La cultura como explicación (IV)
Abstract
Cuesta cerrar un tema tan relevante como eludido en la reflexión sobre asuntos internacionales, o por lo menos, no suficientemente tomado en cuenta: el de las fortalezas y las debilidades de las tres escuelas o estrategias de pensamiento y acción: economicistas, culturalistas e institucionalistas. Pero hagámoslo de modo provisorio, esperando volver sobre la cuestión en un futuro no demasiado lejano. Y comencemos por decir que al autor elegido para esta ocasión de balance le ocurre algo parecido que al mismo tema: Álvaro Vargas Llosa, hijo del escritor, don Mario Vargas Llosa, no es traído a la meditación de lo político y lo social todo lo que merecería, de manera de iluminar mejor los problemas involucrados.
Nacido en 1966 en Lima y graduado en Historia Internacional en la London School of Economics, Álvaro Vargas Llosa es autor de importantes investigaciones académicas dentro de su especialidad pero ha resultado mucho más conocido, en forma perjudicial para su aportes formulados en otro registro, por su combativo y panfletario texto Manual del perfecto idiota latinoamericano (1996), escrito junto a Carlos Montaner y Plinio Mendoza. –una dura crítica de la izquierda latinoamericana–.
Nosotros nos vamos a ocupar de algo mucho más sutil e interesante. Ocurre que en su obra Rumbo a la libertad, el autor se plantea la cuestión a la cual hemos destinado tres artículos con anterioridad, en términos sumamente claros:
“El desarrollo económico, ¿es hijo de las instituciones o de la cultura? En otras palabras, ¿puede un país volverse próspero removiendo las trabas institucionales que entorpecen la acción de sus ciudadanos o debe, antes, transformar su cultura de modo que la reforma institucional se sostenga desde el punto de vista político y los miembros de la sociedad puedan responder a las nuevas oportunidades de forma adecuada? Lo único definitivo, en esta variante del dilema del huevo o la gallina, es que las instituciones y la cultura se necesitan y atraen. Excluir a cualquiera de estas opciones de una discusión en torno al desarrollo es una mutilación”. (Vargas Llosa, 2004, pág. 17)
Vargas define “a las instituciones como las reglas mediante las cuales los individuos se relacionan entre si”, y a la cultura “como la trama de valores que informan la conducta humana”. Si ello es así, la consecuencia de “reformar las instituciones del subdesarrollo será inútil a menos que los individuos actúen de acuerdo con los valores que corresponden al nuevo ordenamiento” pero, dialécticamente, “los valores que orientan el comportamiento ciudadano no sufrirán modificación sustancial a menos que la nueva mentalidad tenga una correspondencia, en la vida diaria, con aquellos incentivos y recompensas que el cambio institucional hace posibles”. (Ibídem)
Procuremos resumir sus sugerentes descripciones y discúlpese de antemano el que cedamos en estas líneas a la tentación de la extensa cita textual: “Los ‘culturalistas’ creen que el apogeo de ciertos valores y creencias, en particular los que irradió la Reforma protestante, llevaron a Occidente a la prosperidad; que las instituciones políticas de la libertad no harán brotar el desarrollo a menos que estén precedidas por una transformación de la mente, y que es la cultura la que determina las opciones que hacen suyas las personas (políticas, económicas u otras) cuando son libres de escoger. Sostienen que, si no se da un cambio de valores, la conducta prevaleciente echará a perder o interrumpirá el progreso que resulte de las reformas institucionales, en el caso improbable de que estas sean viables”. (Ibídem)
Esa caracterización de los “culturalistas” no hace más que reafirmar lo que hemos dicho de los autores pertenecientes a esa “familia” , como Lawrence Harrison, Francis Fukuyama o Samuel Huntington. Luego continúa Álvaro Vargas Llosa con sus “primos hermanos”, los “institucionalistas”:
“Por su parte, los ‘institucionalistas’ creen que un ordenamiento social y político basado en los derechos de propiedad y en los contratos entre particulares explica el galope de Occidente a lomo de un capital en continuo crecimiento; que para que los habitantes de una nación subdesarrollada puedan realizar su potencial deben ser eliminadas las barreras institucionales contra la libertad, y que solo mediante el sistema de incentivos que es la sociedad libre podían los individuos acumular riqueza de generación en generación” (Vargas Llosa, 2004, pág. 18)
Allí deberíamos establecer una precisión: el concepto de “institucionalistmo” es más amplio que el aludido por ese párrafo. Existen, o podrían concebirse, formas de institucionalismo no necesariamente ligadas a “un capital en continuo crecimiento”, y otras visiones del “derecho de propiedad”. Pero no hagamos más cuestión sobre ello y sigamos adelante.
La exposición de Vargas Llosa apela luego a la frase de John Waterbury, "la cultura modifica pero no determina", como convicción propia de los "institucionalistas". Y para pintar en pocos trazos a los "culturalistas", acude a Daniel Etounga-Manguelle (“la cultura es la madre y las instituciones sus hijos”) y recuerda que incluso para Tocqueville "se atribuye demasiada importancia a la legislación, muy poca a las costumbres"). En definitiva, “según de qué bando hablemos, se da un énfasis preponderante a la cultura o a las instituciones”. (Opus cit., pág. 19)
Con elogiable sentido común y capacidad de observación, Vargas Llosa argumenta que hay ejemplos suficientes que permiten justificar ambas visiones (o dudar de ambas, agregaríamos nosotros, si son sostenidas como un absoluto, sin matices). Por ejemplo, si se trata de criticar al culturalismo, debe admitirse que es muy probable que la religiosidad puritana haya contribuido a formar las instituciones del capitalismo, pero eso no debe tomarse de modo lineal: también es cierto que en el norte de Italia surgieron prometedoras modalidades capitalistas mucho antes de la Reforma. Además, por poner otro caso, “gracias a la relativa libertad de que gozaron, los miembros de la civilización sarracena ya estaban empeñados en descubrimientos científicos y practicaban un vibrante comercio cuando la mayor parte del Occidente europeo dormía su noche medieval”. (Ibídem)
Un punto recurrente en estas polémicas es traído a colación por el autor de Rumbo a la libertad, cuando sostiene que quizás la tradición íbero-católica haya perjudicado el desarrollo latinoamericano. Sin embargo, advierte que si esa cultura fuera tan nociva no podríamos explicar por qué los países que nos la legaron (España y Portugal) hace rato han dejado atrás el subdesarrollo ( o por qué los inmigrantes cubanos, tan influidos por España, se han adaptado bien a la economía y las instituciones de EEUU). Y agrega este otro comentario sabroso: “los mismos valores confucianos que explican, a ojos de muchos, el capital social sobre el que reposa el reciente desarrollo del Asia oriental estaban presentes en aquella parte del mundo antes de los años '60, en pleno subdesarrollo”. En este punto podemos suponer que Andrés Oppenheimer, de tendencia economicista-intitucionalista (en ese orden de importancia), leería con mucho agrado los ejemplos de Vargas Llosa.
Pero miremos las cosas desde el lado opuesto, y veamos los límites de los argumentos institucionalistas: “es probable, acaso, que una tradición alérgica a la tolerancia haya conspirado contra las reformas liberales del siglo XIX en las turbulentas comarcas de América latina, convirtiéndolas en lo contrario de lo que presumían ser”. No nos atrevemos a glosar ni resumir el siguiente párrafo, porque perderíamos el delicioso arcaísmo del estilo expresivo: “¿De que serviría modificar las instituciones que hacen del gobierno un instrumento de privilegio y explotación si esos cambios fuesen a ser revertidos por una cultura renuente a trocar la seguridad de una situación dada, aun la más adversa, por las incertidumbres y reajustes del libre albedrío?”
A renglón seguido, Vargas Llosa ilustra la idea con un caso dolorosamente cercano: “Eso mismo le ocurrió a la Argentina, después de casi medio siglo de libre mercado, cuando eligió, a partir de fines de los años '20, la vía contraria. El crecimiento no podría sostenerse si, una vez liberada la capacidad productiva de un país de los apremios institucionales que la oprimen, los ciudadanos de ese país, ajenos a la idea del ahorro y la inversión de largo plazo, prefiriesen dilapidar sus excedentes”. (Opus cit., pág. 20)
Recordemos por un instante el sugestivo subtítulo del libro de Álvaro Vargas Llosa que venimos comentando en estas líneas: “Por qué la izquierda y el ‘neoliberalismo’ fracasan en América Latina”. Ahora acudamos a una última trascripción. Según el autor, Rumbo a la libertad “ensaya la respuesta a una pregunta central: ¿Por qué las reformas de mercado de fines del siglo xx, festejadas en su día como modelos para los países subdesarrollados, han fracasado en América latina?”. La autodefinición de Vargas Llosa no puede ser más inequívoca (y muchos, quizás, deberíamos ir tras sus pasos, por lo menos en lo referido a su plural inspiración metodológica ): “Empleo, para responder, una perspectiva a un tiempo ‘culturalista’ e ‘institucionalista’. El énfasis varía según el asunto tratado”. (Opus cit., pág 21)
El autor advierte que su propuesta comienza por medidas institucionales (“un clima institucional libre”, “un sistema de oportunidades y recompensas”), por una razón comprensible: postergar la eliminación de las causas inmediatas de la opresión hasta que cambien los valores o la cultura de la gente supone esperar demasiado. Además, Álvaro Vargas LLosa se lo plantea como un “cambio incremental recíproco” –por usar la expresión de Macpherson–, y no como una opción unilateral de una dimensión (la institucional) que daría luego a luz a la otra dimensión (la de lo cultural ). En sus palabras: “Desde luego, la cultura no está ausente de una propuesta que sitúa en las opciones de la sociedad libre, en lugar de hacerlo en la imposición del Estado, la responsabilidad de crear un nuevo sistema de valores”. (Ibídem)
En suma, Rumbo a la libertad nos enseña que ninguna estrategia basada en una sola instancia, en un único aspecto, dará los resultados apetecidos. Y aunque en los párrafos aquí consignados el autor apela a dos de las escuelas, el espíritu de la obra tomada en su conjunto es el de una invitación a pensar de modo integral, y a realizar una síntesis de los aportes de las tres escuelas. De lo contrario, por usar un ejemplo del propio Álvaro Vargas Llosa, las reformas emprendidas generarían un efecto similar al padecido por los famosos cangrejos de la Florida. Después de capturarlos, la gente arroja esos cangrejos al agua de nuevo, con todas las patas amarradas, excepto una. Esa pata, obligada a hacer todo el esfuerzo de traslación, se desarrolla monstruosamente mientras se atrofian las demás. La cruel manipulación se realiza para convertir la pata libre en “un espléndido y carnoso manjar a expensas del resto del cuerpo”. (Opus cit., pág 16)
De la misma manera, emprender cambios que implican tomar en cuenta unos aspectos en perjuicio de otros, conduciría a desarrollos unilaterales y, probablemente, a favorecer injustamente a unos sectores de la sociedad en perjuicio de otros. Pero cuando se camina para el costado, o para atrás, como los cangrejos, la pérdida es para la sociedad entera. A esas sociedades, tarde o temprano, otros se la terminan comiendo.
FUENTES
VARGAS LLOSA, Álvaro (2004). Rumbo a la libertad. Por qué la izquierda y el “neoliberalismo” fracasan en América Latina, editorial Planeta, Buenos Aires.
*Profesor de Cultura y sociedad contemporánea.
Depto de Estudios Internacionales
FACS – ORT Uruguay
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