La larga sombra de Chernóbyl (III)

Autores/as

  • Martín Peixoto

Resumen

Con independencia de los motivos que haya tenido la canciller alemana, Ángela Merkel, para promover el viraje repentino en política energética, lo cierto es que navegó sobre una ola de consentimiento pocas veces vista en la historia de Alemania Federal. A título de ejemplo, no hubo prácticamente políticos activos que se opusieran a la decisión; las objeciones provinieron, sobre todo, de aquellos que querían acortar aún más los plazos. Tampoco existió una oposición significativa de empresarios e industriales, salvo, naturalmente, de las compañías directamente involucradas.  Y una encuesta reciente dio por resultado que el 87 por ciento de la población acompaña la medida y le asigna una función ejemplar (retomaremos este punto en la próxima entrega). 

Es notable el contraste existente entre Alemania y Francia en la materia. Francia tiene la mayor concentración de plantas nucleares de Europa (58 en total, ninguna a más de 200 kilómetros de la otra). A la vez, cuenta con depósitos de basura radioactiva poco seguros. Según un informe emitido por el canal de televisión Arte, en mayo de este año, en el predio de la planta de Centre de la Manche, clausurada en 1994, existen 527.225 metros cúbicos de basura radioactiva enterrados a muy poca profundidad y sin los mayores recaudos. En Bretaña, Alsacia y Lemosín (Limousin) es posible hallar grietas no cercadas o señalizadas con carteles de advertencia, que contienen restos de plutonio. Ya el número y la distribución de las plantas exigen un continuo traslado de material radioactivo a lo largo y ancho del país (que se mantiene en secreto para evitar complicaciones). Por último, la agencia de seguridad nuclear francesa (ASN) registra unos mil accidentes radioactivos anuales de grado 2 en una escala de 0 a 7 (el accidente de Fukushima correspondería al 7 de esa escala). Sin embargo, a excepción de grupos marginales, nadie cuestiona seriamente la energía nuclear. Cuando, en marzo de este año, Alemania anunció el cambio de política energética, las autoridades francesas reiteraron su confianza en su propia industria nuclear. Por su parte, la prensa se mofó del “miedo alemán”. 

¿Existe un miedo excesivo en Alemania con respecto de la energía nuclear? En este punto las opiniones están divididas. Hay quienes piensan que se exageran las consecuencias de las emanaciones radioactivas. Esta discusión cobró fuerza sobre todo a partir del accidente de Chernóbyl. En esos días el viento sopló en dirección oeste y trajo material radioactivo en cantidades alarmantes. Las regiones más afectadas fueron aquellas donde se produjeron más lluvias en las semanas y meses que siguieron al accidente (Baviera y la Selva Negra). Las autoridades comunales y estaduales se vieron desbordadas por el reclamo de la población, que pedía instrucciones confiables acerca de los productos que se podían consumir (se informó que la leche y las hortalizas provenientes de Europa del Este estaban altamente contaminadas y se prohibió su importación), y el comportamiento que se debía adoptar en lugares abiertos; por ejemplo, ¿se debía permitir a los niños salir al recreo o jugar en los parque infantiles? Para peor, el manto de secreto que rodeó a la catástrofe de Chernóbyl en sus inicios -la primera información se obtuvo por mediciones suecas y al principio se pensó que había ocurrido un accidente en alguna planta propia-, incrementó los miedos: ¿ardía aún el reactor accidentado y seguían esparciéndose las nubes radioactivas, o ya estaba todo bajo control?

El problema de las radiaciones es que nadie sabe a ciencia cierta cómo actúan y en qué concentración son peligrosas. Si se constatan varios casos de leucemia y cáncer de tiroides en las cercanías de una planta nuclear, ¿es consecuencia de las radiaciones o simple casualidad? Hay informes que indican que a cierta distancia de las plantas nacen menos niñas que el promedio general. ¿Coincidencia o resultado de las radiaciones? Se sabe que aún hoy los hongos silvestres de Baviera y algunos animales de caza que los comen están altamente contaminados. ¿Se pueden consumir sin peligro o conviene no hacerlo?

Incluso los casos más estudiados, como las consecuencias directas del accidente de Chernóbyl, arrojan resultados muy diversos. La Agencia Internacional de Energía Atómica (IAEA) dio una cifra de víctimas que los expertos consideran ridícula: 56 muertos entre trabajadores y niños de las cercanías. Una comisión ucraniana sostiene que murieron 34.499 obreros de rescate. La Organización Mundial de la Salud calcula que la cifra de muertos entre los obreros de rescate asciende a 50.000. La Academia Rusa de las Ciencias estima que el número de enfermos de cáncer se eleva a 270.000, de los cuales 90.000 fueron o serán fatales.

En otros casos de accidentes o pruebas nucleares no se conocen cifras oficiales (entre los primeros, los accidentes de Windscale, Inglaterra, en 1957, y de Harrisburg, USA, en 1979; entre las segundas, las realizadas en el Atolón Bikini en 1946, en el desierto de Nevada en los años 50, en Rusia Blanca por las mismas fechas, en el desierto de Argelia en 1960, etc.). Todos ellos podrían haber aportado más información a la obtenida en Hiroshima y Nagasaki sobre lo que ocurre cuando los seres humanos están expuestos a radiaciones muy fuertes en períodos cortos de tiempo. En cambio, se han estudiado bastante exhaustivamente las consecuencias de una exposición prolongada a concentraciones bajas de radioactividad (en la zona aledaña a la planta de Majak, Rusia, donde en 1957 se produjo el tercer accidente nuclear más serio de la historia), y los resultados fueron menos graves de lo esperado.

Pero no fue con Chernóbyl que se originó el rechazo a la energía atómica en Alemania, ni tampoco fue entonces que se comenzó a hablar de las radiaciones y sus consecuencias, sino ya en los años cincuenta y sesenta, cuando se desató la carrera armamentista entre los Estados Unidos y la Unión Soviética.  Lo particular de Alemania (y del “miedo alemán“) es que la frontera entre las zonas de influencia de las dos grandes potencias atómicas atravesaba su territorio y lo partía en dos, y que los estrategas de la guerra nuclear trazaban planes que implicaban su total destrucción en las primeras horas de una conflagración mundial. Los planes soviéticos consistían en barrer el territorio de Alemania Occidental con bombas nucleares, de modo que las tropas blindadas llegaran hasta Holanda en menos de 24 horas. Para explicar mejor la diferencia que se mencionó arriba, en Francia el poderío nuclear se asoció desde siempre al papel rector de una gran nación (cuando se hizo la primera prueba nuclear, el presidente de Gaulle exclamó: “¡Hurra! Desde hoy Francia es más orgullosa y poderosa!”), mientras que en Alemania se lo vivió como un peligro mortal inminente en varios momentos de la guerra fría. 

Se entiende entonces que Alemania no se contagiara tan fácilmente del entusiasmo que en los años cincuenta acometió a varias naciones de Occidente, por las posibilidades que le abría a la humanidad el uso “pacífico” de la energía nuclear. El punto de partida fue un famoso discurso que el presidente Eisenhower pronunció ante las Naciones Unidas en 1953, en el que anunció que los Estados Unidos pondrían sus conocimientos a disposición de otros países para promover su desarrollo. A ocho años de la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, esta técnica de exterminio masivo pasó de buenas a primeras a ser un factor de progreso. 

En 1955 se realizó una conferencia internacional en Ginebra a la que asistieron 1500 delegados de 73 países. La imaginación de los expositores no tuvo límites: la energía atómica permitiría tornar habitable los desiertos y el Ártico; alimentaría de energía a pueblos perdidos del Amazonas; la locomotoras, los aviones y hasta los autos serían propulsados por pequeños reactores; explosiones controladas permitirían abrir canales, bahías para puertos y túneles para acceder a riquezas naturales situadas a grandes profundidades. El símbolo de esta renacida confianza en el progreso fue el Atomium de Bruselas, construido para la exposición mundial de 1958. Walt Disney se sumó a esta ola con un cortometraje de dibujos animados que se titulaba “Nuestro amigo el átomo” y se mostró en las escuelas.

Gran Bretaña y Francia se plegaron inmediatamente a esta técnica para ambos usos: pacífico y militar. En Alemania regía la prohibición de construir plantas atómicas y procesar uranio, debido al pasado nazi. Cuando se levantó esta prohibición, uno de los técnicos que colaboró con el régimen nazi, el premio Nobel de física Werner Heisenberg, convenció al canciller Konrad Adenauer de que Alemania no podía permanecer ajena a la energía nuclear si no quería rezagarse como nación industrializada. A tales efectos se creó un ministerio propio (Ministerio de la Energía Atómica- Atomministerium). Uno de los ministros de la época, Siegfried Balke, advirtió que, en el futuro, quien no dispusiera de energía atómica no vendería ni una aspiradora.

Sin embargo, el entusiasmo de los políticos y de algunos científicos no prendió en la población y tampoco en la industria. Sobre todo la industria se mostró escéptica por los costos altísimos de instalación de las plantas (que comenzaban a dar réditos recién 25 años más tarde). Uno de los directores de la empresa RWE (que actualmente gestiona y vende energía nuclear) profetizó que los costos de la eliminación de los residuos radiactivos serían tan elevados como la construcción y el mantenimiento de las plantas. Sólo a finales de los sesenta, luego de enormes sumas invertidas por el estado en plantas experimentales y promesas de subvenciones, la industria se acercó a la energía nuclear, pero nunca se cumplió el deseo de sus promotores de que el 80 por ciento de la energía fuera de esa procedencia (en 2009 representaba el 22,6 por ciento de la energía total; ese año en Francia llegaba al 86,6 por ciento). Y nunca consiguieron que la población la aceptara sin restricciones.


*Sociólogo político. Graduado en la Universidad Libre de Berlín. 

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Publicado

2011-10-06

Número

Sección

Política internacional