LA SALUD DE OBAMA
Abstract
El principal problema de Barack Obama es haber ganado las elecciones, no una vez sino dos. Fue una doble bofetada que los votantes que se quedaron en casa o eligieron en contra, y algunos de los que simplemente no pudieron ejercer su derecho (por minoría de edad), todavía no han digerido. El espejismo de las cifras globales oculta que ni siquiera dos tercios de los potenciales votantes se molestaron en acceder a las urnas, porcentaje normal en las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Tampoco hay para escandalizarse demasiado, pues es similar en múltiples países latinoamericanos y europeos. De los que lo hicieron, la mitad lo rechazaron frontalmente prefiriendo a MacCain o Romney. El resultado es que apenas una cuarta parte se decantó por Obama. Como recompensa de ese doble triunfo, los que prefirieron a sus opositores e incluso los que se abstuvieron le han negado no solamente el perdón sino también el simple reconocimiento. En sus guiones históricos todavía no se incluye el ascenso tan espectacular de un candidato negro (o mestizo, que es peor).
Ese mismo sector es el que escuchó los delirantes cantos de sirena de Sara Palin cuando calificó (horror) al senador de Illinois como “socialista” por haberse atrevido a proponer algunos programas amenazadores de gobierno en su campaña. La joya de la corona era, y sigue siendo todavía ahora, una moderada reforma del sistema de salud que se antojaba revolucionaria. El plan ha resistido en hilvanes hasta la actualidad, pero corre el riesgo de ser aniquilado si el sistemático ataque de un sector de los republicados y cómplices afines se sale con la suya.
Algunas cosas han cambiado en Estados Unidos ostensiblemente desde la mitad del siglo pasado, cuando se apagaron los fuegos de la Segunda Guerra Mundial, la última “guerra justa” de Washington. Pero algunas pautas de conducta no se han movido en absoluto. Cuando llegué a Estados Unidos, en el crepúsculo de la administración de Johnson, el padre de un colega mío en una elegante, excelente y cara escuela secundaria privada, tuvo la generosidad de adelantar algunas predicciones para ir conociendo al país. Médico de profesión, me advirtió que en un par de años el país adoptaría un sistema de salud que se calificaría como “socializado”, semejante al existente en muchos países europeos, como resultado de la sistemática implantación del estado de bienestar que había contribuido a la estabilidad, la paz social y la justicia en un continente castigado por la desigualdad desde la Revolución Industrial. Puede resultar conveniente recordar que ese estado de bienestar no fue un invento comunista, ni siquiera socialista, sino que fue ensayado tempranamente por la Alemania del Kaiser. En fin, apenas yo me había recuperado de esa rotunda predicción, que el prudente galeno se animó y casi con admiración por mi origen europeo, me aseguró también que en el mismo espacio de tiempo Estados Unidos adoptaría el sistema métrico decimal.
Curioso en comprobar si tales predicciones tan drásticas se cumplirían, decidí quedarme en ese intrigante país. Después de más de cuatro décadas de residencia en Estados Unidos, salgo de casa en coche, calculo las distancias de viajes en millas y lleno el tanque de gasolina en galones. Mi familia sigue yendo al mercado y se enfrenta a alimentos en un conjunto de medidas que siguen resonando a la vieja Inglaterra. En las consultas médicas me pesan en libras y miden mi estatura en pies y pulgadas. Como excepción, los militares se han internacionalizado y miden las calibradas de las armas en milímetros.
Y casi medio siglo de mi llegada a Estados Unidos examino cada año con cierto cuidado las condiciones del seguro médico proporcionado por mi universidad. Aclaremos: con la obligatoria y generosa contribución de parte de mi sueldo, claro, y unos “copagos” que fluctúan entre 25 y 60 dólares la simple visita. Me siento afortunado, ya que más de cincuenta millones de norteamericanos o simples residentes (legales o no) no tienen tal privilegio. Se juegan la vida y coquetean con la ruina financiera por no contar con seguro alguno y todavía no pueden acogerse a la protección de la cobertura médica de la jubilación completa.
La tozudez del sistema en no haberle dado la razón al padre de mi amigo se debe, más que a una interpretación financiera de los gastos y beneficios de la aplicación del propuesto sistema mixto, a unas razones intrahistóricas firmemente asentadas en la sique norteamericana, atizada por un grupo dominante de políticos en intereses económicos. El grueso del Partido Republicano y afines (no solamente los militantes del Tea Party) consiguen sistemáticamente ahondar en un doble sentimiento del americano medio. Por una parte, desconfía del gobierno, y por otro lado, tiene un pánico atroz a verse identificado con una clase inferior que debe llegar a fin de mes con la ayuda de los cupones de alimentos.
Ese sector, ampliamente mayoritario, vive en una permanente contradicción ideológica y sociológica. Es fundamentalmente “anarquista” y preferiría subsistir sin la tutela del gobierno. De ahí que deba autoprotegerse de su inacción de gobernanza con leyes y tribunales que religiosamente terminan por tolerar con entusiasmo. Por ese motivo, todo lo que rezume sabor de “socialismo” les pone nerviosos. Desde la cuna, les comen la conciencia con una dicotomía falsa entre “democracia” (capitalismo a ultranza) y “socialismo” (sinónimo de comunismo).
Pero a los mismos ciudadanos que desconfían de los planes de Obama, ni en sueños se les ocurriría oponerse a otras facetas de la vida de Estados Unidos. Su existencia sería inconcebible sin la escuela elemental y media, gratuita, universal, y obligatoria, diseñada como una fábrica de ciudadanos. La sola mención de tener que pagar los libros de texto generaría motines. El que quiera una educación diferente o más cara, que la pague. Nada de “escuela concertada” a la española, con ligámenes religiosos, o moderados “vouchers”.
De nada sirve recordarles a los estadounidenses que un par de docenas de países europeos y Canadá tienen indicadores de calidad de vida y salud mejor que los de Estados Unidos, y expectativas de vida superiores, a un costo inferior. Si además, es Obama, de origen racial mixto, el que se atreve a proponer un sistema que desafía los oligopolios de la industria de los seguros privados y la presión de la profesión médica, con la anuencia de los productores de medicinas y las compañías de investigación que se alimentan de fondos públicos, el drama está servido. Y si un amplio sector de los beneficiados por el nuevo plan de salud es de origen hispano, el escándalo es inaguantable: son los que atentan contra la paradisíaca identidad nacional que en realidad nunca existió en sus míticos parámetros. El cambio, por lo tanto, será más difícil que la adopción universal del sistema métrico. Quizá solamente se arregle cuando la conducta temeraria e irresponsable sea recompensada justicieramente en una elecciones.
Sobre el autor
Catedrático ‘Jean Monnet’;
Director del Centro de la Unión Europea
de la Universidad de Miami;
Columnista del diario "EL PAÍS" de Madrid
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