DECIRLE QUE NO A ALEMANIA
Abstract
“La victoria de Hollande cambia el discurso de austeridad”, tituló jolgórico El País de España al día siguiente de las elecciones francesas. La ilusión de los enemigos de la austeridad no tiene límites. Europa, alegan, necesita crecimiento. De seguir por este camino, asustan, lo único que se producirá es dos, tres, mil Grecias. Pero esta ilusión hace honor a su nombre, porque lo que Europa necesita son ambas cosas: austeridad (en el sur) y crecimiento, impulsado por políticas expansivas (en el norte). Los austeros puritanos, encarnados por Alemania, aciertan a medias – y por lo tanto se equivocan; pero los gastadores mediterráneos, esperanzados con la victoria del socialismo francés, también. No hay crecimiento que financie jubilados de 60 años y una semana de trabajo de 35 horas en un continente cuya población disminuye y envejece. Con déficit del 5% y crecimiento del 1%, las opciones son bajar el primero y aumentar el segundo al mismo tiempo o abolir las matemáticas. No entenderlo conduce a Atenas.
Pero los tituladores periodísticos transmiten algo más que escasa comprensión. La palabra clave es discurso: hay quienes creen que, cambiándolo, cambian también la realidad. Sufren una sobredosis de posmodernismo. Y los que preguntan qué pasará ahora con el eje París-Berlín padecen la confusión opuesta: piensan que aún existe lo que desde hace rato es sólo escenificación. Merkozy fue una ficción beneficiosa para sus dos componentes: a Angela Merkel le proveía una legitimidad internacional que escondía el unilateralismo alemán, y a Nicolas Sarkozy le brindaba un escudo de prestigio bajo la cual escondía el retroceso de la economía francesa. Pero el eje binacional se disolvió con el No francés al proyecto de constitución europea, y la crisis económica lo dejó al descubierto: hoy las decisiones se toman en Berlín, punto. Bruselas, Frankfurt y París (respectivamente la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el gobierno francés) bailan al son de la flautista que vino del este – o, más bien, de sus electores.
El mantra del crecimiento es vacío: como con la felicidad, todo el mundo está a favor. La clave está en los medios para alcanzarlo, y el único disponible a corto plazo es proveer liquidez: emitir, sea moneda o bonos europeos. Pero esa política expansiva implica inflación en Alemania. La disyuntiva de hierro es, entonces, complementar con inflación en el norte a la austeridad en el sur o acabar con el euro. El status quo conduce al fin de la moneda única. Por lo tanto, la cuestión no es si Francia se le planta a Alemania sino con qué recursos cuenta para convencerla de pagar el costo inflacionario de la supervivencia monetaria. Mantener el despilfarro de una economía que hace agua no parece una manera eficiente.
Pero si el resultado de las elecciones francesas se torna irrelevante, el de las griegas es más sugestivo. El avance de los nazis resulta anecdótico: proponen echar a todos los inmigrantes y minar las fronteras terrestres de Grecia, pero no consiguen resolver el conflicto de adorar a Hitler y odiar a los alemanes. Lo importante es otra cosa: la política griega está tan dividida que formar un gobierno duradero resulta improbable. Pero lo que en Bélgica es prescindible, en un país quebrado es indispensable: si los griegos no cumplen lo prometido en el acuerdo con la UE, dentro de dos meses entrarán en default. Eso, claro, si España no estalla antes, lo que asoma cada vez más verosímil. Y entonces, la retórica pro-crecimiento de Hollande tendrá tanta capacidad de evitar el desastre como el blindaje de De la Rúa.
En resumen, decirle que no a Alemania es simpático pero insuficiente. Lo único que puede salvar a la Unión Europea es la acción alemana, no su omisión. Y para lograrlo, la resistencia es inútil: hace falta lastimar. ¿Estará Hollande decidido a apuntar la pistola contra Berlín, amenazándola con quebrar el euro si no hay cambio de rumbo? Al parecer, él no cree que haga falta: los optimistas piensan que las cosas pueden resolverse mediante la negociación y la obstrucción. Justamente, fueron los optimistas los que una vez apostaron por la Línea Maginot. Creyeron que bastaba con decirle que no a Alemania.
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