Música y poder
Resumen
Se atribuye al legendario André Malraux poco interés por la música y hasta la aseveración de que los franceses nunca constituyeron “una nación musical”. Hombre de izquierdas en sus comienzos, referente gaullista y Ministro de Cultura en los años sesenta, Malraux parece haberla considerado incluso como un “arte secundario”.
O por lo menos eso es lo que afirman los autores de Cultural Atlas of France, una obra de divulgación sin mayores pretensiones, aparecida en los años noventa, que todavía se exhibe con orgullo en algunas bibliotecas domésticas rioplatenses –atlas tan pedagógico como inesperadamente crítico con la sociedad francesa y sus tradiciones políticas y culturales–. Sus responsables son Colin Jones, catedrático e investigador de la Universidad Exeter, especialista en historia social, y John Ardagh, periodista y autor de numerosos ensayos como The New French Revolution (1968).
El libro recuerda la red provincial de centros artísticos creada por Maulraux, las famosas Maisons de la Culture, que entre diversos fines aspiraban a difundir cultura de calidad e impulsar “a las clases trabajadoras a asistir a teatros y exposiciones, en un intento de acabar con la cultura como una reserva burguesa”.
Siempre según Jones y Ardagh, “el prejuicio oficial contra la música moderna en tiempos de Malraux había llegado a tal extremo que Pierre Boulez fue menospreciado y tuvo que marcharse al extranjero”. Si bien extraña un poco escuchar que la patria de Berlioz, Debussy, Saint-Saëns, Ravel y Bizet no haya constituido “una nación musical”, puede admitirse que después de todo nadie es perfecto, incluido Malraux. Lo que importa aquí de esas referencias es situar las coordenadas de nuestra breve reflexión sobre música y poder.
Consignemos pues algunas frases más del impiadoso atlas de Jones y Ardagh para establecer un contraste funcional a nuestros objetivos: el que surge entre André Malraux y su sucesor en el mismo cargo, Jack Lang, joven socialista designado ministro de Cultura en dos oportunidades (1981 y 1988). Convencido de que “todas las artes importan, incluso las menores”, Lang es celebrado en las páginas aludidas porque “fundó un museo del cómic, un museo del vestido, una escuela de fotografía y hasta una escuela de circo” y porque su influencia fue perdurable y generadora de oficios dignos, desde la organización de festivales hasta las clases de cerámica.
Son muy significativos también los siguientes elogios al desempeño de su gestión:“Cuando Jack Lang tomó posesión de su cargo multiplicó por tres el presupuesto estatal para la música. Destinó mucho dinero a orquestas sinfónicas y a óperas clásicas, pero su principal interés era el de apoyar otros tipos de música más popular. Dio dinero y reconocimiento a cientos de grupos folklóricos locales, apoyó a coros de aficionados y bandas de música, creó una gran orquesta de jazz, construyó un enorme estadio de jazz y rock en Paris y –ante el horror de algunos mandarines ministeriales– subvencionó el rock y el pop”.
La parrafada entusiasta –y en este caso merecida, por cierto–, culmina señalando que la gestión de Lang “fue un corte con la tradición, y dio origen a un debate sobre qué músicas forman parte de la ‘cultura’ y cuáles no”. Pero en realidad, quien le precedió en el cargo (Malraux), no se equivocaba al pretender que las Maisons de la Culture fueran puertas de acceso a las clases trabajadoras y sin duda era noble –y complicado– su intento de conciliar la excelencia con el fin de la exclusividad burguesa en el acceso a los bienes culturales. Lo que ocurre es que existe una intuición más profunda aun en las políticas culturales de Lang, sobre todo las referidas a la música, que es preciso examinar con algún detenimiento.
Situemos en un contexto más amplio el contraste Maulraux-Lang y sus políticas culturales en el área musical. Recordemos que desde sus orígenes más remotos, la música siempre estuvo asociada a los diferentes factores de poder de las sociedades humanas. Por ejemplo, la necesidad de marcarle el ritmo de marcha a la tropa de combatientes, o enardecerla para el combate, mostró la fraternidad de la música con el poder militar. Y el uso de instrumentos y voces humanas con fines religiosos casi no necesita mayor explicación: inducir estados de conciencia contemplativos, o incluso hipnóticos, muestran la capacidad de la música para modular estados anímicos, tanto como sus lazos íntimos con el poder religioso. Por otra parte, la presencia de la enseñanza de la música en la educación de las más diversas culturas, es una metáfora de sus ambiguas o contradictorias potencialidades, que van desde la expresividad individual hasta las formas más sutiles del disciplinamiento.
Es probable que la aparición de nuevos sectores o grupos sociales, a lo largo de la historia, con sus inexorables reclamos de cuotas de poder, pueda seguirse a través de las modas musicales y notablemente, a partir del espacio o lugar en sentido físico, que los distintos tipos de música adoptaron para desenvolverse. Por ejemplo, los salones aristocráticos dejaron de constituir el único lugar donde podía interpretarse música durante la Edad Moderna. La pujante burguesía, revolución industrial mediante, construyó fastuosas salas de concierto con una peculiaridad arquitectónica que no es casualidad: el diseño en semicírculo con palcos enfrentados responde, probablemente, no tanto a razones acústicas como a los deseos de hacer visibles las jerarquías, y el orgullo de una nueva clase social que estaba transformando el mundo y que hasta Karl Marx elogió calurosamente en suManifiesto comunista.
Por eso encierran una profunda sabiduría las medidas populares de Jack Lang como ministro de Cultura de Francia en los años ochenta. Había tomado nota, sin duda, de lo ocurrido durante las décadas anteriores. Porque los años sesenta y setenta del siglo XX habían consolidado la identidad y la autoconciencia de un sector –llamémosle provisoriamente así– que hasta ese momento la historia había condenado a convertirse meramente en carne de cañón o leva, o al trabajo mal pago o el desprecio: la juventud.
La explosión demográfica, el cambio cualitativo hacia una sociedad masas –visto casi proféticamente por Ortega y Gasset–, la oposición a la guerra de Vietnam, el movimiento hippie, el deseo de vivir la vida de otro modo, las luchas por los derechos civiles en EEUU y en todo el mundo, constituyeron por entonces un itinerario de transformaciones sociales que puede comprenderse mejor tomando en cuenta la apropiación de los espacios públicos por parte de los jóvenes de diferentes clases sociales. Y nada mejor que el Festival de Woodstock (1969) para condensar todo aquello, pero también para reflejar ese vínculo extraño y sugerente entre música y poder, entre la aparición de un nuevo actor social o player, que desea hacerse visible y busca sus propios espacios para desenvolver un arte y mostrar su cuota de poder –no siempre auto percibida como tal, es cierto –.
Pero Jack Lang fue más allá de considerar ese nuevo actor social en forma aislada, algo así como un target o cluster específico en una investigación de mercado. Porque además de subvencionar la música pop y el rock –medida claramente destinada al público juvenil–, al crear la Fête de la Musique Lang movilizó a personas de todas las edades, favoreciendo la integración más allá de las generaciones.
Sin llegar a aceptar extremos similares al de la prohibición de The Beatles, impuesta durante décadas en Cuba y en la ex URSS, muchos adultos desconfían del potencial rebelde de la música que atrae a los jóvenes y que los congrega por miles. Pero cada vez que se asignan espacios públicos para ellos –cuestión muy distinta de la situación de los locales destinados a música bailable y tragos– los gestores estatales y privados de la cultura y promotores de conciertos al aire libre no deberían tener dudas: están obrando con inteligencia. En el Uruguay, un ejemplo notable año a año lo constituye el Festival de Rock organizado por una empresa privada del rubro de la bebida junto a la Intendencia Municipal de Durazno. Es que suele resultar más riesgoso asistir al fútbol que a un concierto de rock. No porque la música amanse a las fieras sino porque en general –y salvo casos excepcionales que podrían explicarse por otros motivos–, un joven levanta la piedra cuando sus mayores no le han tendido una mano, reconociendo su identidad y aceptando su ingreso al juego.
*Profesor de Cultura y sociedad contemporánea.
Depto de Estudios Internacionales
FACS – ORT Uruguay
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