Sobre Voltaire y la tolerancia

Autores/as

  • Marcos Rodríguez Schiavone

Resumen

Si hablamos de la faceta ensayística de Voltaire (es decir, dejando atrás sus igualmente válidas  facetas como divulgador científico, historiador, dramaturgo o narrador), deberíamos considerar de vigencia -incluso en nuestros días-  su Traité sur la tolérance (1763). Escrito con motivo del sumarísimo juicio de Jean Calas, injustamente acusado y ejecutado por la muerte de su hijo (y donde la religión calvinista del acusado serviría de excusa para tan fatídica sentencia, contigua a la del exilio de su otro hijo y el internamiento de sus hijas), el Tratado se dedica a analizar de forma breve pero elegante, el papel que debe jugar la tolerancia religiosa en las sociedades [1].

Sobra decir que Voltaire nunca fue muy amigo de las religiones. Se lo ha acusado de llevar una guerra constante contra el catolicismo, lo que es completamente cierto. Pero debe recordarse que no dudaba en atacar y burlarse a/de otros cultos, desde el protestantismo hasta el islamismo, desde el druidismo a las religiones orientales: en todo caso podría decirse que fue ecuánime [2].

Estas críticas a la religión deben verse a través de una mirada estrictamente terrenal, dado que Voltaire contemplaba el ateísmo como algo insostenible: la existencia del universo supone un Dios, del mismo modo que la existencia de un reloj exige la de un relojero. Tan conocida analogía es de su propia autoría.

El conflicto entre la religión y Voltaire son pues consecuencias de un tiempo donde el clero gozaba de privilegios que no eran acordes con el contractualismo iluminista en boga y era ampliamente extendida la corrupción en su seno; donde estaba presente el recuerdo de las brutales guerras de religión, fruto del fanatismo; donde la teología aún no había intentado conciliarse con el avance de la razón y la ciencia. 

Si Voltaire no era religioso, igualmente señalaba que los cultos eran un elemento forzoso en la sociedad, algo así como un “mal necesario”. Progresivamente escéptico en cuanto a la bondad humana (recuérdese su célebre discusión con Rousseau en cuanto a la noción del “buen salvaje”), veía la creencia en una justicia divina como un excelente método disuasorio: “Las leyes rigen para los delitos conocidos y la religión para los delitos secretos” [3].  

En el momento de escribir su Tratado de la Tolerancia, el tema no le era ajeno en absoluto. La admiración que le provocaba la relativa convivencia pacífica de una multitud de cultos cristianos en Inglaterra ya había sido explorada treinta años antes en sus Lettres philosophiques (1734): “Este es el país de las sectas. Un inglés, como hombre libre, va al Cielo por el camino que más le acomoda” (…) “Si no hubiese en Inglaterra más que una religión, sería de temer el despotismo; si hubiese dos, se cortarían mutuamente el cuello; pero como hay treinta, viven en paz y felices” [4].

Lo de cortarse el cuello mutuamente no era algo exótico para los franceses, que en el pasado habían sufrido en carne propia el cruento enfrentamiento entre católicos y hugonotes, y que parecía revivir un siglo después con el caso Calas, más allá de los avances obtenidos en las décadas anteriores. Voltaire, que con su pluma siempre había abogado por los ideales de la civilización y el progreso, no podía más que horrorizarse: “Parecería que el fanatismo, indignado por los éxitos de la razón, se empecina contra ella con más odio que nunca”[5] Frase que, por cierto, podría aplicarse a varios hechos del mundo contemporáneo.

Del acontecimiento puntual, descripto dantescamente en las primeras páginas, el pensador francés pasa a explorar los aspectos de la tolerancia: sus bondades, sus requisitos, sus riesgos. El estudio de Voltaire no es para nada sistémico, estilo que consideraba como “la tentación y perdición de los grandes pensadores” (palabras que Nietzsche rescataría un siglo después), e incluso a menudo cae en lo anecdótico, pero puede extraerse la validez atemporal de muchas de sus reflexiones, que han moldeado, al fin y al cabo, buena parte de las democracias liberales actuales en lo que respecta al tema.

Como primera idea fundamental, señala que pueden convivir cuantas religiones se quiera, siempre y cuando haya un Estado que impida que alguna se abalance sobre la otra o aspire a monopolizar o imponer su culto de forma violenta. En referencia a esto se habla de la expulsión de los jesuitas de Japón y China, cuyas misiones evangelizadoras tuvieron como resultado significativas matanzas fratricidas en naciones donde era común la tolerancia religiosa al punto de llegar eventualmente al sincretismo (fenómeno que Voltaire también celebra en las antiguas culturas mediterráneas, considerándolo tal vez como un paso hacia el  deísmo masificado) [6].

Como segundo eje, que el propio derecho divino (es decir, las verdades reveladasy sus posteriores interpretaciones “más sensatas”) reflejan en realidad el camino de la convivencia, que persiste consuetudinariamente; cuestión que -según el autor – se daba a inicios del cristianismo y en el judaísmo antiguo con sus respectivas sectas, pero que se pierde fundamentalmente con las guerras de religión europeas, donde curiosamente los cristianos llegan a actuar más brutalmente entre ellos que contra los paganos. Esto es producto de la superstición, es decir, de cuando el culto como tal comienza a difuminarse en barbarie y violencia a través de la ignorancia. En otros términos: ser verdaderamente religioso no quita ser racional o razonable; más bien lo contrario.

En tercer y último lugar, el absurdo de pretender gozar de la verdad absoluta o del favor absoluto en base a disputas esotéricas por distintas religiones o distintas interpretaciones de la misma, y no en base a una moral universal basada en el sentido de justicia inherente a todo culto: aquí Voltaire muestra su desprecio por lo banal de cualquier discusión metafísica, característica recurrente en su obra. Recalcando nuevamente su espíritu deísta, en el capítulo vigésimo tercero hace un “Ruego a Dios”, pidiendo perdón por los crímenes de la humanidad realizados en su nombre.

Se pregunta Voltaire: “¿Puede permitirse que cada ciudadano crea sólo en su razón y piense lo que le dicta esa razón lúcida y engañosa? Sí, así debe ser, siempre y cuando no perturbe el orden, porque no depende del hombre creer o no creer, pero sí respetar las costumbres de su patria” [7].

Esta división tan elemental entre Estado, Derecho y Religión, teóricamente ya alcanzada en Occidente, en la práctica se ve sometida a nuevas presiones. Lareafirmación de la identidad en nuestras sociedades parece hacernos ingresar nuevamente en el camino de la intolerancia, por más que –paradójicamente- cada vez haya menos creyentes: y es que el odio por creencia ha dejado paso a la diferenciación por nación o por etnia.

Se dan, pues, situaciones tan absurdas como potencialmente violentas. En Europa cualquier excusa (unas caricaturas, un helado con chocolate de cobertura que parece decir “Allah”) es válida para que una minoría dentro de la minoría musulmana estalle en ira y exija represalias contra las naciones que los cobijan. Y estas últimas, en contrapartida, reaccionan con más intolerancia. ¿Cómo explicar que Holanda, otrora paraíso de las libertades individuales, haya tomado como héroes a políticos tan manifiestamente islamófobos como Pim Fortuyn o Geert Wilders? ¿O que recién ahora se le dé al gobierno francés por prohibir los símbolos religiosos en las aulas? Se da, en este caso, una peculiar intolerancia “laica” exigida por las masas de manera democrática [8], fenómeno evidentemente no previsto por Voltaire. Está claro que debe existir un Estado laico que evite cualquier exceso de índole religioso, ¿pero cómo evitar pasar esa delgada línea que separa prevención de represión?

*Estudiante de la Licenciatura en Estudios Internacionales
FACS-ORT-Uruguay

[1] Salpicado con el sarcasmo habitual de Voltaire, a veces relativo al tema, otras veces simplemente gratuito.

[2] Algo que puede verse notoriamente en su Diccionario Filosófico (1764) o en elEnsayo sobre las Costumbres (1756).

[3] Tratado de la Tolerancia. Capítulo vigésimo.

[4] Carta sobre la Religión Anglicana.

[5] Tratado de la Tolerancia. Capítulo primero.

[6] El Imperio Chino es particularmente admirado por Voltaire, señalando en elEnsayo sobre las costumbres (capítulo noveno) que, de todas las civilizaciones, es la única que aparentemente lograra evitar un período “teocrático”.

[7] Tratado de la Tolerancia. Capítulo Decimoprimero.

[8] Y no de forma calculada por una minoría supuestamente ilustrada, como cuando los excesos de la Revolución Francesa o las distintas revoluciones socialistas, etc.

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Publicado

2010-10-21

Número

Sección

Enfoques