El estudio de la seguridad en América del Sur: Una visión (crítica) alternativa
Resumo
Durante todo este año, la sección Enfoques se ha concentrado en presentar semana tras semana noticias, temas y autores muy diversos, tratando siempre de no perder de vista los aspectos más teóricos de la disciplina, y tratando de brindar versiones a veces contrapuestas (y a veces complementarias) de una forma lo más plural y abiertamente posible. En mi caso en particular, y a pesar de sostener ideas algo controvertidas o impopulares por estas latitudes, he tenido el privilegio de compartir libremente con Uds., los lectores, mis ideas y opiniones en más de una ocasión. Y les agradezco por ello. En esta oportunidad, quisiera hacer honor al mismísimo espíritu abierto y plural de Letras Internacionales presentando una vez más una visión alternativa sobre algunos de los elementos que hacen al estudio de la seguridad regional tal cual fueron planteados en ediciones previas de Letras. En los párrafos siguientes, intentaré construir un caso alternativo para la comprensión y problematización del estudio de la seguridad en América del Sur (y posiblemente extensible a América Latina más en general), apoyándome en herramientas analíticas más bien tradicionales y haciendo énfasis en algunas limitaciones de las demás posturas.
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En el último tiempo, se ha vuelto un lugar común hablar de América del Sur como una “zona de paz” consolidada. Tanto en ámbitos periodísticos e informativos, como académicos, en incluso políticos (como Mercosur o UNASUR), esta creencia sobre la región en tanto algo así como una versión terrenal del Paraíso se ha instalado en el ideario y discurso colectivos. Sin embargo, las razones para apoyar una opinión tan optimista del escenario regional son aún endebles, y el resultado de lecturas incompletas e insuficientes de la seguridad regional. Es más, la difuminación general de este pensamiento generan también una situación peligrosa de “fe ciega” en características (o atributos) que los países de la región realmente no parecieran poseer.
En primer lugar, la idea de América del Sur como “zona de paz” consolidada surge para muchos de un fenómeno aún inexplicado que caracteriza a la región: su marcada infrecuencia en número de guerras inter-estatales. Efectivamente, sea como sea que definamos “guerra”, la región demuestra una muy baja presencia de guerras desde principios del siglo XIX hasta la actualidad. Es cierto que han habido guerras (y muchas de ellas de gran importancia y magnitud, como la Guerra de la Triple Alianza), en términos comparativos a nivel mundial, sin embargo América del Sur es una de las regiones “más pacíficas” en este sentido estricto. Ahora bien, este raro fenómeno no se ha condicho con una baja frecuencia de conflictos a nivel sub-estatal, sino todo lo contrario. A pesar (o tal vez como consecuencia) de esta relativa “larga paz” sudamericana, la región presenta un récord terrible de violencia interna, guerras civiles, conflictos políticos, y rivalidades nacionales duraderas. Entre otras cosas, los gobiernos sudamericanos se han especializado en matar más connacionales que extranjeros a lo largo de todo el siglo XX. Esta contracara de la región no nos permite, como estudiosos de la seguridad internacional, catalogar a América del Sur como “la región más pacífica del mundo”. O al menos, no tan ligeramente.
En segundo lugar, y en base a lo anterior, la idea misma de una “zona de paz” es de difícil aplicación a nuestro contexto local. El concepto fue originalmente pensado dentro del marco de la Guerra Fría y de su disolución en ciernes. De hecho, la primera vez que se usó el término “larga paz”, en tanto sinónimo de una zona de paz estable y prolongada, fue en referencia a Europa Occidental durante la segunda mitad del siglo XX. Esa “larga paz”, sin embargo, se apoyó en la presencia de dos grandes superpotencias y en la estabilidad que entre ellas primó (estabilidad entendida como ausencia de guerra directa entre sí), y en la presencia de armas nucleares (consideradas las armas de disuasión por excelencia). Además, esta relativa “paz regional” se condijo con una relativa estabilidad interna en la mayoría de los países de Europa Occidental; estabilidad que pronto dio lugar a los primeros acuerdos de integración regional y que culminaron con lo que hoy es la UE. En tal contexto histórico, único e irrepetible, donde el paraguas norteamericano como proveedor de seguridad fue crucial, hablar de “zona de paz” consolidada tiene pues cierta validez. Sin embargo, hablar en esos mismos términos para el caso sudamericano es cuanto menos algo analíticamente forzado, y cuanto mucho algo irresponsable, anacrónico e ingenuo de nuestra parte.
Tercero y último, la idea de que porque durante los últimos 70 años los países de América del Sur no han hecho la guerra entre sí, ello necesariamente se condice con que la guerra ha sido erradicada de la región y que nos encontramos en una condición de ahora en más “estable” y de perpetua armonía y paz, se revela como una conclusión apresurada, inconsistente, injustificada, y bastante poco seria en términos académicos. Apresurada, principalmente porque la mera ausencia de guerra no significa “paz”. Existe una multitud de hipótesis que podrían explicar la ausencia de conflicto estatal y que no necesariamente nos hagan pensar en ésta como una característica duradera de la región; y por ello también vale el calificativo de inconsistente e injustificada. Además, las explicaciones de la paz regional permanecen aún como un arduo tema de debate.
El debate académico alrededor de la “larga paz” sudamericana lleva ya casi 20 años de existencia. Comenzando a principios de los ’90, un número creciente de analistas ha estudiado desde la curiosidad propia de la Torre de Marfil nuestro caso regional de paz inter-estatal como un rompecabezas teórico. Es ampliamente compartido, por ejemplo, que ni las principales teorías realistas, liberales, ni incluso marxistas de relaciones internacionales han dado una adecuada explicación para el fenómeno. Es decir, que el conocimiento teórico tradicional acumulado no nos es de utilidad para entender las causas de la “larga paz” regional. Frente a semejante vacío intelectual, han proliferado numerosos trabajos ofreciendo hipótesis y posibles ingeniosas explicaciones sobre porqué los estados sudamericanos son tan reacios a ir a la guerra entre sí. No obstante, estas novedosas hipótesis aún presentan serias debilidades y falencias, lo que lamentablemente nos deja bastante en el lugar donde comenzamos: muchas posibles explicaciones, pero ninguna del todo convincente.
En definitiva, y más allá de los detalles de cada grupo de posturas en el debate, lo importante aquí es ver que la causa (o en su defecto las causas) de la “larga paz” regional permanecen aún un tema altamente debatible. No existe un consenso tan fuerte aún como para decir con confianza que “hemos detectado la raíz de la paz sudamericana”. De hecho, considero que aún estamos bastante lejos de ello. En este contexto, entonces, qué podemos pensar o decir de aquellos estudiosos de la seguridad regional que, apoyándose en la más obvia de las observaciones (que no han habido guerras en el último tiempo), dan por cerrado el debate anunciando confiadamente que América del Sur se encuentra en un estadio de paz admirado y envidiado por todo el mundo, y que, al parecer, merece ser imitado. Mi pregunta es: ¿cómo se puede imitar algo que aún no se ha desentrañando por completo? ¿Qué cosas exactamente podrían imitar de nosotros los países de Oriente Medio o África? ¿Acaso nuestro apego al derecho internacional, tal vez? Bueno, ciertamente no somos únicos en tal respecto, y es difícil encontrar casos históricos donde solo apego al derecho internacional haya mitigado eficazmente la ocurrencia de la guerra. ¿Acaso la presencia de democracias liberales en la región, o de un esquema compartido de libre comercio regional, o de instituciones regionales (es decir, todo el paquete liberal)? Justamente, y vaya paradoja, América del Sur es uno de los pocos espacios donde democracias reconocidas como tal han guerreado entre sí, y donde durante los años de gobiernos dictatoriales en la región, éstos no sólo no guerreaban frecuentemente entre sí sino que colaboraban de forma estrecha; sirviendo así ambos casos como aislados pero importantes contra-ejemplos de las hipótesis liberales. Si una teoría o grupo de teorías presentan semejantes huecos, ¿por qué poner una fe ciega en ellos? Es por estos pequeños detalles que, de hecho, existe el consenso antes mencionado en que las principales teorías de la disciplina no aplican para el caso sudamericano. Sin embargo, algunos analistas no parecen haberse percatado de este pequeño gran detalle, y se aferran a sus teorías incluso cuando la presencia de evidencia en contra debiera darles amplio lugar para la desconfianza en la presunta validez universal de tales teorías.
Por último, es necesario abordar por separado otro conjunto de teorías e hipótesis que parecieran poseer una visión mucho más acabada del cuadro regional de seguridad. Durante la última década, el constructivismo ha venido ganando adherentes tanto en los EE.UU. y principalmente en Europa, como también en nuestra región. Con respecto al caso de “larga paz” sudamericana, los trabajos constructivistas se han concentrado en destacar como causa principal que los estados de la región, como Brasil y Argentina, han cambiado sus “culturas de anarquía” e identidades compartidas. Es decir, que la paz en la región se explica por el cambio de las percepciones de Unos y Otros, de “enemigos” y antagonistas feroces a “rivales” o estados con relaciones “más normales” de conflicto y cooperación por igual. Sin embargo, cuesta ver cómo es que este tipo de enfoque puede ir más allá de esta simple, obvia y casi tautológica afirmación (“no hay guerra porque los Estados no han hecho la guerra”). Es decir, el gran desafío de los trabajos constructivistas en los próximos años va a estar en lograr demostrar con trabajos empíricos convincentes (como en el cuento de la gallina y el huevo) qué es primero, si el cambio de actitudes o el cambio del contexto. En otras palabras, un fuerte trabajo de campo va a ser necesario antes de que se pueda afirmar con cierta seguridad que las identidades, culturas y percepciones compartidas de los estados de la región son un factor causal de la paz prolongada en América del Sur, o al menos un factor relevante, o también más importante que otros factores también posibles. Mientras esperamos tales novedosos y ciertamente reveladores trabajos, es nuestra responsabilidad permanecer escépticos y prudentes frente a la creencia de que, aquí en América del Sur, “tenemos la fórmula mágica” para acabar con la guerra; que aquí en América del Sur hemos dado con una verdadera cura para el “dilema de seguridad”; y a la peligrosa idea de que nuestra actual situación es producto exclusivo de nuestro ingenio y talento, y no un subproducto del azar o del devenir de la Historia, y que por tanto puede (y merece) ser admirada y replicada por todo el mundo. Ojalá pudiéramos tener ya semejantes certezas.
Ciertamente, América del Sur ha gozado de una relativa “paz” y de una sostenida ausencia de guerras entre los Estados que la componen. Sin embargo, dos elementos persisten y deben ser tenidos seriamente en cuenta. Por un lado, la velada condición anárquica (culpable en gran parte de la recurrencia general de la guerra), permanece sin resolución en nuestra región así como en el resto del mundo. Y por el otro, y sincerándonos un poco, realmente aún no sabemos porqué ni cómo América del Sur ha permanecido en relativa paz por tantos años. En este contexto, entonces, recomendar políticas y edificar instituciones de seguridad y defensa sobre tan endeble estructura es hacer justamente lo contrario de lo esperable desde la academia y las ciencias sociales; es pretender creer que sí sabemos; el faltarnos a la verdad a nosotros mismos. De aquí en más, el estudio de la seguridad regional va a necesitar de gente comprometida en el trabajo inter-disciplinario (de científicos políticos, sociólogos, diversos especialistas, historiadores, militares, y teóricos), y colaborativo (de realistas, liberales, marxistas y constructivistas, entre muchos otros) para poder construir verdadero conocimiento y así ayudar a mejorar y consolidar el —tal vez— fortuito y pasajero contexto de paz del cual nos hemos beneficiado en las últimas décadas.
El primer paso hacia la buena senda posiblemente consista en abandonar progresivamente esta suerte de “guerra de trinchera” teórica que tanto ha llegado caracterizar nuestra disciplina en general; y en abrazar la idea de un trabajo más colaborativo, abierto y positivo. Como lo expresara fenomenalmente, en 1967, el gran analista británico Francis H. Hinsley:
“Men run to simple and radical solutions for basic problems; there are not many simple solutions to so basic a problem as that of peace and war. Given the problem, every age will independently propound these solutions just as, given time, every civilisation will independently discover the wheel. What is surprising is the absence of development and refinement in the approach to the problemwithin the modern age. […] Only one thing is more surprising: we do not yet recognise this failure. […] We all solemnly place our hopes for peace in international theories that are quite antiquated. Every scheme for the elimination of war that men have advocated since 1917 has been nothing but a copy or an elaboration of some seventeenth-century programme—as the seventeenth-century programmes were copies of still earlier schemes. What is worse, those programmes are far more widely accepted as wisdom now than they were when they were first propagated. Nor is this the full extent of our stupidity” (p. 3).
*Profesor, Universidad Abierta Interamericana (UAI), Buenos Aires.
Maestría en Estudios Internacionales,Universidad Torcuato di Tella (Tesista).
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