EL CONSTRUCTIVISMO: SU REVOLUCIÓN ONTO-EPISTEMOLÓGICA EN LAS RRII - Parte III
Resumen
La revolución onto-epistemológica del constructivismo
En los dos artículos anteriores, nos hemos remitido a señalar tan sólo algunas de las condiciones exógenas y endógenas que propiciaron la emergencia de la teoría constructivista en las Relaciones Internacionales. Ahora bien, en vista de ello, es válido preguntarse cuáles son efectivamente los aportes específicos del constructivismo al análisis de las relaciones internacionales que constituyen renovación de la disciplina. Algunos de ellos ya los hemos adelantado. Pero quizá, el aporte más importante sea lo que llamaremos su revolución “onto-epistemológica”. Utilizamos ese término porque el constructivismo supuso ciertamente una doble innovación: tanto a nivel ontológico, a saber, a nivel de su concepción de cómo es la realidad (social), como a nivel epistemológico, esto es, a nivel de si se puede o no conocer esa realidad y, en caso afirmativo, de qué manera.
Ontología
La revolución ontológica más importante del constructivismo con respecto a las teorías predominantes hasta su aparición es, como ya hemos mencionado, el reconocimiento expreso de que la realidad social no es sino una construcción intersubjetiva. El realismo y, en menor medida, el liberalismo funcionaban sobre la base de una ontología realista, prohijada del positivismo, según la cual la estructura de la realidad era de pleno accesible por los sentidos y fácilmente asible por la conciencia, método científico mediante. No obstante, el constructivismo, en el fondo, por lo que tiene de idealista, rechaza esa concepción objetivista de la realidad por considerarla ontológicamente más compleja.
Pero entiéndase bien: que el constructivismo crea que el mundo social no está dotado de una objetividad maciza y transhistórica sino que es configurado por las prácticas sociales y por las ideas no quiere decir que el mismo incurra en el extremismo de un idealismo absoluto que no reconozca nada más allá de los propios contenidos mentales o de las propias prácticas sociales. Si el mundo internacional del realismo y del liberalismo era uno donde las condiciones materiales se imponían indefectiblemente a los Estados, al punto el mundo social era casi que un mero reflejo del mundo material, el mundo internacional del constructivismo es principalmente uno en donde el mundo de lo social ejerce la predominancia. En esas concepciones, que muestran una preferencia o bien por el mundo material o bien por el mundo social, se vislumbra aquella decisión ontológica que distingue al constructivismo de las demás teorías de las relaciones internacionales.
En este punto,es preciso aclarar que la revolución constructivista no consiste en negar la importancia de la materialidad y de sus evidentes constricciones, mucho menos en negar la existencia de un mundo exterior independiente de toda construcción social. El constructivismo no es, de ningún modo, un solipsismo. La revolución consiste, más bien, en señalar que esa materialidad no determina linealmente el comportamiento de los Estados y/o de los demás actores internacionales. Con ello, queremos decir que, ante todo, el constructivismo quiere dejar de pensar el funcionamiento de la realidad social en los rígidos términos de causa y efecto, de estímulo y respuesta, como había hecho hasta entonces el positivismo y, por extensión, el realismo, ya que dicho modelo que no admite ningún tipo de desviación o de excurso. Dicho de otro modo: el constructivismo quiere romper con el acendrado determinismo ontológico del realismo porque el mismo no deja espacio alguno para la libertad. En efecto, contra ello, el constructivismo argumenta que así como existe una estructura material que ciertamente constriñe a los actores a tomar determinadas rutas de acción, así también existe una estructura ideacional, formada por las prácticas sociales y los discursos, que son esencialmente libres y espontáneos, y que otorgan una determinada identidad a los Estados, enmarcando así sus posibilidades de acción.
En ese sentido, es oportuno dejar en claro que el constructivismo es, a la vez, idealista e ideacionista. Idealista en el sentido de que cree en que la conciencia coparticipa activamente en el conocimiento del mundo y de que es imposible una tajante distinción ontológica entre mente y realidad. E ideacionista porque cree que la influencia de las ideas es tan o más importante para comprender la estructura internacional y sus desarrollos históricos que la materialidad pura y dura, como defendía, a grandes rasgos, el realismo y, en menor medida, el liberalismo, pasando así por alto la diferencia ontológica que, según el constructivismo, existe entre el mundo natural y el mundo social.
En última instancia, estas diferencias enraízan en una concepción distinta de la naturaleza humana, que siempre funciona a modo de zócalo, sea explícito o implícito, de todas las teorías de relaciones internacionales. Precisamente, mientras el realismo opera con una imagen del hombre que pone el acento en sus dimensiones biológica y racional, el constructivismo, adoptando una postura decididamente existencialista, es reticente a afirmarse en una concepción esencialista de la naturaleza humana. Y ello por la sencilla razón de que cree que el hombre, ontológicamente hablando, no está determinado a priori por ninguna esencia que lo anteceda sino que es él mismo quien se forja libremente a través de sus proyectos (existenciarios) y, en especial, a través de los proyectos intersubjetivos que emprenda. En ese sentido, el constructivismo es claramente afín a aquella sentencia sartreana de que la “existencia precede a la esencia”.
Ahora bien, aunque para la realización de sus proyectos, el hombre es libre, no lo es enteramente. De nuevo el constructivismo evita caer en los extremos: a saber, no es un voluntarismo. En efecto, reconoce que esos proyectos quedan acotados por las estructuras materiales y/o intersubjetivas dadas de antemano y que los actores no tienen más remedio que aceptar. Claro que aceptar no quiere decir someterse pasivamente: significa, más bien, que será a partir de ésa plataforma ya constituida que los actores podrán desplegar sus posibilidades.
Obviamente que esto, que es válido para el individuo, lo es también para los Estados, a los cuales el constructivismo toma como unidades (culturales) esenciales, base del sistema internacional. Ciertamente, la anarquía estructural, las instituciones internacionales, los discursos hegemónicos y la distribución del poder constituyen el tejido de condicionantes materiales e ideales que simplemente se imponen. No obstante, para el constructivismo, los Estados tienen un margen de libertad para transformar esa realidad que viene ya constituida en algo nuevo; claro que siempre manteniéndose dentro de las constricciones que ese punto de partida ha establecido irremediablemente. Pongámoslo de otro modo: si el realismo había imaginado una estructura objetiva y, por ende, rígida y fija, de la cual los Estados no eran sino una simple correa de transmisión, el constructivismo imagina una estructura plástica e histórica, que puede ser modelada por la libertad de los actores en sus interacciones.
Desde el punto de vista ontológico, para el constructivismo, la anarquía política estructural del sistema internacional en sí misma, no significa nada y, en consecuencia, no puede determinar nada para los actores que se encuentren circunscriptos en ella, como piensa el realismo. Es que, para los constructivistas, hasta antes de pasar por el tamiz de la intersubjetividad, de la representación discursiva y de la construcción imaginaria, la anarquía simplemente “es”: está, desde el punto de vista normativo y/o simbólico, completamente vacía, tanto como la famosa tabula rasa de Locke. Solamente en la medida en que esa estructura conceptualmente desnuda se haga depositaria de algún tipo de contenido semántico o ideacional es que podrá entrar en el mundo de los significados y cobrar así relevancia para los actores que en ella se muevan. Mientras ello no suceda y permanezca ontológicamente indeterminada, la anarquía es sólo una potencialidad. Únicamente a través de los contenidos simbólicos generados a partir de la intersubjetividad podrá imprimírsele a esa estructura objetiva un ethos particular. De allí precisamente el famoso adagio de Wendt, otra vez de fuerte reminiscencias sartreanas, en donde afirma que la “anarquía es lo que los Estados hacen de ella”, y con el que el autor no hace sino subrayar la elasticidad intrínseca de todo lo que el realismo y el liberalismo, atrincherados en el paradigma objetivista del positivismo, habían tenido por “dado” y “vinculante”.
En realidad, hay que decir esta concepción ontológica del constructivismo, tanto en su versión sociológica como internacionalista, no es radicalmente nueva. Aunque no lo señalen expresamente, es notorio que el constructivismo tiene claras resonancias kantianas pues su propuesta no trabaja con noúmenos, esto es, con realidades “a secas” a las que se puede acceder límpidamente, sino con fenómenos, es decir, con hechos procesados por las matrices conceptuales y categoriales de la consciencia, por los aparatos de percepción sensorial, llámense los sentidos, y principalmente por las construcciones sociales y culturales, en las que se incluyen tanto las discursivas, las imaginarias como las históricas. En otras palabras: para el constructivismo, desde el punto de vista ontológico, no hay hechos –o, más bien, estos no sólo serían inaccesibles sino también irrelevantes para su teoría– solamente representaciones de esos hechos y a ellas es a lo máximo a lo que se puede aspirar, epistemológicamente hablando. De esa forma, esta corriente logra trazar una línea entre lo que es el objeto en sí y lo que es el objeto de conocimiento, el cual se torna inteligible en la medida en que se exponga en el marco de las prácticas culturales.
Por otro lado, en el constructivismo se deja entrever también, y valga el excurso, una influencia, tal vez no directa pero claramente constatable, de Johann G. Herder. En efecto, este filósofo alemán, reaccionando contra el cientificismo desenfrenado de la Ilustración, inauguró la tradición hermenéutica, el historicismo y los abordajes lingüísticos, concepciones epistemológicas y metodológicas que evidentemente constituyen el patrimonio teórico del constructivismo. Más aún, el acápite de este trabajo intenta poner de relieve que fue Herder de los primeros en visualizar al mundo social como una construcción subjetiva más que como otro ente natural, impulsando así lo que se convertiría luego en las Geisteswissenschaften,que serían contrapuestas, bastante artificiosamente, a las Naturwissenschaften promulgadas por la Ilustración.
Epistemología
Amparado en esa ontología que venimos de describir, el ejercicio constructivista par excellence –muy similar, por cierto, al de deconstrucción de Derrida, implícito ya en la hermenéutica heideggereana– consiste en desmontar, una por una, todas esas determinaciones que se consideran producto de la estructura material y descubrir detrás de ellas lo que éstas tienen de construcción social. Así opera, por ejemplo, con el concepto de self-help, el cual, según el realismo, se deriva directamente de la situación de anarquía. Sin embargo, lo que el realismo ve como una realidad que no podría ser de otra manera en virtud de la estructura objetiva imperante, para el constructivismo no es sino, y como repite Wendt, una mera institución, forjada históricamente a partir de las interacciones y convenciones intersubjetivas que son contingentes. Pero que el realismo confunda lo que es una creación social artificial con determinante material, que sería de la anarquía, no le resulta extraño al constructivismo. Y ello porque la repetición de ciertas prácticas sociales lo que hacen es afirmar y reafirmar las instituciones artificiales que configuran el mundo social hasta el punto de reificarlas y generar el espejismo de ser realidades naturales. Es justamente por esa vía de la repetición que la techné se camufla en physis y ha engañado, para el constructivismo, tanto la ontología como la epistemología del realismo y del liberalismo.
En este punto, no se puede dejar de notar que la crítica constructivista a las teorías clásicas de relaciones internacionales es verdaderamente demoledora pues allí donde éstas dicen lidiar con estructuras de la realidad “en sí”, el constructivismo no ve sino el reflejo de los contenidos proyectados por los acuerdos intersubjetivos. Peor aún, principalmente el realismo había creído que era posible estudiar las relaciones internacionales situándose por fuera de ellas. Su modelo era el modelo positivista del observador no observado. Sin embargo, el constructivismo acusa al realismo de haberse constituido en uno de esos mecanismos reproductores de prácticas sociales. En particular, el realismo habría apuntalado ideológicamente a los conceptos de soberanía e interés nacional, que son el fundamento de las relaciones internacionales actuales.
Visto de ese modo, para el constructivismo, si hasta ahora el realismo ha sido efectivo en la descripción de las relaciones internacionales no es porque, como alega, haya tenido un acceso privilegiado, digamos “límpido”, a una hipotética estructura objetiva de la realidad sino porque su discurso se ha vuelto precisamente el discurso hegemónico y, por medio de él, ha terminado por imponer, de manera subrepticia, el esquema determinista que aduce sólo estaría extrayendo de la realidad. En ese sentido, el realismo, muy a pesar de su pretendida vocación científica, tendría una fuerte faceta teleológica, en la medida en que sería el paladín (inconsciente) de una determinada estructura ideacional, que gobernaría el desarrollo de las relaciones internacionales tanto como la estructura anárquica. Lo que sucede es que para el constructivismo, la teoría realista no es, como pretende ser, un conjunto de enunciados constatativos, de meras proposiciones analíticas, sino de enunciados performativos.
Y allí yace justamente otro de las grandes “rupturas” onto-epistemológicas del constructivismo. Mientras el neorrealismo y el neoliberalismo, y en especial el primero, apuntaban a producir teorías libres de todo contenido normativo, esto es, teorías puramente descriptivas, el constructivismo descarta de plano esa aspiración. Dada su epistemología, digamos “pos-positivista”, el constructivismo asegura que, en el caso del mundo social, la realidad se hace, esto es, se construye al tiempo que se enuncia. Ante sus ojos, tener otra pretensión es ignorar alegremente la particularidad ontológica de la esfera humana. Allí no ejercen soberanía sólo las leyes naturales sino también los valores, los significados y, sobre todo, el sentido. Por eso desde el punto de vista de la explicación científica, es inapropiado quedarse solamente en el nivel de la observación, válido para las ciencias naturales, como hicieron el realismo y el liberalismo. Si se ha de entender plenamente la realidad internacional, es necesario pasar el plano de la acción. En efecto, el mundo social no es un conjunto de cadenas causales, empíricamente determinadas, sino más bien un conjunto de acciones intencionales, que operan en el marco de inteligibilidad dado por el significado y el sentido.
Es por lo anterior que, en última instancia para el constructivismo, de las relaciones internacionales no obtendremos conocimiento, al menos no en el sentido que le dan las ciencias duras, sino solamente interpretaciones. De allí que, en cuanto a su metodología, el constructivismo opte principalmente por la hermenéutica, que es el arte de la interpretación, de develar el significado y de dilucidar el sentido. A su vez, el constructivismo es consciente de que esas interpretaciones, en tanto parte integrante del mundo social al que intentan comprender, afectarán inexorablemente a la realidad interpretada. Como consecuencia de lo anterior, el constructivismo logra visualizarse a sí mismo como el agente social que es. Y probablemente sea esa auto-consciencia de la que es portador, la diferencia específica más importante que tiene esta corriente de pensamiento en relación a al resto de las teorías.
Esto último que acabamos de decir reenvía a otro problema quizás más esencial: a saber, el de cuál es el estatuto teórico del constructivismo. Más concretamente, el constructivismo: ¿es una teoría, un paradigma o simplemente una epistemología? Aquí somos de la opinión de que, en realidad, el constructivismo no es una teoría en el sentido clásico del término pues no es simplemente un conjunto proposiciones acerca de cómo las cosas son. Más bien, el constructivismo parece ser una meta-teoría ya que, en el fondo, lo que propone es fundamentalmente una ontología de las teorías de relaciones internacionales. Precisamente, lo que hace el constructivismo es señalar que no sólo hablamos del ser sino que el ser, entendido como realidad social, es más bien el efecto del decir. Es así que logra aportar un espacio de auto-consciencia en donde las teorías realista y liberal remueven el yugo de un positivismo objetivizante para revelarse a sí mismas esencialmente como discurso más que como ciencia, en el sentido duro. A la luz de la ontología constructivista, más que teorías descriptivas, tanto el realismo como el liberalismo serían indefectiblemente teorías normativas porque, en principio, las relaciones internacionales no son en sí mismas ni realistas ni liberales sino que pueden serlo.
Por otro lado, con su epistemología, el constructivismo también logra que las hipostasis, producto de la repetición de ciertas instituciones, prácticas y discursos se muestren justamente como eso que son: formas sociales deificadas a las que hay que desesencializar a través de la hermenéutica. Ante todo, el constructivismo constituye un recordatorio de que más allá de las estructuras, de las imposiciones y constricciones objetivas e intersubjetivas, las relaciones internacionales, como el resto de la realidad social, pueden ser lo que los actores quieran que sea. Y he ahí el núcleo duro de su revolución onto-epistemológica.
Sobre el autor
Lic. en Estudios Internacionales
Universidad ORT-Uruguay
Maestrando en Filosofía Contemporánea
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