BREVE INTRODUCCIÓN TEÓRICA AL POPULISMO

Autores/as

  • Germán Clulow

Resumen

1- Introducción

En un breve artículo ciertamente premonitorio, William Schneider (1994) identificaba las características de la nueva cultura política que, condicionada y a su vez potenciada por las nuevas tecnologías de la información, estaba cambiando la relación histórica entre partidos, líderes y electores. Schneider avanzaba tres características principales de este nuevo acontecer político (Schneider, 1994: 779), a saber: el pragmatismo entendido como la dilución de las ideologías; el personalismo con la emergencia de la figura del candidato por sobre la del partido; y por último el populismo como un movimiento claramente anti-elitista y anti-establishment. En el mundo post guerra fría, la demanda acentuada de participación popular y de control del demos sobre los procesos de decisión y las herméticas elites gubernamentales, obligaría al sistema político a rever las estrategias de comunicación, facilitar la inclusión de las masas y mejorar los procesos de rendición de cuentas. Esto conduciría a une mejora del sistema político y del funcionamiento democrático de las instituciones2.

Sin embargo, escasos son los cambios que las principales democracias del mundo han introducido en sus instituciones para mejorar el proceso de inclusión democrática, como así lo atestan el mantenimiento de sistemas electorales a menudo arcaicos y la renuencia de las élites políticas a la utilización de mecanismos de democracia directa. Donde sí ha existido una modificación orientada a complacer a la ciudadanía es, como bien menciona Schneider, en el discurso y en la estrategia política. Cortejar a las masas e incluirlas en un proyecto común (del cual excluiremos a las élites) ha progresivamente reemplazado el debate ideológico. El discurso político se transforma entonces en una técnica de movilización del pueblo en contra de una comunidad política desarticulada y debilitada cuyas instituciones flaquean en sus componentes organizativo y representativo (Badie, 1997: 227). Es en este ámbito de quebranto de los valores de la democracia representativa donde la crisis de la representación y “la faillite du politique” cobran amplio sentido y donde el populismo se inscribe entonces como un proceso subversivo de los canales tradicionales de movilización política, creando nuevas lealtades (apolíticas o anti políticas) culturales, nacionales, comunitarias, étnicas, etc., en reemplazo de las anticuadas construcciones sociales (élites, establishment, clase política, etc.). Pero si el populismo se define antes que nada en oposición al sistema político, no es en sí ni una teoría política ni un programa económico alternativo (Touraine, 1997: 242), y es por eso que podemos argumentar que el populismo se inscribe más en la práctica discursiva que en el dominio de lo normativo.

Pero, a fin de cuentas, ¿qué es el populismo? Todo y nada se ha escrito sobre este fenómeno que apasiona y confunde tanto por su complejidad (e inconsistencia) teórica, su variabilidad histórica y la ambigüedad moral que este fenómeno histórico, político e ideológico ha generado entre críticos y defensores. El estudio del populismo ha sido objeto de enfoques disciplinarios que, en lugar de integrar el fenómeno en un contexto general, han contribuido a su compartimentación (Holmes, 1990: 27). Así, los historiadores se han focalizado en los aspectos descriptivos del fenómeno, los politólogos han intentado construir definiciones operativas del concepto, los sociólogos se han centrado en aplicar las teorías de la movilización para explicar la construcción de los movimientos populistas, y los enfoques marxistas, por ejemplo, han aportado clarificaciones sobre la relación entre el populismo y el desarrollo del sistema capitalista moderno.

Ernesto Laclau, uno de los más fecundos pensadores sobre la cuestión, ha propuesto que el sustento del populismo reside en la oposición semiótica entre una entidad denominada Pueblo y otra denominada Poder (Laclau, 1977: 167) y que es la propia vaguedad de estas construcciones discursivas la que avala la permanencia y resistencia de este fenómeno. El populismo se articularía y construiría a partir de dos premisas centrales. La primera es una dependencia epistemológica de lo negativo, del enemigo; el populismo, como movimiento con un débil componente ideológico y normativo, se construye preferentemente sobre la crítica más que sobre la propuesta. Es en la identificación del enemigo donde el populismo gana la mitad de la batalla. La segundad premisa, igualmente negativa, es la construcción de un sentido y vínculo comunitario a través del “sacrificio colectivo”. Es necesario para esto una articulación narrativa que oponga al Pueblo (o sociedad virtuosa) a una élite egotista destinada al sacrificio (Schulte-Sasse, 1993: 96). El populismo, por lo tanto, no sólo debe definir (y construir) un enemigo, sino que la eliminación de ese enemigo pasa a ser el factor aglutinante del discurso y el accionar político.

Si el enfoque de Laclau permite efectivamente un amplio espectro de análisis, es la imprecisión conceptual del “fenómeno populista” lo que ha llevado a la manipulación y abuso teóricos de un concepto por demás interesante. En efecto, la política del antagonismo no es privilegio exclusivo de los movimientos populistas, sino que es producto de la banalización y pauperización del discurso político, contribuyendo así a la creación de sociedades binarias donde los matices y la búsqueda de compromisos inclusivos ceden terreno frente a posiciones radicales. Aquellos que anunciaban el amanecer de una “política de consenso” más allá de las tradicionales demarcaciones izquierda/derecha, constatan en la actualidad la emergencia de nuevas fronteras políticas que fragilizan el consenso y de partidos políticos que aprovechan la debilidad del debate democrático para anunciarse como representantes directos investidos de la voz del pueblo (Mouffe, 2005: 51). En este sentido, la práctica discursiva que construye categorías excluyentes como pueblo/poder, amigo/enemigo, sociedad civil/élites, nacional/foráneo etc., no define únicamente al populismo, sino que ha pasado a ser una estrategia recurrente de movilización política en las democracias modernas. Por lo tanto, la fuerza explicativa de este proceso semiótico en referencia al populismo se diluye, ya sea porque se ha “populizado” la política o porque se ha politizado el populismo.


2- El populismo europeo

El populismo europeo, vigente desde mediados/fines del siglo XIX, está fuertemente ligado al sentimiento nacionalista y, en algunos casos, a la consolidación del Estado. Desde fines del siglo XVIII, las nociones de nación y pueblo han articulado las construcciones de las diferentes instituciones y regímenes políticos, pero independientemente de cuáles hayan sido los caminos recorridos, todos se han visto inculcar por el Estado un cuerpo de valores destinado a exaltar las particularidades propias de cada pueblo, cimentadas en un sentimiento de solidaridad excluyente (Hermet, 1997: 34). Esta construcción de una solidaridad e identidad nacional siguió dos caminos diferentes. En los países liberales como Gran Bretaña y Francia, donde existía ya una ciudadanía en vías de expansión, la adhesión al proyecto nacionalista se logró bajo el entendido que si las masas hasta ahora sometidas devenían progresivamente actores políticos, el sistema sólo podría sostenerse a través de la solidaridad y pertenencia a una identidad común, a la vez nacionalista y cívica. Es en el ejercicio creciente de sus responsabilidades y derechos cívicos y políticos donde el pueblo (la ciudadanía en este caso) edifica un proyecto único del cual todos son parte. Por el contrario, en estados más autoritarios que liberales y de creación reciente y cuyo proceso de unificación aún no estaba terminado, como en Alemania o Italia, la nacionalización acelerada de esas identidades fragmentadas, tanto a nivel político como religioso, se construyó antes que nada sobre la solidaridad cultural de la población, a fin de paliar el lento (o inexistente) proceso de construcción cívica (Hermet, 1997: 35). El primer tipo de construcción nacional es lo que ha pasado a denominarse nacionalismo cívico liberal, más acotado a los Estados de Europa occidental. El segundo caso es el de un nacional-populismo o un nacionalismo orgánico y autoritario, más propio de Europa central y oriental

Estas construcciones arquetípicas reflejan las dos grandes concepciones sobre la nación y la ciudadanía. La idea de nacionalismo occidental u oriental es intercambiable con la noción de nacionalismo político (el caso francés) o cultural (caso alemán). Si bien es sabido que todos los nacionalismos poseen a su vez características políticas o culturales, la distinción entre estas dos vertientes dependerá de la importancia relativa y de la prioridad histórica de los principios de la organización política o de las preocupaciones culturales (lengua, literatura, historia, folklore, etc.). En el caso de la nación política (Francia): el pueblo = Estado = nación. Toda la población residente sobre el territorio controlado por el Estado constituye la nación. Es el Estado quien crea, quien define la nación (creación desde arriba). En este caso, la unidad política precede a la unidad cultural. En este modelo, la ciudadanía puede ser adquirida por todos aquellos nacidos en el territorio (ius solis), y que adhieran a esta concepción (en el caso francés, a los valores republicanos). Típicamente esta forma de nacionalismo no reconoce la diferencia cultural (ej. velo musulmán). En el caso del nacionalismo cultural (Alemania), la unión se logra a través de una identidad común, lingüística, étnica o cultural. La Nación crea el Estado; la unidad cultural precede a la unidad política. En estos casos, la ciudadanía no puede ser adquirida, sino que es innata, reservada a un grupo primigenio definido en términos étnico-culturales (ius sanguinis). Este nacionalismo no reconoce la asimilación cultural (ej: los judíos o los turcos) (Greenfield, 1999: 48-49).

El nacionalismo cívico liberal fue en gran medida impulsado por la clase dominante del momento-la burguesía económica-, y reposa sobre principios abstractos de igualdad y libertad propios de individuos desarraigados de los lazos comunitarios y necesarios para la creación de regímenes burgueses liberales (Khon, 1967). La burguesía, que no se reconocía en le “petit peuple”, se oponía a la creación de una identidad nacional basada en características culturales populares. El nacional-populismo, por el contrario, más pasional que intelectual, se desarrolló ahí donde los constructores del Estado nación no tenían otro recurso que exaltar los particularismos culturales (o étnicos) de la comunidad en su proceso de construcción política. En los países de Europa Oriental, donde las élites burguesas carecían del empuje necesario (en parte por una débil industrialización y la permanencia de fuertes estructuras rurales, con históricos lazos de solidaridad entre sí y de subordinación a la autoridad), los valores liberales no lograron influenciar la construcción del Estado. El nacional populismo puede ser visto, igualmente, como un fenómeno de resistencia y de rechazo hacia una opresión exterior, como fue el caso de los Balcanes bajo la dominación Austro-Húngara, de Irlanda hacia Inglaterra o del país vasco contra España. Esta forma de solidaridad se cristalizó en gran medida en las minorías oprimidas en el seno de imperios multiétnicos que, ansiosos por imponer una uniformidad liberal o autoritaria, provocaron como reacción la consolidación de identidades nacionales deseosas de garantizar su libertad, autonomía e integridad a través de la edificación de un Estado propio. El nacional populismo, exacerbando en algunos casos el carácter casi mesiánico de pertenencia a una cultura única, producirá emancipaciones ideológicas peligrosas como el fascismo.

El populismo europeo ha conocido diferentes corrientes políticas a lo largo del siglo XX que desgraciadamente no podemos tratar aquí. Conviene sin embargo mencionar que en su acepción más reciente, el populismo europeo se ha visto revigorizado por una unión discursiva con la extrema derecha (o lo que se ha denominado como la “nouvelle droite”), que maneja a placer los discursos identitarios, nacionalistas y anti-elites en un peligroso cocktail ideológico a fuerte potencial de movilización. Mazzolenni ha identificado 5 características centrales de este “neo-populismo” europeo (2003: 117). En primer lugar el populismo conduce a una valorización del pueblo, del “hombre de la calle”. El llamado al pueblo implica la participación política directa y la desconfianza de la democracia representativa. El “culto al pueblo” se acompaña con la crítica a las élites. En cuarto lugar, un equilibrio precario se instala entre crítica y aceptación del sistema. Como las instituciones son necesarias para aportar la legitimidad política, la crítica no puede abiertamente intentar destruir el sistema político; en algunos países pueden entonces instalarse “simulacros de democracia”. Por último, el populismo es acompañado casi siempre de la exaltación del líder carismático en el cual se concentran el proyecto y las aspiraciones del pueblo. Convengamos, sin embargo, que no todos los movimientos populistas europeos son de derecha, reflejando así la “flexibilidad” ideológica (u oportunismo político) de estos partidos así como la heterogeneidad de la base de apoyo a los movimientos populistas.

Estos y otros puntos han conducido a ciertos autores a ver en el resurgimiento del populismo de derecha una amenaza al orden democrático (Mouffe, 2005), pero otros, más mesurados, ven en el éxito de estos partidos de “nueva derecha” un realineamiento de los clivajes tradicionales y de las lealtades partidarias (Sciarini et al. 2002, Hug y Treschel, 2002, Lachat y Kriesi, 2008, Oesch, 2008). En este sentido, los partidos populistas se beneficiarían de un posicionamiento ideológico en terreno fértil y de una hábil estrategia política frente al inmovilismo de los partidos más tradicionales, socialistas y de centro derecha, limitados en su accionar por lealtades de clase y concepciones morales anquilosadas.

3- El populismo Latinoamericano

El caso latinoamericano no escapa, como sus colegas europeo o norteamericano, a las dificultades de conceptualización producto de diferentes enfoques disciplinarios. Weyland (2001) ha realizado un importante trabajo estudiando los diferentes conceptos que han sido utilizados para abarcar el populismo latinoamericano y demostrar que la confusión conceptual proviene del hecho que los académicos enfatizan diferentes atributos como características decisivas del concepto, sin ponerse de acuerdo si estamos hablando del ámbito político, económico, social, discursivo u otro (Weyland, 2001:2).

Tres grandes enfoques han predominado en el estudio del populismo. Entre 1960-80, la utilización de conceptos cumulativos predominó en el estudio del fenómeno3, influenciada por las teorías desarrollistas (modernización y dependencia) que argumentaban la fuerte subordinación de la esfera política a los factores socio económicos. Estos autores resaltaban en el populismo un conjunto central de características políticas y socioeconómicas. Los regímenes populistas serían en parte una respuesta a los fenómenos de urbanización, de industrialización y de participación masiva que fragilizaron las instituciones existentes y permitieron la emergencia de regímenes inestables centrados a menudo en una lógica de acción política personalista y carismática, plebiscitaria y redistributiva, destinada a agrupar y movilizar las masas desorganizadas y amorfas (Germani, 1974). Ciertos autores han querido ver en el populismo un proceso de desarrollo intermedio entre el pasaje de una sociedad tradicional o pre industrial hacia una sociedad moderna industrializada, orientada a la sustitución de importaciones y donde un régimen oligárquico cede terreno frente a la emergencia de la sociedad de masas (Cardoso y Faletto, 1979).

Otros autores, como Roberts (1995: 89), han intentando descifrar el populismo utilizando conceptos radiales o de adición4. Así, los populismos latinoamericanos tendrían las siguientes características: Un liderazgo paternalista y personalista; una coalición política heterogénea y multi –clase; un proceso de movilización política top down que cortocircuita las instancias tradicionales de mediación; una ideología amorfa y ecléctica; y un proyecto económico que utiliza importantes políticas redistributivas y clientelares. La existencia de estos 5 aspectos caracterizaría al populismo pleno, mientras que la presencia de una o más características constituiría sub-tipos particulares de populismo.

Por último, la tradición más reciente se ha centrado en el estudio del populismo latinoamericano como un concepto clásico en el ámbito político. El populismo no puede ser enfocado como un concepto económico, argumenta Weyland (2001:11) porque su utilización es confusa y problemática y la política económica es, en manos populistas, un instrumento, no un fin. La definición política ve al populismo como una manera particular de competir y ejercer el poder. El populismo se sitúa en la esfera de la dominación, no de la distribución. El populismo intenta antes que nada construir formas de control político, y la distribución de beneficios a través de políticas socio-económicas es una herramienta para facilitar ese control. El líder populista busca ganar y ejercer el poder, y su oportunismo tiene como corolario un débil compromiso en el campo ideológico y programático. Construido a partir de la dicotomía amigo/enemigo que permea toda acción política, el populismo debe ser definido como una estrategia política, entendida como la capacidad de los líderes de perpetuarse en la arena política. Bajo el populismo, el “gobierno” es ejercido por un líder carismático, no por un grupo u organización política (Weyland, 2001: 18). El populismo surge principalmente cuando ese líder logra arrear y agrupar el apoyo masivo de gran parte del pueblo en un movimiento espontaneo y atomizado donde la lealtad de cada individuo se inscribe en una lógica vertical de subordinación entre él y el líder, y no en una lógica horizontal de solidaridad mecánica de pertenencia a un proyecto común. En este sentido, los movimientos populistas y sus adherentes carecen de la cohesión ideológica necesaria para que el movimiento sobreviva a la partida/muerte del líder.


4- Democracia populista Vs. Populismos semi-democráticos

A modo de breve conclusión, desearía discutir brevemente uno de los puntos subrayados en la introducción. Si una de las características principales de la nueva cultura política y democrática es el populismo, entendido como un discurso anti élite y anti establishment (y hasta anti intelectual), conviene interrogarse entonces en qué se parecen las democracias populistas modernas (como la Americana o la Francesa) y los regímenes populistas democráticos o semi-democráticos (Argentina, Venezuela, Ecuador, etc.). Por lo tanto, hay que distinguir entre lo que es una característica secundaria del sistema – el populismo como lenguaje político – de un principio ordenador y legitimador del poder -el populismo en los regímenes latinoamericanos-.

La diferencia puede ser entendida con un claro ejemplo. Mientras que el lenguaje populista en las democracias modernas tiene como cometido “igualar” al líder político con el votante común, el populismo latinoamericano presupone todo lo contrario, la excepcionalidad del líder. El populismo americano o francés actual elimina todo privilegio, todo “passe-droit” que la figura del líder político piense poder tener por su pertenencia a un grupo privilegiado; por el contrario, presupone que el contrato de confianza ciudadano entre gobernados y gobernantes demanda una conducta intachable y responsable de estos últimos. En el caso de los populismos semi-democráticos, el líder es por naturaleza excepcional y, ya sea por la escasa instrucción cívica y ciudadana, por la corrupción del sistema político o por lo que es aún peor, la creencia dogmática en el carácter mesiánico del líder, éste se encuentra, de facto, por encima de la ciudadanía (y por ende de la ley). El culto al líder al que se libran los populismos latinoamericanos y la triste complacencia de las ciudadanías amorfas erosionan el accionar democrático, debilitan la separación de poderes y conducen a la utilización irresponsable y clientelista de los recursos nacionales.

Si es innegable igualmente que el discurso populista en las democracias modernas puede ser antes que nada una estrategia política en época de crisis y vacas flacas, no obstante éste se construye sobre una premisa incuestionable: la igualdad ciudadana y la necesidad de contralor del poder político. Lo importante aquí no es la incorporación ética por parte de las élites de los principios de igualdad y responsabilidad, sino la sanción, electoral o legal, de todo comportamiento que infrinja ese contrato de confianza. Lejos de mí la idea de asimilar al elector francés o americano a un quijote cívico y moralizador, pero en su estrategia “maximizadora” de bienestar no se encuentra la tolerancia a la corrupción política, al abuso de poder o a la desigualdad manifiesta entre gobernantes y gobernados.

Si bien admitimos que el populismo latinoamericano emerge en un contexto histórico de débil institucionalización en las décadas del 20-30 en adelante (en cierta medida heredero de las tradiciones caudillistas), y que el vínculo primordial entre líder y pueblo fue en parte necesario para asegurar derechos sociales y cívicos antes del otorgamiento de plenos derechos políticos, ¿qué argumentos justifican 60 años después de un Perón o un Vargas la ciega obsecuencia ante un “déspota iluminado”?.

1- El presente artículo retoma partes de un trabajo más extenso dedicado al estudio del fenómeno populista en los Estados Unidos (en vías de publicación). Lo que se presenta a continuación sirve como introducción teórica en dicho artículo. La conclusión de este artículo sí representa una reflexión original.

2- Autores como Schumpeter, sin embargo, han argumentado contra el concepto clásico de democracia popular extendida, avanzando que una parte importante de la ciudadanía carece de los conocimientos necesarios para realizar juicios instruidos y determinar el bien común y que por lo tanto estaría ésta a la merced de élites políticas “manipuladoras”. En este sentido, el ciudadano debería limitarse a la elección de líderes y a su sanción periódica vía los procesos electorales. Ver J. SHUMPETER, 1994 (rev.. ed), Capitalism. Socialism and Democracy, Routledge.

3- Los conceptos cumulativos elaboran definiciones combinando los atributos de diferentes campos a través de la lógica de inclusión “Y”. Sólo las características comunes de todos los dominios son adoptadas como determinantes del concepto. Los conceptos cumulativos aportan un alto estándar de inclusión con un pequeño número de casos y excluyen la posibilidad de casos “límite”. Un problema recurrente de los conceptos cumulativos es su debilidad empírica si hay escasa superposición entre las diferentes áreas de estudio, generando así pocos casos reales que cumplan con el fuerte contenido teórico.

4- Los conceptos radiales utilizan la preposición lógica “O”, conectando los atributos propuestos por los autores en diferentes campos. Si un caso posee al menos una de estas características puede ser incorporado al estudio del concepto. Si los conceptos radiales poseen las ventajas de abarcar un amplio universo de casos, la pertinencia de cada caso dependerá del número de características totales que posea, falseando entonces la comparación entre los diferentes casos. Así, en el caso del populismo, tendríamos populismos “leves” que poseen unas pocas características conceptuales contra populismos fuertes que se asemejarían a los “tipos ideales”.

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Germán Clulow - Universidad-ORT.

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Publicado

2013-08-01

Número

Sección

Enfoques