Una verdad incómoda

Authors

  • Lic. Pablo Brum

Abstract

Rusia es un país que se ha especializado en los últimos años en causar problemas. Ya se ha dicho bastante sobre la multiplicidad de acciones de su gobierno en el ámbito internacional. Sin embargo, vale la pena resumirlas juntas, de modo que el patrón resulte indiscutible:

  • El apoyo diplomático a Irán y Corea Comunista en Naciones Unidas para permitirles desarrollar bombas nucleares.

  • La venta de uranio y armas a Irán para asegurarse de que complete su carrera nuclear y no resulte fácil un ataque estadounidense o israelí. Un asesor cercano a Putin ve el tema de la siguiente manera: “Irán es una manía estadounidense. Quizá se remonta a su miedo de los indios. No lo sabemos. Irán es un problema de ustedes, no nuestro”.

  • La venta de armas al régimen dictatorial de Hugo Chávez o al genocida de Sudán.
  • La reaparición súbita de patrullas de bombarderos nucleares en aguas internacionales, idénticas a las de la Guerra Fría.

  • La invasión de Georgia y posterior anexión de facto de dos de sus regiones.

  • El asesinato de numerosos opositores al gobierno, incluido el envenenamiento en Londres de Aleksandr Litvinenko con una dosis letal de polonio-210.
  • La amenaza de atacar con misiles nucleares a países como Polonia, República Checa o Ucrania, además de numerosas manipulaciones del suministro de gas a esos países en los momentos más duros del invierno europeo (durante varios años seguidos).

La lista continúa, pero no deja dudas de que el gobierno ruso se ha propuesto imponer su presencia a nivel internacional. Casi todas se enmarcan en los mismos principios: aplastar a cualquier líder regional opuesto a reconocer un papel imperial a Rusia, sabotear el poder estadounidense, intimidar o sobornar a los gobiernos europeos,  y en general repeler a la democracia liberal. Vladimir Putin loresumió de forma hitleriana al decir que “O bien Rusia retornará al grupo de naciones líderes o desaparecerá”.

Sin embargo, esta ambiciosa agenda rupturista parece no concordar con la realidad que, detrás de tanta violencia, se asoma sigilosamente. En ese sentido, resulta muy oportuno un informe reciente del importante académico estadounidense Nicholas Eberstadt. Se trata de un estudio sobre las tendencias demográficas de la Federación Rusa, cuyos resultados se clavan como una estaca en los planes de Vladimir Putin y sus secuaces, los siloviki.

Los principales hallazgos de Eberstadt y su colega, Apoorva Shah, se resumen de la siguiente manera. En primer lugar, Rusia está perdiendo población en términos absolutos: cada vez hay menos rusos. En segundo lugar, a diferencia de países como Italia o Japón, en los cuales esto responde solo a una tasa de natalidad excesivamente baja, Rusia muestra la particularidad de tener una tasa de mortalidad excesivamente alta. En efecto, el problema no es que nazcan pocos rusos, sino que mueren demasiados. Desde el colapso de la Unión Soviética hasta hoy, la población total de la Federación Rusa se ha reducido en siete millones de personas. De aquí a 2030 Rusia perderá aún más: tendrá veinte millones menos de personas en edad de trabajar.

El tercer dato de Eberstadt es muy revelador. Si Rusia tan sólo hubiese logrado mantener sus propios estándares de salud de otras épocas, tanto imperiales como soviéticas, no habría tenido unos 6,6 millones de muertes “excesivas”. Si la comparación se hace con el sistema de un país como Francia, la estadística pasa a ser 18 millones. La cuarta estadística es más específica: en Rusia mueren demasiadas personas en parte por incidencia de enfermedades como el SIDA o la tuberculosis, pero la mayor diferencia con países del mismo ingreso en otras regiones del mundo refiere a enfermedades cardiovasculares. El estudio dice que “prácticamente ninguna población humana ha llegado alguna vez a los niveles de enfermedad cardiovascular que tiene la Rusia moderna”. Las explicaciones son múltiples: los malos hospitales, la vodka, el descuido en general.

El desastre que es Rusia sigue revelándose en más datos. La tasa de muertes por “factores externos”, como lesiones, accidentes y envenenamientos, la pone al mismo nivel que Angola, Congo, Liberia y Sierra Leona. El autor del informe no podría dejarlo más claro: “Quizá a veces sea injusto referirse a la situación sanitaria en Rusia como ‘de tercer mundo’ – injusto, en realidad, para los países del Tercer Mundo. A juzgar por su tasa de mortalidad por causas violentas, Rusia hoy en día se ve decididamente más de ‘cuarto mundo’ que de tercer mundo”.

Rusia es un caso único de una sociedad que colapsa en sí misma. Los rusos adultos en 2005 tenían una tasa de mortalidad cuatro veces mayor a la de personas de iguales características en 1965. De hecho, según las tasas actuales de mortalidad, solamente el 45% de los hombres rusos de veintiún años “pueden esperar sobrevivir hasta los sesenta y cinco años”. Los rusos de hoy en día vivirán menos no ya que sus padres de la era soviética, sino sus abuelos de la época del golpe bolchevique.

Es llamativo, entonces, que un país de estas características pretenda imponer una presencia tal como la que se expuso inicialmente. Sin embargo no es sorprendente, ya que la conducta del régimen ruso responde exclusivamente a las convicciones ideológicas y necesidades financieras del reducido grupo de hombres que la gobiernan.

Por eso fue tan refrescante que, en medio de la nebulosa política exterior de la Administración Obama, el Vicepresidente Joseph Biden mencionase esta contradicción de forma explícita – y en Moscú.

Es que la frustración de alguien como Biden con este tema resulta muy comprensible. Ya era hora de que alguien de importancia dijera esas verdades, puesto que Barack Obama parece seguir o intensificar la pésima política hacia Rusia de su predecesor. Tiene que haber un punto en el cual no se tolerarán más los espasmos imperiales de Rusia, y si hay alguien que lo puede decir con firmeza es un representante de un país muy poderoso, como Estados Unidos.

Resta por preguntar qué pasará con Rusia. Se trata de un actor, en términos de política internacional, que no tiene una estrategia clara. No aspira a una bipolaridad, pero tampoco a un concierto multipolar de naciones. Sus gobernantes no tienen dudas en generar titulares como “Tanques rusos invaden Georgia” en pleno siglo XXI. En general, exhibe el comportamiento de un rogue state, pero con la diferencia de que tiene el tamaño de una (ex) superpotencia.

Esto es lo que hace a Rusia tan peligrosa: su nerviosismo, su inseguridad. Su falta de democracia y libertades aseguran que el único decisor, el grupo que rodea a Vladimir Putin, no consulte sus decisiones con nadie, ni que éstas sean sometidas a controles políticos. Constantemente emanan de Rusia informes sobre cómo Putin (ya promocionado como judoka y cazador de tigresniega rotundamente haber bailado a la música de ABBA, o de cómo a partir de ahora será un crimen federal expresar versiones de la historia que no sean la oficial. El régimen vive en una burbuja de propaganda y fantasías revanchistas.

Quizá, en términos históricos, se trate del último revoloteo de un país que ha causado muchos problemas durante más de un siglo. Putin y su pandilla son los encargados de pilotar un avión oxidado cuyos tripulantes no saben que carece de alas, ventanillas y tren de aterrizaje. 

Como señala Eberstadt, Rusia pronto dejará de tener una población capaz de soportar una potencia nuclear, agrícola o energética. Los recursos estarán ahí, como siempre lo han estado, pero no habrá suficiente cantidad, salud ni capacitación en los trabajadores rusos como para permitir otro despegue. Quizá ese agotamiento genere un cambio de actitud en la clase gobernante de ese importante país.

 
Lic. en Estudios Internacionales. 
Universidad ORT - Uruguay

Published

2009-07-30

Issue

Section

Política internacional