La larga sombra de Chernóbyl (IV)
Abstract
La primera protesta de magnitud en Alemania Federal se orientó contra el armamentismo nuclear. El motivo fueron unas declaraciones del canciller Konrad Adenauer del 5 de abril de 1957, en las que manifestó su intención de dotar al refundado ejército alemán de armas nucleares tácticas (de efecto más limitado que las estratégicas, pensadas para usarse cerca de las líneas propias). “En el fondo -afirmó- las armas nucleares tácticas no son otra cosa que el desarrollo de la artillería. Y está claro que no podemos renunciar a proporcionar a nuestras tropas los ejemplares más recientes”. Esta revelación causó mucha alarma. La Guerra Fría estaba en pleno apogeo y Alemania era su principal escenario. Las relaciones entre los bloques empeoraban día a día. La escalada armamentista iba en aumento. En Berlín, la antigua capital, se respiraba un aire de confrontación inminente. En este contexto, el anuncio de Adenauer cayó como echarle nafta a un fuego.El 12 de abril, un grupo de destacados científicos nucleares, entre los que se contaban los premios Nobel, Werner Heisenberg y Otto Hahn, publicaron una declaración en la que exigían que se renunciara para siempre a las armas nucleares (Die Göttingen Erklärung- Declaración de Gotinga). Los firmantes recibieron el apoyo de Albert Schweitzer, premio Nobel de la Paz, que gozaba de mucho prestigio y autoridad. Pocas semanas más tarde se dio a conocer una resolución de 14 reconocidos físicos nucleares de la República Democrática Alemana, en la que se pronunciaban contra el armamentismo nuclear y en favor del uso pacífico de la energía atómica. Aunque no se lo decía de manera explícita, se entendió claramente que se trataba de un apoyo a la declaración de sus colegas occidentales.
A comienzos de 1958, cuando se acercaba la fecha en que el Bundestag (el Parlamento alemán) iba a tratar la iniciativa de Adenauer, tuvieron lugar las primeras acciones de protesta contra las armas nucleares en las principales ciudades. Los sindicatos y las iglesias (el plural en Alemania se usa para designar a católicos y evangélicos) se sumaron a las mismas, así como también la socialdemocracia y los liberales. El burgomaestre socialdemócrata de Hamburgo, Max Brauer, lanzó un llamamiento dramático en el que sostenía que estaba en juego el fin de la civilización. Ese fue el comienzo del movimiento más tenaz, más plural, más popular y más prolongado de Alemania Federal.
Las protestas no lograron su propósito, y el 25 de marzo de 1958 el Bundestag aprobó el estacionamiento de armas nucleares en Alemania Occidental (aunque los norteamericanos ya tenían varias en su zona de ocupación desde 1953, y los rusos probablemente otras tantas en la suya). El ejército alemán podía disponer de ellas para su entrenamiento y eventual uso en caso de guerra. No obstante este revés, las protestas no cejaron. A partir de 1960 se realizaron las llamadas marchas de Pascua contra el armamentismo nuclear, movimiento que nació en Gran Bretaña (Aldermaston Marches) y se extendió por Europa. En Alemania, el momento cumbre de este movimiento ocurrió entre los años 1979 y 1983 cuando se intentó frenar el estacionamiento de nuevas armas nucleares de corto y mediano alcance (los misiles Pershing II y BGM-109 Tomahawk), en el marco de una resolución de la OTAN (NATO Double-Track Decision). El hundimiento de la Unión Soviética y la reunificación alemana marcaron el debilitamiento del movimiento pacifista. Pero ya para entonces había entroncado con la otra gran corriente de protesta que cobró fuerza a mediados de los setenta: la oposición a la energía atómica para usos pacíficos.
El punto de partida de esta segunda corriente fue la protesta contra la construcción de la planta francesa de Fessenheim, Alsacia, a un kilómetro de la frontera alemana, y a 25 kilómetros de la ciudad de Friburgo (a la misma distancia están Colmar y Mulhouse, ambas alsacianas).
Mucho más relevante por sus consecuencias fue la resistencia a la construcción de una planta en Wyhl, Baden-Württemberg, a comienzos de los setenta. En los pueblos circundantes se formó una alianza variopinta de amas de casa, pensionistas, curas, burgomaestres y viticultores, que ocupó el sitio con tractores. Esta contienda se llevó a los tribunales, donde obtuvo fallos contradictorios en distintas instancias. En 1975, el ministro presidente de Baden-Württemberg, Hans Filbinger (que años más tarde se vio obligado a renunciar por su actuación como juez en la Marina de Guerra nazi), declaró que si la planta no se edificaba y se ponía en marcha en el plazo previsto, al final de la década se apagarían las últimas luces del Estado. Ese pronóstico tan sombrío no alcanzó para intimidar a los manifestantes. El conflicto se extendió hasta comienzos de la siguiente década. Pero en 1983, cuando se avecinaba un nuevo enfrentamiento, Lothar Späth, el sucesor de Filbinger al frente del Estado, declaró que por el momento la planta no era necesaria y ordenó detener las obras. Ese éxito le dio alas al movimiento contra la energía atómica que, a pesar de algunos sonados fracasos, siguió creciendo y ganando más adherentes. La insignia del sol risueño con la leyenda “¿energía atómica? no, gracias”, ideado en 1975 por una estudiante danesa, Anne Lund, pasó a ser, junto con el Smiley, el emblema distintivo más popular de la época.
Pero hubo otra historia exitosa, sin la cual el movimiento contra la energía atómica no hubiera prosperado, más allá de algunos éxitos puntuales. A la sombra de esta protesta nació toda una industria de energía regenerativa, cada vez más eficiente y sofisticada. Paralelamente, las universidades y los institutos de investigación tecnológica destinaron más fondos a estas disciplinas y se crearon carreras nuevas. El resultado fue un conocimiento más refinado sobre los riesgos de la energía nuclear, y un esfuerzo más concentrado para sustituirla por fuentes renovables que no dañaran el medio ambiente como lo hacían los combustibles fósiles disponibles hasta entonces (el gas natural, el petróleo y el carbón).
En los ochenta, los jefes de la gran industria se mostraron muy escépticos al respecto y pintaron un panorama desalentador: de triunfar esta corriente se pondría en cuestión la capacidad industrial de Alemania. Los miedos exagerados llevarían a que descendiera el producto nacional bruto, y se perdieran puestos de trabajo. Todo esto afectaría el bienestar adquirido tan trabajosamente.
Un cuarto de siglo más tarde se piensa que, por el contrario, se trata de un campo con enormes perspectivas de crecimiento. Ese fue el mérito de innumerables empresas pequeñas y medianas, que adquirieron un inmenso saber tecnológico. Actualmente, la industria de la energía regenerativa ocupa a dos millones de personas. Gracias a ese empeño, Alemania se transformó en el principal exportador mundial en este ramo. En 2007 se exportaron turbinas de viento por un valor de seis mil millones de euros. Ya la gran industria (Bosch, Siemens, etc.) se sumó a esta carrera e invierte enormes sumas en desarrollar nuevas tecnologías. Una cuota importante de reconocimiento les corresponde a las iniciativas de ciudadanos que batallaron para lograr reglas más severas de protección del medio ambiente. Sin ellas no habría existido el acicate para la reconversión de la industria. Después de todo, el “miedo alemán” resultó altamente innovador.
Como se ve entonces, la decisión de Angela Merckel de apearse de la energía atómica cayó sobre terreno abonado. La diferencia con el paso dado por el ex canciller Schröder diez años antes (ver primera entrega) consiste en la radicalidad de la misma. Ahora ya casi nadie piensa que se pueda dar marcha atrás. La enorme ventaja radica en que obliga a realizar un esfuerzo gigantesco en una dirección determinada. La desventaja es que plantea nuevos problemas y desafíos.
Hay varios asuntos por resolver. El primero es llegar al 35 por ciento de energía regenerativa, meta que fijó el gobierno para el 2020. Esto implica ahorrar donde se pueda con motores más eficientes y edificios mejor aislados; implica también instalar gigantescos parques de energía eólica y tender unos 4.000 km adicionales de cables; por último, serán necesarias diez grandes centrales eléctricas de gas o carbón (unos 8 gigavatios) para cubrir el resto de la energía indispensable, incluidos los picos bajos de suministro de las fuentes renovables. Ya se sabe que transitoriamente subirán las emisiones de dióxido de carbono. También la instalación de parques eólicos traerá problemas: las regiones turísiticas y agropecuarias opondrán resistencia. Por esta razón se planea crear parques alejados de la costa, en el Mar del Norte, donde además el viento sopla con más fuerza y más continuamente. Y aún no se sabe qué hacer de manera concluyente con los deshechos atómicos: cómo y dónde sellarlos, y cómo señalarlos para que las generaciones futuras adviertan el peligro incluso en el caso de que nuestras lenguas y nuestros símbolos ya carezcan de sentido (¿con pirámides como las de Egipto?).
En la entrevista concedida al semanario Die Zeit que se mencionó en una entrega anterior, se le preguntó a Merckel qué sentido tenía que Alemania emprendiera sola este camino mientras que los vecinos iban en la dirección contraria. La canciller puso el ejemplo de Bertha Benz (la pionera del automóvil): “Cuando condujo el primer vehículo por las calles, muchos de sus contemporáneos exclamaron: “¡qué disparate!, ¡los coches de caballo alcanzan!, ¡quién sabe cuán peligroso es ese invento! Pero el automóvil triunfó”. Es esta confianza en el papel de vanguardia de la tecnología alemana, compartida por un segmento muy amplio de la población según las encuestas, lo que impulsa a su industria hacia adelante y la induce a aceptar nuevos retos.
*Sociólogo político. Graduado en la Universidad Libre de Berlín.
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