¿QUÉ LUGAR PARA DIOS EN LA ESFERA PÚBLICA? ENTRE LAICIDAD, SECULARISMO Y PLURALISMO - Parte II*
Resumen
El mito
Siempre que hablemos de secularismo (o secularización) o laicidad, no es posible escribir sobre la cuestión sin hacer referencia a la crítica recurrente que alimenta el debate; a saber, que la neutralidad entre las esferas pública y privada (y particularmente en el caso de la laicidad) tan sólo sería oficial, pero que en la práctica esta neutralidad no sería más que una ficción ya que el Estado privilegiaría la religión históricamente dominante o, como hemos discutido previamente, favorecería los valores morales seculares por sobre los valores religiosos.
En referencia a los Estados Unidos, país que reconoce su voluntad secular en la primera enmienda de su Constitución1, Bader (1999: 603) relata la particularidad del secularismo estadounidense “The legal prohibition of the establishment of a national church had little effect on the political, social, and cultural or symbolic power of de facto establish Protestant Christianity” y un poco más lejos (1999: 605): “Strict neutrality reproduces impossible fictions and ignores the patterns of co-operation between church and state created by our history of civic piety and the expanding regulatory role of the welfare state”. La separación secular no podría entonces ignorar el desarrollo conjunto de los vínculos históricos tejidos entre la Iglesia y las instituciones públicas. Al mismo tiempo, la cuestión es saber cuál es el límite en el apoyo a la religión mayoritaria o dominante y en qué medida el reconocimiento de esta diferencia no se transforma en discriminatorio hacia las religiones minoritarias. Para Bader, un sistema justo sería el de rechazar las nociones de separación total y de confinamiento al ámbito privado de los argumentos religiosos, ya que esto no haría más que acentuar las diferencias de trato entre las minorías y la religión dominante (visto que ésta se encuentra intrínsecamente incorporada en los valores sociales y en el sistema político y jurídico). La solución, compleja, obligaría a tomar en cuenta las desigualdades entre la religión mayoritaria y las minoritarias y a desarrollar e implementar políticas destinadas a colmatar esas desigualdades estructurales. Pero, en este aspecto, parece claro que ya no estamos hablando de secularismo, y aún menos de laicidad. El reconocimiento de las desigualdades y la acción pública pueden producir un efecto perverso, donde, en lugar de asegurar la igualdad o la neutralidad, la multiplicación de excepciones religiosas conduciría a reposicionar la religión y lo sagrado en el centro de la acción pública. La ventaja de la laicidad constitucional es que tiene el cometido de evitar este rompecabezas identitario.
No obstante lo antes expuesto, el poder político a menudo padece las peores dificultades para asegurar los principios de laicidad, siendo presa por momentos de agendas políticas particulares. Por ejemplo, cuando el presidente de la República Francesa Nicolas Sarkozy subraya y reafirma públicamente las raíces cristianas de Francia (de manera similar a lo que acontece en el discurso político en los Estados Unidos), con un trasfondo de debate sobre el Islam y de identidad nacional, ataca abiertamente los principios republicanos y laicos. Independientemente de la concepción de laicidad que se adopte, de neutralidad, de autonomía o de comunidad, ninguna sale ilesa de un tal ataque. La neutralidad del Estado no sería ya por lo tanto asegurada si éste reconoce abiertamente los vínculos indivisibles que unen al país y a la nación con una religión particular (la católica en el caso francés o uruguayo hasta la Constitución de 1918). La obligación de asegurar la autonomía y el libre albedrío individual sufriría si se favorece una concepción del mundo basada en valores cristianos con respecto a otros valores, sean estos religiosos o no. En definitiva, el vínculo comunitario supremo, definido como la pertenencia a la república, se resquebrajaría si se reconoce una lealtad alternativa hacia los valores de la iglesia católica. Asimismo, esto abriría las puertas a todos los particularismos, a todas las religiones y creencias minoritarias basándose en la exigencia (justificada) del tratamiento igualitario (aunque este tratamiento igualitario quedaría lógicamente invalidado de facto por el abandono de la laicidad de Estado al promover abiertamente un vínculo histórico, religioso y cultural, primigenio). Si el principio cardinal sigue siendo el respeto de los valores republicanos para asegurar la igualdad ante la ley, entonces comentarios de esta índole anuncian un retroceso histórico en la construcción republicana -y laica- de un estado como Francia. Otra lectura de este asunto consistiría en reconocer que esta polémica ejemplifica las dificultades inherentes de cohabitación e integración de las sociedades multiculturales.
Si consideramos que la laicización fue un proceso que históricamente se llevó adelante en sociedades relativamente homogéneas, la afluencia de nuevas poblaciones sobre una estructura socio-cultural y política ya establecida no podía más que provocar tensiones. Si Francia conoció dos grandes olas de laicización (de combate y de Estado), una en 1880 y una a partir de 1905, podríamos pensar que se encuentra actualmente en una tercera ola de laicización en respuesta a la inmigración masiva africana a partir de los años 60. Esto implica que la laicización, a diferencia del secularismo, obliga al Estado y a las instituciones públicas a realizar un esfuerzo permanente de educación y transmisión de estos valores. El secularismo, si debemos creer lo que dice Kucuradi (1998), al estipular lo que está permitido, mas no lo que está prohibido, está más abierto al pluralismo en la esfera pública.
En referencia a esta relación entre Iglesia y Estado, en particular en los Estados seculares donde existe una iglesia oficial o de Estado, principalmente en Europa del norte (donde por ejemplo los obispos son designados por el jede de Estado), Ferrari (2005: 12) presenta una explicación para esta fusión de géneros: “In these countries the autonomy of religious denominations is also increasingly considered a necessary consequence of the principle of collective religious freedom and therefore a limit exists before which the authority of the state has to stop”. El Estado reconocería entonces, en estas sociedades seculares, los límites impuestos a su alcance debido a la necesidad de asegurar la libertad de culto y la autonomía de las instituciones religiosas.
Discusión
Por lo antes expuesto, es posible afirmar que ni el secularismo ni la laicidad se imponen como conceptos fácilmente abordables y claramente diferenciados. Lo que es aún más importante es que ambos son blanco de críticas y de crecientes ataques, dogmáticos o racionales, por parte de aquellos que defienden sociedades multiculturales y pluralistas. Esto es aún más evidente en el caso de la laicidad “a la francesa”, a menudo percibida (de manera incorrecta a mi entender) como un esfuerzo político de uniformización y sofocamiento de las diferencias culturales. Conviene por lo tanto, en esta última sección, discutir algunas de las críticas dirigidas a estos dos conceptos e incorporar una última noción en un intento de síntesis: el pluralismo.
Una crítica importante concierne directamente a la tesis de la secularización y el rol de la religión en las sociedades modernas. Según esta contra-tesis, denominada de transformación “religion has not so much vanished as rather evolved and adapted itself in novel ways to the requirements of post-industrial society” (Dallmayr , 1999:719). El vínculo causal y mecánico entre modernización y secularización no estaría tan fuertemente correlacionado como argumentan los defensores de la tesis de la secularización. Esta idea es ahora defendida por Peter Berger, quien se retractó en parte de su defensa inicial de la tesis de la secularización: “…by the late 70s or early 80, most, but not all sociologist of religion came to agree that the original secularization thesis was untenable in its basic form…today you cannot plausibly maintain that modernity necessarily leads to secularization : it may. And it does in certain parts of the world among certain groups of people, but not necessarily”2
El “resurgimiento” de la religión en el plano nacional e internacional parece haber sido producto del fin de la guerra fría, cuando nuevas formas de pertenencia y de autodeterminación eran más que nunca necesarias, aunque no fuese más que para poder diferenciar entre lo propio y lo ajeno, entre lo nacional y lo extranjero, entre nosotros y ellos. Bajo esta perspectiva, el secularismo y las fuerzas laicas sufren los ataques de los movimientos que defienden el regreso de lo religioso al centro del debate público, político y social, mientras que el fenómeno contrario, a saber: la secularización de sociedades religiosas, en particular en el mundo musulmán, no parece imponerse ni como una evidencia ni como un modelo de gestión político ni de integración cultural exitoso. Los resultados de la “Primavera árabe” así lo demuestran, con un movimiento que se inició desde una perspectiva de contestación liberal y terminó con un violento “retour de flamme” reaccionario, identitario, intolerante y antidemocrático. Y es precisamente para evitar estas derivas peligrosas y reaccionarias y garantizar la tolerancia y la libertad de culto que un Estado secular (si no laico) es necesario. Como lo expone An Na´im (2008: 23): “It is precisely because notions of self and the other, as well as the meanings of values and construction of cultural memories, are all open to contestation and reformulation that I emphasize the critical importance of safeguarding the space in which that process can take place. The fact that proponents of the dominant interpretations of the presumed or perceived aspects of cultural or religious identity would represent them as the only authentic or legitimate positions of the culture on a given issue simply emphasizes the importance of ensuring every possibility for dissent and freedom to assert alternative views or practices”. De acuerdo a esta visión, si quisiéramos aceptar las diferencias culturales e históricas, entonces sería necesario reflexionar en términos de una sociedad pluralista.
En su cambio de opinión, Berger reconoce que la modernidad conduciría finalmente al pluralismo (y no al secularismo), definiendo el pluralismo como: “…the coexistence in the society of different worldviews and value systems under conditions of civic peace and under conditions where people interact with each other”3. Es innegable que esto introduce un cambio radical, ya que la multiplicidad de culturas y religiones puede conducir a opciones no seculares, sino religiosas, como las motivadas por los movimientos fundamentalistas. Vemos entonces que las sociedades pluralistas no cohabitan particularmente bien con el secularismo y peor aún con la laicidad constitucional. Estas fuerzas pueden conducir, si no se encuentran subordinas a un orden normativo común (jurídico y social), a la implosión y a la fragmentación social. Para evitar esto, Bader (2003: 206) delimita una serie de principios destinados a incorporar la religión, de manera práctica y no-conflictiva, ya que, considera el autor, la religión no está en retroceso en las democracias occidentales, a pesar de su defensa de los principios seculares, ni totalmente limitada a la esfera privada.
El primer principio es el de prioridad a la democracia, que estipula que los principios constitucionales y la moralidad pública deben primar y excluir todas las prácticas culturales incompatibles con los principios democráticos. El segundo principio, de neutralidad relacional, se inscribe como crítica a la neutralidad estricta y formal, que ignoraría las realidades sociales, legales o económicas. En lo que concierne a la diversidad cultural y religiosa, Bader sostiene que la neutralidad absoluta del Estado no sólo es imposible, sino que también es indeseable. La eliminación de las referencias culturales e ideológicas del debate público no contribuirá a reducir los conflictos y las tensiones religiosas o ideológicas. Sería necesario, en lugar de negar el debate, aceptar, de manera justa, los diferentes particularismos y las diversas dimensiones culturales y religiosas. En relación a esta idea de justicia, Carens (1997: 818) propone que la justicia no reside en el trato igualitario, sino el trato equitativo: “Now being fair does not mean that every cultural claim…will be given equal weight, but rather that each will be given appropriate weight under the circumstances and given a commitment to equal respect for all”. Las preguntas fundamentales a hacernos entonces son ¿quién será responsable de realizar esa valoración, de realizar ese ajuste entre lo que es justo y lo que es equitativo? ¿Quién será el encargado de valorar de manera justa lo que es equitativo? ¿Quién asegurará la construcción de ese orden moral y religioso, donde cada cultura y religión tendrá el lugar (¿qué lugar?) que le otorga el derecho (¿qué derecho?)? ¿Cómo prevenir que las fuerzas que se beneficiarán de tal poder de justicia no sucumbirán a la tentación de establecer o favorecer sus propias preferencias, bajo el impulso de una agenda privada o bajo la presión de grupos de interés?
El debate no se limita, es cierto, a una visión maniquea que opondría posturas filosóficas u ontológicas diferentes, a una lucha entre de un lado las fuerzas seculares o laicas y del otro las construcciones pluralistas que militarían a favor de la inclusión y reconocimiento de las diversas particularidades culturales y religiosas. Sería incorrecto, y peligroso, pensar que el secularismo o la laicidad no reconocen la existencia de una sociedad plural. Pero, la primer diferencia, en particular en el secularismo, es que el Estado no se otorga el derecho de elegir y determinar los valores y la razón de ser de estos diferentes particularismos, sino que no hace más que asegurar la libertad de culto, sin favorecer una religión sobre otra. Aceptar las diferencias y, aún más importante, categorizar dichas diferencias, implica introducir una parte de arbitrariedad y parcialidad en toda elección. Es el riesgo de introducir una visión sesgada, ya sea por razones históricas, sociológicas, económicas o sencillamente por la ignorancia del otro y su cultura.
Para concluir, en todo debate sobre el secularismo, la laicidad o el pluralismo, no debe olvidarse que la tolerancia es una virtud, pero también un límite, ya que reconoce la diferencia y fija los límites de lo que es aceptable (tolerable) y lo que no lo es. Como bien explica Habermas: “…toleration must circumscribe the range of behavior everybody must accept, thereby drawing a line for what cannot be tolerated…And as long as this line is drawn in an authoritarian manner, that is, unilaterally, the stigma of arbitrary exclusion remains inscribed in toleration” , y sobre la relación entre tolerante y tolerado: “the act of tolerance retains an element of an act of mercy or of doing a favor. One party allows the other a certain amount of deviation from normality under one condition: that the tolerated minority does not overstep the threshold of tolerance” (en Thomassen, 2006: 440). El problema de reconocer la diferencia, es que siempre hay uno que reconoce y otro que es reconocido. Al menos la laicidad republicana, a pesar de todas sus críticas, evita ese problema, ya que por principio somos todos iguales antes de ser diferentes.
1- 1era enmienda de la Constitución de los Estados Unidos: “Congress shall make no law respecting an establishment of religion, or prohibiting the free exercise thereof; or abridging the freedom of speech, or of the press; or the right of the people peaceably to assemble, and to petition the government for a redress of grievances”.
2- An Interview with Peter Berger, por Charles T. Mathewes. Disponible en : http://iasc-culture.org/THR/archives/AfterSecularization/8.12PBerger.pdf.
3- An Interview with Peter Berger. Pág. 2.
*Este artículo fue presentado en la 5° sesión el Seminario Interno de Discusión Teórica 2014, organizado por el Departamento de Estudios Internacionales de la Universidad ORT Uruguay.
*Germán Clulow es Licenciado en Estudios Internacionales por la Universidad ORT –Uruguay, Master en Ciencia Política por la Université de Genève – Suiza, y Master en Estudios de Desarrollo por el Instituto de Altos Estudios Internacionales y de Desarrollo (IHEID-The Graduate Institute) Ginebra, Suiza
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