COSMOPOLITISMO: UNA VISIÓN INTRODUCTORIA - Parte II*

Authors

  • Andrés Riva

Abstract

“Ser cosmopolita no significa ser indiferente a un país, y ser sensible a otros, no. Significa la generosa ambición de querer ser sensible a todos los países y a todas las épocas, el deseo de eternidad...”

Jorge Luis Borges, Homenaje póstumo a Victoria Ocampo.

“El que está en el extranjero vive un espacio vacío en lo alto, encima de la tierra, sin la red protectora que le otorga su propio país, donde tiene a su familia, sus compañeros, sus amigos y puede hacerse entender fácilmente en el idioma que habla desde la infancia”.

Milan Kundera, “La insoportable levedad del ser”.


En la primera parte de este artículo nos introdujimos en los orígenes del Cosmopolitismo a través de la obra de Kant, e indagamos en las implicancias que esta corriente de pensamiento presenta como proyecto político. Ahora, como segunda parte de esta breve introducción, nos adentraremos en los desafíos que el Cosmopolitismo plantea desde un punto de vista moral. Nos centraremos especialmente en las diferencias con respecto a las corrientes comunitaristas.

La moral cosmopolita y sus desafíos

De esta manera, e independientemente del atractivo que para muchos tiene el cosmopolitismo a través de formulaciones actuales – como los derechos humanos y sus pretensiones universalistas –, las justificaciones morales que dan sustento ha esta idea siempre tendrán al nacionalismo y su respaldo comunitarista como temible adversario.

En una de sus clases en la Universidad de Harvard, el profesor Michael Sandel introduce las dificultades implícitas en la moral cosmopolita de la siguiente forma. Si el cosmopolitismo implica el igual valor moral de todos los seres humanos y nosotros, como tales, no podemos darle mayor valor a unos que a otros, cómo actuaríamos en el caso de que, supongamos, dos personas se estén ahogando, una de las cuales es nuestro hijo. No hay dudas de que, cualesquiera sean nuestras convicciones filosóficas, la respuesta está contestada de antemano. Pero, si ningún padre dudaría en salvar primero a su hijo, no es esa la más clara confirmación de que en última instancia todos le damos mayor relevancia moral a nuestras lealtades más cercanas en detrimento de una hipotética humanidad compartida, como sostienen los cosmopolitas. Y más aun, dicen los comunitaristas, ¿no es que tenemos una obligación de actuar de esa forma?

La emergencia de duras críticas comunitaristas al universalismo cosmopolita generó una inevitable reacción intelectual para dar justificación a estas aparentes inconsistencias. ¿Es cierto, como dicen los comunitaristas, que quitarle valor a las lealtades más cercanas en pos de actuar en beneficio de la humanidad constituye una especie de crimen moral? El ejemplo expuesto por Sandel busca demostrar el inevitable sentimiento de lealtad y solidaridad que un padre puede sentir con respecto a un hijo, pero podría decirse al respecto que solo un cosmopolitismo radical podría concebir una moral impersonal al punto de desconocer los lazos padre-hijo. En otras palabras, y desde el punto de vista de las relaciones internacionales, no es en lealtades cercanas como la familia o la comunidad donde surgen los problemas que el cosmopolitismo pretende abordar, sino especialmente en la lealtad a la nación1.

Veamos otro ejemplo menos comprometedor propuesto por Sandel. A principios de la década de 1980, una terrible hambruna golpeó a Etiopía, matando aproximadamente a un millón de personas y dejando a la población del país en una situación crítica que se agravó por la lenta reacción de la comunidad internacional y las dificultades encontradas para llegar a las personas afectadas. En 1985, el Gobierno israelí anunció, a través del entonces primer ministro Simón Peres, que intentaría repatriar a todos los judíos negros etíopes como forma de colaborar en la reducción de los daños. “No cejaremos hasta que todos nuestros hermanos y hermanas de Etiopía se encuentren a salvo en su patria”2 dijo Peres en aquel momento. El argumento de Israel era claro. Ante la imposibilidad de salvar a todos los etíopes de la fatal hambruna, se inclinaría por rescatar de unos 12.000 “hermanos”, con los que los unen creencias religiosas y un pasado común.

Ahora, ¿cómo evaluaríamos esta decisión desde una mirada cosmopolita? Ciertamente, el Gobierno israelí hizo prevalecer sus lealtades más cercanas (por cuestiones étnicas y religiosas) ante el deber de igualdad para con todos los habitantes del planeta que reclama el cosmopolitismo. Y es esta la principal disputa con los comunitaristas, que dirían al respecto que Israel no solo hizo bien en rescatar a los judíos, sino que además era su obligación moral, teniendo en cuenta no solo los lazos que los unen con ellos sino además lo que los separa del resto.

La objeción del cosmopolitismo es también clara y tiene sus orígenes no solo en la moral kantiana, sino además en la filosofía política rawlsiana. ¿Cuál es, se preguntan los cosmopolitas, la importancia del hecho absolutamente arbitrario de haber nacido en una determinada familia, país o momento histórico? ¿Es realmente esa casualidad, de la que no podemos hacernos moralmente responsables, una justificación para salvar nuestra vida o condenarnos a morir? La decisión del Gobierno israelí y sus argumentos son para el cosmopolitismo totalmente inaceptables, y no porque renieguen de la existencia de las lealtades cercanas y de ciertos sentimientos de membrecía, sino porque rechazan por completo la existencia de las fronteras y las características de la nación como barreras para el efectivo cumplimiento de su ideal de justicia, que tiene su piedra fundamental en la idea de ciudadanía mundial, por la cual no tenemos mayores deberes con unas personas que con otras. Nuestra humanidad compartida se impone ante las identidades nacionales y al supuesto deber de solidaridad que deberíamos tener con determinados grupos en detrimento de otros.

Pero debemos darle la razón a Sheffler cuando asegura que la ambigüedad de la noción de ciudadanía mundial puede causar ciertos problemas a la construcción del ideal cosmopolita. Comenta el autor al respecto:

“For the root idea of cosmopolitanism is the idea that each individual is citizen of the world, and owes allegiance, as Martha Nussbaum has put it, ‘to the worldwide community of human beings’” (1999, 258).

Y luego se cuestiona:

“What is ambiguous is the way in which one is to understand the normative status of one’s particular interpersonal relationships and group affiliations, once one is thought as citizen of the world. More specifically, the question is what kind of reason one can have, compatibly with one’s status as a world citizen, for devoting differential attention to those individuals with whom one has special relationships of one kind or another – either relationships that are personal in character or ones that consist instead in co-membership in some larger group” (1999, 258-259).

La respuesta a esta pregunta puede ser atendida, en gran medida, por las posturas conciliadoras de Nussbaum y Appiah con respecto a la necesidad de reconocer la importancia de ciertos lazos, especialmente de las relaciones de familia, amistad o incluso comunitarias, pero sin dejar de reconocer, en todo momento, que todos los seres humanos son, tanto como yo, ciudadanos del mundo. Nussbaum se encarga de aclarar, incluso, que no es “malo” darle a “lo local” un mayor grado de importancia, aunque con un matiz nada despreciable con respecto a las posturas comunitaristas. La única forma de hacerlo, dice, es teniendo siempre presente que esto no se justifica en la falsa asunción de que lo local es mejor “per se”, sino en el hecho de que atender a nuestras lealtades más cercanas es la única forma “sensata que los seres humanos tenemos de hacer el bien” (1999).

“Los estoicos no cesan de repetir que para ser ciudadano delmundo uno no debe renunciar a sus identificaciones locales, que pieden ser una gran fuente de riqueza vita. Por el contrario, lo que sugieren es que pensemos en nosotros mismos no como seres carentes de filiaciones locales, sino como seres rodeados por una serie de círculos concéntricos” (…) “Alrededor de todos los círculos está el mayor de ellos, la humanidad entera. Nuestra tarea como ciudadanos del mundo será atraer, de alguna manera, esos círculos hacia el centro” (1999, 19-20).

Appiah, por su parte, va más allá incluso de las concesiones realizadas por Nussbaum y reconoce la existencia de un patriotismo cosmopolita que, a pesar de su nombre provocador, representa un fuerte argumento no solo en favor de la idea de ciudadanía mundial, sino en contra de aquel callejón sin salida al que nos empujó Sandel cuando nos preguntó a que niño salvaríamos.

“The favorite slander of the narrow nationalist against us cosmopolitans is that we are rootless (…)”. “The answer is straightforward: the cosmopolitan patriot can entertain the possibility of a world in which everyone is a rooted cosmopolitan, attached to a home of one's own, with its own cultural particularities, but taking pleasure from the presence of other, different places that are home to other, different people. The cosmopolitan also imagines that in such a world not everyone will find it best to stay in their natal patria, so that the circulation of people among different localities will involve not only cultural tourism (which the cosmopolitan admits to enjoying) but migration, nomadism, diaspora” (1997, 618).

El patriotismo cosmopolita de Apphia es además un tipo de cosmopolitismo plenamente liberal en tanto se erige sobre la noción de tolerancia y en función de las virtudes que la pluralidad puede significar para cualquier sociedad que aspire a los valores del liberalismo.

“Cosmopolitanism values human variety for what it makes possible for free individuals, and some kinds of cultural variety constrain more than they enable. In other words the cosmopolitan’s high appraisal of variety flows from the human choices it enables, but variety is not something we value no matter what” (1997, 635) .

Lo que el autor busca desterrar, en cierta forma, son algunas de las ideas relacionadas con el cosmopolitismo que hemos mencionado a lo largo del presente trabajo. Antes que nada, Apphia niega de manera rotunda la crítica según la cual el cosmopolitismo pretende un mundo homogeneizado sin diferencias culturales que destruyan las identidades locales y culminen en una especie de monolítica cultura mundial. Por el contrario, la diferencia es la clave para la existencia del cosmopolitismo, dado que sin ella éste no tendría razón alguna de ser. Es más, podríamos aventurarnos a decir incluso que sin la existencia del Estado-nación poco sentido tendría esta discusión.

Pero la sentencia de Appiah es clara. La diferencia no puede ser asegurada a cualquier precio. Según su visión, unánimemente compartida por los cosmopolitas liberales, es innegable la existencia de ciertos valores universales; derechos y libertades que deberían ser asegurados a todos y cada uno de los habitantes del planeta por el simple hecho de serlo.
Esta no es una discusión nueva. Francia, como muchos países europeos receptores de inmigrantes, conoce bien los problemas de las diferencias culturales. El debate acerca del uso del velo islámico, e incluso la deportación de gitanos, se enmarcan dentro de esta discusión. Pero también podemos encontrar otros temas más complejos, como el lugar de la mujer en las culturas islámicas, o la extendida práctica de la ablación de clítoris por razones culturales y religiosas en África.

¿Hasta dónde debemos ir para asegurar la diferencia? ¿Y hasta donde para detenerla cuando es ya intolerable? Estas son preguntas a las que no encontraremos una respuesta clara, mucho menos aun si reducimos la búsqueda al debate entre cosmopolitas y comunitaristas. Es por eso que el cosmopolitismo moderado y especialmente liberal de Appiah y Nussbaum expresa su respeto por la diferencia siempre y cuando esta no se convierta en una fuente de injusticia que permita a los Estados tiranizar a propios y ajenos como si la diferencia fuera una especie de cheque en blanco.

A este respecto es interesante el aporte de Amartya Sen, cuando rechaza aquella vieja pero persistente crítica que pretende tirar por tierra los valores liberales universalistas acusándolos de ser occidentales y por ende etnocéntricos. Dice el autor en respuesta a un artículo de Gertrude Himmelfarb:

“La afirmación de Himmelfarb de que la importancia de cosas tales como la justicia, el derecho, la razón y el amor a la humanidad no son ‘valores de la humanidad en su conjunto’ (lo que sería mucho decir) no me plantea una gran dificultad. Sin embargo, sí me resulta problemática su creencia de que estos valores son, ‘predominantemente, quizá incluso exclusivamente, valores occidentales’” (1999, 141)3.

Es justamente allí donde radica una de las mayores dificultades del cosmopolitismo frente a la amenaza nacionalista. La tentación que representa el refugio en las identidades locales ante las abrumadoras diferencias culturales, sumada a la dificultad para la identificación de lazos compartidos con los habitantes de lejanos países, convierten al cosmopolitismo en una empresa de difícil realización. Los derechos humanos, que bien podrían ser entendidos como el mayor triunfo de los valores universalmente compartidos se encuentran constantemente jaqueados por la política de la diferencia, que relega su cumplimiento, casi exclusivamente, al ordenamiento interno de casa Estado. Y lo que es peor aún, la última década ha presenciado la emergencia de una preocupante corriente que, encabezada por países como Rusia y China, – y haciendo usufructo de lo que antes nos advertía Sen – pretende “adaptar” los derechos humanos y las libertades fundamentales a los “valores tradicionales” de las diferentes culturas.

En este caso, y si los países “defensores” de la universalidad de los derechos humanos guiaran su política internacional a través de valores cosmopolitas, deberían hacer todo lo posible para evitar el sufrimiento de los ciudadanos de terceros países, porque entre ellos comparten una esfera superior que los convierte también en conciudadanos del mundo.

Finalmente, podríamos decir que el cosmopolitismo puede ser entendido como un proyecto político, pero su carácter moral es a su vez independiente de dicho proyecto, especialmente en cuanto a los desafíos y dificultades que plantea al momento de llevarlo a la práctica. Hemos visto aquí algunas de las principales dificultades abordadas por críticos y defensores, y es necesario advertir que la profundidad de la discusión podría ser aun mayor. Por lo demás, el objetivo de estas páginas es cumplir apenas con una función introductoria.

Conclusiones

A modo de conclusión, sería bueno realizar algunas precisiones acerca de las diferentes concepciones del cosmopolitismo que existen en la actualidad y que el presente trabajo no aborda en profundidad. Nos referiremos en este caso a dos grandes debates existentes en la academia y que no han sido aquí abordados como tales. Primero en cuanto a quienes conciben al cosmopolitismo como doctrina política en contraposición a quienes lo interpretan tan solo como una especie de proyecto moral (Dallmayr, 2003 ). Podríamos decir, brevemente, que la doctrina política pretende generar cambios en el ordenamiento del Sistema internacional que apunten a cumplir con los postulados del ideal cosmopolita. En cuanto al proyecto moral, deberíamos quedarnos con los desafías planteados por los comunitaristas (como Sandel) y las respuestas que aquí hemos intentado estructurar a través de los aportes de Martha Nussbaum y Kwame Anthony Appiah, además de algunos otros autores relevantes en la discusión, como es el caso de Amartya Sen. La discusión gira en torno a cómo se articulan lo local y lo universal en la moral cosmopolita.

El segundo debate refiere a quienes creen que el cosmopolitismo se trata de una concepción de justicia global frente a los que la reclaman como una doctrina “sobre la cultura del ser” (Sheffler, 1999). Como concepción de la justicia global, el cosmopolitismo se opone a la idea de que las normas de justicia que rigen a los seres humanos deban verse limitadas por las fronteras estatales. Por el contario, para esta corriente, las normas de justicia deberían recaer sobre todos los seres humanos sin distinción alguna. Por ejemplo, y este es un tema muy debatido, tienden a creer que los principios de justicia distributiva enfocados en la generación de bienestar social deberían aplicarse al total de la población mundial. En sus variantes más radicales, este cosmopolitismo colisiona de frente con los principios del liberalismo.

Por último, el cosmopolitismo que se erige como una doctrina sobre la cultura del ser se opone a la idea de que la identidad y el bienestar de los individuos dependen de la membrecía a un determinado grupo enmarcado dentro de las fronteras de un Estado o asegurado por lazos étnicos o religiosos. Las culturas se mantienen en constante flujo y el cambio es su estado natural, por lo que el sincretismo y la diversidad cultural no son una amenaza a las identidades ni a las “nación”.

Sin embargo, e independientemente de los debates que hemos introducido aquí a modo de advertencia, el ideal cosmopolita consiste, en su forma más básica, en la noción de ciudadanía mundial y la idea de que, a pesar de todo los que nos diferencia, la existencia de valores universales compartidos por todos como integrantes de la humanidad nos aseguran un sentimiento de pertenencia global que rompe con las fronteras del Estado-nación.


1 - No es está la idea de Charles Taylor, uno de los principales autores comunitaristas, que en respuesta a un artículo de Martha Nussbaum dice lo siguiente: “En ciertos momentos, Nussbaum parece proponer la identidad cosmopolita como alternativa al patriotismo. Si ello es así, creo que comete un error. Y ello se debe a que en el mundo moderno no podemos hacer nada sin el patriotismo” (1999, 146).

2 - EL PAÍS, Madrid, 8/1/1985.

http://elpais.com/diario/1985/01/08/internacional/473986823_850215.html
3 - En cuanto a esta idea de de justificar atrocidades por medio de la “diferencia”, Sen agrega: “La libertad con la que crecientemente se prodigan rápidas generalizaciones sobre la literatura antigua de los países no occidentales para justificar los gobiernos autoritarios asiáticos, parece tener parangón en la igualmente rápida creencia occidental según la cual los pensamientos sobre la justicia y la democracia solamente han florecido en occidente, dando por supuesto que el resto del mundo tendría serias dificultades para equipararse a occidente. Quizá el mundo no esté condenado a ese punto.” (1999, 143)

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*Estudiante de Licenciatura en Estudios Internacionales Universidad ORT-Uruguay.

* Este artículo fue presentado en la 16° sesión el Seminario Interno de Discusión Teórica 2013, organizado por el Departamento de Estudios Internacionales de la Universidad ORT-Uruguay.

Published

2013-12-19

Issue

Section

Enfoques