SER OTRO - “EL CABALLO PERDIDO O LA BÚSQUEDA DE LA TERNURA COMO GERMEN DEL PENSAMIENTO”

Authors

  • Natalia Almada

Abstract

En el número anterior de Letras Internacionales, nos referimos a La Máquina Felisberto, un proyecto que reúne a varios artistas y que busca rendir homenaje al pianista y escritor nacional Felisberto Hernández.

El psicoanalista Víctor Guerra fue uno de los encargados de encender los motores de la maquinaria con su conferencia inaugural “El caballo perdido o la búsqueda de la ternura como germen del pensamiento”. Guerra no efectuó un análisis literario de la novela de Hernández –El caballo perdido-. Tampoco se propuso psicoanalizarla. Para él, interpretar un texto implica despojarse de las certezas propias y descubrir hacia dónde nos puede llevar. Así lo hizo, recorriendo para ello los territorios transitados por el autor: el mundo infantil y su visión optimista, el mundo adulto y sus secretos, el pensamiento, los recuerdos, la ternura, la imaginación.

A lo largo de los años, varios críticos literarios han destacado que la narrativa de Hernández aborda de manera explícita la temática filosófica, los procesos mentales y el mundo interior. Ana Inés Larre Borges, por ejemplo, en un artículo publicado en el número 22 de la Revista de la Biblioteca Nacional, señalaba que en el autor existía una “preocupación permanente por el conocimiento del yo y sus movimientos espirituales”.

En particular, y en alusión a El caballo perdido, Larre Borges explicaba en aquella ocasión: “La marcada introspección de su discurso narrativo, y la importancia temática dada a los procesos mentales se verifica en forma más evidente en su segunda etapa creadora, la etapa memorialista de El caballo perdido, Por los tiempos de Clemente Colling y Tierras de la memoria”.

Los primeros pasajes de El caballo perdido giran en torno a la relación de Felisberto niño con Celina, su profesora de piano. La novela comienza con la transición entre dos escenarios: la calle, y el living de la casa de Celina, donde está el piano. La descripción de ambos espacios es minuciosa, detallista. Como es frecuente en la prosa de Hernández, existe un detenimiento en los objetos, en las cosas: en las copas, las hojas, las flores y los troncos de los árboles de la calle; en las sillas, los sillones y el resto de los muebles de la sala.

Para Guerra, en esa descripción, la sensorialidad adquiere prioridad. Lo mostró evocando una cita elocuente de la novela: En el instante de llegar a la casa de Celina tenía los ojos llenos de todo lo que habían juntado por la calle. Al entrar en la sala y echarles encima de golpe las cosas blancas y negras que allí había, parecía que todo lo que los ojos traían se apagaría. (…) Lo que nunca se dormía del todo, era una cierta idea de magnolias. Aunque los árboles donde ellas vivían hubieran quedado en el camino, ellas estaban cerca, escondidas detrás de los ojos (…) Por eso más adelante —y a pesar de los instantes angustiosos que pasé en aquella sala— nunca dejé de mirar los muebles y las cosas blancas y negras con algún resplandor de magnolias.

El psicoanalista entiende que, en esas líneas, Hernández desliza, sutilmente, una serie de preguntas: ¿Qué sucede con lo que percibimos a través de nuestros sentidos y deja sus impresiones en nuestro interior? Al transitar de un espacio a otro, ¿cómo se abandona lo que fue percibido anteriormente? Y encuentra en el autor, una respuesta creativa: “ver las cosas con un resplandor de magnolias”. El pasado resurge en el presente. Guerra explica que en ese pasaje del texto el pensamiento aparece enlazado a la percepción y a la sensación. “El narrador no domina el pensamiento. Lo siente actuar de pronto, inesperadamente, y es capaz de esparcir sensaciones por el espacio”, dice.

Volviendo al relato, al entrar en la sala, irrumpe en el niño el deseo de violar los secretos de los adultos. A su vez, surge una particular relación con los objetos - algo frecuente en la narrativa de Hernández-. Las cosas adquieren animación, se humanizan, y, en contraste, más adelante, las personas sufrirán un proceso de cosificación. El protagonista está entrando en la pubertad y su mirada infantil se superpone a la mirada del adolescente. A veces, el niño intenta acercarse infructuosamente a Celina y surgen momentos de rigidez; en otras ocasiones, le ocurre lo mismo con su abuela. Encuentra refugio en la animación de los objetos. Así, por ejemplo, el lápiz rojo con el que Celina escribe, es para él como un chanchito que, husmeando, busca un lugar blanco donde prenderse.

Sin embargo, un día ocurre algo inesperado. Una vez ella me repetía una cosa que mi cabeza entendía pero las manos no. Llegó un momento en que Celina se enojó y vi aumentar su ira más rápidamente que de costumbre. (…) En el apuro ya ella había tomado aquel lápiz rojo tan lindo y yo sentía sonar su madera contra los huesos de mis dedos, sin darme tiempo a saber que me pegaba.

El objeto que para los ojos del niño era un dulce chanchito, era un instrumento de castigo. Guerra interpreta que éste es un momento de quiebre: la disonancia entre la mirada infantil y la adulta se vuelve evidente. A partir de entonces, la decepción y la tristeza invaden la vida de Felisberto niño. Hasta ese momento, él había sentido una atracción por Celina, una suerte de enamoramiento. Pero ahora Celina había roto en pedazos todos los caminos; y había roto secretos antes de saber cómo eran sus contenidos.

Una vez más, en el texto, el protagonista apela a la animación de los objetos y a la cosificación de las personas para escapar de los sentimientos. En esta ocasión, las personas se convierten en muebles que podían quedarse quietos o cambiar de posición.

Pero de pronto, sucede algo que sorprende al lector. El narrador revela que todo el relato –desde el comienzo mismo y hasta ese momento- había sido, en realidad, una historia tramada por él mismo, y que él –el narrador- estaba sumergido en una crisis y ya no podía seguir escribiendo. No sólo no puedo escribir, sino que tengo que hacer un gran esfuerzo para poder vivir en este tiempo de ahora, para poder vivir hacia adelante.

El narrador está paralizado; sus pensamientos están atados; lucha por liberarse de la angustia. Entonces, emerge un acontecimiento fundamental de la historia: Y fue una noche en que me desperté angustiado cuando me di cuenta de que no estaba solo en mi pieza: el otro sería un amigo. Tal vez no fuera exactamente un amigo: bien podía ser un socio. Yo sentía la angustia del que descubre que sin saberlo ha estado trabajando a medias con otro y que ha sido el otro quien se ha encargado de todo.

Guerra explica que, en este pasaje, ocurre la disociación del yo. “Hay una escisión, en la que el doble –el socio- toma el lugar del yo en la escritura”, dice. “Una de las cosas más importantes que se escinden en este proceso es la relación del sujeto con los sentimientos. De a poco, el protagonista se va quedando solo. Se va anestesiando. Y al mismo tiempo, se pierde a sí mismo”.

Ser otro. El protagonista insiste con esa idea. Por ejemplo, cuando dice: Al principio, cuando en aquel anochecer empecé a recordar y a ser otro, veía mi vida pasada, como en una habitación contigua. Antes yo había estado y había vivido en esa habitación; aún más; esa habitación había sido mía. Y ahora la veía desde otra, desde mi habitación de ahora, y sin darme cuenta bien qué distancia de espacio ni de tiempo había entre las dos.

Para Guerra, la desesperada búsqueda de un sí mismo desconocido, de la otredad, representa una pérdida, pero también una ganancia fecunda. A su entender, en el texto, esa búsqueda se relaciona con los pensamientos, los sentimientos y la ternura.

De vuelta al texto, el protagonista dice que sus pensamientos ya no cargaban sentimientos. Ahora se me acercaban los recuerdos como si yo estuviera tirado bajo un árbol y me cayeran hojas encima: las vería y las recordaría porque me habían caído y porque las tenía encima. Los nuevos recuerdos serían como atados de ropa que me pusieran en la cabeza: al seguir caminando lo sentiría pesar en ella y nada más, o era como aquel caballo perdido de la infancia: ahora llevaba un carro detrás y cualquiera podía cargarle cosas: no las llevaría a ningún lado y me cansaría pronto.

Para Guerra, Hernández transmite algo esencial: cuando el sujeto se escinde de los sentimientos, emerge la vivencia del vacío. “El sujeto cae en el vacío del ser. En este caso, el personaje, agobiado, recupera la tranquilidad de un pensamiento. Pero es un pensamiento anestesiado”, explica el psicoanalista. “¿El contenido vital del pensamiento puede provenir de la ternura?”, se pregunta. Un poco más adelante, el texto le ofrece la respuesta.

El protagonista tiene un sueño en el que aparecen unas terneras que van al matadero. También aparecen personas. Es angustiante, y el personaje se despierta bañado en lágrimas. Está conmovido. Durante el sueño la marea de las angustias había subido hasta casi ahogarme. Pero ahora me encontraba como arrojado sobre una playa y con un gran alivio. Iba siendo más feliz a medida que mis pensamientos palpaban todos mis sentimientos y me encontraba a mí mismo. Ya no sólo no era otro, sino que estaba más sensible que nunca: cualquier pensamiento, hasta la idea de una jarra con agua, venía lleno de ternura.

Guerra señala que, luego de ese sueño, ocurre una nueva transformación del sujeto narrador. “El feliz encuentro de los sentimientos con los pensamientos implica la formalidad del yo, el personaje se reencuentra consigo mismo”, explica. Pero además, unas líneas más adelante, la relación con el socio también cambia. Es cuando el narrador dice: Como yo quería entrar en el mundo, me propuse arreglarme con él y dejé que un poco de mi ternura se derramara por encima de todas las cosas y las personas. Entonces descubrí que mi socio era el mundo. De nada valía que quisiera separarme de él.

Como destaca el psicoanalista, la ternura adquiere un papel fundamental. “Para entrar en el mundo y salir de su encierro narcisista, centrado en el pasado y en la memoria, apela a la ternura”.

Sobre el final de la novela, el protagonista dice que dejó partir al olvido al niño que se adhería a los objetos y a los espectros de la memoria. Él ya no es el mismo. “Hay miradas que estructuran, que conceden la certeza de existir, y otras que pasan a través del sujeto para perderse en la noche de los tiempos o en las trampas de la memoria. Son las miradas de la locura, entendida ésta como alineación del mundo”, explica Guerra.

“Todos, en algún momento, dejamos partir al que fuimos para no quedar paralizados en la ilusión del pasado y abrirnos a lo nuevo y a lo inesperado que la vida nos ofrece. A veces un texto nos invita a efectuar una mirada nueva sobre nosotros mismos. Este texto nos sumerge en esa mirada”, concluye.

Por cierto que El caballo perdido lo hace. Pero la mirada de Guerra es también profunda, cautivante, motivadora. Constituye, en sí misma, una invitación a leer El caballo perdido desde un nuevo lugar, despojándonos de nuestras certezas y descubriendo a dónde nos puede llevar.


Víctor Guerra es psicólogo, psicoanalista.

Nota:
Las citas en cursiva corresponden a El caballo perdido

Published

2014-08-28

Issue

Section

Culturales