La conexión de los tiempos: Arturo Ardao
Abstract
Dedicado a mi amigo Joseph Vechtas, quien me señaló la necesidad de profundizar en las ideas del maestro
Para encontrar el verdadero lugar de Ardao en la historia de la filosofía nacional habría que empezar por saltearse a Vaz Ferreira y a Rodó. Quizá de esta manera asomaría la obra de Ardao como bisagra fundamental que hiciera girar la tradición filosófica uruguaya del siglo XIX en dirección a la del XX. Rodó y Vaz Ferreira significan la definitiva fijación de un rumbo nítidamente original, que marca el fin de las “guerras” teóricas del siglo XIX uruguayo. Este nuevo rumbo, que es fijado bastante de improviso para tratarse de un rumbo de corte filosófico, deja al anterior en suspenso, sin solución de continuidad. Rendir cuentas de los antecedentes no es su misión, ni tampoco el intento de recomponer lo que Karl Jaspers y entre nosotros Carlos Real de Azúa llamaron “ambiente espiritual” de una época.
Debería saltearse también a Pedro Figari. Ganó al gran pintor el propósito de revisar la filosofía y la ciencia de su época, pero no el de trazar las historias correspondientes. Tampoco Figari representa un nexo entre las épocas. La conciencia de ese nexo habría facilitado la intelección de la “metafísica de la fuerza”, de Carlos Reyles y, en otros territorios, el socialismo de Emilio Frugoni o el biologismo de Santín Carlos Rossi. Ninguno de ellos se ocuparon de señalar la línea de paso entre aquellas grandes montañas del pensamiento y el horizonte capaz de mostrar los puntos cardinales de la filosofía nacional. En otro ángulo, encontramos a Emilio Oribe. Con él nace la filosofía del Nous, un racionalismo gnoseológico capaz de desplazar a cualquier otro idealismo, incluyendo el inmanentismo de Fernando Beltramo, con una fina y provechosa penetración en la riqueza histórica de la tradición occidental y cristiana. Ambos están pidiendo hoy que se les conexione.
Sólo Arturo Ardao representa claramente el verdadero nexo entre una y otra de las dos dimensiones históricas. Este es un presupuesto indispensable para entender no sólo el puesto que ocupa en la historia ―de la historiografía y de la filosofía― sino también para entender su misma filosofía, la fuente tanto como el desarrollo y el modo particular de desarrollarse y de mostrarse. Tenerlo en cuenta en este sentido ayuda a comprender cómo se instila su obra histórica en su pensar filosófico y cómo se desplaza su filosofía en el terreno de la historia. Así coadyuva en el llamado “giro cultural” que experimentó la reflexión de la filosofía de la historia en las décadas finales del siglo pasado.
La tarea del doctor Ardao consistió, primero, en explicar a Vaz Ferreira y a Rodó, salvándolos de los esquemas a los que los habían reducido las apologías y los apóstrofes, abundantes en los dos planos. Segundo, articular el siglo anterior con el suyo, haciendo que la historia de hechos hiciera lugar a la historia de ideas; no para llevar a alguna de las dos al sitial de privilegio sino para que se ayudaran a explicar mutuamente, buscando una síntesis en la que se concilia buena parte de la filosofía de Ardao. Tercero, asociar la obra de racionalización de los espacios en los que tuvo lugar la evolución histórica (acciones e ideas) a la mencionada obra de conexión entre épocas A la filosofía implícita que deja escurrir en su historia de las ideas, el doctor Ardao agrega su obra filosófica explícita, es decir, sus reflexiones sobre la lógica de la historia, el espacio de evolución de las ideas y de la cultura, la lógica informal, el extenso comentario sobre pensadores, épocas, figuras e instituciones históricas.
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La referencia del mismo Ardao respecto a su propósito inicial, nos parece bien ilustrativa: “recuperar nuestra perdida memoria histórica en una cuestión fundamental para el conocimiento de nosotros mismos” (al comienzo de Génesis de la idea y el nombre de América Latina). No parece referirse a una pérdida de memoria circunstancial. Si se tiene en cuenta su obra en general se advierte algo más profundo. Ardao se previene ante una pérdida de memoria que sería natural en el hombre, oportunamente sostenida por algunas importantes filosofías, entre ellas las de Bergson y la de Simmel. La vida se encarga arrolladoramente de borrar la huella más significativa del pasado humano, fijando en su lugar ciertos estereotipos que permanecen en el tiempo. Esta sería la razón de atribuir a la ciencia de la historia la tarea de recomponerla. La metodología, por otra parte, proclive a remontarse a los orígenes más remotos, a veces poco prometedores, con tanta pasión como seriedad filológica, nos informa acerca de esta orientación, sin la cual se podría vivir el presente de una manera incompleta.
Hay un fenómeno inevitable: el hombre olvida. Sin embargo, no quiere decir que sus hechos e ideas surjan del vacío resultante. Es necesario recuperar la memoria. Si queremos comprendernos mejor a nosotros mismos y comprender el presente en que vivimos, debemos intentar esa recuperación que reserva sorpresas insospechadas. El “conocimiento de nosotros mismos”, por otra parte, y por lo que se advierte al primer examen de la obra de Ardao, es el que tiene que ver con el destino, con la suerte de una nación o de un conjunto de naciones con un pasado común. “Sólo identificamos lo que percibimos como esto o aquello comparando nuestra experiencia presente con la experiencia pasada”, afirma Collingwood. Pero esa experiencia pasada no está al inmediato alcance de la mano, no es una activación mecánica de la memoria. Esto quiere decir que se debe realizar la tarea de esclarecerlo, y que esta tarea es tan necesaria como aquella de vivir el presente en la más perentoria de las acciones.
Como pensaba Vaz Ferreira, no es posible estar en el mundo sin conocer su fundamento. Así como él contribuyó con su lógica crítica al esclarecimiento del fundamento lógico, Ardao contribuye con su filosofía al esclarecimiento de su fundamento histórico. Y el fundamento histórico está en el conocimiento histórico. Una serie de acontecimientos puede ser conocida en su objetividad pasada y en su sucesión temporal, con sus consecuencias correspondientes. Pero entonces, como también pensaba Simmel, todavía no será una serie histórica sino sólo una ordenación sistemática. Alcanzará el nivel de la historia cuando, por encima del contenido objetivo, se impregne de la movilidad real que sólo le da la vida, que vincula cada elemento de ese contenido, como relación que surge desde el interior y se expande alrededor del fenómeno. Pues el hecho aislado del pasado no tiene historia; sólo la tiene la realidad vivida, el conjunto de las vivencias. Aquello que las vuelve un producto histórico “es, en todos los casos ―afirma Simmel―, el ritmo específico de la vida en cuyas curvas ascendentes y descendentes deben ser ordenados siempre los contenidos particulares, la forma exclusiva en que los coloca el hecho de haber sido vividos”.
Esta concepción de la historia tiene su marco teórico, señalado expresamente por Ardao. Dice, en la obra citada, con referencia a su trabajo de recuperación de la memoria, que “Al hacerlo nos hemos acogido a la ya clásica norma sentada por Groethuysen, en un análogo empeño ―salvadas las distancias― de autognosis por medio de la historia, no ya de mera comprensión del pasado”. Toda la Antropología filosófica, de 1931, del filósofo de la historia alemán Bernhard Groethuysen, se basa en la consigna “conocerse a sí mismo”, y su criterio ayuda a justificar la reproducción de los documentos que Ardao incluye como Apéndice. Había dicho: “Si semejantes documentos de la época han de ser arrancados al olvido y si su contenido ha de pasar a formar parte de la actual conciencia histórica, no queda más recurso que volver a imprimirlos”.
Contamos con estos datos para recrear algo de la filosofía de la historia de Ardao, pero también de una noción más general sobre el hombre, perteneciente a una antropología filosófica. De acuerdo a esta idea “El hombre sólo se conoce viéndose en la historia y no por medio de la introspección o del pensamiento por sí mismo. Entender la forma de conciencia histórica ―afirma el mexicano Palacios Badaracco― no es mera comprensión del pasado, sino que representa para el hombre tener una conciencia de sí mismo en el espacio y en el tiempo. ‘Nosotros ―dice Groethuysen― constituimos un tipo de hombre, no el hombre todo’. La latinidad, para los términos de esta concepción historicista, se va a entender como contenido intelectual que va a influir en la ordenación del mundo y en la práctica.”
El intento de dotar de vida al hecho pasado, para así convertirlo en un verdadero hecho histórico, nos introduce de lleno en la cuestión de los métodos. Pertenece a la tradición iniciada por Dilthey la delimitación rigurosa del método histórico, principalmente en su distinción entre el método de las ciencias del espíritu y el de las ciencias naturales. Uno de los recursos fundamentales de que se vale Dilthey con el cometido de establecer esa distinción es el concepto de comprensión (Verstehen). La comprensión es más afín a la historia; a medio camino entre la filosofía y la ciencia, intercala la evaluación, la analogía y hasta la expresión. Dilthey, de esta manera, remite el entender a la ciencia, y el comprender a las ciencias del espíritu. Uno de los seguidores de Dilthey, el historiador Johann Gustav Droysen (1808-1884), agrega otras formas de investigación que incluye la interpretación, importante concepto que con los años conducirá a la hermenéutica, y la misma subjetividad del sujeto. Ahora bien, seguir la norma de Groethuysen, ¿es seguir a Dilthey y a su método de las ciencias del espíritu, o acaso al subjetivismo de Droysen o a la hermenéutica?
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Creemos que en Ardao alienta algo más sencillo y a la vez extraordinario. Alienta el deseo de encontrar o de buscar en el pasado lo que comprueba que falta en el presente. Es un gesto que comparte con Rodó, aunque Rodó indaga en el pasado mítico de la literatura y no en el pasado objetivo. Ardao sabe que existen caminos fantasmas, itinerarios nunca recorridos. Una de sus más grandes intuiciones al respecto es su idea de la “latinidad”. Sugiere una ruta hasta ahora no incursionada, aunque fuera pensada, repensada y añorada con nostalgia hasta en nuestra época. Sólo la historia puede revelar el futuro; pero, ¿en cuál sentido que no resulte superchería? Pues, no en el sentido de la repetición o de la vuelta atrás, sino en el sentido en que el futuro puede ser concebido por iniciativas que no prosperan, aunque estén henchidas de posibilidades infinitas.
El historiador catalán Josep Fontana escribe: “Hemos de elaborar una visión de la historia que nos ayude a entender que cada momento del pasado, igual que cada momento del presente, no contiene sólo la semilla de un futuro predeterminado e inevitable, sino la de toda una diversidad de futuros posibles, uno de los cuales puede acabar convirtiéndose en dominante, por razones complejas, sin que esto signifique que es el mejor ni, por otra parte, que los otros estén totalmente descartados.” (p. 358).
La historia está en el tiempo, pero el tiempo no está completamente en la historia. Se vuelve imprescindible una depuración que sólo puede lograr la conciencia histórica. A esto se refiere Reinhart Koselleck cuando afirma: “Los hombres son olvidadizos y tienden fácilmente a hacer valer sus propias vivencias como únicas fuentes de su experiencia. Para poder hablar de incremento de experiencia se necesita el método histórico que ordene sistemáticamente el curso diacrónico.” (p. 63)
Ardao no indaga ni se apoya en las estructuras del estructuralismo ni en superestructuras teóricas o ideológicas, marxianas, popperianas o frankfurtianas. Su itinerario es independiente, al realizarse al margen de la orientación impresa por la historia sociopolítica dominante. Es obvio que no tiene fe en ella. Por momentos se aproxima a la historia de las sensibilidades, pero se aleja justo donde el eje narratológico se hace solo uno entre lo fáctico y lo psíquico. Puede asomar también cierta microhistoria, por el pronunciado atomismo de su obra periodística, pero el átomo enseguida se imbrica en un organismo más vasto, por ejemplo en Etapas de la inteligencia uruguaya, en el que se comprueba la función que cumple cada pieza para construir la unidad total.
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Ardao escribe de una manera lineal, guiado por un afán axiológico adscripto al ideal moderado de los grandes relatos de la modernidad, siempre en procura de valores y enseñanzas. Existe un momento, quizá el que coincide con su exilio en Venezuela en 1976, sin embargo, en el cual se advierte un giro en sus técnicas de investigación. Parece acompañar al giro de la misma historiografía, en el último cuarto del siglo XX, llamado “giro cultural”. No hay duda de que ingresa al plano de una historia intensiva, cualitativa, heurística, por la que procede como el explorador que da vuelta la piedra para ver qué hay debajo. Una historia proclive a indagar allí donde nadie diría que hay algo, siquiera una pista. Ardao levanta así el símbolo de lo humano a partir de objetos históricos no del todo prometedores para el ojo inexperto. Un símbolo a partir de un nombre como el de América Latina, a partir de una idea como la de la “latinidad” o de un concepto como el de las “ideas-juicio”.
Este giro conduce de la historia nacional y del análisis de grandes figuras a la historia de la región y a la del continente. Acompaña el tránsito de la época desde la modernidad a la posmodernidad. Surgen próceres desconocidos, como el colombiano José María Torres Caicedo, apóstol del latinoamericanismo. Este hombre sigue una línea de integración que había buscado el crítico literario José María Gutiérrez hacia 1846, de cuya obra José Enrique Rodó nos dejó amplia noticia en su “Juan María Gutiérrez y su época”, ensayo que pasó a integrar El Mirador de Próspero. Ardao rescata del olvido a otras figuras, como la del escritor y diplomático francés Michel Chevalier, que viaja por Estados Unidos e Hispanoamérica y escribe sus Cartas sobre la América del Norte (publicadas en dos volúmenes, en 1833 y 1835). En su Introducción ensaya una nueva actitud y una firme posición ideológica respecto a la América hispana, confrontando la “Europa latina” a la “América latina” y anunciando la consagración hacia mediados de siglo de algo que es más que un nuevo nombre: América Latina.
También rescata del olvido a figuras aparentemente menos relevantes todavía, o por lo menos al margen de la intelectualidad y del patriciado, como la de otro francés, Benjamín Poucel, venido al Uruguay para explotar una raza de merinos introducida al país por él mismo. Este hombre, que sufrió la penosa calidad de rehén con otros franceses, como consecuencia de la Guerra Grande, publicó a su regreso en Francia un opúsculo en el cual denuncia el peligro de intrusión de la raza anglosajona en detrimento de la latina, reprochando la pasividad de Francia frente al hecho. Poucel se propone señalar la conveniencia de “Conservar a la raza latina la posesión soberana de esta magnífica parte del continente americano”, alarmado por la ya pujante intromisión anglosajona en el continente.
Estas reivindicaciones son nuevas y escapan al estilo a la sazón en boga. Parecen otorgar un nuevo crédito a la historia, a la que se ha negado capacidad de enseñanza práctica. Aparece así una nueva actitud histórica, frente al quehacer de una primera instancia, al rigor formal y al apego cuidadoso por la documentación en juego. Surge una nueva perspectiva, imbuida de una nueva filosofía, filosofía que escapa de las viejas prescripciones absolutistas de la tradición, envuelta en la lógica de lo todo bueno o de lo todo malo, de lo verdadero o lo falso en términos de lo que se podría llamar el “blanquinegrismo” de las ideologías y viejas filosofías.
Ardao desbroza el hecho histórico en sus coordenadas espaciotemporales. Se aplica a la configuración paradigmática del “acontecimiento”. Sea, por ejemplo, un acontecimiento en la historia, promovido por una sociedad secreta: la Reunión de París de 1797 con la presencia del prócer Francisco de Miranda. No aparenta la relevancia que en realidad tiene. Ahora bien, se vuelve necesario un nombre; un nombre para aquello que los prohombres venían a representar. Lo que no tiene un nombre no existe. Había que poner un nombre a algo que oficialmente no existía. Surge el de “América Meridional”, por sobre Hispanoamérica, América hispana, América del Sur. Pero ninguna de estas denominaciones expresaban el gentilicio con una sola palabra. Históricamente no es lo mismo. Son detalles, pero detalles que encierran grandes aspiraciones. Algunas se concretaron, como el del nombre de América Latina; otras todavía no, como la del “unionismo hispanoamericano”.
“Hemos llegado así a una descomposición de la historia por pisos. O, si se quiere ―piensa Fernand Braudel―, a la distinción, dentro del tiempo de la historia, de un tiempo geográfico, de un tiempo social y de un tiempo individual.” Con un equipo teórico que procede también por niveles, Ardao entra a la posmodernidad, en la cual demuestra su verdadero sistema de investigación histórica y la filosofía que la sustenta. Pasa por encima de la filosofía social en boga, que no llega a inspirarlo. No toma posición en el debate sobre el progreso ni abre juicios sobre las ideologías políticas. No hay encumbramiento ni negación de las corrientes enfrentadas ferozmente en el plano de las ideas. El lector tiene todo para hacer él mismo el juicio; si no lo hace es porque no le apasiona el problema de fondo. Este problema no es otro que el que presenta la búsqueda de una historia para América Latina. El haberla encontrado es el mayor mérito de Ardao, y es la más clara manifestación de la entrada del pensamiento nacional en una nueva época.
Ensayista y filósofo, Jorge Liberati participó con este texto en el
Homenaje de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación,
dedicado a Arturo Ardao, a un siglo de su nacimiento
31 de Agosto de 2012n
BIBLIOGRAFÍA
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―Génesis de la idea y el nombre de América Latina, Centro de Estudios Latinoamericanos “Rómulo Gallegos”, Caracas, 1980.
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―Problemas fundamentales de la filosofía, Uthea, México, 1961.
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