REAL DE AZÚA: LOS VARIADOS SENDEROS DE UN ENSAYISTA

Autores/as

  • Alejandro Michelena

Resumen

El género ensayístico, cultivado como vehículo exclusivo de expresión literaria, tiene larga tradición en nuestro continente. El Uruguay ha dado a las letras nada menos que un maestro del estilo como es sin duda alguna José Enrique Rodó, y más contemporáneamente al ensayista por excelencia —estudioso de Rodó y del propio ensayo en cuanto estructura de expresión literaria— que se llamó Carlos Real de Azúa.

En el concierto de su promoción, la conocida como “del 45”, Real fue el ensayista puro y casi único, sin olvidarnos del estimable caso de Washington Lockhart (con intereses y alcances más acotados). Bordeó la crítica literaria, pero trascendiéndola por la brillantez de estilo y la amplitud de miras conceptuales que nunca descuidaron lo sociológico, lo filosófico y lo ético. Se internó en la historiografía, sin dejarse atrapar por el canto de sirenas de tan estimulante especialidad. Recaló por fin en la ciencia política, pero la aridez de la misma no pudo aminorar la vitalidad tan personal de su estructura textual.

La cabal condición “ensayística” de la escritura de Real de Azúa es de unánime consenso crítico. Ángel Rama sintetiza esto cuando afirma, a propósito de su muerte —ocurrida en l977, en medio del vergonzante silencio que impuso la Dictadura en torno a su nombre— que: “... fue uno de los ensayistas claves de América Latina, a pesar de que su nombre trascendió poco las fronteras de su país y de que sólo mediada su carrera extendió a otras áreas del continente la investigación histórica y estética que había concentrado sobre la región platense a la que perteneció raigalmente”. Podríamos afirmar, sin desmesura, que encontró en este género un modo de expresión único, al punto que son ensayo en sentido estricto hasta sus larguísimas cartas en tantas polémicas en las cuales participara con apasionamiento, y hasta su hablar —matizado por un tartamudeo peculiar— tenía la respiración estilística, el regodeo, la morosa delectación propia de esa forma literaria.

Real, dotado como bien se ha dicho para ser un cultor eficaz de otras direcciones de las letras, y sin duda probablemente en más de una especialidad, encontró sin embargo en el ensayo mucho más que un mero vehículo de expresión: la cabal tonalidad para la manifestación de su espíritu rico y complejo. Por eso pudo llegar a desarrollarlo con una libertad y rigor infrecuentes. De “arborescente” calificó a su estilo Rodríguez Monegal; en él la digresión y el “entre paréntesis” son elementos usuales y hasta a veces esenciales. Muchos han marcado la condición difícil y hasta laberíntica de su decir, en el cual las extensas notas al pie de página son una recurrencia. Preocupado por el matiz y por la variedad, Real es sin embargo minucioso en la precisión de conceptos o ideas. Esto establece una curiosa dialéctica: como una oscilación se podría decir, que nos lleva siempre en sus reflexiones de lo delineado con preocupación científica a la ambigüedad lúdica, o viceversa.

Para quien no lo ha leído, vale advertir que esta condición proteica, múltiple, nada convencional de la escritura de Real, no la vuelve en absoluto críptica como algunos han considerado, sino que comprendiendo y aceptando su lógica peculiar —que prefiere rodear los asuntos que trata, y llegar hasta ellos por vías originales— comienza el libre disfrute de esa “alegría de ser inteligente” (que con acierto atribuyera a su persona la profesora Mercedes Ramírez). Detrás de las adensadas y multiplicadas referencias, hijas de una amplísima y universal cultura, se esconde en sus escritos algo no común en la ensayística: la posibilidad del estricto goce, aún para lectores no particularmente interesados en el tema; aunque sí requieren de una cierta formación en quien los lee, para saber apreciar las a veces demasiado sutiles alusiones, los deliberados sobreentendidos, la multiplicidad de analogías en diferentes planos.

Los variados caminos “reales”

El primero de sus libros data de l943 y se titula España de cerca y de lejos. Obra de juventud, significó más que nada un balance personal y cierre de cuentas crítico con su precoz fervor falangista en tiempos de la Guerra Civil Española, a propósito de un viaje a la España de Franco y a un riguroso cotejo de las idealidades con los crudos hechos. Lo más interesante en él es que —en perspectiva de tiempo— se trata de un texto en el cual ya estaban germinando aquellas ideas e inquietudes que luego iría desarrollando a lo largo de su vida, sobre todo en lo que tiene que ver con su peculiar perspectiva sobre el Nacionalismo, las relaciones entre lo político-social y lo ético, así como también la vinculación entre la praxis concreta y ciertos arquetipos ideales a los que será —soterrada pero decididamente— fiel, más allá de las contingencias y avatares de su propia personal y zigzagueante peripecia en el campo político (que pasó por cierta zona del coloradismo, se volcó luego a la experiencia ruralista de Benito Nardone, y derivó por fin en cierta izquierda nacionalista y en el Frente Amplio). En puridad, nunca dejó de ser un conservador atípico, transitando caminos no usuales y problemáticos, desmoronando con agudo sentido crítico lo aceptado, lo institucionalizado por rutina o pereza. Su óptica tangencial, marginal en el más fecundo de los sentidos, acompañará su quehacer en todos los campos que con inusual intensidad va a transitar.

El minucioso análisis literario

Su reflexión en materia literaria y estética —paralela a la docencia, desde muy joven llevada a cabo en la primera disciplina y luego a nivel de formación de profesores en la segunda— se encuentra desperdigada en revistas y periódicos, en prólogos y hasta en noticias acerca de autores (en un destino que ha sido similar en toda la ensayística Latinoamericana, gran parte de la cual se pierde en la precariedad e inmediatez del soporte periodístico). Sobre todo va a ser a través del semanario Marcha, de tanta importancia intelectual en el Río de la Plata y también en todo el Continente, que logrará su expansión adecuada la pluma de Real de Azúa; aún a costa de “huelgas” de tipógrafos en relación concretamente a sus colaboraciones, las que solían crecer a más del doble en el proceso de corrección, con el agregado de profusas notas al pie, todo esto realizado a último momento y en las propias pruebas de galera. En Marcha quedó plasmada, casi siempre en dos o más páginas bien colmadas, su voraz y multiplicada inquietud literaria, asentada sobre todo en Iberoamérica y más que nada en la zona platense.

Dentro de sus proteicos intereses en tal sentido, la presencia de Rodó fue una constante: desde un juvenil trabajo de l936 a su último prólogo a los Motivos de Proteo (1), ya avanzados los setenta. Entre tanto, hay otro prólogo a la misma obra —de l953— para una edición del Ministerio de Instrucción Pública; está el prólogo a El mirador de Próspero, de l965 y en la misma colección estatal; tenemos el trabajo titulado El problema de la valoración de Rodó (2) y otros como Rodó en sus papeles: a propósito de la exposición (3), Rodó y Zorrilla de San Martín (4), José Enrique Rodó (5), Rodó y su pensamiento (6). Real explicitó muchas veces que no le entusiasmaba especialmente el autor de Ariel, pero este volver durante años a su obra —más allá de casuales circunstancias de compromiso que no todo lo explican— tiene seguramente su razón profunda. Rodó fue nuestro ensayista más puro en el inmediato pasado, y Real de Azúa no sólo un brillante cultor del género sino y a la postre su teórico más lúcido por aquí. Rodó encarnaba a su vez lo sacralizado culturalmente —“hay que dinamitar, o por lo menos dinamizar los monolitos literarios”, declaraba nuestro autor—, y a su vez y por eso mismo resultaba en el fondo un estereotipo que encerraba un enigma para la mayoría, y que requería como tarea cultural impostergable una relectura crítica, un rescate de sus vigencias y un desglose de todo aquello ya periclitado en sus páginas. A través de Rodó y de lo que éste simbolizaba, Real desmenuzó importantes rasgos de la misma estructura cultural oficial uruguaya posterior al Novecientos.

Pero la inquietud en cuanto al análisis literario ha sido en él —dada su universal, múltiple avidez intelectual— amplísima. En lo nacional, en rápida mirada a sus textos principales, comprobamos que se ha interesado por Gustavo Gallinal, por Raúl Montero Bustamante (a propósito de su muerte), por Zorrilla, por el Mario Benedetti de los comienzos, y por el ensayo en su conjunto siempre, y por la relación entre pensamiento y literatura en el siglo XIX particularmente, y la eclosión cultural de comienzos de éste lo tuvo —con su imprescindible Ambiente espiritual del Novecientos (7)— entre sus más lúcidos y penetrantes intérpretes. En lo que hace a Latinoamérica en las letras, le interesaron desde Ezequiel Martínez Estrada hasta Eduardo Mallea, de Beatriz Guido a José Vasconcelos, de Manuel Gálvez a Ricardo Latchman, y como temas generales el Modernismo y sus vértices ideológicos, y también los perfiles básicos de la novela del continente.

No sería gratuito, para redondear el bosquejo del extenso mapa abarcado en su reflexión sobre el tópico literario, apuntar su acercamiento al poeta anglo-norteamericano T. S. Eliot —sobre quien escribiera en Marcha y Tribuna Católica, en el año l949— , además de una sostenida atención en torno a los aspectos críticos de la literatura anglosajona. También, su preocupación en torno a los autores que tocaron el tema de la Iglesia Católica y su crítica, como es el caso de Peyrefitte (al que dedicó dos entregas en Marcha, en l956).

La vocación historiográfica

Si la producción de Real hubiera quedado en este inteligente, original, personalísimo encare del hecho literario, ocuparía sin duda y de todos modos un lugar destacado en la ensayística de su generación. Sin embargo, cuando se manifestaba ya plenamente en él ese intelectual dotado de amplísima cultura, interesado y al día sin descuidar lo permanente, capaz —por su visión penetrante de los contextos históricos, sociológicos y culturales— de trascender la crítica literaria y pasar a la teoría (a la cual se acercó en cuanto docente, y sobre la que dejaría mucho texto inédito), el centro de sus preocupaciones se derivó decididamente hacia la historia, o “historia de las ideas” siendo más estrictos. No fue algo sorpresivo, sino que ya cohabitaban distintos intereses en sus escritos, como se puede bien corroborar chequeando sus diversas colaboraciones. Lo nuevo fue su entusiasta, definido pasarse al campo historiográfico desde fines de los años cincuenta.

En esta área, donde desplegó tan profusa como variada y lúcida tarea —extendida además en polémicas diversas que se proyectaron incluso a la década del setenta (como la sostenida, impublicable en ese año 75, con José Pedro Barrán, a través de sendas cartas públicas expuestas en la cartelera de la Editorial Banda Oriental) — resultan decisivos sus libros El patriciado uruguayo (8), y El impulso y su freno: tres décadas de Batllismo y las raíces de la crisis uruguaya (9). En el primero Real vivisecciona la clase alta más tradicional en el país casi desde dentro —ya que provenía de una familia de tales características— pero logrando en la demanda la adecuada distancia para el análisis comprensivo pero no menos riguroso. Ello no le impide momentos, muy bien logrados, donde no oculta sino que devela su complicidad personal con ese sector, cuando recuerda por ejemplo que: “En el Montevideo de los diez, de los veinte, de los treinta, en sus casas de la Ciudad Vieja cada vez más amenazadas por la piqueta y la oficina pública, en sus quintas del Prado, en sus decrecientes estancias, todavía la vieja clase siguió marcando un melancólico magisterio de modales, un invisible canon del gusto”. Su acercamiento al tema es estricto en los datos históricos, fundamentado en lo sociológico, pero centrado más en las personalidades decisivas, en sus realizaciones y errores, que en los aconteceres corporativos o en los avatares de conjunto. Culmina este ensayo, recordando el origen patricio de los dos grandes conductores cívicos de raigambre popular en los partidos tradicionales durante la primera mitad del siglo pasado: José Batlle y Ordóñez y Luis Alberto de Herrera.

Al peculiar país que logró plasmar el primero está dedicado El impulso y su freno. En síntesis, es el más logrado diagnóstico acerca de las potencialidades y carencias del fenómeno social y político que colmó las primeras décadas del siglo XX; a pesar de su perspectiva de base anti-batllista —por su catolicismo, Real de Azúa simpatizaba en forma más natural con el coloradismo independiente, al que había apoyado incluso años antes en la figura de Pablo Blanco Acevedo— mantiene una saludable distancia de ese lugar común de la diatriba, mostrando comprensión y penetración  en el balance que ya era posible en los sesenta en cuanto a lo que había sido el país batllista.

Con estas obras, Real se afilia a la corriente historiográfica revisionista, entonces en auge en ambas márgenes del Plata, aunque lo hace de un modo matizado, con su habitual sutileza, sin los extremos a veces caricaturescos y maniqueos de otros autores. Por cierto que su pensar histórico no queda aquí, sino que se extenderá hacia otros horizontes: el Federalismo artiguista; la figura paradojal y atractiva de Bernardo Berro, a quien calificara de manera certera como “el puritano en la tormenta”; el período Militarista en el siglo XIX; la Defensa de Paysandú; la polémica figura de Herrera. También le despertaron interés reiterado los escritos de viajeros que recalaban en el Montevideo del 800, y aún los de esta centuria.

La política como objeto de estudio

Y otra vez, cuando ahora —cerca del año 70— la nutrida y valiosa pléyade de los nuevos historiadores veía en Real de Azúa a uno de los suyos, tal vez el que estaba destinado a profundizar la invalorable obra muchas veces de equipo que se estaba concretando entonces, nuevamente el ensayista hace lo que en forma gráfica calificaríamos de “mutis por el foro”. Su inquietud, su casi nerviosismo cultural, le conducen a precipitarse en una línea de trabajo que ya venía abriéndose paso en su producción: la Ciencia Política y aledaños, en la que se embarcaría de modo constante hasta su muerte.

Ese ámbito, que sugestivamente había inaugurado su primigenio España de cerca y de lejos, se desarrolló luego a partir de su libro Tercera posición, Nacionalismo revolucionario y Tercer Mundo (10), pasando por trabajos tales como Elites y desarrollo en América Latina (11), o El poder de la cúspide: élites, sectores dirigentes, clase dominante (de l970), encontrando su definido tono en Política, poder y partidos en el Uruguay de hoy (12). Luego vino la etapa de su obra más especializada en el tema —la que no obstante, a pesar de las referencias, apoyaturas y términos técnicos, no por ello pierde su raigal “vis” ensayística— integrada por títulos como La teoría política latinoamericana: una actividad cuestionada (13), Una sociedad amortiguadora (de l973), y El clivaje mundial euro- centro periferia (14).

Por supuesto que en su obra de Ciencia Política, la preocupación por un destino más amplio que el de la comarca se vuelve más recurrente y explícita. Aparece cuando se refiere a las élites en América Latina, de la teoría política tal como se la encara en esta zona del mundo, y en sus agudas observaciones acerca de la relación entre el Sur periférico y la zona eurocéntrica desarrollada. Más allá de todo esto, es interesante comprobar cómo su inquietud por el destino común —histórico y futuro— de estos pueblos, se filtra en tantas páginas, acotaciones, trabajos, referidos en su temática central al Uruguay.

Leyéndolo con cuidado, comprenderemos que fue un pragmático, sí, pero que nunca dejó de lado la entonación moral —en el mejor de los sentidos— para “iluminar” los múltiples asuntos que le ocuparon intelectualmente. Le interesó más, en ciencia política por ejemplo, el análisis del poder y de los grupos vinculados a él —la anatomía de los mismos— que el conflicto y la dinámica de las clases sociales, el que por otra parte no negaba.

En este importante y definitivo sector de su producción, es donde podemos seguir el proceso —ya marcado en la dimensión histórica de su tarea— de su reflexión latinoamericanista, la cual no es posible disociar de su concepción del Nacionalismo y de su idea en cuanto a la Tercera Posición (tan en boga en el universo intelectual de los años cincuenta y sesenta). Es también en esta zona de su escritura, aunque la posibilidad es grande en lo historiográfico, donde sí es factible rastrear sus basamentos filosófico-ideológicos. Se ha apuntado bien que para este autor personalidades claves del pensar contemporáneo, fundantes diríamos, como Freud y Marx, no solamente no influyeron en él sino que tampoco le interesaron especialmente como tópico. Si bien al último le dedicó un trabajo donde dice que: “Si bien Marx y sus seguidores no realizaron ninguna aportación deliberada al tema de las élites o de la clase gobernante o dirigente, no existe un sólo planteo de estas categorías que no haya estado imantado por las posiciones marxistas; que no las tenga en cuenta, polémicamente —aún en forma tácita, oculta— en cada uno de los pasos de su argumentación”. Una de las influencias decisivas en el estudio de los temas sociales la tuvo en mitad de la década del cuarenta, a partir de la lectura de Max Weber, con el cual es filiable directamente, aunque mantuvo un constante arraigo a sus orígenes, ese cristianismo peculiar que aunaba en confesión explícita la línea aristotélico-tomista (valorando en ella su condición de antídoto contra el peligro de “idealismo”) pero además cierto existencialismo.

El estudioso de la Estética, el teórico del ensayo, el original antólogo

Sin duda, el Real de Azúa más conocido es el vinculado a la historiografía, y en segundo lugar el de los últimos años dedicados casi a pleno a las cuestiones de la ciencia política (área dentro de la cual habría podido llegar a completar una obra única en este medio —por sus características: cabalgando entre el estilo depurado y el rigor científico— , que lo hubiera llevado incluso a bordear la “filosofía de la historia” como bien se ha sostenido, a no ser porque la muerte vino a clausurar un proceso productivo que estaba lejos de agotarse). Pero existe otro Real, menos público, más especializado, del que disfrutaron por ejemplo sus alumnos del IPA.

Hay un texto titulado Conocimiento y goce, de larga ineditez como tantos otros suyos, cuya datación es ubicable en los primeros años sesenta. En él aprovecha a establecer la crítica “historicismo y estética”, o “conceptualismo e inefabilidad”. Se basa en el uso adecuado de un concierto de citas que apuntalan su propio discurso, algo que logra hacer como pocos, con esa limpidez y buen criterio propios que dejan entrever vastas pero bien asimiladas lecturas. De entrada, se acerca a la antinomia más frecuente en los estudios literarios: la de crítica y creación, que es nada menos la que hace a la viabilidad de la misma crítica. “Se enfrentan así por un lado” -dice- “un tipo de experiencia intelectualmente borrosa, hedonística, radicalmente sensorial, gozosamente y confesadamente irracional. Por el otro reclaman sus fueros la lucidez, la inteligencia, la aspiración a un pleno calibrar lo que gustamos”. Y avala su propia opinión al respecto de un modo indirecto, apelando a una cita de T. S. Eliot, que en su parte final establece: “Es cierto que no gozamos completamente de un poema a menos que lo entendamos y, por otro lado, es igualmente cierto que no lo entendemos completamente si no gozamos de él”.

Luego, avanzando el trabajo concluirá en la proposición primaria y básica: para que haya pleno goce debe haber como condición previa conocimiento, lo que después va reafirmando y especificando. Por fin concluye en que: “El conocimiento literario en todo lo que implica de abstracción de lo individual, generalización de experiencias singulares es la única vía de enseñanza, el único medio con que es posible poner al sujeto no entrenado en el camino de realizar por sí mismo una serie ilimitada de informadas experiencias literarias. En suma: que el enseñar es en cierto modo poner al enseñado en unos andadores que son la formación de criterios de dilucidación y valoración”... “Que esos andadores deban después abandonarse es tan cierto como que, prologalmente, son imprescindibles”.

Es lástima que Real no haya dedicado a esta vertiente de sus inquietudes un mayor, más extenso y profundo desarrollo, pero, contemporáneamente a la escritura de estas páginas ya había prendido en él la pasión historiográfica, impulsándolo a dejar por el camino —no en sus clases, pero sí en el texto— el tópico literario.

Junto al germinal teórico de la estética que recién procuramos mostrar, vale destacar al teórico del ensayo, rol en el cual es único entre nosotros. Todo surgió al encomendársele por parte de la Universidad de la República, en l964, la concreción de la Antología del Ensayo Uruguayo Contemporáneo; como era su característica más acentuada, el prólogo fue un torrencial, brillante, disfrutable ensayo acerca del ensayo, donde tienta incluso una teoría sobre el género.

Su tarea de antólogo en este caso interesa de por sí, desde el momento que las notas informativas en relación a los autores incluidos —a veces largas— son una de las partes más disfrutables de esos dos tomos (sin desmerecer muchos de los bien elegidos fragmentos de la mayoría de los antologados). Incluye en la selección a gente que comenzó a publicar a partir del año l9l5, extendiéndola hasta casi el momento de la edición, logrando agrupar cuarenta y un ensayistas de un período de cincuenta años. Siendo estrictos, debemos admitir que el prólogo de Real de Azúa y muchas de sus notas son lo mejor de estos dos volúmenes, dejando algo que desear quizá algunas de las inclusiones, así como también unas —pocas— ausencias. No se puede negar la originalidad del antólogo, riguroso por un lado al tomar como punto de partida una delimitación estricta de los márgenes de su labor, pero a la vez capaz de mezclar armoniosamente autores en sí disímiles.

Hace suyo en este caso el feliz hallazgo de Alfonso Reyes, cuando define al ensayo como “agencia verbal del espíritu”, destacando su vocación de estilo definida (sin la cual un texto no es tal), su alejamiento de las especializaciones (filosóficas, científicas, históricas, de crítica artística en el sentido más convencional).  Pone el énfasis en el carácter no sistemático y libre del ensayo, que muchas veces roza la divagación para acercarse así desde un ángulo inédito al tema que trata. Lo vislumbra tan equidistante del especialista intelectual en cualquier rama como así del periodismo en lo que éste tiene de bien característico, es decir su caducidad rápida e irremediable. Recién a partir de un bosquejo claro, inconfundible, de lo que es realmente lo ensayístico, es que Real pasa a justificar su concreta selección.

Latinoamérica en el pensamiento de Real de Azúa

Entre uno de sus posibles tópicos constantes estuvo la reflexión sobre el país —la patria chica uruguaya— y también  América Latina, a la cual sentía auténticamente como Patria Grande. Esta le preocupó, en Literatura, en sendos trabajos acerca de la novelística continental, en cuanto al Modernismo (como es sabido, nuestra “vanguardia” más genuina). Con perspectiva cultural más amplia, en José Vasconcelos: la revolución y sus bemoles (15), y sobre todo en Historia invisible e historia esotérica: personajes y claves del debate latinoamericano (16).

En Ambiente espiritual del 900, Real apunta con su acostumbrada lucidez:“Diversos libros —algunos de ellos ejemplares, como la Historia de la Cultura en la América Hispánica de Pedro Henríquez Ureña— nos han mostrado el proceso cultural americano en una organización formal que, si no es falsa, resulta, por lo menos, una sola de las dos caras o planos de la rica evolución de nuestro espíritu. Se ha dado, y se da, en estos países, el proceso cultural como lógica secuencia personal, y grupal de creaciones, de empresas y de actitudes. Neoclasicismo, tiene, según esta perspectiva (que es también un método) su etapa de lucha, sus hombres y obras representativas, sus planos de pasaje y agotamiento. Pero en Hispanoamérica, mucho más acendradamente que en Europa, tales procesos no agotan la realidad de la cultura como vigencia objetiva de cada medio y época, como sistema actuante de convicciones de vastos sectores letrados y semiletrados, verdaderos protagonistas de la vida del continente”.

Con similar precisión, en un tema ya socio-económico y político —al delinear las clases altas en Latinoamérica, tierra de oligarquía — dice: “Inmensurable es el impacto del fenómeno imperialista en el proceso social latinoamericano pero sobre todo lo es en el de la conformación, cambio y robustecimiento de sus sectores superiores. Si el hecho general de éste, características específicas adquirió en los casos nacionales en que una economía de enclave —esto es, sin conexiones sustanciales con el ámbito circundante y sí, en cambio, con el centro de la economía dominante—, cobró vuelo hasta significar lo que alguien ha llamado un poder externo, fuera de los alcances del sistema político nacional e incluso más fuerte que él”. En este trabajo Real de Azúa analiza, de manera impecable y sintética, el acontecer histórico que llevó a gran parte de las élites de poder del continente a oficiar como sector gerencial de los intereses imperiales, desmitificando en la demanda el concepto recurrido de “burguesía nacional”.

En relación a la perspectiva uruguaya, y a la contraposición de la misma con la posible en otros puntos de América Latina, observa, en Uruguay: el ensayo y las ideas en l957 que fuera publicado en la revista argentina Ficción: “El tema del país, la toma de conciencia de la circunstancia, es la gran piedra de toque de la ensayística americana. Es también la gran pobreza de la nuestra”. Y más adelante: “Aquí, como en otras claves, nuestra condición periférica en América, nuestra situación distante de los más típicos desniveles  y dramatismos del continente, ha determinado que el tema americano sea —más quietamente, más puramente— una inquietud, una nostalgia, un remordimiento sin formas operantes”. Y en otra parte del mismo texto, bosquejando lo que entendía como una fidelidad a lo nacional, vivenciado auténticamente, lo definía —en casi ars vitae de su propio camino— así: “aceptar la circunstancia (mundial, sudamericana, uruguaya y hasta montevideana). Asumir, sufriéndola, la fealdad, el desorden, la injusticia del mundo que nos rodea. Buscar, desde ellas, las maneras de una actitud: el sereno deber, a la manera clásica, o el asco patético, o la furia desmelenada (que todas caben). En suma: los caminos de acción o de contemplación, de descripción o de ventura, que Dios nos señale”.

En este hurgar al vuelo en la múltiple obra de Real de Azúa, es interesante detenerse también, siempre en lo que hace al tema latinoamericanista, en la síntesis que realiza en relación a las equívocas influencias del pensamiento rodoniano en el continente: “El discurso de Rodó promovió, al margen y a contrapelo del propio autor, demasiado equilibrado para recargar las tintas de su cuadro, cierto vacuo orgullo, cierta engolada presunción de lo hispanoamericano. Ese orgullo descansó invariablemente en la grosera antítesis del norte y el sur, de lo sajón y lo latino, como oposición de materia y espíritu, de Calibán y Ariel.
No tengo espacio ahora para destacar que esta posición significó siempre una irresponsable caricatura, que no apoyó casi nunca la crítica solvente y ello desde el más inmediato l900 hasta casi nuestros días. Ni entonces la suscribieron  Pedro Henríquez Ureña, Francisco García Calderón, Juan Carlos Blanco, José de la Riva Agüero o Juan Valera, ni lo hicieron después Ramiro de Maeztu, Zaldumbide, Alfredo Colmo o Juan Larrea”  (17).

El latinoamericanismo de Real, a su vez, se corresponde armónicamente a la riqueza, profundidad, e incluso vastedad de su cultura: por ende no es dicotómico, ni telurista, sino bien uruguayo en su impronta; no comulga, no obstante, con ninguna de las rémoras de la visión insular del país que el Batllismo dejó entre los ingredientes de su difusa ideología (en esto fue más atípico que la mayoría de sus pares intelectuales, no negando en la instancia su raíz patricia, su arraigo en la más genuina tradición nacionalista, su cristianismo incluso que lo vacunaba de esos extremos esterilizados y tartufescos del laicismo vernáculo). Hay en este autor una compleja dialéctica entre la fidelidad a algunas ideas entrañables y fundantes de su pensamiento, y su permanente actualización, pesquisable para quien siga su producción cronológicamente; también, una ambivalencia que no deja de ser equilibrada, que hace a la complejidad de su pensar, entre el cosmopolitismo y el localismo. En suma: es la suya una interpretación de lo latinoamericano, que sin eludir la problematicidad y dramatismo coyuntural de los momentos de su mayor creatividad —años cincuenta, sesenta y setenta— proyecta hacia un futuro (que es hoy) puntas fermentales, líneas que algún día deberán continuarse. Por la cuidada mesura en sus esbozos de teoría, lejos está de lo postulado apenas una generación atrás. Lo de Real es, en este tema como en tantos otros que desarrolló, parafraseando a Umberto Eco una “obra abierta”, que incita, que invita, que permite pensar a partir de una lectura que abre puertas a lo que vendrá.

A modo de culminación

Se apuntó con acierto alguna vez la paradojal situación de este escritor: tan leído y valorado —porque lo era, a pesar de las múltiples quejas ante la supuesta dificultad de su estilo— en aquellos años de plenitud de trabajo que van desde mediados de los cincuenta hasta pasado el setenta, y tan soterradamente dejado de lado —más allá de citas y referencias— luego de su muerte. Si bien el tiempo oscuro de los años setenta colaboró a echar sobre su obra un grueso manto de silenciamiento, eso no explica del todo las causas de la extensión de tal anomalía mucho después, con la excepción del momento del décimo aniversario de su desaparición. Estamos ante un autor que las nuevas generaciones tienen dificultad en ubicar, o directamente desconocen, y que otros mayores han cuasi olvidado. El desafío tal vez radique en revalorar en su totalidad este corpus textual vasto y complejo, variado y atractivo, dentro del cual hay tanto para ayudarnos a pensar este presente problemático y el confuso futuro que se avecina, así como para mejorar en mucho nuestra vida cultural y nuestra vida a secas. Hay aquí intensa labor para editores, críticos, investigadores, estudiosos, y sobretodo nuevos ensayistas.

 

*Poeta, narrador, ensayista, periodista cultural,  investigador y autor de numerosas obras de crítica literaria,
docente de Facultad de Comunicación, Universidad ORT
.

 

 

REFERENCIAS

1- Ediciones Biblioteca Ayacucho, de Venezuela.
2- Cuadernos de Marcha, l967.
3- Escritura, l947.
4- Tribuna Católica, l950.
5- Almanaque del Banco de Seguros, l952.
6- Marcha, l954.
7- Publicado originalmente por la revista Número en l950, y reeditado en l984 por Arca.
8- Publicado por Asir, en l96l.
9- Bajo el sello de EBO, en l964.
10- Escrito en l963, e inédito por décadas.
11- En La sociología subdesarrollante, volumen colectivo de l969 publicado por Aportes.
12-  Siglo XXI, Buenos Aires, l97l.
13- Columbia University, Nueva York, l973.
14- Cuadernos del Ciesu, l976.
15- Publicado por el Departamento de Literatura Hispanoamericana de Facultad de Humanidades, en l966.
16- Arca-Calicanto, l975, donde se reúnen varios de sus ensayos.
17- Es fragmento de Rodó y Zorrilla de San Martín: tres momentos de un diálogo intelectual, publicado en agosto de l950 en la revista montevideana Tribuna Católica.

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Publicado

2011-07-21

Número

Sección

Culturales