¿Hay futuro para las Humanidades? (I)
Resumen
El argumento de Stanley Fish
Las Humanidades dan raramente lugar a una discusión abierta en los últimos años. Sin embargo, la discusión sorda que de todos modos existe va resolviéndose por la vía de los hechos, con el cierre de algunos departamentos de lenguas romance y humanidades en algunas importantes universidades en el mundo, y con la no apertura de nuevos departamentos de Humanidades prácticamente en ninguna de las universidades que se han fundado en los últimos 30 años. Eso contrasta con el apoyo—y aun el crecimiento en algunos casos—que las Humanidades igual experimentan en unos pocos espacios más tradicionales y más sólidos de la academia.
Las universidades de Stanford, Yale y Harvard son en los Estados Unidos, en mi opinión, tres de los espacios más notorios de apoyo a un nuevo relanzamiento de las Humanidades—a menudo intentando desarrollar programas que las integren de un modo nuevo con las ciencias, como es el caso del programa BiblioTech o el Stanford Humanities Center (ambos en Stanford), el Whitney Humanities Center en Yale, o The Digital Humanities Initiative en Harvard. El hecho de que estos impulsos de apoyo a las Humanidades brillen especialmente en universidades particularmente ricas y bien establecidas puede leerse en un sentido de excelencia: son las Universidades más prestigiosas y más reconocidas las que están marcando el camino respecto a qué hacer con las Humanidades. Pero también puede leerse al revés, viendo a las Humanidades como un lujo que solo la elite y los más ricos pueden aun disfrutar.
El 6 de enero de 2008 un reconocido académico literario norteamericano, el profesor Stanley Fish, publicó un artículo en Opinionator, su habitual columna del New York Times, titulado “Will the Humanities Save Us?”.
A la—algo hiperbólica—pregunta de si las Humanidades serán las salvadoras—de la humanidad, supongo—, Fish responderá finalmente con un meditado “no”, que argumenta al tiempo que repasa algunas posturas comunes respecto del punto en cuestión. La columna despertó una enormidad de respuestas—tanto en el sentido cuantitativo como a veces cualitativo, por la virulencia de algunas de ellas. Puesto que se convirtió en un mojón en la discusión que nos ocupa, tomaré aquella columna y algunas de sus reverberaciones posteriores al fin de estos apuntes.
Antes de ir a Fish, plantear cómo veo la cuestión en sus líneas más definidas no tiene por qué ser largo ni difícil. Las Humanidades tienen una historia que se remonta a la Antigüedad, pero como disciplinas académicas en su forma moderna existen desde el siglo XIX. Y el siglo XIX es un tiempo histórico de centralidad absoluta de lo escrito en el conjunto de la comunicación pública. En un tiempo en que la política y el poder se jugaban en la letra y en que cualquier proyecto de ciudadanía pasaba por el periódico y el libro, enseñar a leer y a escribir y dominar la cultura hermenéutica de la interpretación de textos se volvió una cuestión central al proyecto democrático moderno.
También es relevante en ese momento la construcción de un pasado para las nuevas repúblicas europeas y americanas. Las Universidades desarrollaron sus departamentos de Humanidades para enfrentar, entre otras menores, estas dos tareas mayores, pues: investigar y editar los textos que proveyesen a las nuevas nacionalidades de una tradición venerable (a través de la vieja Filología en los nuevos Departamentos de Letras, y a través de la Historia), por un lado; y formar ciudadanos capaces de manejar el poder de lo escrito y el poder a través de lo escrito, y de elaborar una teoría contemporánea de los textos escritos (respectivamente a través de la adaptación de la vieja Retórica en los nuevos departamentos de Letras, y a través de la Filosofía), por otro.
Este impulso histórico vino acompañado de un movimiento fatal de las Humanidades hacia la creación de formas epistemológicas “científicas”. Si bien el asunto generó una amplia polémica ya en Alemania durante los albores de las modernas “humanidades”, la verdad es que las teorías literarias e históricas de cuño positivista y científico empezaron a dominar también a las Humanidades en todas partes por la vía de dominar sus teorías—materialismo, positivismo, objetivismo campearon por todos lados—, hasta convertirse en un elemento que se da por sentado en demasiados casos. Esa cientifización en el proceso de legitimación de las Humanidades es probablemente una de las semillas de su actual decadencia, pero este tema es complicado y será motivo para otras columnas.
No hace falta casi ni decir, para terminar este rápido repaso histórico, que en la medida en que lo escrito y los “textos” en su concepción moderna—analítica, modular, acumulativa y extensa—, desaparecen rápidamente del centro de la comunicación social y política, va desapareciendo también el fundamento inicial de las Humanidades modernas. La discusión sobre las Humanidades pues se subsume, en mi opinión, en una discusión más amplia acerca del rol de lo escrito, lo oral y de la ecología mediática en la sociedad contemporánea y futura.
Pero vayamos ahora a la discusión tal como la veía Fish en 2008, pues ella revela otra forma, más tradicional e interna, de vertebrar los argumentos clásicos a favor y en contra de la existencia de los departamentos de Humanidades en la universidad.
Fish comenzaba relevando algunas de las explicaciones ofrecidas al hecho de la disminución de la asistencia financiera a las Humanidades. Candidatas a responsables por tal falta de apoyo serían desde “las políticas de izquierda [seguidas unánimemente por esos departamentos en las universidades norteamericanas] que corren a la gente”, como alegaba Sean Pidgeon, hasta “la ausencia de una cultura que privilegie el aprendizaje para mejorarse a sí mismo como ser humano”, que sugería Kedar Kulkarni. Otro de los opinadores citados, de apellido Matthew, después de comentar que para él no dar plata a los departamentos de Humanidades era exactamente la actitud correcta, agrega una frase ya clásica: “El día que un poeta cree una vacuna o un bien tangible que pueda ser producido por una compañía de las que entran entre las primeras 500 de la revista Fortune, cambiaré de idea”.
Fish observa que el problema de la falta de fondos está pues ligado, como lo sugiere la última frase, con la cuestión de la legitimidad o justificación de la existencia de tales departamentos, una justificación que en el mundo contemporáneo viene casi siempre de la mano con la noción deutilidad. Y aventura Fish que varias de las justificaciones clásicas ya no funcionan, pues las Humanidades ni producen egresados que sean particularmente útiles al mercado laboral, ni tampoco la cultura media de un egresado de Humanidades—poder espolvorear algo sobre Shakespeare o sobre Michel Foucault en una conversación cualquiera—es un capital simbólico atractivo en las conversaciones de hogaño. Más bien al revés, tiende a irritar al interlocutor, observa bien Fish.
En los viejos tiempos, una justificación de cualquier índole no era necesaria pues todo el mundo que contaba asumía que un “college” era “sobre todo el lugar donde se entrenaba el carácter, donde se nutrían los hábitos morales e intelectuales que juntos forman la base para vivir la mejor vida posible” y se seguía de ello, dice Fish, que esos hábitos se adquirirían en cierta vecindad o aun intimidad con las grandes obras de la literatura, la filosofía y la historia. Apurada no obstante una justificación más articulada para la enseñanza de las Humanidades, una postura clásica respondería que “los ejemplos de acción y pensamiento retratados en las obras duraderas de la literatura, la filosofía y la historia pueden crear en los lectores el deseo de emularlos”.
Estas ideas “sound great”, dice con sorna Fish. Pero, agrega, “no hay evidencia que las apoye, y una cantidad de evidencia en contra”. “Si esto fuera cierto, la gente más honesta, paciente, generosa y de buen corazón sobre la tierra serían los miembros de los departamentos de letras y filosofía, que pasan sus días en compañía de los grandes libros”, y tal cosa evidentemente no es cierta. Ni los profesores —ni menos, entonces, los estudiantes— de literatura y filosofía aprenden cómo ser buenos y sabios; lo que aprenden, observa Fish, es “a analizar efectos literarios y a distinguir entre distintos relatos acerca de los cimientos del conocer.”
Las conclusiones de Fish son breves y rotundas. Mientras que lo anterior le parece a Fish que es como debe ser, y que no se le debe pedir a las Humanidades que enseñen moral o sabiduría, a la pregunta de “¿para qué sirven las Humanidades?” Fish responde: para nada. Y agrega “Y esta es una respuesta que honra a su objeto. Pues la justificación de una actividad cualquiera, después de todo, confiere un valor a tal actividad desde una perspectiva ajena a la actividad misma. Y una actividad que se niega a ser justificada es una actividad que rechaza verse a sí misma como instrumental a un bien mayor que ella. Las Humanidades tienen su bien en sí mismas”.
Esta visión, que tiene sin duda ecos de Kant y que devuelve el proyecto de las Humanidades a sus raíces modernas “sounds great”, yo diría, salvo que el mundo contemporáneo no parece haberse enterado de ello y persiste en su intención de entender ese “bien en sí” de las Humanidades en relación con otras esferas y otras prácticas. La cuestión tiene pues que quedar abierta. Hay quienes han objetado a Fish que si ese es todo el bien que las Humanidades representan, realmente no habría un motivo para cultivarlas o enseñarlas salvo el placer que dan a sus practicantes, cosa con la que Fish seguro está de acuerdo, pero que es difícil que convenza a los encargados financieros de las instituciones de enseñanza en el mundo real.
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