¿Para que sirve la Organización Mundial del Comercio (OMC)?
Resumo
“Quien puede recurrir a la violencia no tiene necesidad de recurrir a la justicia”Tucídides
En la Edad Media, afuera de las ciudades no había policías ni orden garantizado, pues regía la ley del más fuerte. La vida literalmente dependía de la eficacia de la espada o de la habilidad para la evasión. Al interior de los poblados en cambio, un incipiente estado de derecho era impuesto por el noble de turno, aunque con leyes muchas veces injustas y de dudosa legitimidad. Con el surgimiento del Estado-nación en el siglo XVI, la fuerza de la razón comenzó su lento pero sostenido avance. Afuera, sin embargo, los vínculos entre países, es decir las relaciones internacionales, continuaron basándose en la fuerza y en los lazos familiares entre la realeza. Seguía siendo la ley del más fuerte.
Sabido es que el siglo XX fue la centuria más sangrienta en la historia de la humanidad. Quizás también por eso, se generaron avances ni siquiera soñados por los futurólogos medioevales. Además de la píldora anticonceptiva y de Internet, se crearon las instituciones internacionales universales. En efecto, luego de la Segunda Guerra Mundial el mundo vio nacer a las Naciones Unidas, la UNESCO, la Organización Mundial de la Salud (OMS), la Organización de la Propiedad Intelectual (OMPI), el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, se confirmó la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT), entre otros. Su común denominador fue el establecimiento de reglas no discriminatorias, iguales y obligatorias para los países que las aceptaron. No ha habido otro momento similar en los últimos cinco mil años.
Por la experiencia que todos hemos tenido en algún momento de nuestras vidas, es evidente que las reglas protegen al pequeño contra el grande y al débil frente al poderoso. Bástenos recordar aquél panzón de turno en la primaria que nos molestaba, nos empujaba y terminaba imponiéndose por su físico al resto de sus compañeros. En tales casos recurríamos al profesor, al rector o quien fuera el depositario de la norma y de la disciplina. Pues bien, lo mismo ocurre con los países, dependemos de las disciplinas. Y mientras más pequeño se es en el concierto de naciones, más evidente se hace esta necesidad. A modo de ejemplo, la participación del Uruguay en el total de las exportaciones mundiales es de 0.04% y del 0.05% en las importaciones. De ahí que su subsistencia esté ligada irremediablemente a la eficiencia y eficacia de regulaciones internacionales.
En este contexto, la Organización Mundial del Comercio (OMC) –continuadora legal del GATT- vendría a ser una suerte de Constitución Política del mundo en materia comercial, reglamentando el negocio mundial de mercancías, de servicios y protegiendo los derechos de propiedad intelectual. Hoy la OMC tiene 153 miembros. La mayor excepción es Rusia, la que está en proceso de ingreso.
Por ser la OMC la cima de la pirámide de las reglas del comercio internacional, todo lo que ocurra en este ámbito debe ser coherente con sus cánones y normas. Éstos, a su vez, están inspirados en una máxima extraña en el ámbito internacional como es el principio de la no discriminación. En el caso de la OMC este precepto se operacionaliza a través del: (i) Trato nacional. Es decir, todo socio de la OMC debe otorgar a los nacionales de los demás miembros el mismo trato que otorga a sus nacionales, sea en bienes o servicios; y, (ii) Trato de la Nación Más Favorecida. Significa que cualquier ventaja que un socio otorgue a otro país se extiende automática e irrevocablemente a los demás miembros de la institución.
A través de estas normas, la discriminación y el proteccionismo en el mundo comercial ha ido disminuyendo constantemente desde la creación del GATT, en 1947. Parecen simples, pero han tenido una potencia y un éxito sin parangón. Así, por ejemplo, los aranceles aduaneros para los productos industriales del mundo han caído desde un promedio de 40% al terminar la Segunda Guerra mundial hasta un 4% en nuestros días.
Pero hay una característica que hace a la OMC distinta –única- de todas las demás organizaciones internacionales. Es la única que cuenta con un sistema de solución de diferencias con “dientes”. Vale decir, que posee herramientas coercitivas para forzar el cumplimiento de los fallos de su sistema arbitral. Si la parte demandada no cumple voluntariamente el dictamen en un plazo razonable, la parte ganadora en el contencioso puede subir los aranceles al socio infractor, discriminar a sus prestadores de servicios o dejar de proteger sus derechos de propiedad intelectual. Todo ello, hasta que parte demandada se allane a cumplir el laudo.
“Yo soy yo y mi circunstancia” sentenció Ortega y Gasset. Reconociendo su “circunstancia” Uruguay ha sabido ser un gran actor internacional en materia de comercio internacional, sea en la OMC o a través de otras iniciativas comerciales, como el Mercado Común del Sur (MERCOSUR) y convenios con una decena de países. Pero, por ser la OMC la norma superior en materia de comercio internacional, todos estos convenios, incluyendo el MERCOSUR deben estar basados y/o autorizados por la OMC. Además, presuponen su existencia al reconocer expresa o implícitamente su superioridad. De hecho, todos dichos acuerdos deben ser notificados a la OMC y pasar por el escrutinio de los demás miembros para asegurar que sean consistentes con las normas de la organización.
Ahora bien, dichos acuerdos sólo tienen sentido si van más allá de lo comprometido en el marco de la OMC y no son una mera repetición de lo allí acordado. Dicho en simple: los acuerdos comerciales deben ser “OMC más”. Deben profundizar o ampliar la liberalización comercial alcanzada en ésta con el objeto de generar aún más comercio entre los socios. Consecuentemente, si no hay OMC no habría acuerdos de libre comercio; y, si hay una OMC débil, inevitablemente aquella fragilidad se verá reflejada en los acuerdos bilaterales.
Aquí el grito de batalla entonces es “Todo dentro de la OMC, nada fuera de la OMC”.
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