El fútbol televisado como causa humanitaria
Abstract
“(…) no es posible que sólo el que pueda pagar pueda mirar un partido, que además secuestren los goles hasta el domingo aunque pagues igual, como te secuestran la palabra o te secuestran las imágenes, como antes secuestraron y desaparecieron a 30 mil argentinos”
-Cristina Fernández, Presidente de Argentina. 20 de agosto de 2009
Por si alguien lo dudaba, he aquí la remoción de la máscara del progresismo latinoamericano. Que una de sus integrantes realice afirmaciones incultas no es sorprendente; sí lo es el grado de audacia intelectual que refleja el comentario.
La lamentable expresión de Cristina Fernández sirve para observar un fenómeno preocupante de la política internacional, que es el deterioro del lenguaje. Por “deterioro” no se hace referencia al uso de lenguaje vulgar, ya que éste al menos tiene la salvedad de ser honesto. El problema más profundo es la tergiversación del lenguaje, y más específicamente la apropiación ideológica de conceptos para su reinvención tendenciosa.
El ejemplo de “Kristina” es clásico porque aborda uno de los más comunes: los derechos humanos. Existe desde hace tiempo un esfuerzo por modificar su concepción original y transformarlos en algo que no son. Más específicamente, la noción correcta refiere a derechos y libertades innatos a las personas por el hecho de ser individuos humanos, por lo cual son universales. El punto de inventar el concepto es introducirlo a la política, e indicar que el propósito de las instituciones políticas es garantizar que esos derechos no se violen -ni desde el Estado ni desde otros ciudadanos.
Sin embargo, las olas de activistas originadas en el socialismo del siglo XIX introdujeron nuevos “derechos” que, en vez de ser definidos por la negativa (“el Estado garantizará que a nadie se le viole X derecho o libertad”), son definidos por la positiva (“el Estado garantizará que el ciudadano goce de X bien”).
Un debate típico alrededor de este tema es el de la salud. ¿Es la salud un derecho humano? Lo correcto desde un punto de vista liberal es decir que no, porque codificar ese “derecho” significa en realidad obligar a todos los ciudadanos a financiar una parte significativa de las vidas de los demás. El Estado estaría asignando la culpa por defectos genéticos, descuidos personales o incluso mala suerte de individuos a los demás contribuyentes, que ninguna responsabilidad tuvieron en el hecho. Es, por lo tanto, una intrusión muy clara en los derechos de propiedad y libre goce de la vida individual, ya que colectiviza la “culpa” o responsabilidad.
La mención al tema de la salud es meritoria porque es un tema candente en Estados Unidos, donde el lenguaje tampoco está libre de modificaciones tendenciosas. Basta observar el lamentable uso que se hace del término “liberal” en ese país. En Estados Unidos se utiliza esa palabra para adjetivar a presidentes como Franklin Delano Roosevelt o senadores como el recientemente fallecido Edward Moore Kennedy. Sin embargo, se trata de políticos favorables a la estatización de las pensiones por jubilación, a los seguros de desempleo, a la colectivización de la salud, al proteccionismo comercial, a tasas impositivas progresivas y a subsidios e incluso propiedad estatal de industrias. Estas posiciones no sólo no son liberales, sino que son el inverso exacto, una por una.
La palabra “liberal” tiene también problemas en el resto de América, ya que para referirse al liberalismo –que es uno solo, pues sus principios no varían-, se prefiere el cuasi-epíteto “neoliberal”. Los políticos que son liberales evitan declararse como tales a toda costa, y quienes se oponen a esas políticas han envenenado tanto el debate que lo han transformado en un término asociado con dictaduras, militarismo y otros males. Nuevamente, esos son exactamente los inversos del liberalismo, lo cual es una demostración más del poder nocivo de la tergiversación del lenguaje.
Así como las ideologías colectivistas introdujeron derechos como el de la salud, también han codificado algunos absurdos, lo cual retorna el análisis a las declaraciones de la presidente argentina. El mensaje se clava como un dardo en la seriedad política de ese país y reza: la asistencia televisiva a un partido de fútbol es un derecho humano comparable con el de la vida. Si el goce de este privilegio es en realidad un derecho, entonces ¿qué no es un derecho? Aunque el Río de la Plata ya había visto proclamaciones de “derechos” insólitos, como el “derecho al turismo”, el del fútbol ha batido todos los récords de ignorancia y descaro.
Esta vulgarización del concepto, aunque en este caso proviene de un cerebro osificado, en general tiene un propósito muy consciente. El mensaje, afirmado abiertamente por regímenes como el de Cuba, es que los derechos humanos “clásicos” son invenciones burguesas diseñadas para agredir e intervenir en los pobres países del “tercer mundo”. Estos benévolos gobiernos prefieren enfocarse en los “derechos de segunda generación”, también conocidos como “derechos económicos y sociales”, que no son más que un eufemismo para el colectivismo del estado de bienestar. Así, la libertad de expresión, el derecho a la vida, la libertad de asociación y otros esenciales para la dignidad humana son anécdotas, puntos negociables, incluso esfinges insignificantes.
¿Cómo explicar si no que en Argentina se considere a las “Madres de Plaza de Mayo” como una autoridad moralmente inimpugnable sobre el tema de los derechos humanos, a la vez que tienen conexiones abiertas con el totalitarismo comunista e islámico? Su celebración abierta del ataque del once de septiembre no ha impedido la sacralización de Hebe de Bonafini y su pandilla estalinista como los árbitros de la decencia en Argentina.
A propósito de esa agrupación y sus acólitos, otro término que se especializan en tergiversar es “genocidio”. Según esta narrativa, la dictadura argentina (que se estima asesinó o hizo desaparecer a aproximadamente diez mil civiles desarmados) es culpable de un “genocidio”. Incluso otras dictaduras vecinas, cuyos muertos no alcanzan la centena, también son culpables de ese terrible crimen. Eso significa que son comparables y equiparables a la Alemania nacionalsocialista, en la cual se asesinó a seis millones de judíos y docenas de millones más de personas de varias nacionalidades. Eso significa que en Camboya, donde el Khmer Rouge de Pol Pot exterminó a un tercio de la población en dos años, ocurrieron crímenes similares a los de esta región.
Ese es precisamente el objetivo: si todo es genocidio, nada es genocidio. El término, igual que “derechos humanos”, pasa a transformarse en una herramienta política, utilizable en cualquier contexto para propaganda y ataques vergonzosos. Rusia acusa a Georgia de “genocidio” en Abjasia y Osetia. Hugo Chávez acusa a Israel y Estados Unidos de “genocidio” en Gaza e Iraq respectivamente, en el primer caso tomándose la molestia de aludir específicamente a los crímenes de guerra nazis.
Existen más distorsiones del lenguaje dignas de mencionar, como las fantasías racistas del presidente de Brasil o la persistencia del mito de una América “Latina”. Sin embargo, el punto es que se trata de más que de una cuestión semántica, limitada solamente a una elección entre sinónimos o a hacer mala vista a una exageración.
Son demasiadas las veces en que estas expresiones atraviesan el sistema político sin mayor comentario ni corrección, particularmente en América del Sur. El relativismo moral que esconden es una semilla ideológica plantada por regímenes y militantes de las peores corrientes políticas del siglo. Deshacerse de ellas es combatirlas también en el lenguaje.
Lic. en Estudios Internacionales.
Universidad ORT - Uruguay
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