La modernización del estado ruso y el mito de Sísifo
Abstract
La ola de incendios que ha asolado a la región de Briansk en los confines meridionales de Rusia, y sus efectos potencialmente devastadores sobre el medio ambiente han reducido a añicos la imagen que el régimen actual se esforzó con mucho esmero de construir durante la ultima década. De forma análoga a la que los latinoamericanos nos encaminamos a celebrar el bicentenario de la independencia de la corona española, quizá no seria poco pertinente proceder en esta sección a un breve análisis de otra conmemoración como ha sido el décimo aniversario de la llegada de Vladimir Putin al poder a fines de 1999.
La restauración rusa
En este periodo que muchos observadores han calificado de restauración, Rusia alcanzó niveles de estabilidad inesperados, luego de una década perdida en la que parecía que la desorganización del Estado y su captura por importantes grupos económicos llevarían al gigante euroasiático a una entropía inevitable.
La estabilidad política a la cual hacemos referencia, fue acompañada también por niveles de crecimiento económico notables y sin comparación en el resto del mundo desarrollado. El encarecimiento de las materias primas exportadas pero también el despegue de la producción local luego de la crisis económica de 1998 contribuyeron al saneamiento de la situación financiera otrora catastrófica del país, y enardecieron el nacionalismo ruso.
La concentración del poder político entre las manos de la Presidencia y de la administración presidencial permitió enfrentar el resquebrajamiento del territorio ruso, y unificar y reforzar buena parte de las funciones federativas. Lanormalización de las relaciones entre el poder político y la sociedad se tradujeron en la creación ex nihilo de partidos políticos importantes y de escala federal, que redujeron los altos niveles de conflicto que habían existido en el pasado entre el poder ejecutivo y las dos cámaras del Congreso.
Es indudable que la estabilización del campo político y económico conllevaron réditos inmediatamente perceptibles para la población rusa, tales como el no ver a sus salarios o pensiones devaluadas automáticamente por altos niveles de inflación, el poder hacer planes a mediano plazo, y finalmente, el pertenecer a una economía emergente -y ya no al borde del subdesarrollo. Sin embargo, y como no es infrecuente en la longeva historia de Rusia, estas percepciones de bienestar no tuvieron asidero en una estructura política y económica sustentable, lo que ha comprometido la perennidad de éstas a la vez que pone en jaque el acuerdo tácito que fue suscrito por actores sociales y políticos a comienzos del 2000.
Valoración
Si debiésemos resumirlo a pocas palabras, la ciudadanía rusa aceptó un control político centralizado y férreamente concentrado en la presidencia de la federación, en detrimento de libertades fundamentales indispensables para el funcionamiento del juego democrático.
En contrapartida, el Kremlin ofreció a los ciudadanos rusos un Estado capaz de concentrar el monopolio de la violencia legitima, pero también de brindar resultados perceptibles en materia de políticas públicas. Dicho acuerdo tuvo como mérito principal entonces permitir que los ciudadanos rusos viviesen como el resto del mundo -o normalno en sus propios términos- una promesa que Boris Yeltsin no pudo o no supo honrar. La presencia formal del Estado se hizo efectiva con la pacificación manu militari del territorio ruso, la promulgación de nuevos distritos federales y la creación de prefectos nombrados por el Kremlin. Sin embargo, el poder de Moscú no tuvo la capacidad de relevar del cargo a muchos gobernadores que en la practica pudieron gobernar a su antojo a regiones estratégicas como feudos, distribuyendo prebendas y aumentando de manera alarmante los niveles de corrupción (1).
Estrechamente relacionada al incumplimiento de la primera condición del acuerdo tácito entre el gobierno y la ciudadanía, la implementación de las políticas públicas ha conocido un importante revés, en la medida en que dependen de la capacidad efectiva del Estado en hacer valer sus decisiones al nivel local. Proyectos de infraestructura de importancia capital, como la autopista Moscú- San Petersburgo, se han visto así retardados indefinidamente, pero este es solo un ejemplo de los muchos que hay al nivel de las otras políticas del Estado en áreas como la seguridad, la salud o la reforma de la administración publica.
El dilema ruso
Esta normalización, de medias tintas, mas allá de los riesgos que presenta al corto plazo, pospuso el dilema fundacional del Estado ruso, que ha sido el de su identidad y su interés nacional.
En efecto, a comienzos de los años 1990, el equipo de reformadores entre los cuales se contaban un grupo de economistas jóvenes y ambiciosos, se planteó las mismas preguntas que el conde Sergo Witte quien, bajo la autoridad del zar Alejandro III, trató de reformar el Estado y fue el artífice de la modernización del imperio a finales del siglo XIX. ¿Debía Rusia aceptar los valores de la modernidad europea y occidental, con una consecuente liberalización de las prácticas sociales y la expansión de las libertades individuales? Y si esta respuesta era afirmativa, ¿debía el poder político sustraerse de la esfera económica y permitir que instituciones -entendidas aquí como conjuntos de reglas perennes- permitiesen a los agentes económicos, incipientes en aquella época, generar riqueza y prosperidad al amparo de interferencias del poder político?
Las mismas preguntas fueron las que animaron los debates al interior de la cúpula del poder político a comienzo de los 1990, sin que emergiese una visión clara del proyecto político, lo que en la práctica hizo cohabitar una carta magna extremadamente liberal con un ejercicio del poder con reflejos autoritarios pero débil en su sustancia e incapaz de prevenir la tan temida entropía de la federación.
Estas interrogantes a la que hacemos referencia fueron reiteradas durante el primer mandato presidencial de Vladimir Putin (2000-2004) pero no prosperaron: el ambicioso programa de reformas fue rápidamente contrarrestado por reflejos autárquicos que reafirmaron una vez más el carácter eminentemente esquizofrénico de las reformas en Rusia.
La llegada de Dimitri Medvedev al poder no alteró esta línea y todo pareciese indicar que la integración a los flujos de la globalización serán duramente negociados, retardando reformas indispensables a la sustentación de Rusia como una potencia emergente a mediano plazo. Es así como el país se encuentra una vez más en una encrucijada, condenado a repetir su historia una y otra vez, a medio camino entre una democracia y un régimen autoritario, entre una economía administrada y sectores liberalizados, entre un Estado centralizado pero segmentado a la vez.
(1) Es así como el reporte anual de 2009 de Transparency International le atribuyo a Rusia la nada envidiable 146a posición en un ranking de 180 países examinados, con un empate técnico con países como Ecuador o Camerún.
*Doctor en Ciencia Política del Instituto de Estudios Políticos de Paris.
Master en Política Comparada en Sciences-Po Paris y
Master en Estudios Post-soviéticos del Programa IMARS (European University of Saint-Petersbourg/Berkeley).
Actualmente es maestro de conferencias de la
Universidad Americana-IES Paris y Sciences-Po Paris
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