richard Goodwin con el Che Guevara en Montevideo, en agosto de 1961.

Goodwin se había especializado en asuntos latinoamericanos y era colaborador del presidente Kennedy en el programa Alianza para el Progreso, iniciativa que Guevara había votado en forma negativa en las sesiones de Punta del Este porque“no se puede esperar que los privilegiados hagan una revolución en contra de sus propios intereses”. Muchos años más tarde Goodwin le dijo a Talbot que el Che le había caído muy bien y que “era un hombre honesto”. También le mostró en silencio la caja de habanos que le había regalado, ya vacía por supuesto, pero aún perfumada.

El Che quería un trato

Según Talbot,  el Che Guevara venía “acechando” a Dick Goodwin:

El ministro de economía de Cuba, cuyo carisma revolucionario rivalizaba con el del propio Fidel Castro, sabía dónde estaría el joven ayudante de Kennedy aquella noche, en una fiesta de cumpleaños en honor de un diplomático que se celebraba en un pequeño apartamento en un barrio residencial, tranquilo y oscuro de Montevideo, la capital de Uruguay”.

Es muy tentador citar in extenso este tramo del libro:

“Guevara llegó a la fiesta una hora después que Goodwin, llevando dos guardaespaldas a remolque y vestido de su uniforme verde, boina negra y botas de combate, su imagen de marca. Los cubanos rodearon de a poco la mesa del buffet, y probaron los pastelillos de crema, una especialidad uruguaya. Las mujeres interrumpieron el tango que estaban bailando y se arremolinaron alrededor del atractivo y barbudo líder revolucionario, un destino al que ya estaba acostumbrado”.

“Guevara había observado que a Goodwin  le gustaba descansar del tedio de las reuniones fumándose un puro, y le hizo llegar un reto mediante un delegado argentino: ‘apostaría a que no se atreve a fumar puros habanos’.  Goodwin le hizo llegar su repuesta: sin duda lo haría si pudiera conseguirlos; el revolucionario le envió de inmediato una caja de caoba pulida, bellamente decorada con un sello cubano grabado en el interior de un arco iris formado por los colores nacionales, llena de aromáticos habanos. El regalo llegó acompañado de una nota  de Guevara: ‘Puesto que no tengo tarjeta de presentación, debo escribirle, y puesto que escribirle a un enemigo es difícil, me limito a tenderle mi mano’.

Una vez llevadas a cabo las presentaciones. Goodwin explicó que estaba dispuesto a escuchar aunque “carecía de autoridad para negociar”. El Che Guevara aceptó y se recluyeron en una habitación que les permitió conversar tranquilos y sin los ruidos de la fiesta:
 
“Guevara rompió el hielo aquella noche con una broma mordaz: le agradeció lo de la Bahía de Cochinos al gobierno de Goodwin, puesto que la aplastante victoria cubana había contribuido a consolidar el control del régimen de Castro sobre el país. Goodwin respondió que tal vez el gobierno de Guevara deseaba devolver el favor y atacar la base militar estadounidense de Guantánamo, un acto de provocación que el Che sabía que desembocaría en una invasión de su país. En realidad, algunos funcionarios de Washington deseaban organizar este tipo de asalto, que les proporcionaría el pretexto para una guerra, una acusación no sin fundamento, hecha por el Che en uno de sus discursos en la conferencia de Punta del Este. ‘Oh, no’, le contestó Guevara riendo, ‘no estamos tan locos’.”

“Al  disiparse la tensión en el pequeño salón, Guevara abordó el tema central de la cuestión. Era consciente de que un auténtico entendimiento entre los dos países resultaba imposible, pero sugería la posibilidad de un modus vivendi. El Che indicaba que, a fin de poder alcanzar este estado de coexistencia, su gobierno estaría dispuesto a abordar las dos principales preocupaciones de la administración Kennedy respecto a Cuba. Aceptaría no concluir ninguna alianza política o militar con Moscú, garantizando de este modo a Washington que Cuba no se convertiría en el puesto avanzado soviético que temía EEUU”.

Según el relato de Talbot, el líder revolucionario agregó que:

“Su gobierno aceptaría también reconsiderar su política no oficial de ayuda a las insurrecciones en otros países latinoamericanos, una política criticada por la administración Kennedy que la consideraba una ‘exportación de la revolución’.  A cambio de estos acuerdos, afirmó Guevara, EEUU debía prometer que no colaboraría en el derrocamiento violento del gobierno cubano y que levantaría el embargo comercial que había impuesto sobre el país. La conversación terminó, por fin, cerca de las seis de la mañana; Guevara y Goodwin se levantaron y se estrecharon la mano, y ambos prometieron no revelarle a nadie esta reunión salvo a sus líderes respectivos, Castro y Kennedy”.

Para apoyar esta reconstrucción  de cierto flanco clave para América Latina, Talbot recurre, entre otras fuentes, al libro de Goodwin Remembering America: A Voice From the Sixties, (Little Brown and Company, Boston, 1994). Nuestro autor concluye que, pese al entusiasmo inicial de los Kennedy y de su círculo de leales al conocerse los detalles del encuentro con Guevara, al transcurrir los meses Goodwin fue emplazado a rendir cuentas por esta “negociación” que nadie le había pedido. Finalmente, las presiones obligaron a JFK a trasladar a su talentoso colaborador a  otras dependencias.

La CIA de los vampiros

Pero  La conspiración puede ser útil también por otras razones. La erudición y la honestidad intelectual de Talbot (por ejemplo, cuando más allá de su evidente simpatía por John y por Bobby no escatima reconocer los manejos dudosos en lo empresarial y lo político de Joseph Kennedy, patriarca del clan) hacen mucho más convincentes sus denuncias. Sobre todo,  viniendo de un autor no sólo de nacionalidad estadounidense sino de claras convicciones democráticas y liberales. Solamente leyendo a Noam Chomsky  puede encontrarse como en estas páginas una lista tan detallada de intervenciones y asesinatos políticos cuidadosamente planificados por la CIA, y de los crímenes de lesa humanidad cometidos por la paranoica o corrupta –o ambas cosas–, política exterior de los EEUU.

A vía de ejemplo, pueden mencionarse las múltiples acciones de la CIA, muchas de ellas inconsultas, para planear  autoatentados con víctimas civiles, o perpetrar asesinatos políticos e intervenciones militares: incluso asociándose con personajes de la mafia como Johnny Roselli o vulgares matones como David Morales. Otro caso es el del jerarca Richard Bisell, artífice del derrocamiento de Jacobo Arbenz , “electo en elecciones democráticas en Guatemala, al que consideraban demasiado izquierdista y demasiado hostil a la permanencia del reinado de la United Fruit”.Por su parte, Richard Helms, hombre que llegó a la cumbre de la CIA en los sesenta, “ocultó los secretos de la agencia a los presidentes y a los supervisores del congreso y aprobó el reclutamiento de asesinos de la mafia para asesinar a Castro sin informar a los Kennedy”.

Claro está que no todos los presidentes permanecían ajenos a esos turbios manejos. Cuando años más tarde se le preguntó a Richard Nixon qué sabía del asesinato de JFK respondió algo así como “mejor que no lo sepa”. Un ejemplo más. El experto en contrainsurgencia y ex publicitario Edward Lansdale, desangró enemigos en Filipinas colgándolos boca abajo de los árboles y con agujeros en el cuello, para difundir entre los nativos el rumor de prácticas vampíricas. Este “creativo” de la CIA proponía alborotar e invadir Cuba, dándole la señal al pueblo, que consideraba religioso, dibujando una estrella con fuegos artificiales desde las cañoneras yanquies.

Y debe recordarse algo más grave: el general Curtis Le May, en el primer tramo de gobierno todavía a cargo del arsenal nuclear de la nación, presionaba a JFK para emprender un rápido ataque nuclear arrasador sobre la URSS y sus países satélites, aprovechando que disponía de un stock de bombas superior hasta ese momento en calidad y número al del enemigo. El presidente se plantó firme y así le fue.

Prensa cómplice

 El esclarecedor libro de Talbot no exime de todas las responsabilidades a los  Kennedy. Ni ignora, por ejemplo, ciertas acciones encubiertas (como la operación “Mangosta”) contra Cuba, por entonces una “cancha” caliente donde parecía que se jugaba el destino de la guerra fría. Tampoco esconde o perdona los muchos errores e incluso las movidas políticas sucias de los hermanos Kennedy.

Por ejemplo,  cuando hicieron campaña para llegar al gobierno entusiasmando por derecha a los belicistas –con lo cual invocaron en forma suicida a los demonios de la guerra–, y a los soñadores por la izquierda –plantando así la semilla del escepticismo–. Por otra parte, el autor es muy claro en cuanto a que la vida privada de JFK hoy no podría salvar el examen de la opinión pública.

Ocurre que, por un lado, esta investigación rebosa de episodios y detalles, muchos de ellos ya conocidos, tales como la crisis de los misiles, o el llanto del líder soviético Nikita Jruschev  ante el asesinato de JFK con quien proyectaba consolidar una política de distensión global. Pero por otro, los articula de una manera novedosa y mucho más convincente que la vasta literatura histórica sobre estas cuestiones, o incorpora datos bajo una nueva luz. Por ejemplo, al médico personal de JFK no lo dejaron asistir a la autopsia; los médicos que habían asistido al presidente en el Hospital Parkland comprobaron un orificio de entrada de bala por la garganta, con lo cual confirmaban que también hubo disparos frontales, mientras el informe de Bethesda fue amañado para sostener la tesis del tirador solitario que habría atacado por la espalda. Además, quedan por examinar las“huellas dactilares acústicas”, provenientes de las radios de las motos policiales, que probarían  más disparos de los admitidos por la historia oficial.

Párrafos aparte merece el indignado último capítulo de  La conspiración. Según Talbot: “ En lugar  de investigar agresivamente las muchas cuestiones que permanecían sin resolver acerca de Dallas, los medios más importantes continuaron desacreditando las  teorías de la conspiración, esforzándose cada vez más, cada década que pasaba, en sostener el informe Warren, ya muy apolillado”.  Pero la acusación no es genérica: “Las instituciones más prestigiosas, las que que tienen el poder de descubrir nueva información, se pusieron al servicio del gobierno. El New York Times, el Washington Post, las cadenas CBS, NBC y ABC, el Time y el Newsweek produjeron informes especiales sobre el asesinato con una regularidad entumecedora, e inevitablemente se solidarizaron en defensa de la teoría del pistolero solitario”.

Talbot recuerda una entrevista realizada por Robert Kaiser de la Rolling Stone, con Benjamin Bradlee, antiguo director ejecutivo del Washington Post durante los años gloriosos de investigación del caso Watergate. La pregunta era de cajón. Era difícil entender que el mismo medio que asumió con coraje las investigaciones de Watergate no emprendiera algo análogo con el asesinato del presidente Kennedy. Sobre todo teniendo en cuenta que Bradlee había sido amigo íntimo del presidente Kennedy y su familia. Las respuestas elusivas de Bradlee incitaron a Talbot a encararlo personalmente. Hacia 2004 el veterano periodista, con “honestidad brutal”, le confesó que “tuvo miedo” y que “no hizo más por investigar la muerte de su amigo porque le preocuaba su carrera”

Si bien Talbot rescata como honrosa excepción el film JFK de Oliver Stone, que por la positiva reacción del público logró la desclasificación de valiosos documentos, la conclusión del autor parece muy coherente: “El tratamiento que recibió el magnicidio de Kennedy por parte de los medios de comunicación estadounidenses pasará sin duda a la historia como una de las actuaciones más vergonzosas de la prensa, junto a la tragedia que significa su pasiva aceptación de los fraudulentos argumentos del gobierno en defensa de las guerras de Vietnam y de Irak”.

La amargura que recorre las páginas de La conspiración  no impide percibir con nitidez la  tesis de Talbot acerca de la “grandiosidad heroica” de John y Robert Kennedy (cuya figura realza de modo enfático por su papel de fiscal general y por su lucha en todos los flancos difíciles del período), sugiriendo con vivacidad qué fuerzas enfrentaron y qué lograron evitar, más que lo que lograron hacer, en beneficio de su país y del mundo. No es contradictorio el autor cuando transcribe una frase del legendario periodista  Edward Murrow, nacida entre la realidad y los deseos mientras todavía se desempeñaba en la administración Kennedy: “Porque nosotros vivimos en una sociedad libre usted no podría explicar la historia americana de una forma convincente si ocultara todos sus defectos”.

* Profesor de Cultura y Sociedad Contemporánea
FACS – LI – Universidad ORT Uruguay

REFERENCIAS

RODRIGUEZ BARILARI, Elbio (2011). “La segunda muerte de los Kennedy” en El País (Montevideo) 16/4/2011. Disponible en: http://www.elpais.com.uy/suplemento/sabadoshow/La-segunda-muerte-de-los-Kennedys/sshow_559661_110416.html

TALBOT, David (2008). La conspiración. La historia secreta de John y Robert Kennedy. Traducción de Rosa María Sallers Puig, editorial Crítica, Barcelona.

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Publicado

2011-11-03

Número

Sección

Culturales