Una mirada a la obra de Alexis de Tocqueville - Segunda parte
Abstract
En el artículo anterior nos dedicamos a recorrer con Tocqueville los llamados “puntos de partida” socio-históricos de la sociedad norteamericana y su vínculo con la democracia. En esta segunda parte, abordaremos en profundidad la visión de Tocqueville con respecto a la igualdad a partir de la experiencia de los Estados Unidos y la relación de ésta con la democracia, con los distintos aspectos de la sociedad, con el Estado y, por último, con la libertad.
1.- Sobre la igualdad
Si hay un tópico en el que Tocqueville se destaca de forma rotunda, ése es precisamente en el referido a la igualdad. No sería exagerado decir que el análisis de la igualdad constituye un pilar fundamental de “La Democracia en América”, no sólo por el espacio que ocupa en el conjunto de la obra sino por el grado de rigurosidad con el que se trata. El autor se explaya ampliamente sobre la igualdad, sin temores ni prejuicios, abordándolo desde diversas dimensiones –política, filosófica, sociológica, económica, etc.- brindando así una panorámica general y muy completa sobre el tema.
a.- Igualdad y democracia
Como buen francés, que había vivido de cerca cómo la Revolución francesa no lograba traducir su ideario abstracto de “igualdad” en un proyecto político y social perdurable, le llamará la atención la estabilidad social y política norteamericana, algo que vincula directamente con la condición igualitaria de todos los ciudadanos. Tocqueville se sorprenderá de la igualdad norteamericana dado que era algo que todavía no se había visto, al menos no con tanto desarrollo, en ningún país europeo, mucho menos en Francia, en donde ni aún la radicalidad de la Revolución había podido revertir siglos de estratificación social. En América, Tocqueville no se cansa de repetir asombrado, la igualdad no es un discurso ni una aspiración utópica: es una realidad enteramente constatable, que atraviesa de cabo a rabo y distingue a toda la sociedad norteamericana. Allí, la igualdad no se implementa a través de un esfuerzo explícito, ni se genera por la instauración de ningún régimen político en particular, mucho menos revolucionario: antes bien, la igualdad se “respira” en la cotidianeidad; simplemente se “da”. Y por igualdad no se entiende solamente igualdad ante la ley sino igualdad de condiciones. Lo que implica igualdad económica, social, cultural y hasta de conocimientos.
Esbozando una, un tanto ligera, filosofía de la historia, Tocqueville dice que ésa igualdad que ve en los Estados Unidos refleja y, a su vez, confirma la existencia de una suerte de ley histórica, comandada ulteriormente por la Divina Providencia, según la cual el desarrollo de la sociedad, en el sentido más amplio de la palabra, está orientado en la dirección de ampliar más y más la igualdad. Para decirlo en otros términos: comulgando con el relato del “progreso” de la Ilustración, Tocqueville, en plena sintonía con el afamado “Esquisse…” de Condorcet, ve en la historia una sola y la misma tendencia: la conquista dificultosa pero progresiva de la igualdad. En efecto, dirá al inició de su texto que “Cuando se recorren las páginas de nuestra historia, no se encuentra, por así decirlo, ningún acontecimiento de importancia en los últimos setecientos años que no se haya orientado en provecho de la igualdad.”
Volviendo a América, Tocqueville apunta que la igualdad es de tal magnitud en los Estados Unidos, que se constituye como el principio general de la sociedad, del cual se derivan absolutamente todos los demás principios particulares. Y esto no es menor. Puesto que, planteado de este modo, Tocqueville nos está diciendo algo trascendental. Si de la igualdad se desprende todo lo demás, entonces, en América, la democracia, en tanto régimen político que organiza a esa sociedad, debe ser vista, inevitablemente, como un resultado de esa igualdad de hecho que caracteriza a todas la sociedad. Y ese comercio igualdad-democracia tiene sentido cuando se lo mira desde la siguiente óptica. En la medida en que lo que caracteriza a la democracia como régimen es precisamente la distribución equitativa del poder político entre los ciudadanos, entonces no se puede menos que admitir que la democracia no sólo presupone la existencia de cierta igualdad entre los ciudadanos sino que directamente debe imponerla para poder funcionar, es su requisito sine qua non. En América, ello no es necesario, pues la los individuos, como dice el autor, ya nacen iguales.
En tanto reconozcamos, con Tocqueville, que la democracia es el régimen que mejor se lleva con la igualdad, no puede darse que un pueblo tan igualitario como el americano, se diera otro régimen político que no fuera el democrático. Ello es lo natural para Tocqueville y hasta lo que debe ser desde el punto de vista moral.
Al haber tanta igualdad, la democracia, en consecuencia, desborda el ámbito estrecho de lo político y pasa a ser el marco general dentro de la cual las relaciones sociales, aún las más espontáneas, se desenvuelven. Una cosa es la democracia política y otra la democracia social: en América, como apunta Tocqueville, se superponen las dos.
Es necesario apuntar que este análisis sobre la relación “igualdad-democracia”, Tocqueville lo piensa especialmente, como dijimos en la parte anterior, para Francia, en donde la historia, en tanto historia de la igualdad, hizo un enorme esfuerzo por progresar pero finalmente se empantanó en una sangrienta Revolución que no supo generar ni democracia ni igualdad.
b.- Los “males” de la igualdad
Luego de mostrarse entusiasta con la igualdad, la argumentación de Tocqueville, ya para el final de libro, cobra un giro inesperado. Tocqueville va a dedicar una buena parte de su texto a deshilvanar, punto por punto, los problemas que trae aparejado tanta “igualdad democrática”.
La igualdad dignifica al individuo en tanto lo reconoce como portador de los mismos derechos y deberes que el resto de los integrantes de la sociedad. Por otro lado, lo exalta en la medida en que genera la desaparición de la injusta división de la sociedad en estamentos, en clases privilegiadas y en clases desposeídas. Tocqueville, hijo del espíritu ilustrado, no difiere en eso. Advierte, sin embargo, que la igualdad tiene un efecto bastante indeseable, que enraíza en el hecho de que implanta en los individuos un sentimiento de independencia con respecto a los demás.
Al no haber individuos superiores ni inferiores, dice el autor, al no haber ninguna clase de compartimentación social, el individuo queda librado a su propia suerte.
En el Antiguo Régimen, había individuos más y menos poderosos, más y menos cultos, más y menos ricos. Existía una riqueza y una variedad que eran a la vez el soporte y la razón de ser misma del relacionamiento social. A tal punto ello era así, que cuando un individuo tenía sus derechos vulnerados, ya fuera por el Estado, por otro individuo o por cualquier otra entidad, tenía la posibilidad o bien de refugiarse en aquellos individuos más fuertes o bien de apelar al grupo particular al que pertenecía. Así en la sociedad pre-moderna, el individuo estaba entretejido en un determinado grupo, sea por vínculos de sangre o de clase, que le prestaba sustento en momentos de necesidad.
Empero, para el caso de una sociedad, como la americana, en donde la igualdad ha calado hondo, Tocqueville señala que opera una suerte de indiferencia radical para con el otro. Cada quien está entregado de lleno a sus tareas e industria y, en esa estrechez de miras, los individuos quedan dominados por una absoluta despreocupación por lo que suceda con el resto, aún con los individuos afectiva y geográficamente más cercanos. Este ensimismamiento individual, señala el autor, ataca las bases mismas del tipo de relacionamiento social sobre el que estaba fundamentado in totum el Antiguo Régimen. En su forma patológica, advierte Tocqueville, esa indiferencia se torna disolutiva, en el sentido de que termina quebrando todo lazo social. De no ser por el Estado, el poder central que mantiene al todo unido, la sociedad se desmoronaría irremediablemente. Adelantando lo que Bobbio teorizaría como una “falsa promesa” de la democracia, Tocqueville ya señala que es el Estado quien toma el control de los asuntos públicos ante la despreocupación y el desinterés ciudadano por la cosa pública. Allí donde la igualdad y la democracia triunfan radicalmente, los individuos no saben más que replegarse sobre sí mismos, sobre sus asuntos.
Según Tocqueville, esa indiferencia asocial y apática hecha raíz en otro fenómeno propio de las sociedades igualitarias. En ellas, explica Tocqueville, los individuos se caracterizan por ser igualmente débiles en términos de poder. La sociedad es una masa uniforme de individuos que comparten más o menos la misma cuota de poder. Siendo así, aquello de apelar a la ayuda del otro, como sucedía en L’Ancien regime, deja de ser posible. Nadie está en condiciones de ayudar a nadie pues nadie se encuentra en una situación especialmente favorecida. Lo que prima es una medianía general, que no hace más que acentuar ése estado de recogimiento individual. De esa situación, y fuera de todo pronóstico inicial, sólo una entidad se beneficia netamente: el Estado.
c.- El Estado y la igualdad
Si hay una institución que sobresale entre medio de la uniformidad general, esa es el Estado, dice Tocqueville. En él están concentradas nada menos que toda la administración y toda la fuerza del poder político. Es por ello mismo que, en el marco de una democracia y de una sociedad igualitaria, es el único organismo que ostenta un poder infinitamente superior al del individuo aislado. Lo anterior puede resumirse en un adagio simple: el poder del Estado se consolida al tiempo que lo hace la igualdad y, con ella, la debilidad del individuo. Esto, dirá Tocqueville, es paradójico que suceda en una sociedad como la norteamericana que, si recordamos, se había hecho sobre la base de una reticencia explícita al poder del Estado. Lo que sucede es que en ningún momento entró en los cálculos que las condiciones igualitarias terminaran, en los hechos, menguando el poder del individuo y magnificando el del Estado.
En sociedades igualitarias y numerosas, comenta Tocqueville, los individuos se hacen más pequeños e insignificantes y, de manera inversa, la sociedad, a través del Estado, se vuelve más activa y grande. Sin embargo, lo peor de todo, subraya el autor, es que ese hecho no se deja ver fácilmente, mucho menos para los miembros de la propia sociedad. Que el Estado se vuelva una suerte de entidad omnipoderosa, no es un fenómeno que pueda ser discernible por el individuo de a pie pues ese poder, apunta Tocqueville, no se ejerce ostensiblemente sino, al contrario, de forma lenta, sigilosa y subterránea. Se trata de un poder que, en todo momento, se despliega, como veremos, a través de la administración y de la burocracia, de forma tan sutil como efectiva.
La abismal distancia que existe en materia de poder entre el Estado y los individuos conlleva, dice Tocqueville, que éstos últimos tiendan a ver al Estado como la única institución en la que puedan encontrar respaldo seguro. Como lo expresa el propio Tocqueville “En una nación democrática, sólo el Estado inspira confianza a los particulares, por ser el único que tiene a sus ojos cierto poder y estabilidad”. Pero no sólo eso. En la medida en que el Estado es también el único capaz de socorrer al individuo en caso de necesidad, de ayudar a los más desvalidos y apoyar a los trabajadores, los ciudadanos comienzan a pensar al Estado como una suerte de gran pater al que pueden acudir.
Como producto de lo anterior, y seguramente de forma inconsciente, en los siglos democráticos, el individuo, dice Tocqueville, se entrega al poder Estado no en grandes y trascendentales cuestiones, pues ello sería notorio e implicaría además ir en contra de las convicciones anti-estatales sobre las que se fundó el país, sino precisamente en cuestiones mínimas y cotidianas, en esas que apenas se perciben. En efecto, los individuos renuncian poco a poco a su libertad al sucumbir ante un conjunto de leyes poco importantes, de cargas administrativas dignas de Kafka y de una burocracia centralizante y uniformizante: instrumentos invisibles mediante los cuales el Estado ejerce su poder. Tocqueville señala que el individuo cede y cede ante esas regulaciones poco importantes pero ese continuo ceder le genera un desgaste invisible. Precisamente, el Estado, en las sociedades democráticas, domina no porque ordene o utilice la fuerza física, sino porque, obligando al individuo a consentirle en las pequeñas cosas, termina enfriando su voluntad. En otras palabras: al individuo no le nace hacer otra cosa sino lo que dicta el Estado. El Estado democrático no contradice voluntades sino que las neutraliza por su base misma para luego dirigirlas solapadamente en la dirección que desea. Éste no gana por confrontación sino por sistemática erosión. En consecuencias, en las sociedades democráticas, los ánimos se adormecen, los espíritus fuertes se apagan y, en palabras de Tocqueville, “[…] cada vez más raro se hace el uso del libre arbitrio.” Sigilosamente, el Estado, dice un Tocqueville ya espantado, reduce a la sociedad a un rebaño de ovejas, fáciles de dominar.
En este punto en específico es cuando la igualdad, que, al iniciar, Tocqueville había encumbrado como la mejor virtud que una sociedad puede atesorar, se vuelve, paradójicamente, el principio de todos los males.
Quizá una de las características más sorprendentes, y a su vez peligrosa, de la igualdad, es que parece tener una tendencia auto-reproductiva. En sociedades democráticas, dice Tocqueville, los hombres se acostumbran rápidamente a la igualdad y por ello mismo no soportan el más mínimo privilegio o la más mínima diferencia. En una sociedad monocromática, integrada por individuos solamente iguales entre sí, la menor distinción no sólo llama la atención sino que disgusta y altera los ánimos. La sociedad, acostumbrada a la igualdad absoluta de sus integrantes, desarrolla una repulsión “instintiva” hacia la diferencia y la desigualdad. Al contrario de lo que sucedía en el Antiguo Régimen, donde lo opuesto era lo normal, en tiempos democráticos, señala el autor, la sociedad se vuelve poco tolerante con lo que resalta de entre la homogeneidad general. Las diferencias, en pocas palabras y para ser categóricos, no son aceptadas por la sociedad. Y es justamente allí, donde la igualdad derrapa en un igualitarismo dictatorial que opera implacable más que nada a nivel cultural.
Por otro lado, y al igual que la sociedad, el Estado también se hace “adicto” a la igualdad. Ello no es de extrañarse puesto que la igualdad, como vimos, convierte a los individuos en una masa fácil de manejar, facilitando así el trabajo del Estado. Está en el interés del Estado, entonces, que la igualdad sea defendida y azuzada.
2.- Igualdad versus Libertad
Esa igualdad descontrolada, que además es fomentada por la sociedad y el Estado, Tocqueville la visualiza como preocupante. Ello porque, según lo que ve en Norteamérica, ésta tiende a esgrimirse, más y más, en oposición a la libertad y, en forma general, a los derechos individuales.
Por su naturaleza, en la democracia importa más el número que el mérito. Quienes gobiernan bajo ese sistema político no son ni los “mejores” ni los “notables” sino los “muchos”. En consecuencia, lo importante para un pueblo democrático será la voluntad general. Es por esa razón que en la democracia se esconde una tendencia intrínseca a tener poca consideración por los derechos individuales o por los de las minorías. Esa devoción que la sociedades democráticas desarrollan por lo que dictamine la mayoría, puede terminar muchas veces, señala Tocqueville, por jugar en contra de los hombres más sobresalientes que pueden no plegarse a la voluntad de la mayoría. Si a ello sumamos el ya mencionado impulso natural de la sociedades igualitarias por fagocitar todo lo que no sea común y sobresalga, estamos ante un “coctel” peligroso para los derechos individuales. Adelantando en cierto modo la crítica de Nietzsche, Tocqueville acusa a la democracia de impedir el florecimiento de grandes hombres, que otrora habían sido el motor del progreso científico y cultural de la sociedad. Como señala, sucede en las sociedades democráticas que “[…] el hombre de genio se hace cada vez más extraño y la cultura cada vez más común”.
El incremento infinito del poder del Estado, el adormecimiento de la voluntad de los ciudadanos, la exaltación de la voluntad general en detrimento de los derechos individuales, la tendencia uniformizante -todos males desprendidos de la misma matriz: la igualdad- culminan por configurar, para Tocqueville, un cuadro verdaderamente aterrador.
Sin prejuicio alguno, y tal vez en uno de los puntos más altos de la obra, Tocqueville asevera que, por lo anterior, los individuos en los pueblos democráticos terminan por convertirse en esclavos. Es, empero, una esclavitud silenciosa, sin dolor ni escándalo, puesto que ahora el amo no es ni un hombre, ni una clase sino el mismo pueblo. Manteniéndose en un servilismo complaciente, permitiendo que el Estado gane más y más espacio en la conducción de los asuntos públicos, los individuos se condenan a una vida en donde en lugar de pensar por sí mismos, son pensados, en lugar de decidir por sí mismos son decididos, siendo llevados de las narinas, como las hojas por el viento, por el Estado. Es de ese modo, dice Tocqueville, que en el corazón mismo de una sociedad que dice amar la libertad y la igualdad por sobre todas las cosas, se ensarta la más nefasta de las tiranías. En efecto, ningún buen gobierno, ni liberal, ni enérgico ni inteligente, recalca Tocqueville, puede ser elegido por un pueblo que ha sido moldeado de tal forma para satisfacer el gusto del Estado que no puede determinarse por sí mismo, con inteligencia y sensatez. Tal disgusto le causa este estado de cosas en Norteamérica a Tocqueville que incluso llega a vertir una frase dramática: “el terrible espectáculo de la igualdad hiela mi sangre y me entristezco […] y comienzo a echar de menos a la sociedad desaparecida”.
3.- Los “remedios” para la igualdad
Aunque se muestra implacable a la hora de criticar los “trastornos” de una sociedad imbuida en un igualitarismo, Tocqueville reconoce que los males de una igualdad desenfrenada pueden ser minimizados y domeñados si se adoptan ciertas medidas.
a.- El rol de la prensa y de la justicia
En las sociedades igualitarias, formula Tocqueville a modo de recomendación, la prensa cumple un rol de vital importancia. Como dijimos, en las naciones igualitarias los individuos se tornan absolutamente débiles, puesto que, a diferencia de la sociedad pre-moderna, cada individuo está esencialmente aislado. Esto le deja vulnerable, y es cuestión de tiempo para que en algún momento tenga sus derechos individuales violados. No obstante, cuando ello suceda, aunque no pueda apelar a ningún grupo o clase, sí podrá apelar, como dice Tocqueville, al género humano en su conjunto. El medio para hacer ello es justamente la prensa. Para Tocqueville, en ese sentido, la prensa es el arma más preciosa que puede haber en las democracias, puesto que ayuda a remediar esa soledad endémica que sufre el ciudadano en medio de una sociedad igualitaria.
En la lucha por la independencia personal y por la protección de la libertad individual, juega un papel muy importante en la medida en que dota del poder al individuo de hacer un llamado, no ya a una casta o grupo social, al conjunto de los ciudadanos de la nación en caso de suscitarse un atropello a sus derechos por parte de alguna autoridad pública, de otro individuo o del mismísimo poder del Estado. En todos los pueblos pero más en los democráticos, la prensa es, recalca Tocqueville, indispensable, pues, rota la modalidad de socialización imperante en la pre-modernidad, es la que le permite al individuo amplificar su voz y llegar así a toda la sociedad. Es por ello que la prensa se constituye, como dice Tocqueville, en “[…] el instrumento democrático por excelencia de la libertad.”
En tanto es un mecanismo esencial para la salvaguarda de los derechos y libertades individuales, toda sociedad que guste llamarse “liberal” deberá empeñar todos sus esfuerzos por mantener la salud de la prensa y, en especial, por mantenerla a raya toda intromisión o censura del poder político. Sin la prensa, el individuo sencillamente se quedaría sin voz. Por ello, la prensa le es tan vital a la sociedad democrática como el oxígeno a los pulmones, puesto que sirve para prevenir los abusos del poder estatal-social o, de lo que es lo mismo, de lo que puede ser una voluntad general devenida despótica.
En la protección del individuo y de las libertades, Tocqueville señala que la justicia también tiene un rol muy importante que jugar en las sociedades democráticas. Por la función que debe desempeñar, la justicia es, dice Tocqueville, la aliada natural de los más desprotegidos. Para Tocqueville, la justicia le brinda al individuo un espacio perfecto para que éste pueda hacer sus descargos referidos al respeto de sus derechos, abriéndole la puerta incluso para enfrentarse, de igual a igual, al poder público si éste se extralimita en sus decisiones o competencias. Dada la tendencia del poder democrático de extenderse más y más, dice Tocqueville, los tribunales, que siempre fueron pieza fundamental en la salvaguarda de los derechos individuales, se hacen en las sociedades democráticas particularmente más importantes y necesarios. Apunta Toqueville que a los efectos de proteger las libertades individuales, la justicia debe crecer al ritmo que lo hace el propio soberano. Ella y sólo ella es la única forma de poner coto a la difundida creencia en los pueblos democráticos de que una decisión es válida únicamente por el hecho de haber sido tomada por la mayoría.
4.- Reflexiones finales
Tanto el requisito de contar con una prensa como de una justicia saludable son dos formas de una misma necesidad que se plantea en el seno de los pueblos democráticos: la limitación del poder soberano o, dicho de otro modo, del pueblo mismo, en tanto titular del poder público. Tocqueville, quien ya conocía el desafortunado derrotero de la volonté général de Rousseau en manos del Terror de Robespierre, es escéptico, como se puede apreciar en estas últimas reflexiones, con respecto a las bondades de darle vía libre a la voluntad de la mayoría. Como buen liberal que es, Tocqueville recalca una y otra vez que en una democracia auténtica, comprometida seriamente con las libertades y con los derechos de sus ciudadanos, al soberano no le corresponden plenos e ilimitados poderes. Al contrario. Para Tocqueville, que el pueblo esté limitado es, aunque parezca contradictorio, algo esencial para la democracia misma, puesto que, como ya había advertido Aristóteles en la Antigua Grecia, es precisamente ello lo que distingue a ésta de su vil hermana: la demagogia. Un pueblo demagógico que ejerce el poder de forma arbitraria, sin respeto por la ley y las libertades individuales, puede ser igual o más tiránico que los peores y más caprichosos monarcas absolutistas alumbrados por el Antiguo Régimen, a los que, en nombre de la libertad, tanto y tan enérgicamente se combatieron. Y es esta, tal vez, la lección más importante que nos deja “La Democracia en América”.
Sobre el autor
Profesor Depto. de Estudios Internacionales.
FACS. Universidad ORT Uruguay.
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