EGIPTO EN UNA VIEJA TRAMPA
Abstract
Después de un laborioso proceso, durante el cual, incluso, hubo de prorrogarse el período de votación por 24 horas, parecería que el régimen egipcio acaba de dar por terminadas las elecciones. Aunque todavía no hay al momento de escribirse este editorial números oficiales, la información preliminar proporcionada indica que Fattah Al-Sisi tendría 93,3 % de los votos contra sólo 3 % de su adversario de izquierda, Hamdine Sabahi. Debe tomarse nota que la prórroga de tiempo electoral respondió a una participación muy baja: las cifras de abstención mencionadas están en el entorno del 56%.
Hamdine Sabahi, el contendiente del “Mariscal” Abdel Fattah Al-Sisi en la mencionada elección, reconoció el triunfo de su adversario el viernes 30 de mayo.
Dicho reconocimiento estuvo acompañado de un cuestionamiento oficial de los números preliminares presentados por la autoridad electoral. El candidato presentó una demanda ante el Tribunal electoral denunciando todo tipo de irregularidades, algunas del tamaño de que los partidarios de Al-Sisi habrían hecho campaña dentro de las mesas de votación, incluso armados. Con un elemental sentido de justicia, reclaman que los votos depositados fuera del periodo electoral legalmente establecido, no pueden ser tomados como válidos. No sin buen tino, señaló que los resultados presentados como reales constituían “…un insulto a la inteligencia del pueblo egipcio."
Es evidente para cualquier observador atento, y sin “parti pris”, que todo esto es un ridiculez política que supera la imaginación más frondosa del mundo contemporáneo que observa anonadado.
Recordemos que hace escasos 2 años y algunos meses, habíamos entrevisto la posibilidad de que Egipto (entre otros países árabes y/o musulmanes) comenzasen a transitar hacia una cultura política medianamente conciliable con la democracia y las libertades. Las recientes elecciones, y las modalidades irregulares del triunfo de Al-Sisi, señalan claramente que “la primavera árabe”, al menos en Egipto, está muerta y enterrada. Sobre la sombra del Rais Mubarak se eleva la esfinge del nuevo Rais Al-Sisi.
Sería sin embargo apresurado caer en la tentación de interpretar el conjunto del proceso al que nos referimos como si fuese una simple y sencilla imposición de un alto jefe militar por unas fuerzas armadas todo poderosas y compulsivamente ávidas de poder.
Todo indica que, desgraciadamente, las circunstancias fueron y son bastante más complicadas. Cuando se inician los reclamos contra el régimen de Mubarak, una ola de intentos de democratización del país se hacen sentir fuertemente y, durante unos meses, las fuerzas armadas cumplen una ambigua función de “amortiguadores” de una situación social y política confusa y tensa que tuvo a la plaza Tahrir como epicentro.
El proceso avanza hacia un acto electoral del cual sale electo presidente Mohammed Morsi, que, a la cabeza del más que oscuro y conocido Movimiento de los Hermanos Musulmanes, comienza, enhebrando arbitrariedades, a arremeter contra el enclenque orden jurídico heredado de Mubarak. Como es sabido, los Hermanos Musulmanes recolectan sus adeptos en los sectores más retrógrados, generalmente rurales y alejados del país, salvo excepciones que no es el caso de analizar aquí.
Pero lo más importante es lo que se pone en marcha con el nuevo gobierno. Los Hermanos Musulmanes dirigen todos sus proyectiles contra el “movimiento democratizador” porque perciben, no sin fundadas razones, que la plaza Tahrir representa sectores de la sociedad egipcia frontalmente opuestos a la islamización que los Hermanos Musulmanes ya han puesto en marcha. La tensión política (e incluso histórica) que se va generando entre un presidente y gobierno democráticamente elegidos pero cuyo programa de gestión es radicalmente arcaico, pre-secular y de islamización compulsiva termina generando una inmensa paradoja.
En julio de 2013, cuando las Fuerzas Armadas detienen al Presidente Morsi y dan su golpe de estado, los sectores más modernos, más secularizados, más “auténticamente” democráticos (aunque cueste escribir esto) festejan alborozados que el demencial proyecto islamizante (que es demencial no por islámico sino por el arcaísmo fundamentalista que vehicula) democráticamente votado en su momento, haya sido detenido por la fuerza militar.
En una lectura rápida como la que es posible en este escueto espacio editorial, se destacan claramente la consistente capacidad de operación política de Al-Sisi y la inconmensurable ceguera de Morsi y los Hermanos Musulmanes.
En agosto de 2012, a tres semanas de la elección de Mohamed Morsi, éste le pide la renuncia al Mariscal Tantaui (de quien desconfía abiertamente) y nombra a Al-Sisi al frente del Estado Mayor, así como también Ministro de Defensa. Mientras que Morsi se siente tranquilo, porque ve en Al-Sisi un devoto musulmán cuya mujer era conocida por usar siempre “el niqab” o velo integral e, incluso, otros militares y periodistas llegan a protestar porque “se ha infiltrado” un fundamentalista islámico en la cúspide de la estructura militar, en realidad es todo lo contrario. Ante el ofrecimiento del presidente Morsi a Al-Sisi, éste consulta directamente al Mariscal Tantaui que le aconseja entusiastamente aceptar el ofrecimiento.
La ceguera de Morsi es evidente y la prudencia de Al-Sisi, proverbial. Durante meses este último casi no aparece en escena y se limita a preservar celosamente la gran autonomía (sobre todo presupuestal) que las Fuerzas Armadas tenían ya desde el antiguo régimen. En los conflictos callejeros y las manifestaciones populares del período, el ejército se muestra casi “neutral”, limitándose a intervenciones sobre todo preventivas. Paralizado de facto el gobierno de Morsi por la inercia burocrática de un aparato de Estado que no responde fácilmente al islamismo más retrógrado y por el hostigamiento permanente de los sectores modernos y laicos que son abiertamente anti-islamistas, el presidente decide, en noviembre de 2012, tomar una medida que es casi una reforma constitucional, decidida por él, en la que se adjudicada poderes de todo tipo. El presidente legítimo y legal sale de la legalidad y compromete la legitimidad de la elección que lo sostiene.
Insólitamente, los sectores más modernos y democráticos van, entonces, a converger por un corto período en el apoyo a la intervención militar. El verdadero Al-Sisi comienza a aparecer.
La vergonzosa elección que nos ocupa es el fruto de este increíble periplo. Pero nos equivocaríamos mucho si nos quedásemos con la idea de que el desastre político egipcio es responsabilidad exclusiva de los actores contemporáneos. Desgraciadamente, este triste retorno al autoritarismo militar tradicional es el peso de una historia muy mal recorrida y, además, poco reconocida en su lamentable herencia.
Como en muchos países del mundo islámico, el proceso de secularización (y el de modernización social que suele acompañarlo) fue reiteradamente postergado ante la tenaz resistencia de un clero y una religión muy poco capaz de adecuarse a los cambios y, hay que decirlo también, ante la resistencia de algunas potencias occidentales. Son innumerables los ejemplos de gobernantes árabes que intentaron políticas para que su país se adecuase al proceso de modernización en marcha en Europa. El Virrey de Egipto, Mehemet Alí, por ejemplo, negoció en 1800 con Napoleón Bonaparte que éste dejaría buena parte de los sabios franceses que lo acompañaban en la campaña de Egipto para desarrollar las ciencias, así como un puñado de oficiales de alto rango para modernizar el ejército. Nada de eso funcionó: a Inglaterra no le convenía.
Hubo que esperar el inicio del siglo XX para que el proceso de secularización adquiriese alguna ciudadanía en el mundo musulmán, y la adquirió pero de manera tenue, marginal y muy poco feliz. Las poblaciones de los países siguieron practicando un Islam medioeval y quienes se modernizaron y adquirieron las virtudes y ventajas del racionalismo político fueron los sectores radicales de las fuerzas armadas.
Al-Sisi es el heredero de Ataturk, Nasser, el joven Gadafi, Anwar el Sadat y tanto otros. Ellos han “capturado” el secularismo y la modernidad en provecho de sí mismos y de sus instituciones. En frente, Morsi, los Hermanos Musulmanes, AlQaeda y su constelación de terroristas están indirectamente representados en el 56% de abstención de esta elección dramática. Nada parece haber cambiado.
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