“LAS GUERRAS ISLÁMICAS (II)”

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Resumen

En nota editorial anterior nos esforzábamos por poner de relieve dos características de los acontecimientos en marcha en el mundo islámico que nos parecen decisivas para la comprensión de la cada vez más intensa conflictividad que allí se vive.

Por un lado es necesario dejar algo de lado la tendencia a quedarse en una aproximación nacional o regional de los conflictos -(no es que haya “una guerra civil” en Siria y que, por otro lado y de manera totalmente independiente, Egipto se aproxime a enfrentar una)-: en realidad todo apunta a señalar que, en el mundo islámico, hay una conflictividad que, esquemáticamente, podríamos llamar generalizada. De esta conflictividad generalizada quedan fuera, como sabemos, muy pocos actores del mundo islámico.

Por otro lado, señalábamos, también, que era importante concluir que en un alto porcentaje, esa conflictividad que sacude al Islam proviene esencialmente de los actores internos del espacio islámico. Sin dejar de recordar que --(si nos permitimos ser esquemáticos)--, desde la irrupción de los árabes de la península arábiga en el siglo VII y la primera mitad del VIII hasta hoy, el Occidente y el Islam han estado estrechamente vinculados tanto en c0nflictos como en empresas comunes, ello no significa que sigamos pensando, como una buena parte de la prensa occidental refleja, que los conflictos actuales que viven los países islámicos tienen una relación particularmente estrecha con la política de Occidente.

Cualquiera de las dos cuestiones planteadas resultan altamente complejas de ser analizadas en un simple abordaje editorial. Pero, si nos conformamos con un abordaje de estas temáticas que se limite a plantear algunas ideas meramente plausibles, quizás sea factible avanzar un tanto en la comprensión de lo que está sucediendo.

Con respecto a la primera característica que mencionáramos; es decir, el carácter claramente supranacional y tendencialmente global de los conflictos en curso, resulta difícil no advertir que esto es el resultado de una serie de cambios significativos que se han ido procesando en las últimas décadas en el mundo islámico.

A.- El más obvio es el auge del fundamentalismo islámico que, aunque sus raíces pueden rastrearse a inicios del siglo XX en Egipto -(1928)-, evidentemente ha estallado en una nueva galaxia de grupos y grupúsculos que se muestran cada más agresivos. Estos grupos fundamentalistas son los que designan abiertamente a Occidente -(y a Israel)- como el “enemigo principal” pero, en los hechos, cuando uno evalúa su política y accionar militar es obvio que están más activos en su agenda “doméstica” -(es decir, propiamente referida al mundo islámico)- que en sus ataques a Occidente. Desde luego que todos conocemos los ataques a los países occidentales y a Israel: sin embargo son infinitamente más los muertos argelinos o afganos -(para sólo nombrar 2 conflictos)- en manos del fundamentalismo islámico que los muertos occidentales. O sea que, dejando de lado las apariencias, el fundamentalismo hace más de una década que está combatiendo poblaciones, sociedades, regímenes y gobiernos islámicos de manera mucho más directa que al Occidente.

B.- El segundo cambio significativo que no es posible ignorar es que, en el seno del mundo islámico, se ha ido generando un número importante de países con capacidades políticas y militares de “meso-potencias” que les permiten aspirar a jugar papeles hegemónicos regionales de importancia. A mediados del siglo pasado quien fuese interrogado sobre la existencia de un país musulmán “poderoso” en esa región tenía un solo nombre a mano: Egipto. Hoy, en cambio, Egipto ha perdido buena parte de su importancia y sufre los efectos de las ambiciones crecientes de Turquía, Irán, Arabia Saudí, Indonesia, Sudán, Pakistán, e Irak se sumaría a la lista de no haber sufrido dos invasiones sucesivas.

En este contexto, y seguramente utilizando tanto los “clivages” más tradicionales que dividen al Islam -(sunitas, chiítas, -(a su vez profusamente divididos internamente entre ismailíes, zaidíes, alauitas, etc.)-, ibadíes o sufistas)-, como los diversos y marcados sentimientos nacionalistas que también enfrentan entre sí a muchos países musulmanes, es evidente que el ascenso de estos países “candidatos a potencias” ha desatado estas luchas de alta intensidad que destrozan al mundo musulmán. Es más, esto no es todo. Conviene recordar que, por debajo de estas múltiples líneas divisorias, están, además, subyacentes diferencias étnicas importantes que separan a los árabes, de los iraníes, y a estas dos últimas etnias, de las diversas versiones del mundo turcomano que se extiende desde Turquía hasta el corazón del Asia Central.

Si hacemos caso omiso de las guerras mundiales del siglo XX, en realidad en la historia de Occidente habría que remontarse al siglo XVI y XVII y a las Guerras de Religión, para encontrar una situación de conflictividad generalizada parecida en el mundo cristiano.

C.- Una peculiar complejidad “extra” de este gran conflicto, que compromete a cientos de millones de personas -(y que de alguna manera invalida el paralelismo con las Guerras de Religión que acabamos de evocar)- radica, además, en que por encima de los “clivages” tradicionales intra-religiosos del Islam, de las diferencias étnicas y de las divisiones basadas en las retóricas nacionalistas hay todavía una última línea de fractura más que opera claramente en los enfrentamientos a los que estamos asistiendo.

En los siglos XVI y XVII, la Modernidad recién comenzaba a ponerse en marcha, sabemos que la emergencia del protestantismo tiene directa relación con su desarrollo y que, en buena medida, recién después de la institucionalización de la Reforma, la Modernidad occidental se afirmará de manera irreversible. Pero, en todo caso, en aquella época, y en el espacio euro-americano, latensión imaginable entre la “tradición” y la “modernidad” era algo todavía al alcance de la comprensión directa y empírica de los actores políticos de la época: rápidamente el empuje de “la modernidad” hizo previsible su triunfo sobre “la tradición”. Es más, el siglo XVIII y la Ilustración, se darán como tarea histórica -(desmesurada pero)- explícita, “terminar” con la “tradición”.

En el caso que nos ocupa, en cambio, es casi evidente que hay algo que ya no es “una tensión” sino que es una descomunal contradicción social entre “tradición” y “modernidad”, contradicción cuya eventual resolución abrupta puede adquirir características de cataclismo.

No es posible no advertir que el proceso de globalización, que por lo menos desde principios del siglo XIX comenzó a “trabajar” culturalmente de manera directa al mundo islámico, ha creado en este espacio cultural, élites y algunos sectores de población claramente “modernos” que, cada día que pasa, están culturalmente más lejos de los sectores “tradicionales” de las propias sociedades islámicas. El gobierno de Irán está controlando el átomo pero continúa lapidando mujeres y amputando manos de ladrones. Bachar el Assad, que probablemente, en el día de ayer, haya utilizado la aviación para lanzar gas sarín contra sus detractores, pertenece a la secta alauita del chiísmo que tiene, como una de sus principales características teológicas, la creencia de que las mujeres no tienen alma.

Quizás estos ejemplos puedan parecer banales y meramente efectistas porque todos sabemos que, en el ámbito de la cultura, toda combinación termina por ser aceptable -(¡como hubiésemos podido imaginar que Hitler proviniese del país de Kant y Stalin de la cultura de Tolstoi!)-. Pero en este punto lo que aquí interesa no es su dimensión moral; lo que es significativo es la potencial conflictividad política de una situación sociológica que ha generado la coexistencia de una “cofradía” como los Hermanos Musulmanes, -(que manifiestamente mora en la Edad Media porque tiene su base social en un campesinado medioeval)- y las reivindicaciones democráticas sinceras de una clase media urbana de El Cairo o Alejandría que entiende necesario vivir, manifiestamente, en una vida “moderna”. Para no entrar en la consideración de las ”soluciones culturales” de las élites saudíes o qataríes que viven manifiesta y públicamente una cultura con gestos medioevales y, privadamente, una cotidianeidad acentuadamente moderna. Es más, en el caso de Qatar, como en el de otros países del Golfo, esta “esquizofrenia histórica” ha generado productos empresariales y productivos sorprendentes.

D.- Quizás como corolario de esta nota corresponde esbozar una última argumentación que parece ser capaz de proporcionarnos una conclusión, sino completa, al menos pertinente. Si aceptamos que, efectivamente, el mundo islámico, por distintas razones que no podemos explicitar cuidadosamente aquí, está aquejado de una suerte de “dualismo” radical en sus distintos procesos de desarrollo, “dualismo” que ha hecho coexistir en regiones, ciudades, países, sectores sociales, etc. procesos tendencialmente cada vez más modernos con pautas culturales absolutamente tradicionales y prácticamente “congeladas” en el tiempo, esta contradicción debería poder identificarse en alguna característica general presente en todo este convulsionado espacio islámico.

Una pista que puede ser pertinente para explicar ese hipotético “dualismo” que se hace presente por doquier es lo que podríamos llamar el síndrome de “la secularización fracasada”. Esa parece ser la característica política generalizada de la compleja circunstancia histórica en la que se encuentra envuelto el mundo islámico.

Una consideración general de los elementos que hemos expuesto en estas dos últimas notas editoriales parece indicar que esta idea de “la secularización fracasada” podría ser capaz de dar cuenta, en primer lugar, de ese “dualismo” socio-cultural que hemos admitido como generalizado en todo el mundo islámico. Más ambiciosamente, podría adelantarse también en el camino de sostener que ese fracaso del proceso de secularización que aqueja a en el área cultural islámica, sea un elemento histórico que esté trabando, a su vez, la resolución de una amplia gama de conflictos como son los sectarismos religiosos internos al Islam, las tensiones nacionalistas y regionales o el proceso de hibridación de las distintas etnicidades en pugna.

En última instancia si la modernidad occidental ha podido avanzar hacia una relativa universalización cultural ello se debe al hecho de que sus estados nacionales laicos pudieron desembarazarse de muchos particularismos religiosos, étnicos, culturales o regionales. Sin esa herramienta, los estados nacionales laicos -(por cierto hoy ya comprometidos en procesos de articulación supranacionales)- el sostenido proceso de globalización de los últimos siglos no hubiese sido posible de desarrollarse desde el Occidente.

En la evolución política de los países del Islam durante el último siglo, no es difícil rastrear procesos históricos que podrían, debidamente estudiados, ser identificados como elementos que obturan un cada vez más necesario tránsito hacia una modernidad secular porque, sin ese tránsito, el mundo islámico parece condenado a la conflictividad generalizada de las últimas décadas.

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Publicado

2013-08-29

Número

Sección

Editorial